Corriendo por el pasillo a más no poder, esquivando sillas, paredes, trastos, ropas, tratando de llegar... Minutos antes sentado frente a su escritorio había comenzado a eructar incesantemente. Pero no eran eructos fuertes sino débiles que anunciaban algo. Y luego, la cara contrayéndose como si estuviera sonriendo con mucha fuerza, como fingiendo una sonrisa. Una mueca espantosa que no podía controlar, las comisuras se elevaban, los ojos se entrecerraban un poco. Sabía la que se venía. Entendía los presagios. Por último, su boca comenzó a producir saliva incesantemente. La boca llena de saliva caliente, dulce. Era segregada sin control alguno. “Las babas del diablo” pensó. “Ojalá fueran las babas del diablo”. Los eructos, la baba y la mueca. La mueca, los eructos y la baba. Todos vaticinando lo mismo. Fue como si el organismo se complotara para avisarle lo que estaba por suceder. Su mano agarró el tacho y se lo acercó a la altura del cuello. Con la cabeza inclinada, la boca entreabierta dejaba caer la saliva caliente que seguía saliendo. Corría la baba, acabando en el fondo del cesto y algunos hilos, huérfanos, se escurrían por su mentón, enchastrándolo. Y de repente sintió que desde la mitad de su estómago algo subía. Las manos en el borde del escritorio, los brazos estirándose, la silla alejándose, su cuerpo irguiéndose, sus piernas en movimiento para llegar, antes de que fuera tarde. La saliva seguía chorreando, los eructos eran más constantes y la mueca... Su cara sonreía con fuerza. “¿Por qué carajo sonrío?” se preguntó, mientras corría por el pasillo. El tiempo se estiraba, parecía como si la puerta que debía alcanzar se alejara cada vez más. No sabía si llegaría, lo que venía subiendo desde allá abajo casi podía sentirlo en su boca. Finalmente llegó y abrió la puerta, se lanzó de rodillas, se abrazó al inodoro y vomitó. Sintió como el ácido estomacal quemaba su garganta, lo cual le daba más ganas de vomitar tratando de quitarse ese ardor.
Los sonidos guturales que emitía tras cada lanzamiento despertaron a su perro que estaba plácidamente dormido en su habitación y que no se había dado cuenta de que su amo no se sentía bien. Se levantó el animal, corrió hacia el baño y cuando lo vio abrazado al inodoro no tuvo mejor idea que lamerle la cara. El vómito seguía saliendo, el estómago continuaba expulsando sustancias, alimentos, ácidos y su garganta pedía a gritos un vaso de agua. “Ojalá vomitara conejitos” pensó mientras continuaban las náuseas. El inodoro contrastaba con lo que él expulsaba. Toda esa masa verde, amarilla, marrón clara lanzada encima de la pureza del blanco. Su olor agrio contra el agua inodora. Lo infecto y lo puro. Con los ojos llenos de lágrimas, aferrado al inodoro, arrodillado, continuaba vomitando y sentía que tenía para rato.
Y de repente comprendió. Mirando el vómito en el fondo del inodoro no sólo vio fideos, restos de pan y algún que otro pedazo de manzana sino que percibió más cosas. Entre las aguas putrefactas vio a su novia exigiéndole amor con ojos perrunos, vio a sus padres que le recomendaban estudiar Derecho para poder llegar a ser alguien en la vida (“como papá, el abuelo y el tío Marcos”, le decían), vio a su jefe preguntándole por qué había llegado cinco minutos tarde y exigiéndole que se quedara después de hora, vio a sus amigos que le decían que los recordara, que los llamara, que estuviera con ellos, que lo presionaban esgrimiendo los valores de la amistad y la confianza, vio pretensiones y deseos de otras personas, vio exigencias de la sociedad en la que vivía, a la vez que lo iba aniquilando poco a poco, vio un hombre hermoso, corpulento y perfecto, vio un erudito, un tipo que sabía todo, vio la obra perfecta, vio una luz y una iglesia, vio nenes corriendo de la mano, vio dinero, montones de dinero y fuego, vio una lápida y un epitafio ilegible, vio un gran reloj sin agujas que lo aplastaba en el día a día, vio proyectos fracasados, vio un espejo roto en mil pedazos y cada pedazo reflejaba una cosa distinta, se vio a sí mismo con una sonrisa estampada, nítido y reflejado entre el vómito y el agua.
Una última arcada y rendido dejó caer su cabeza dentro del inodoro. Sus ojos casi nadaban entre la podredumbre y la punta de su nariz sentía el contacto con esa masa viscosa y caliente. Cerró los párpados por un momento y luego se incorporó. Su mano pasó por su boca limpiando los restos de lo expedido y giró sobre el mismo quedando frente a frente con el espejo. Abrió la canilla del lavatorio y se enjuagó la cara. Se miró fijamente en el espejo y notó que su cara había tomado un color grisáceo, sus ojos estaban rojos y todavía sentía la garganta ardiendo. Miró por última vez el vómito en el inodoro. Tiró la cadena y en ese momento todo comenzó a filtrarse por las cañerías. Se iban los fideos, la manzana, el pan y también lo que había visto. Recorrerían las cloacas hasta llegar a una gran cenagal repleto de vómitos, de orines, de excrementos, todo junto en un festival de putrefacción, de olores hediondos, sumidero de esperanzas, de presiones, de dolores. Miles de personas unidas por una gran cloaca con sus sustancias más íntimas, ocultas. Todas las bocas unidas en un gran vómito para liberar al cuerpo humano de todas las tristezas acumuladas, de todos los fracasos apilados, de todo el peso de estar vivo. Olores agrios, gustos indescriptibles, colores de la gama del verde, del amarillo, del marrón. Desperdicios acumulados como una gran ciudad, una ciudad oculta.
Luego de ver cómo se iba el vómito decidió volver a su trabajo. El pasillo era corto. Caminó junto a su perro y volvió a sentarse en su escritorio. Respiró hondo, miró la hora, se estiró aliviado y volvió al trabajo pendiente, dejando atrás, guardado en la memoria, el vómito y todo el suceso en cuestión.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
ResponderBorrarPero si eso tuvo más de tantos vómitos...
Vomité pero seguía leyendo, vomité un poco para adentro.
Identificación le llama la gente, a veces yo también.
Que estén bien.
Adelante.
Libertad de expresión.
Eso.
lkdjgjhh.d.d.hjfj'¡sh
'sólo 25 signos'