jueves, noviembre 10, 2005

El dedo gordo (Georges Bataille)

Continuamos colgando algunas definiciones de las que Georges Bataille pensó para su proyecto de "diccionario crítico", publicadas en La conjuración sagrada (Adriana Hidalgo editora, 2003). Antes fue el ojo, ahora le toca el turno a "El dedo gordo". ¡Qué lo disfruten!.

El dedo gordo

El dedo gordo del pie es la parte más humana del cuerpo humano, en el sentido de que ningún otro elemento del cuer­po se diferencia tanto del elemento correspondiente del mono antropoide (chimpancé, gorila, orangután o gibón). Lo que obedece al hecho de que el mono es arborícola, mientras que el hombre se desplaza por el suelo sin colgarse de las ramas, ha­biéndose convertido él mismo en un árbol, es decir, levantán­dose derecho en el aire como un árbol, y tanto más hermoso en la medida en que su erección es correcta. De modo que la fun­ción del pie humano consiste en darle un asiento firme a esa erección de la que el hombre está tan orgulloso (el dedo gordo deja de servir para la prensión eventual de las ramas y se aplica al suelo en el mismo plano que los demás dedos).

Pero cualquiera que sea el papel desempeñado en la erec­ción por su pie, el hombre, que tiene la cabeza ligera, es decir, elevada hacia el ciclo y las cosas del cielo, lo mira como un escupitajo so pretexto de que pone ese pie en el barro.

Aun cuando dentro del cuerpo la sangre fluye en igual can­tidad de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, se ha toma­do el partido de lo que se eleva y la vida humana es considera­da erróneamente como una elevación. La división del universo en infierno subterráneo y en cielo completamente puro es una concepción indeleble. El barro y las tinieblas son los prin­cipios del mal del mismo modo que la luz y el espacio celeste son los principios del bien: con los pies en el barro pero con la cabeza cerca de la luz, los hombres imaginan obstinadamente un flujo que los eleva sin retorno en el espacio puro. La vida humana implica de hecho la rabia de ver que se trata de un movimiento de ida y vuelta, de la basura al ideal y del ideal a la basura, una rabia que resulta fácil dirigir hacia un órgano tan bajo como un pie.

El pie humano es sometido generalmente a suplicios gro­tescos que lo vuelven deforme y raquítico. Es imbécilmente destinado a los callos, a las durezas y a los juanetes; y si sólo tenemos en cuenta costumbres que están en vías de desapare­cer, a la suciedad más repugnante: la expresión campesina "tiene las manos tan sucias como los pies", que ya no es válida hoy para toda la colectividad humana, lo era en el siglo XVII.

El secreto espanto que le provoca al hombre su pie es una de las explicaciones de la tendencia a disimular en la medida de lo posible su longitud y su forma. Los tacos más o menos altos según el sexo le quitan al pie una parte de su carácter bajo y plano.

Además tal inquietud se confunde frecuentemente con la inquietud sexual, lo que es particularmente sorprendente en­tre los chinos quienes, tras haber atrofiado los pies de las mujeres, los sitúan en el punto más excesivo de sus desviacio­nes. El mismo marido no debe ver los pies desnudos de su mujer y en general es incorrecto e inmoral mirar los pies de las mujeres. Los confesores católicos, adaptándose a esa abe­rración, les preguntan a sus penitentes chinos "si no han mira­do los pies de las mujeres"

Idéntica aberración se da entre los turcos (turcos del Volga, turcos del Asia Central) que consideran inmoral mostrar sus pies desnudos e incluso se acuestan con medias.

Nada similar puede citarse con respecto a la antigüedad clásica (aparte del uso curioso de las altas plataformas en las tragedias). Las matronas romanas más púdicas dejaban ver constantemente sus dedos desnudos. En cambio, el pudor del pie se desarrolló excesivamente durante los tiempos mo­dernos y no desapareció sino hasta el siglo XIX. Salomon Reinach expuso ampliamente ese desarrollo en el artículo ti­tulado "Pies púdicos"1, insistiendo sobre el papel de España donde los pies de las mujeres fueron objeto de la preocupa­ción más angustiada y también causa de crímenes. El simple hecho de dejar ver el pie calzado sobrepasando la falda era juzgado indecente. En ningún caso era posible tocar el pie de una mujer, familiaridad excesiva que era, salvo una excepción, más grave que ninguna otra. Por supuesto, el pie de la reina era objeto de la prohibición más terrible. Así, según Mme. D'Aulnoy, estando el conde de Villamediana enamorado de la reina Isabel, pensó en provocar un incendio para tener el placer de llevarla en sus brazos: "Se quemó casi toda la casa que valía cien mil escudos, pero él se consoló cuando aprove­chó una situación tan favorable, tomó a la soberana en sus brazos y la cargó por una pequeña escalera. Allí le robó algu­nos favores y, lo que se destacó mucho en aquel país, tocó inclu­so su pie. Un paje lo vio, le informó al rey y éste se vengó matando al conde con un disparo de pistola."

Es posible ver en esas obsesiones, como lo hace Salomon Reinach, un refinamiento progresivo del pudor que poco a poco pudo conquistar la pantorrilla, el tobillo y el pie. Aun­que en parte es fundada, esta explicación sin embargo no es suficiente si pretendemos dar cuenta de la hilaridad común­mente provocada por la simple imaginación de los dedos del pie. El juego de los caprichos y los ascos, de las necesidades y los extravíos humanos es en efecto tal que los dedos de las manos significan las acciones hábiles y los caracteres firmes, los dedos de los pies la torpeza y la baja idiotez. Las vicisitu­des de los órganos, la pululación de estómagos, laringes, cere­bros que atraviesan las especies animales y los innumerables individuos, arrastran la imaginación a flujos y reflujos que no sigue de buen grado por odio a un frenesí todavía perceptible, aunque penosamente, en las palpitaciones sangrientas de los cuerpos. El hombre se imagina gustosamente semejante al dios Neptuno, imponiendo con majestad el silencio a sus propias olas: y sin embargo las olas ruidosas de las vísceras se hinchan y se vuelcan casi incesantemente, poniendo un brus­co fin a su dignidad. Ciego, tranquilo no obstante y despre­ciando extrañamente su oscura bajeza, un personaje cualquie­ra dispuesto a evocar en su mente las grandezas de la historia humana, por ejemplo cuando su mirada se dirige hacia un monumento que atestigua la grandeza de su país, es detenido en su impulso por un atroz dolor en el dedo gordo porque el más noble de los animales tiene sin embargo callos en los pies, es decir que tiene pies y que esos pies, independiente­mente de él, llevan una existencia innoble.

Los callos en los pies difieren de los dolores de cabeza y de muelas por su bajeza, y sólo son ridículos en razón de una ignominia explicable por el barro donde los pies se sitúan. Como por su actitud física la especie humana se aleja tanto como puede del barro terrestre -aunque por otra parte una risa espasmódica lleva la alegría a su culminación cada vez que su impulso más puro termina haciendo caer en el barro su pro­pia arrogancia- se piensa que un dedo del pie, siempre más o menos deforme y humillante, sería análogo psicológicamen­te a la caída brutal de un hombre, vale decir, a la muerte. El aspecto repulsivamente cadavérico y al mismo tiempo llama­tivo y orgulloso del dedo gordo corresponde a ese escarnio y le da una expresión agudizada al desorden del cuerpo huma­no, obra de una discordia violenta de los órganos.

La forma del dedo gordo no es sin embargo específicamente monstruosa: en eso es diferente de otras partes del cuerpo, el interior de una boca abierta por ejemplo. Sólo deformacio­nes secundarias (aunque comunes) han podido darle a su ig­nominia un valor burlesco excepcional. Pero la mayoría de las veces conviene dar cuenta de los valores burlescos por una extrema seducción. Aunque estamos obligados a distinguir aquí categóricamente dos seducciones radicalmente opuestas (cuya confusión habitual ocasiona los más absurdos malentendidos de lenguaje).

Si hay un elemento seductor en un dedo gordo del pie, es evidente que no se trata de satisfacer una aspiración elevada, por ejemplo el gusto completamente indeleble que en la ma­yoría de los casos induce a preferir las formas elegantes y co­rrectas. Al contrario, si escogemos por ejemplo el caso del conde de Villamediana, podemos afirmar que el placer que obtuvo al tocar el pie de la reina estaba en relación directa con la fealdad y la inmundicia representadas por la bajeza del pie, prácticamente por los pies más deformes. De modo que aun suponiendo que el pie de la reina haya sido totalmente lindo, sin embargo tomaba su encanto sacrílego de los pies deformes y embarrados. Siendo una reina a priori un ser más ideal, más etéreo que ningún otro, era humano hasta el desgarra­miento tocar lo que en ella no difería mucho del pie transpi­rado de un soldado raso. Es experimentar una seducción que se opone radicalmente a la que causan la luz y la belleza ideal: los dos órdenes de seducción a menudo se confunden porque nos agitamos continuamente entre uno y otro, y dado ese movimiento de ida y vuelta, ya sea que tenga su término en un sentido o en el otro, la seducción es tanto más intensa en la medida en que el movimiento es más brutal.

En el caso del dedo gordo, el fetichismo clásico del pie que culmina en el lamido de los dedos indica categóricamente que se trata de baja seducción, lo que da cuenta de un valor burlesco que se vincula siempre más o menos a los placeres reprobados por aquellos hombres cuyo espíritu es puro y su­perficial. El sentido de este artículo parte de una insistencia en cues­tionar directa y explícitamente lo que seduce, sin tener en cuenta la cocina poética, que en definitiva no es más que un rodeo (la mayoría de los seres humanos son naturalmente débiles y no pueden abandonarse a sus instintos sino en la penumbra poética). Un retorno a la realidad no implica ninguna acepta­ción nueva, pero esto quiere decir que somos seducidos bajamente, sin ocultamiento y hasta gritar, con los ojos desorbitados: así desorbitados ante un dedo gordo.

1 En La antropología, 1903, pp. 733-736; reimpreso en Cultos, mitos y religio­nes, r. I, 1 905, pp. 105-1 10.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Los hombres de la antiguedad se obsesionaban con los pies porque era lo unico que podian llegar a ver... las mujeres de la grecia antigua no salian jamas a la calle sin la compania de su esposo, ni si quiera podian ser acompanadas por sus propios hermanos hombres, ademas lo hacian bajo velos que imposibilitaban toda vision de sus rostros y cuerpos en general, de hecho el anillo de matrimonio que se utiliza actualmente en la sociedad moderna representa los anillos que se utilizaban con las mujeres para mantenerlas literalmente encadenadas cautivas en sus moradas

Matías dijo...

Interesante comentario.

Anónimo dijo...

Muchos hombres y mujeres como yo, a pesar de los cambios contextuales de la sociedad en todos los sentidos, poseemos de algun modo una cierta admiracion y placer por partes del cuerpo, si bien el pie actualmente no se oculta, lo que si esta oculto de el es esa imagen que intrigaba en el pasado, esa imagen del pie que es posible rescatar en todo su esplendor fetiche y que se ha perdido con tanta exhibicion corporal que hay en los medios, el pie es un elemento corporal que posee un cierto misterio y que por volverse incensurable ha dejado de ser parte de nuestra imagineria sexual.....aparentemente...
Anonima.

 

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