sábado, marzo 25, 2006

El oficio del recuerdo

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No recuerdo nada preciso de ese día porque aún no había nacido. En mi mente, anidan las líneas de un recuerdo construido cada año a partir del relato de los adultos de mi familia. Ese día (24 de marzo del 76') todos vivían en la tenebrosa e inmensa casa de mi abuela Delia. Apilados, hacinados, ante las complicaciones económicas de cuatro adultos que todavía no tenían frutos económicos en su desempeño profesional.
El primero en recibir la noticia parece que fue mi viejo. La escuchó en la radio a la madrugada, a eso de las cuatro, o más tarde, y comenzó a gritar como un loco con rabia, como lo hacia siempre, con casi todo.
De a poco se fueron levantando el resto de los cadáveres. Todos en pijama y con cara de muertos. Mi tío Horacio vio a mi viejo sentado en la cocina junto a la radio y se sentó en silencio a su lado, asintiendo con la cabeza y con un característico movimiento ondulatorio de su pie izquierdo. Luego, llegó mi mamá, rezongando también como siempre, y pidiéndole a mi viejo que bajara la voz, que mi abuela iba a despertarse. Después llegaron desde el departamentito de la terraza mi tío Guillermo y Sara, mi madrina, con una terrible cara de miedo y preguntando si le había pasado algo a la abuela. Todos de a poco se fueron sentando en la cocina mientras en la radio salían las voces de los militares como una bandada de aves negras. Todos se quedaron quietos durante horas, como cuando en un velorio los cuerpos se dan calor unos a los otros, pero no dicen nada; y respiran, sólo respiran, el aura de lo que se fue.

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Un sol que rajaba la tierra caía sobre el jardín de la casa de Josefa, mi otra abuela. Por suerte, la Santa Rita que se extendía a lo largo de una pérgola nos cubría del calor y se podía almorzar en paz. Yo tenía doce años y estaba en uno de los asados que casi siempre mi viejo hacia domingo por medio. Pero esa vez, los invitados no eran las mismas tías aburridas de siempre, o los amigos borrachos de tribunales, esa tarde mi viejo volvía a encontrarse con un grupo de amigos de la militancia. Daniel (mi viejo) había militado en la Juventud Peronista de la Facultad de Derecho, y parece ser que llegado cierto punto de peligrosidad, se abrió junto a un grupo grande de gente. Igual, tuvo que recluirse en una piecita de San Justo y casi no salir durante meses.
De a poco fueron llegando los comensales y todos se abrazaban y coreaban como si fuesen hermanos separados al nacer. A todos tuve que saludar con la mano firme como me habían indicado y soporté frases del tipo: “¡Mirá, hijo de tigre como el Ogro!”, “¡Ojos de Ogro como el Ogro!”. Descubrí entonces, que a mi viejo le decían “el Ogro”, cosa que conociéndolo no me llamaba la atención; y parecía que algo en mi cuerpo de niño conservaba algo de la juventud de él.
El asado transcurrió en calma, aunque se bajaron no se cuantas botellas de vino y la cosa se puso un poco picada a la hora del postre, junto a una dura partida de truco. A eso de las dos de la tarde, algunos empezaron a irse y solo quedaron al lado nuestro, con una tremenda curda, dos o tres, los verdaderos amigos. De pronto, una sola pregunta, una sola hilera de palabras cayó sobre la mesa de mármol como un trueno en una tormenta eléctrica.
“¿Te acordás de Miguel?” preguntó Oscar, un ahora reconocido abogado, y uno de los tipos con los que mi viejo había zafado de una bomba en un cuartito de la facultad. Todos enmudecieron y una ráfaga de viento acarició el pelo de los cuatro seres que todavía permanecían en la mesa.
Rubén, otro compañero, el más joven, dijo: “¿Te acordás que siempre tenía un piropo divertido para las compañeras?”. Mi viejo, con la cara contraída como cuando lloraba a escondidas en la cocina, dijo: “¿Te acordás que se le levantaba el bigote hacia la izquierda y guiñaba un ojo cuando estaba borracho?”. Jorge, el último en hablar, mientras bebía vino en calma, dijo: “¿Se acuerdan del timbre de su voz?, ¿el olor a húmedo de su sobretodo azul?, ¿las manos ásperas y cargadas de libros?, ¿y de sus gritos en el cuarto de al lado?, ¿y su cara de niño encerrada en un auto?, ¿y su rostro sonriente cuando se nos aparece en sueños?”.
El resto del recuerdo no lo puedo contar con precisión, porque apenas Rubén terminó de ametrallar esa serie de recuerdos, fui mandado a mi cuarto en una especie de penitencia o censura. Pero sí, apoyé la oreja en la puerta de mi cuarto y pude oír, el canto melancólico y ridículo de una marcha, entre lágrimas y mocos, abrazos y gritos.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

muy bueno, pablete, siga adelante
beso
Dany (de Mar del Plata)

 

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