lunes, diciembre 25, 2006

La causerie del lunes

A Juan Namucurá


El sábado siguiente, una reflexión neokantiana de parque con M. me hizo llegar nuevamente a la inevitable conclusión de que estamos atrapados en nuestros propios esquemas. A decir verdad, no estaba demasiado seguro de qué quería decir con disgresión (si, así, con “s” entre la “i” y la “g”), pero sí de que (ahora lo veo más claramente) estaba forzando un aparato crítico más allá de sus límites. O, quizá, justamente por estar forzando el eje de análisis, le perdía el sentido a la palabra.
El caso es que para mí existen dos grandes verdades en lo que respecta a exámenes finales: que hay que prepararlos como se prepara un arma a la que sólo le queda una bala cargada, y que, como todo en la vida, son una instancia más de aprendizaje. El problema es cómo aprender a disparar con una sola bala en el cargador.
Yo había hecho la correspondiente averiguación etimológica y sí, nobleza obliga, la forma “culta” es “digresión”, así, peladita, sin la sibilante, y he de admitir que en este punto clavé bandera en terreno farragoso, porque la Academia tarda en incorporar a sus registros los usos lingüísticos más de lo que yo en reconocer un error; véase de cualquier manera, en cualquier diccionario de americanismos, la definición de “disgresión”.
En el arte de revertir la discusión sobre un signo del que se nos han esfumado la forma como el contenido se encuentra la (falsa) sangre de payador que todos poseemos; tengo que decir que el acierto fue llevar el debate al terreno más seguro de los argumentos en contra de los criterios del “buen hablar”, y mi empecinada afirmación, que a fuerza de convicción se había transformado en certeza, de que Sarmiento y Mansilla usaban el uso que yo estaba usando, porque de haber buscado en Facundo o Una excursión a los indios ranqueles, habría perdido el punto.
Concluyamos que uno, burlador de los/as “Catitas” que dan vueltas por el mundo, puede y cae fácilmente en la hipercorrección: eso aprendí, también, el lunes.
El punto es que, salvando el desliz de la sibilante, esa noche caí a la mesa de fin de año con M., y J.N., entre notables personajes que pude conocer (no es que J.N. no lo sea) pero son ajenos al asunto. De modo que la cena daba ocasión para una medida celebración, o, fundamentalmente, desahogo, o que lo diga cualquiera que haya terminado también con los benditos finales a una semana, o menos, de las fiestas.
La cena transcurrió tranquila; había una tarimita delante de las mesas en las que un gallego contaba chistes de dudoso gusto, y reaccionarios, pero de un modo casi subliminal, con una velocidad que superaba la de la indignación, y mechando en la rapsodia alguna genialidad que tapaba la mediocridad del resto de los chistes. Una falsa Isabel Pantoja que torturó con sus agudos y su reiterativa promesa de “esta canción es la última” precedió, para nuestra sorpresa, un espectáculo de gauchos con boleadoras. Una irrupción inéditamente disgresiva, cuando el escenario lo habían estrenado esa noche unas bailarinas de zarzuela. Lo único que atiné a pensar, mientras boleaba un falso Moreira, es en lo difícil que es remontar un siglo en un día.
Pero la atracción de la mesa fue J.N., hasta hoy escucho los comentarios de M. que me pondera lo copado que es y me pregunta dónde se puede ir a verlo. Cosa que, como todo, ignoro: sin embargo, compartiendo la opinión de M., me urge averiguar. De cualquier modo, lo central de esa noche fue que hice mi segundo descubrimiento ¿etimológico? del día. Le pregunté a O. que le parecía, haciendo honores a la tarde pasada, hacer un yapaí en el brindis aprovechando la presencia de J.N. Esa misma tarde hablábamos con los chicos de la importancia de adoptar el yapaí como tradición a la hora de brindar. O. me derivó con J.N.
Vale aquí hacer una aclaración para aquellos que leyeran lúdicamente los brindis de Una excursión… J.N., que es cacique e hijo de caciques, me explicó que en realidad la trascripción de Mansilla es mala: la palabra es iampaio. Por algún motivo, quizá la fuerza de la “y” o del acento agudo, o el parecido de la voz original con la palabra “zapallo” me resulta más atractivo seguir el error, sospecho que nada involuntario, de Mansilla. Pero no fuera cuestión de ofender a J.N., que por lo demás es una persona sumamente agradable y no creo que lo hiciera de cualquier forma. Como apoteosis de un día sumamente extraño, M., O., J.N. y yo alzamos las copas y ¡iampaio, hermanos!

Seguir o no seguir las formas cultas, ese es el entuerto.

Yapaí, hermanos, ¡felicidades!

3 comentarios:

Desdichada dijo...

Entiendo el tema de fondo, no las inciales. Pero gracias por pasar. Y feliz año.

Espiritu Muajajesco dijo...

¿Seguir a "lo culto"? ¿Por que si? ¿Por que no? ¿Miedo a la anarquía lingüistica? ¿Mar o montañas? Grandes "Paradojas Existenciales" como diria el celebre Gabriel C.

Emiliano dijo...

Honestamente, no se por qué las iniciales. Podrían ser seudónimos, nombres reales, igual da, creo que sería indistinto. Será que estoy leyendo a Dostoievsky, que hace eso con las calles, etc...

Primo, ¿qué miedo a la anarquía lingüística? El lenguaje debe ser anárquico per se. Porque lo dice la RAE. Je.

 

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