sábado, septiembre 27, 2008

God save C. E. Feiling

C. E. Feiling, altísimo novelista argentino, nos dejó una obra literaria breve pero de la mejor de su época. Sus tres novelas (El agua electrizada (1992), Un poeta nacional (1993) y El mal menor (1996)) fueron (y son) la apuesta por un proyecto narrativo de experimentación con géneros literarios masivos (policial, aventuras, terror) que se actualizan y modifican de manera cautivante en contacto con el contexto argentino (y sus problemáticas) en el que Feiling sitúa sus historias: los residuos de la dictadura en la incipiente democracia a fines de los 80; la Argentina liberal y sus conflictos de 1880; y el fin de las utopías tras la caída del muro de Berlín y de la U.R.S.S. Por otra parte, la facilidad con la que manejaba las voces narrativas, las tramas atrapantes, su maestría en el manejo de la intriga y la construcción de personajes sólidos y profundos y de escenarios detallados, plagados de referencias que dan consistencia y no quedan en la mera superficie, son valores que destacan su producción literaria y su capacidad, ante todo, como narrador.

En 1997, Feiling fallece en Buenos Aires y deja el primer capítulo de una novela inconclusa llamada La tierra esmeralda, con la que se proponía explorar el género fantasy, actualizándolo en pleno Buenos Aires de mediados de los 90. El año pasado, la editorial Norma, en una apuesta que aplaudo de pie, reeditó con prólogo de Luis Chitarroni y epílogo de Gabriela Esquivada, esposa de Feiling, Los cuatro elementos, compilado de las tres novelas de Feiling y del capítulo de la inconclusa.

Como soy un hombre bueno, aquí les traigo dicho capítulo para que lo disfruten, para que se lamenten, como yo, de que Feiling no haya podido seguir la novela y para que corran a comprar ya sea el libro de Norma como los viejos libros de Editorial Sudamericana para leer o releer a este fantástico novelista.

God save Feiling.


La tierra esmeralda (C. E. Feiling)


El elegido

Rubén estaba contento. Ya al cruzar Azcuénaga se había deshecho de la bolsita de plástico azul en que le habían entregado el libro, y desde enton­ces, sin disminuir el ritmo de la marcha, no cesaba de examinar su com­pra, volver las páginas, registrar uno a uno los detalles de la llamativa pero confusa tapa, verdadero testimonio fósil de una época de patchouli, ropa chillona y música progresiva. (La bolsita azul, arrojada a la calle con poco civismo y movida por el viento que corría por Marcelo T. de Alvear, esta­ba en ese mismo instante tramitando su ingreso a Ciencias Sociales, pug­nando por sumarse a la hojarasca de colillas, propagandas políticas y pa­peles que adornaban la puerta de la Facultad.) Eran casi las siete de una tarde particularmente cenicienta y desagradable, pero a Rubén le parecía que los veteranos colores de aquella tapa y el sello del unicornio con la le­yenda Original Adult Fantasy brillaban con luz propia. En un puesto del Parque Rivadavia, el año pasado, había conseguido otros dos libros de esa colección, leídos y releídos con maravilla comparable a la provocada por Tolkien o LeGuin: The Water of the Wondrous Isles, de William Morris, y The Lost Continent, de C. J. Cuttliffe Hyne. El que le quemaba las manos ahora, Red Moon and Black Mountain, de Joy Chant, comprado por la ganga de tres pesos, casi le había hecho olvidar su propósito de gastar los cincuenta que llevaba en el bolsillo, regalo de la abuela Dominga por su décimosexto cumpleaños.

Aunque llevaba meses viendo el cartel que anunciaba libros de segun­da mano —viéndolo cada mañana, desde la ventanilla del 152 en que iba al colegio—, hasta ese viernes nunca se había decidido a darse una vuelta por la esquina de Marcelo T. de Alvear y Azcuénaga, quizá porque la vidriera más conspicua del negocio era obviamente la de una papelería, y no mostraba al vulgo los dudosos tesoros amontonados en el fondo, más allá de las máquinas fotocopiadoras. En el plano de las librerías de viejo de Buenos Aires que Rubén iba trazando en su cabeza, la tal Dunken —que así se llamaba el sitio— ya había obtenido su calificación, certera y desapa­sionada pese al hallazgo del Joy Chant: "Mucha basura pero buenos pre­cios, pasar de tanto en tanto a ver si renovaron el stock".

Cuando por fin guardó el libro en la mochila, Rubén se dio cuenta de que había cruzado Riobamba, no conservaba memoria de las cuadras an­teriores y estaba por pasar frente al Carlos Pellegrini. Un grupo de alum­nos de primero o segundo año, menores que él en todo caso, y que fuma­ban con la devota seriedad de los que aspiran a adquirir el vicio aunque el humo les haga arder veinte, cien veces los ojos, le arrojó miradas de sordo desprecio a su blazer verde del Belgrano Day School. Cambió de vereda para evitar problemas, pero eso le hizo revivir la humillación del día, el fruto de que sus padres lo hubiesen ido a buscar el miércoles —su cumplea­ños— a la salida del colegio. Bonadeo no sólo había imitado muy bien a su madre, sino elegido el momento justo para hacerlo, uno de esos espesos aunque brevísimos silencios de vestuario en que todos tenían aún frescas sus deficiencias más recientes como deportista y jugador de rugby. El "Aquí, Ruben, aquí. Papá y Mamá, Ruben, vinimos a buscarte", había pro­vocado inmediatas risas, y durante el viaje de retorno del campo de depor­tes las cargadas del tipo "Elruben Cortellone, mucho gusto", "¿Qué dishe, Ruben?, "Che, Ruben, ¿no queré un sánguche 'e queso 'e chancho?" —su nombre vuelto palabra grave, emblema de inferioridad social— habían re­corrido de una punta a la otra el ómnibus. Salvo un poco a Bonadeo, su enemigo del alma, no odiaba a los demás por esas estupideces. Llevaba desde quinto grado de la primaria una beca en el colegio y los mejores promedios, y se había acostumbrado a ir a las fiestas de sus compañeros o participar de salidas grupales sólo cuando podía permitirse la ropa de mo­da. (El gesto de vestirse excéntricamente y hacer de ello una virtud o un desafío jamás se le hubiera pasado por la cabeza a Rubén Arturo Cortello­ne, que soñaba con la diplomacia —previo Master en Economía de alguna universidad americana— pese a que sus capacidades lo destinaban a un Ph.D. en Historia, Filosofía o Literatura, a algún campus americano pero para llevar una vida académica.)

A los que sí odiaba era a los profesores de Educación Física, lo que constituía una forma de odiarse a sí mismo casi tan penosa como la de considerar un dato objetivo la inferioridad social de sus padres. Que el se­ñor Puchuri o el señor Roblas castigasen su escaso gusto por perseguir pe­lotas y adoptar poses antinaturales era esperable; la decisión de odiarlos para siempre, en cambio, hablaba de una tendencia en Rubén a no cues­tionar convenciones como la de las bondades del deporte y la gimnasia, sino sentir culpa cada vez que no podía cumplir superlativamente con ellas. Una cuadra y media después del Carlos Pellegrini todavía estaba pla­neando terribles venganzas contra los profesores, que en todo el viaje en­tre Ingeniero Maschwitz y Belgrano nada habían hecho para detener las burlas que recorrían el escolares.

Fueron las dos chicas las que se lo llevaron por delante, o mejor dicho por detrás y el costado izquierdo. Conscientes de la propia torpeza, de que cruzar en diagonal desde una esquina, sin mirar y charlando todo el tiem­po, no las autorizaba a quejarse mucho de la distracción ajena, apelaron a la vieja táctica de ser las primeras en el agravio. También llevaban unifor­mes —del Mallinckrodt, que Rubén no reconoció, puesto que de lo con­trario hubiese inferido que las sendas argollas de plata que decoraban sus narices eran estrictamente para después de clases—, y tenían todo el aspec­to de estar, como él, disfrutando del comienzo del fin de semana.

—Pero... ¡qué tipo pelotudo!

—¿Por qué no te fijás por dónde andás... pelotudo?

La segunda en increparlo, que había vacilado en imitar el insulto de su amiga, dejó a Rubén casi sin habla. No estaba acostumbrado a pensar en las chicas de su edad en términos realmente sexuales —de hecho, no es­taba acostumbrado a pensar en las mujeres en términos realmente sexua­les, excepto por las que figuraban en ciertas revistas que contribuían al ba­lance de muchas librerías de viejo de Buenos Aires—, pero le pareció que por aquella hubiese valido la pena vencer su timidez, comportarse como un vulgar Bonadeo. Notó que se tomaba el hombro con un rictus de do­lor quizá excesivo para la mediana violencia del choque, y adivinó entonces que la encantadora y breve presión que había sentido a la altura de la axila debía haber sido causada por uno de sus pechos.

—Sorry, pero las que me chocaron fueron ustedes, yo venía caminan­do de lo más tranquilo.

—Andate a la mierda, imbécil. "Sorry... Ay sorry, sorry..." Pajero.

Esa vez la bonita no agregó ni una palabra a lo dicho por su compa­ñera, que reanudó la marcha de inmediato, pero antes de seguirla —una mano aún tomándose el hombro— midió a Rubén con los ojos. A él le hu­biera encantado saber que el contraste entre sus rasgos de nene y precoces canas en el pelo negro volvían tolerable su fealdad; como de costumbre, sin embargo, interpretó el atrevimiento de aquella mirada en el sentido opuesto al que poseía, por lo que enrojeció de mortificación y no pudo si­quiera responder a los nuevos insultos con alguna frase hiriente. Para cuando salió de su trance, las chicas ya estaban llegando a la esquina de Montevideo. Una de ellas había dejado sobre la vereda, solitario vestigio del encuentro, su bufanda escocesa. "Tartan", pensó Rubén mientras se agachaba a recogerla, ubicando en la otra lengua el sustantivo para ese cuadriculado verde, azul, rojo, amarillo y celeste.

—¡Ey! ¡Che...!

No escucharon sus gritos. Entre el enojo por cómo lo habían tratado, la vergüenza de llamar la atención en la calle y la suavidad de la lana al tac­to, que lo hizo llevarse la bufanda a la nariz para olería —el perfume era denso y a base de sándalo, más propio de mujer que se dirige a una cita con su amante que de una chica del secundario—, pasó el momento de re­petirlos. Mecánicamente, revisó la prenda como si fuera lógico esperar que tuviese los datos de su dueña bordados en alguna parte. Lo único que en­contró fue una etiqueta de tela donde se leían tres palabras: arriba BUR­TON, seguida por el redondelito con la erre de marca registrada, y abajo, en letra más pequeña, OF SCOTLAND. Al mismo tiempo que se preguntaba si la marca no debería figurar como BURTON'S y el redondelito contener una te y una eme —si, en definitiva, la etiqueta toda no constituiría una chabacana estrategia de marketing de la industria nacional—, Rubén salió corriendo tras las chicas, decidido a que el gesto magnánimo de devolver­les la bufanda sirviera para reivindicar su honor, provocarles un buen ata­que de culpa. En la esquina tuvo que detenerse a esperar el cambio de luz, pero aunque el tráfico le permitía ver la cuadra siguiente sólo de a pantallazos, identificó con precisión el edificio adonde habían entrado.

Cuando llegó allí, no supo qué hacer. El edificio era viejo, de un solo piso; la planta baja la ocupaba una panadería en cuyo interior no se divi­saban otras chicas que las empleadas, mientras que la puerta independien­te que llevaba a la planta alta no parecía pertenecer ni a una casa de fami­lia ni a ningún tipo muy identificable de negocio. La chapa, en particu­lar, era bastante extraña: no por su forma —el típico óvalo acostado— ni por el 1540 en esmalte negro sobre fondo blanco, sino porque debajo del nú­mero, calada sobre un rectángulo negro, se leía en blanco la enigmática palabra LIVING. La posibilidad de que fuese una especie de peluquería fi­na asustó a Rubén, le quitó todas las ganas de vengarse y las secretísimas esperanzas de conseguir el teléfono de su amor a primera vista. Tras unos segundos de duda, en que imaginó lo estúpido que podía quedar expli­cando sus intenciones a través del portero eléctrico, se echó la bufanda al cuello y volvió hacia Montevideo. Los cincuenta pesos que le había rega­lado su abuela ya le estaban quemando el bolsillo, y el propósito inicial de gastar parte de ellos en un jueguito ocupó su mente otra vez. Desconocía a qué hora cerraba el negocio de computación de Montevideo y Paraguay, pero supuso que el tiempo empleado en revolver libros no le dejaba mu­cho margen de maniobra. El aroma a sándalo en que iba envuelto, ade­más, lo impelía a regresar a su casa cuanto antes, ponerse a soñar un de­senlace distinto para el encuentro callejero que había tenido.

—Me cago en tu puta madre.

Sebastián masculló la frase, como ensayando para el grito que lanza­ría inmediatamente después. Durante los últimos cinco minutos, y sin el menor éxito, había estado tratando de concentrarse en su rutina con las pesas. Por lo común el ejercicio físico lograba obliterar todo lo que no fue­ra embeleso narcisista ante los movimientos de sus propios músculos, pe­ro lo común y la normalidad —o lo que en el caso de Sebastián Costas pa­saba por normalidad— habían cesado varias semanas atrás, ya no recorda­ba cuántas.

—¡ME CAGO EN TU PUTÍSIMA MADRE, HIJO DE PUTA! ¡CORRRTALA!

Los dos televisores del loft estaban sintonizados en MuchMusic. Co­mo no había otra persona allí y Sebastián se hallaba frente a uno de los aparatos, el arrebato de furia pareció ir dirigido contra el cantante que bai­loteaba en ambas pantallas. (Nasty, el gatito siamés, llevaba un buen rato en el baño ocultándose de su amo, cuya puntería con un par de pilas usa­das le había roto ya una costilla.) Quizá por el grito, pero probablemente no, La Voz que él oía todo el tiempo —que sólo él oía todo el tiempo— le dio un respiro a Sebastián, uno muy breve y que apenas le alcanzó para depositar las pesas sobre la alfombra y abrir la puerta ventana que condu­cía al balcón. Desde allí la vista era amplia, convencionalmente agradable: a la derecha las torres nuevas, el edificio de La Nación y el río; al frente la plaza Roma y el monumento a Mazzini; a la izquierda los árboles y el tráfi­co de la avenida Alem. Sebastián vio poco y nada de todo eso, casi no escu­chó la súbita competencia entre el videoclip de la televisión y el estruendo de Buenos Aires y ni siquiera se dio cabal cuenta —pese a su torso descubier­to, sudoroso por el ejercicio— de que había empezado a tiritar. La tempe­ratura era baja para tratarse de fines de septiembre.

—No no no. Todavía no. Primero lo otro.

El pie descalzo que Sebastián había levantado para sortear la baranda del balcón voló hacia atrás y se estrelló contra el vidrio de la puerta. Un trozo de seis centímetros de largo se le quedó clavado en el tobillo duran­te fracciones de segundo, y luego cayó al piso como el resto de los que ha­bían sido parte del boquete.

—¿Duele, no? ¿Duele mushho?

La Voz sonaba de nuevo acariciante. El hecho de que no proviniera de ningún sitio identificable la volvía aterradora, y el de que le costara articu­lar ciertos sonidos más aterradora aún, más espantosamente real. Sebastián, que tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba intentando disciplinar el dolor con el inútil y homeopático método de morderse el labio de abajo, movió la cabeza en señal de asentimiento. Sabía que el gesto era superfluo, así co­mo había intuido incluso desde antes de gritar que aquel poder registraba hasta el último de sus deseos, y sería capaz de infligirle todo tipo de tormen­tos para impedir que se lastimase de un modo permanente. Alrededor de su pie las astillas y trozos de vidrio se iban cubriendo poco a poco de sangre.

—¿Querés que te cure?

Casi no hubo intervalo entre la pregunta y el siniestro milagro: de pronto estaba el dolor y de pronto ya no estaba; de pronto se habían es­fumado no sólo los cortes, sino también la sangre derramada, y los vidrios rotos pero de nuevo limpios eran la única evidencia de lo ocurrido. Un sarcástico "Sí, claro. ¡Cómo no!" se le ahogó en la boca a Sebastián, que al mismo tiempo se sintió mejor que nunca y sexualmente excitado como nunca, con una erección avasallante de puro súbita transformándole todo el cuerpo en mero y prescindible sostén del pene. No es que las imágenes que lo invadieron entonces —el cine del que sueña despierto, tan vivido co­mo imposible de ver cuadro por cuadro— difiriesen mucho de sus fanta­sías anteriores al advenimiento de La Voz, sino que esa vez lo asustaron porque adivinó que iban a cumplirse, que debían cumplirse. Formaban parte del plan.

—Te convendría darte un baño. En un rato salís de caza, y en unash ho­ras vas a eshtar conmigo para shiempre.

El impulso de masturbarse allí mismo se debilitó. Cuando las imáge­nes empezaron a perder coherencia —y su pene rigidez—, Sebastián sorteó los vidrios rotos y volvió a entrar, maravillado de que el pie no le doliese y del extraño, malévolo bienestar que lo envolvía. Era como la exaltación que recorre a un grupo de chicos cuando están esperando al debilucho de la clase para mantearlo. Ya no lo molestaba el persistente fantasma de la resaca, fruto de dormirse noche tras noche a base de diazepam y vodka cuando antes sus mayores vicios habían sido los anabólicos y jugos de fru­ta. Quizá obedecer a La Voz no fuese tan mala idea, pensó; una entidad que obraba milagros y le pedía el curioso sacrificio de llevar a la práctica sus fantasías bien podía impedir que la ley lo castigara por ello. Quizá has­ta pudiese impedir que su padre lo forzara a retomar Administración de Empresas en la UCA. El problema era el "todavía no" con que había dete­nido su intento de aprovechar la distancia entre el octavo piso y el asfalto de Lavalle, lo que a su vez arrojaba dudas sobre el significado de "vas a es­tar conmigo para siempre".

No vash a morir, o mejor dishho vas a morir únicamente para este mundo.

—Qué macana entonces, porque eso es lo que la gente entiende por morirse. Haceme un favor, ¿querés? ¡MOSTRATE SI SOS TAN... TAN...!

Sebastián tuvo que dejar incompleta la frase. Acababa de reparar en otra característica intranquilizadora de La Voz: su timbre no era ni mas­culino ni femenino.

—No podésh verme. Tampoco vas a poder verme cuando eshtésh conmigo.

Los temores de las últimas semanas retornaron. ¿Y si estaba tan loco que no sólo alucinaba La Voz, sino también cosas como la sangre y los vidrios rotos? En MuchMusic habían empezado a pasar un clip de Babasónicos. Se­bastián odiaba el rock argentino, y casi lo alegró que la pantalla se pusiese de golpe negra, salvo porque el mismo chispazo seguido por la misma co­lumna de humo grisáceo se repitió en el otro extremo del loft, dejando sin Babasónicos ni música a la zona del bar y la mesa de pool. (El arquitecto culpable de las reformas padecidas por aquel viejo departamento no había diseñado una vivienda, sino un aviso de shampoo o agua mineral.)

—Allá no. Mirá aquí, que te queda máshh cómodo.

La fuerza que le torció el cuello para dirigir de nuevo sus ojos hacia el televisor más próximo no era irresistible; era apenas la justa para sugerir que resistirse hubiese sido un pésimo negocio. Por unos instantes no ocu­rrió nada; luego la pantalla se puso turbia, lechosa, y finalmente mostró desde arriba lo que parecía ser el fin de un bosque de coniferas y la lade­ra de una montaña. Las dos lunas y la multitud de estrellas del raro cielo —un cielo tan poblado que resultaba poco familiar hasta para Sebastián, incluso sin el detalle de las dos lunas— y cientos de fogatas abajo, entre el bosque y la montaña, combatían con bastante eficacia la oscuridad de la noche. Aunque de silueta humana, las criaturas que se apiñaban en peque­ños grupos alrededor de las fogatas no le provocaron deseos de ver sus ras­gos de cerca. A juzgar por su actitud estaban pendientes de un aconteci­miento que iba a producirse en las ruinas de una edificación que había ocupado la base de ladera. Cuando la imagen cambió para mostrar las rui­nas desde una altura normal y de frente, Sebastián comprendió que aque­llo había sido un túnel de piedra que unía la boca de una caverna en la montaña con una puerta que daba al bosque, de la que sólo quedaba en pie parte del inmenso marco. Los bloques que habían conformado su dintel y ahora obstruían la entrada le recordaron por su tamaño las ilustraciones de los viejos manuales de historia, aquellas que pretendían interesar a los alumnos en las hazañas arquitectónicas de los pueblos primitivos. A pun­to de recobrar en el ojo de su mente alguna página de la Historia antigua y medieval de Cosmelli Ibáñez, lo distrajo un clamor que provenía de las criaturas reunidas en torno a las fogatas. Una de ellas —que había causado el disturbio al encaramarse con pasmosa rapidez y facilidad sobre los res­tos de la puerta— empezó a arengar a sus congéneres en una lengua de mu­chas sibilantes. La criatura era decididamente de sexo masculino; de he­cho, aunque su blanquísima piel carecía por completo de pelos, cejas y pestañas, lo que en ella repugnaba era que se trataba de un ser demasiado masculino: carecía también de tetillas, y sus agresivos ademanes no nece­sitaban afirmar los valores de una vida guerrera por sobre los de otro tipo de existencia, sino que no contemplaban otro tipo de existencia. En su diestra blandía una especie de cimitarra, cuya vaina de cuero llevaba en banderola sobre la espalda junto con un escudo también de cuero. Vestía una falda corta, desteñida pero aún negra, sandalias toscas y medias de la­na cruda. Sus ojos eran amarillos, con un tercer párpado como el de los gatos. Cuando algunos de sus partidarios se adelantaron para formar una barrera protectora a sus pies —pronto se hizo evidente que había tres fac­ciones, la del que hablaba menor que la de sus enemigos, y ambas muchí­simo menores que la de los indecisos—, Sebastián se maravilló de la homo­geneidad de aquellos seres, que prácticamente se distinguían sólo por la vestimenta y la cantidad de adornos, y entre los que sólo al cabo de un tiempo de observarlos podían percibirse las diferencias de edad o altura. Un motivo que se reiteraba en brazaletes, collares, anillos y en el pecho de varios de los que llevaban túnica era el menos armonioso de los triángu­los, el escaleno de lados desiguales.

La arenga, interrumpida tanto por los gritos de apoyo como por los de repudio, se prolongó durante unos minutos y luego degeneró: acaba­dos sus argumentos, el ser comenzó a proferir la secuencia de sonidos tia­rasi drl'oshi frase de por medio, consigna que sus partidarios retomaban, alzando las armas y las horribles voces al cielo. Sebastián supuso que aque­llos sonidos debían estar vinculados con el símbolo del triángulo, ya que el de la arenga a veces los acompañaba enrostrándole a la turba el que le colgaba del cuello, como quien muestra el crucifijo o la medallita de la Virgen para probar su fe católica. Por el rabillo del ojo, con cierto esfuer­zo, Sebastián pudo espiar que el otro televisor no estaba transmitiendo el mismo programa, aunque le fue imposible decidir si eso era más o menos extraño de lo que hubiera sido hallarlo también sintonizado en el canal La Voz. Antes de que tuviese tiempo de arribar a alguna conclusión al respec­to, sin embargo, una figura salió de la caverna y comenzó a caminar a paso firme hacia la asamblea de monstruos. En cuanto estos la divisaron hubo una algarabía generalizada, seguida de un silencio profundo e igualmente general. El de la arenga bajó entonces de su plataforma, revelando por su actitud y nerviosos movimientos que no había esperado aquello y tampo­co lo alegraba. Sus acólitos lucían confundidos.

Los escombros le impidieron muy pronto a Sebastián seguir el avan­ce de la figura, pero mientras fue visible a lo lejos él intentó sin éxito en­tender por qué le resultaba familiar. Aunque el ser no tardó mucho más de un minuto y medio en arribar a su destino, pasando de costado y en puntas de pie entre dos bloques de piedra como quien se adelgaza para pa­sar entre la pared y la silla de un comensal distraído, la expectativa multi­plicó aquel tiempo varias veces. En ese lapso Sebastián cayó en la cuenta de que las imágenes que le mostraba el televisor tenían una profundidad y una nitidez inusuales; concentrándose en la pantalla uno se transporta­ba allí, veía las cosas del mismo tamaño y a la misma distancia que si se hubiera hallado entre las pesadillescas criaturas, pero a la vez —no, a la vez no, sucesivamente: como con dibujo del pato/conejo o el de la copa y los dos perfiles, el reacomodamiento perceptual necesario para distinguir una forma borraba la otra, y viceversa— podía ver el aparato, su casa, los mue­bles y objetos que lo rodeaban.

El ser que emergió de entre los bloques de piedra estaba desnudo. Si bien se parecía a los demás en los ojos y la ausencia de pelos, sus tetillas eran las de un varón de la especie humana. Antes de identificar el rostro, o mientras aún se negaba a reconocerlo, Sebastián constató que la ingle iz­quierda de aquel híbrido ostentaba una cicatriz como la que le había que­dado a él después de que lo operaron de varicocele. Tras avanzar unos pa­sos, su doble quedó a pocos metros del orador, que lo interrogó en un tono donde se mezclaban el miedo, la furia y el asombro: "¿Hosáh? Da drl'os, da vl'tos, ¿hosáh?r'. Sebastián sintió el impulso de pronunciar su nombre, pero lo que finalmente salió de sus labios fue una deformación del mismo muy se­mejante a la lacónica respuesta de su otro yo en la pantalla: "Sebestiar".

Lanzando un grito para darse fuerzas e incentivar a sus conmilitones —"¡DA DR'LOS, DA SEBESTIAR!"—, el orador atacó. No había recorrido ni un cuarto de la distancia que lo separaba de su objetivo cuando algo invisible lo tomó del cuello y elevó a cuatro palmos del suelo. Sus piernas se agita­ron en el aire durante unos instantes; después su cuerpo todo formó una ve corta y cayó, rota la columna vertebral pero aún firmemente aferrada en su diestra la cimitarra, que no había envainado en ningún momento desde la arenga. El doble de Sebastián bajó los brazos, que había estado moviendo de lejos como quien controla a una marioneta. Uno de los par­tidarios del muerto puso una flecha en su arco y lo apuntó. Aunque la ve­locidad con que se descolgó el arco del hombro extrajo la flecha del car­caj y tensó la cuerda fue pasmosa, hasta bella en su bélica precisión, el ase­sino de su jefe fue más rápido: dejó caer la mandíbula, abrió la boca al má­ximo y escupió —fue algo voluntario, no una arcada: escupió como un co­legial seguro de mejorar su marca previa— un vómito espeso. Tras descri­bir una parábola perfecta, el líquido empapó a su enemigo. Los gimoteos de dolor tardaron unos segundos en comenzar, pero aquel ácido pronto derritió el arco y transformó a quien tan hábilmente lo había manipulado en un guiñapo humeante. Pequeños círculos de pasto en llamas marcaban los sitios donde algunas gotas se habían separado del grueso del vómito para precipitarse a tierra. La segunda muerte pareció convencer a las cria­turas de que estaban ante un ser digno de veneración, y mientras la pan­talla se iba poniendo de nuevo lechosa, Sebastián escuchó que unían sus voces vivando a su otro yo, vivándolo a él: SE—BES—TIAR, SE—BES—TIAR, SE—BES—TIAR, SE—BES...

La Voz aguardó a que cesaran las imágenes, permitiéndole a su elegi­do disfrutar del triunfo.

—¿Hay trato?

Sebastián sonrió, una mueca extática. Ya no le importaban el estado de los televisores, que no volverían a transmitir videoclips, o la historia de su vida hasta entonces. La Voz le había hecho ver su destino. Iba a bañar­se, terminar con Nasty —un sacrificio de yapa, pensó— y usar la camioneta para salir de caza por última vez, pero también por única vez verdade­ra. Su respuesta fue casi inaudible.

—¿Que si hay trato? ¿Qué—te—pa—re—ce, loco?

A Clara le ardía el tatuaje reciente. Haber perdido la bufanda no le preocupaba, pero al chocar contra el chico del blazer verde se había pega­do justo en el hombro derecho, donde desde hacía unas horas llevaba el dibujo de una rosa. Si se le infectaba o algo, el Ingeniero Olhagaray y se­ñora se enterarían muy pronto, y no en el verano y en la playa, de que ella había desobedecido sus instrucciones expresas de no tatuarse. Estaba eno­jada con Milita, y bastante enojada también consigo misma; aunque su amiga la había llevado al local de la galería Bond Street y conseguido que el dueño desestimara la advertencia de su propia vidriera Se tatúa a me­nores de 18 años acompañados de sus padres y con DNI—, el modo en que ha­bían agredido al chico, que además era un santo por no haberles contes­tado ninguna barbaridad, le daba mucha vergüenza. No podía dejar de pensar, supersticiosamente, que lo intempestivo y gratuito de aquella agre­sión le traería mala suerte con el tatuaje. Y para colmo iba a volver tardí­simo, o no tardísimo pero sí tarde para no haber avisado. Milita le había prometido que pasaban apenas un rato por la disco, donde su novio tra­bajaba de barman, y después la acompañaba a casa para reforzar ante sus padres la historia de haber ido juntas a la Biblioteca del Congreso —"¿có­mo? ¿seguro que no les avisé?"—, pero ya eran casi las diez. La fauna del Living, la que cenaba allí mismo o se tomaba unos tragos tranquilos co­mo preludio al baile, estaba empezando a llegar. Las dos chicas se habían cambiado el uniforme en el baño, mientras compartían un porro, pero Clara notaba desaprobación en el ambiente. Sabía por anteriores visitas a la disco que el promedio de edad de los habitués rondaba los treinta años: a las tipas no les gustaba la competencia desleal, y los tipos —que no hu­bieran tenido empacho en sacarlas a bailar con el sitio lleno y las luces ba­jas— miraban ahora con cierto fastidio los arrumacos de Milita y su novio, como escandalizándose del estupro del barman.

—Vamos, che. Vamos.

El novio de Milita, un español que se llamaba Roque y al que le de­cían Rocky, se sintió molesto por la nueva interrupción —era la cuarta o quinta— de Clara, que en realidad le estaba haciendo un favor. Rocky vi­vía en la feliz ignorancia de que abundaban los cuerpos jóvenes y broncea­dos como el suyo dispuestos a trabajar en discotecas y pizzerías de moda hasta que las pasarelas los reclamaran. Hizo un esfuerzo por mirar mal a Clara, pero como sus rencores no duraban mucho más que sus restantes operaciones mentales, para cuando Milita había terminado de contestar, ya estaba sonriendo de nuevo. Era una persona encantadora.

—Cinco minutos. Dale, Cla, bancanos cinco minutos, que igual den­tro de un ratito Rocky no nos va a poder dar ni bola. ¿No ves que empie­za a caer la gente?

Clara bufó. No reconocía la música que estaban pasando, y el hecho de que los innumerables televisores transmitieran una y otra vez la misma película de la demolición de un edificio, que al principio le había pareci­do simpático, raro, comenzaba a hartarla.

—Mis viejos me van a matar.

—Dale, Claaa. Me la debés. Y Rocky te hace un gin tonic también a

vos, ¿sí?

La sonrisa de Rocky le decía que sí a todo. Clara se tentó: de su Co­rona, con que no había podido quitarse de la boca la sequedad acre de la marihuana, quedaba sólo un resto tibio, y aunque tenía sus dudas de que el gin fuera a gustarle, la botella azul entrevista mientras el barman le pre­paraba su trago a Milita la había fascinado estéticamente.

—Okey, cinco minutos, pero que el gin tonic sea como el tuyo, de

Bomba...

Milita tomaba cualquier cosa que tuviera bastante alcohol y lo disi­mulara con burbujas, de modo que fue incapaz de ayudarla con la marca. No así su novio.

—Bien por ti, hija. Una conocedora. Marcha un gin tonic de Bombay

Sapphire.

Veinte minutos y más de un gin tonic y medio más tarde, Clara se sentía horrible. Una tal Mónica, de treintaipico no muy frescos, coquetea­ba displicentemente con Rocky: saltaba a la vista que lo hacía casi por práctica, que no estaba empeñada de veras en irritar a Milita, pero tam­bién saltaba a la vista que alguna vez había ocurrido algo entre el español y ella. Chistes en clave, lenguaje corporal de extrema confianza —el saludo, la acariciante y blanda manera en que le había tomado una mano entre las dos suyas al besarlo, estirándose por sobre la barra—, y el colmo de pregun­tar si ya había puesto cortinas en su departamento, no eran el tipo de ac­titudes hacia un muchacho que contribuyesen a la tranquilidad de ánimo de su chica. Clara, cuyos silencios recargaban la explosiva situación, des­cubrió de pronto que tenía que ir al baño, aunque fuera para verificar si allí también el mundo giraba enloquecido. No escuchó cuando Milita le prometía por enésima vez que ya se estaban yendo, que se tomaban un ta­xi y ella pagaba.

De camino por el largo pasillo que rodeaba la pista de baile, llena en ese momento por las mesas de los que se disponían a cenar, Clara fue in­terceptada por alguien del que sólo vio un cinturón con pager, un vientre abultado y una camisa leñadora. La pregunta "¿solita, linda?" le pareció casi inverosímil pese a su evidente carga de ironía —tan antediluviana, in­cluso para un chiste, como la camisa leñadora—, pero por fortuna el gra­cioso no la siguió hasta el baño.

En el espejo se notó muy pálida. Aunque el tatuaje no le ardía menos que antes, esa molestia había pasado a un segundo plano. Al inclinarse so­bre el lavabo sintió las primeras náuseas, que el agua fría sobre la cara mo­rigeró apenas un poco. Estaba transpirando, y el leve olor a marihuana que aún persistía en el ambiente empeoraba su descompostura. Decidió que le convenía irse sin avisar, aprovechando que la salida no era visible desde la barra. No quería ni discutir con Milita ni recibir ayuda ni vomitar pa­ra el amable público. Lo que necesitaba era aire fresco, aunque eso signi­ficara volver a su casa a pie —no le quedaba un centavo, lo que había con­tribuido a su tolerancia con las demoras de su amiga— y exponerse a una reprimenda paterna.

Estuvo a punto de vomitar en el descanso de la escalera, y de hecho sólo consiguió apartarse unos metros de la puerta de la disco antes de que su estómago expulsara los gin tonics y la cerveza sobre el cordón de la ve­reda. Una camioneta que pasaba por la calle frenó violentamente, pero Clara no se dio cuenta de que su ocupante descendía y caminaba hacia ella hasta que se le paró al lado.

—¿Estás bien?

Clara se había vomitado las zapatillas, una manga del pulóver y la mo­chila en que llevaba el uniforme y los libros del colegio. El hombre le ofre­ció un pañuelo, sin esperar la respuesta a su pregunta. —Tomá. Limpiate un poco. —Gracias.

Mientras obedecía, Clara se descubrió rogando que el punzante aroma del Narcise que le había robado a su madre disimulara el del vómito. El ti­po debía tener unos veinticinco años —buenmocísimo, mucho más buen mozo que Rocky: pelo rubio oscuro, ojos verdes, cuerpo de deportista— y su camioneta era una Mitsubishi 4x4, igual a la del hermano de Milita pe­ro negra. Cuando ella terminó de quitarse las manchas lo mejor que pudo, le alargó automáticamente a su dueño el ya impresentable pañuelo. —Dejá. Tiralo. ¿Cómo te sentís? —Y...

—¿Tembleque todavía? Te debe haber bajado la presión.

Clara supuso que para no quedar como una completa idiota se impo­nía decir la verdad, o esa mitad de la verdad que no incluía la marihuana.

—Es que tomé gin, y no estoy acostumbrada al alcohol.

El tipo le mostró unos dientes perfectos. Mirándolo bien se veía un poco demacrado, pero por lo demás era un actor de Hollywood.

—¿Querés que te lleve a tu casa?

—No... Gracias, tengo que encontrar un bar donde cambiarme, en la mochila hay ropa. Si llego así mis padres se van a morir del susto. —¿Dónde vivís?

—Acá cerca... bueno, cerca cerca no. Frente a Plaza San Martín. —Mirá, si te parece podemos pasar por mi departamento... yo estoy en Lavalle y Alem, y después de ahí te alcanzo a tu casa, que es al toque.

Normalmente Clara hubiese desconfiado de la oferta, pero aún se sen­tía mareada, y le encantaba la idea de tener una historia para contarle a su amiga. (Pensó que podía transformar al gracioso de la camisa leñadora en el príncipe azul con el que estaba hablando, justificar su repentina huida de la disco de un modo romántico y sin hacer referencia a las náuseas. También le pareció que un tipo que paraba su coche y se bajaba a ayudar porque veía a una chica vomitando no representaba grandes peligros.)

—Pero eso es mucha molestia, seguro que ibas a algún lado y yo...

—Para nada. Salí a dar una vuelta porque estaba podrido de estudiar, tengo un parcial en la facu el lunes. Yo me llamo Sebastián Costas, ¿vos?

Cuando Clara entró al loft del octavo piso, lo primero que le llamó la atención fue que sobre la cama hubiese una bufanda idéntica a la que ha­bía perdido. Lo segundo que le llamó la atención fue el cuerpo desnudo, boca abajo en medio de un charco de sangre, y lo tercero el gato muerto sobre la mesa de pool.

Fuente: Feiling, C. E. (2007) Los cuatro elementos, Buenos Aires, Norma, págs. 483-498.

Más de la obra de C. E. Feiling:
  • Dossier de La idea fija sobre C. E. Feiling (incluye una reseña biográfica, varias notas escritas por Feiling (inclusive la imperdible "El culto de San Cayetano" en la que destruye a Osvaldo Soriano), algunas traducciones, etc.);
  • Homenaje a C. E. Feiling en el que amigos y conocidos del campo cultural y literario escriben sobre él y su obra con motivo de su fallecimiento;
  • Primer capítulo de Un poeta nacional, novela de aventuras basada en un episodio en la vida de Leopoldo Lugones;
  • Primer capítulo de El mal menor, una de las pocas (si no la única) novelas de terror argentina.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Nunca lo había escuchado nombrar. Muy bueno el dato. Norma tiene esas cosas: saca mucha basua pero cada tanto saca algunas cosas...

Matías dijo...

Bien, ahora que ya lo escuchaste nombrar, aprovechá para leerlo ya que es un gran escritor.
En Mercadolibre y Deremate se consiguen sus novelas a precios muy accesibles. Saludos.

Anónimo dijo...

Yo tampoco lo habia escuchado nombrar. fue conocido? el homenaje se lo ahcen tipos grossos.

Matías dijo...

No sé si fue "conocido", sé que escribió para varios diarios y revistas como Página/12, Página/30, Babel, etc.
Por otra parte, fue colega y amigo de varios de los que lo homenajean en esa página (se nota en las anécdotas que cuentan; Chitarroni, por ejemplo, traudjo algunas coas con él y le escribió el prólogo al libro póstumo que menciono en el post), algunos de ellos compartieron su trabajo en revistas y diarios, y otros publicaron sus obras junto a las de Feiling en las colecciones de Planeta y Sudamericana.
Además, no olvidemos que trabajó durante bastante tiempo en la academia (da escozor leer la cantidad de materias de las que fue profesor (y la cantidad de universidades en las que dio su clases), van desde Lingüística Formal hasta Literatura Hispanoamericana pasando por Latín; era, como se suele decir, un erudito) hasta que se rayó y se inclinó con todo hacia la escritura (periodismo cultura y literatura).

Anónimo dijo...

A mí no me parece tan mal Norma. Creo que en los últimos años publicaron muchas cosas buenas que en otros lugares no hubiesen salido. Además en realidad todos sacan mucha basura.
Muy bueno lo de Feiling!
Saludetes!

Matías dijo...

Coincido, gonzalo, Norma tiene un muy buen catálogo y recuperaron algunas obras muy interesantes y editaron otras tantas. Saludos.

 

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