miércoles, junio 17, 2009

La negra cruz sobre la plaza

"...y el ruido de los pasos crecía golpeando contra mi cara, brutalmente, como aquella vez, sobre la plaza, cuando la negra cruz terminó de arrastrarse y él apretó el gatillo, decididamente, sobre la multitud que se amontonaba rodeando la Pirámide de Mayo, ensuciándola con sus gritos, haciéndole ver de qué modo era necesario que él salvara el prestigio, limpiando la patria de carroñas como todos esos tipos, ése de overol, por ejemplo, que acababa de pasar hacia atrás, allá abajo, con una mueca desesperada, apretándose el pecho con las manos, seguramente cayendo mientras él seguía aferrado a la ametralladora, manejando los comandos con una fría sed de justicia que lo hace dar otra vez, reducir la velocidad, virar un poco y perseguir por Avenida de Mayo, como un pájaro de paseo, a ese grupo de gente aterrorizada, a esos gallinas que huyen inútilmente porque ahí está él, apuntándoles desde arriba, haciéndolos, despatarrarse con un gesto inconcluso, cómico, de todo el cuerpo, mientras seguramente maldicen pero ya no tienen ganas de protestar contra nadie, de defender ningún régimen, y caen, mientras él aprieta el gatillo y entonces la ametralladora falló..."

Briante, Miguel (1987 [1964]) "El héroe" en Las hamacas voladoras y otros relatos, Buenos Aires, Puntosur, p. 27.



"Una vez más habría de viajar a esa estación. Fue un 16 de junio. Entré por segunda vez en ese orfeo negro, esperando que la calavera apareciera detrás de algún asiento vacío y pensando que cada número de tranvía conducía a una muerte distinta.
Habían bombardeado la ciudad y fui a pedir noticias de mi tío. Me imaginaba su tranvía enloquecido girando sin dirección, clavado por las balas junto a la plaza, rodeado de cuerpos ensangrentados pidiendo auxilio.
Recuerdo que en las vías los chanchos estaban alborotados y se paseaban de un lado a otro de la estación. Me indicaron un pizarrón. Cada punto marcado por un alfiler indicaba los tranvías en movimiento. El número era 21.
El tio no tardó en volver. Durante el viaje de regreso contó cómo los corderos corrían por la plaza y se quebraban las patas contra los bancos de mármol. Mientras tanto desde el cielo se oían los gritos de los gorilas que atacaban.
En la estación no todos eran chanchos y gorilas, ya que también había un carnero pelirrojo. Le habían afeitado la cabeza y lo habían subido al techo de un tranvía y todos se reían de los chillidos de la bestia. Le pegaron plumas de gallina en el cuerpo y entonces el ave se confundía con el animal cuando balaba o mugía o daba chillidos mientras las plumas se esparcían por el aire."

Gusmán, Luis (1983). En el corazón de junio, Buenos Aires, Sudamericana, p. 235.

"Cruzó entre la gente y caminó rápidamente hacia ella. Elisa parecía mirarlo pero no lo vio, atenta a los extraños movimientos de los aviones que sobrevolaban la plaza mientras la multitud se movía en círculos.
Fabricio ya estaba junto a ella. Era más bajo, macizo y parecía feliz. Elisa tuvo un gesto de sorpresa y de contrariedad. Se dio vuelta para escapar. Él la tomó del brazo.
—Soltame, ¿qué hacés? -dijo ella.
—Te vine a buscar.
—Pero no ves el lío que hay.
—Por eso, quiero que vengas conmigo.
—Estás loco. Yo con vos no quiero saber nada.
—No mientas —dijo Fabricio—. Todo va a ser igual que antes. Yo ya te perdoné.
Ella lo miró con una sonrisa rara.
—Pero qué decís, sonsito. Ni muerta vuelvo con vos.
La vulgaridad lo sorprendió. Le habló como si él fuera un chico.
Después ella se movió para irse. Fabricio la sostuvo fuerte del brazo, por encima del codo. Sentía la tela áspera del traje de tweed. Y entonces, en ese momento, los aviones empezaron a bombardear la plaza. Caían en picada y volvían a levantar y caían otra vez hacia la ciudad, rozando la Casa de Gobierno, ametrallando las calles.
Una explosión extraña, sorda, se oyó en el borde de la Recova y el trole se quebró al recibir la bomba. La gente caía una sobre otra; se los veía por la ventanilla moverse y agitarse, lejanos, como suspendidos en el aire sucio. Los asientos vacíos arrancados. Una mujer abría y cerraba los brazos, gritaba, en silencio, del otro lado del vidrio.
Todo sucedió en un instante. Elisa retrocedió, Fabricio no la soltó. La gente corría, el ruido era intermitente. Estaban sobre Paseo Colón, a resguardo. La arrastró hacia la Recova. El humo y los escombros ensombrecían el cielo. De golpe empezaron a sonar las sirenas de alarma. Recién en ese momento Fabricio supo lo que había venido a hacer.
—Tranquila —dijo, y sacó el arma.
Ella lo miró, sorprendida."

Piglia, Ricardo (2006 [1967]). "Desagravio" en La invasión, Buenos Aires, Sudamericana, p. 150-151.

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