sábado, agosto 08, 2009

El hombre de los gansos (III)

Fragmentos anteriores de Lo más oscuro del río de Luis Gusmán:
El hombre de los gansos (I)
El hombre de los gansos (II)

"La mano de madera del capitán Daujou descansaba en una caja de cristal. En Aubagne cada treinta de abril los legionarios del mundo desfilaban ante ella. Sólo el jefe del regimiento podía besar el cristal. Llegaban desde todas las partes de la tierra. Juntando peso a peso para el viaje, incluyendo el dinero mercenario. Y el sueño y el juramento de todo legionario, hasta transformarse en una obsesión, era ver al menos una vez la mano de madera. Oculta detrás de los pétalos que cubrían la caja de cristal. Oscura, ennegrecida por los años, mano de santo, de ídolo de iglesia. Nadie se hubiese atrevido a profanarla con una restauración, el barniz hubiera resultado una ofensa que la habría vuelto ligeramente femenina. En uno de sus dedos se dibujaba borrosamente la huella de lo que alguna vez pudo ser un anillo. Quizás un signo del desierto. Hasta parecían caer finos granos de arena, esplendor de antiguas batallas mezcladas con gotas de sangre beduina, aunque el capitán la hubiese perdido en México City. Tarkowski había podido cumplir con ese sueño y ese juramento pero no por eso había dejado de ser una obsesión.
Se llegaba a venerar tanto esa madera santa que en algún momento era necesario volverla inesperadamente obscena. Recurriendo a escrituras procaces en su palma, dibujando en cada una de sus articulaciones el perfil de un hombre pecando. Réplica sagrada que acompañaba la iniciación de cada legionario, esa mano diminuta que esperaba la primera noche debajo de la almohada y a la que había que aferrarse cuando empezaban a oírse voces extrañas, palabras extranjeras que aun desconociendo su significado por la manera de ser pronunciadas no se podía ocultar que eran producto de la pesadilla y del terror.” (“La mano de madera”, p. 149-150)


"—Estuve en una cárcel modelo. ¿Quién no estuvo de joven en una cárcel modelo en esa parte del Estado? ¿Quién no ha cometido de joven un pequeño robo? Cerca de los dieciocho ya había cometido el mío. Eran reformistas, entonces, y querían probar que podíamos volver a ser como todos los hombres; nos enviaban a trabajar al zoológico; les dábamos de comer a los animales, limpiábamos las jaulas, cortábamos el césped, podábamos los rosales. A veces les regalábamos rosas a las mujeres que visitaban el zoológico. Según la cara y el rubor en las mejillas, sabíamos si eran para ellas, para sus hijos, para algún hombre, para un muerto o para que se marchitaran. Así aprendimos a conocer a las mujeres. ¿No era acaso una monstruosidad pedagógica? El paisaje dentro del paisaje. A nosotros nos trataban como a hombres, nosotros tratábamos a los animales como a animales, pero ese orden perversamente sutil hacía que poco a poco nos fuésemos diluyendo en el paisaje. No nos preguntábamos quiénes éramos afuera, sino quiénes éramos adentro. Ahora me doy cuenta, éramos las débiles rayas del tigre. El paisaje nos tragaba, no había diferencia entre el hombre y la bestia. No me refiero a una dualidad moral, sino a una regulación armónica de la especie. Nos mostraban como a esos animales. Había un orden cósmico que nos sobrepasaba. ¿Pero dónde residía la perfección del método? Si no estaba en la tarea de limpiar las jaulas, si no usábamos uniformes, si los números estaban bordados imperceptiblemente en las chaquetas, la inicial era una brújula para nosotros mismos. También teníamos permisos, respirábamos el efímero aire de la libertad. ¿Saben dónde estaba el secreto de meternos en ese paisaje? En que no supiéramos quiénes éramos, ni si éramos verdaderamente culpables. El paisaje no acompañaba nuestra culpa ni tenía la dimensión del castigo, por eso siempre volvíamos sobre lo mismo. Entonces, ¿qué habíamos hecho para estar allí metidos en ese paisaje? ¿Se dan cuenta? Nos habían encerrado en un paisaje. Cada noche, para recuperar nuestro cuerpo, nuestra carne, para saber quiénes éramos, indefectiblemente, estábamos obligados a recordar lo que habíamos hecho. Era el método perfecto. Pero en la oscuridad, cuando mí sueño se poblaba de rugidos, de chillidos extraños, cuando las bestias carniceras me arrancaban algún pedazo en ese zoológico privado, entonces recuperaba mi libertad.
El sistema perfecto consistía en habernos puesto a cuidar animales presos. Animales y no hombres, lo cual no dejaba lugar a ningún remordimiento. Por las mañanas, los animales nos esperaban para recordarnos el pecado que nos había reunido. No había vigilancia y en cualquier momento podían concluir las condenas. Por lo tanto no podíamos contar los días que íbamos a estar encerrados. Lo peor es estar encerrado en un lugar y no poder contar los días, eso nos sumía en la desesperación; creo que es la única falla que le encontré al método. Un hombre envuelto en la desesperación puede llevar a cabo cualquier acto. Pero a la vez, cualquier día podíamos quedar en libertad, para qué escapar. La monstruosidad es que el pecado perdía consistencia y adquiría el matiz de una interrogación perpetua que ni el sermón, ni la oración, ni todas las variantes retóricas del arrepentimiento lograban calmar. Sólo permanecía la misma pregunta en el fondo de todas las cosas.” (“Studebaker”, 134-136)

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