jueves, noviembre 12, 2009

En el sotobosque del country (Isidoro Blaisten)

A principio de año, en un intento por rescatar la obra de Isidoro Blaisten, colgamos "El porqué de las bombachas rosas o decálogo del escritor bombachista o carta abierta a un joven cuentista de sexo", Emiliano hizo un comentario respecto de su obra y yo empecé un greatest hits que en los próximos días me propongo continuar.
A continuación, en la línea paródica en relación con la literatura comprometida de los 70 que señalé en aquellos viejos posts, cuelgo "En el sotobosque del country" (publicado en
El mago (1974)), un cuento corto y humorístico, con ciertos ribetes modernistas (burla, también, del arte por el arte y la torre de marfil), que presenta a un artista que, conflictuado por el compromiso, visita a un psicólogo. ¡Que lo difruten!

En el sotobosque del country

A la hora en que el corazón toma un color de noches perdidas para siempre, el escritor comprometido, testigo insobornable de su tiempo, del momento que le había tocado vivir, se tendió sobre el diván color de trémula campánula, champaña fervorosa, canela ambivalente y heliotropo ornamental.
—Doctor, sufro —exclamó el escritor comprometido— de un mal tan espantoso como esta palidez del rostro mío.
—Viajad y os distraeréis —le dijo desde atrás el doctor Zuffro oliendo la anémona que sostenía entre sus dedos.
—Tanto he viajado. He ido a tantos congresos. A tantos encuentros...
"Debo cambiar de técnica", se dijo el doctor Zuffro dejando la anémona ya olida en el ramilletero de ónix. "Debo cambiar de técnica", volvió a decirse tomando una buganvilla del búcaro de ágata. "¿Dónde estará el busilis del conflicto?" pensó oliendo la buganvilla. "Oh, Señor, cuanto mejor se está en el sotobosque del country bajo el amancay en flor que atendiendo a escritores comprometidos."
—Lo que usted tiene que hacer es elaborar el duelo por el marxismo-leninismo.
—Doctor Zuffro, es que yo le di los mejores años de mi vida.
El doctor dejó la buganvilla en el búcaro y tomó una prímula del póculo de terracota.
—¿Nunca pensó en las flores de Bach...?
—No tuve tiempo. Siempre en los frigoríficos y en los cañaverales, siempre en la zafra.
El doctor Zuffro dejó la prímula en el póculo y levantó un nenúfar de la canéfora esmaltada. Un pétalo de malva real se desprendió del vaso de júcaro labrado. Vio cómo el pétalo caía lento y liviano, sin peso, sin dolor, sin esperanza.
—Pobres todavía quedan.
—Sí, doctor Zuffro, pero ya no es como antes.
"Cuánto mejor se está en el country umbrío, sin dolientes, contemplando las varas del fresno contra el cielo azul turquí", se dijo el doctor Zuffro dejando el nenúfar en la canéfora. Miró sus manos vacías y dijo:
—¿La ecología? ¿No le gusta la ecología?
—Sabe lo que pasa, doctor, siempre entre cardales y abrojos. Me recuerda mi primera novela.
"Las peonías habrán florecido ya en el sotobosque del country y yo aquí", se dijo el doctor Zuffro buscando con los ojos algo para oler, pero ya todo había sido olido.
—¿Y si se compromete con animales? ¿Y si asume el compromiso con animales? Mire (el doctor Zuffro fue abriendo los dedos y enumerando): tiene cuises, comadrejas moras y overas, vizcachas, musarañas...
—¡Doctor! Mi palabra es para el hombre. El hombre que atosiga las minas, que hace el amor al sol después de haber trabajado la tierra. Mi voz es para el jangadero fluvial para el hachero forestal, para el agricultor frutal, para el cañero de la caña dulce y el salario amargo...
"Nada", se dijo el doctor Zuffro. Hasta el ramito de boj y el ramito de retama habían sido olidos, y ahora, en el country, estaría por surgir el último resplandor de la tarde, el estallido final y dorado del verde último, el incendio fugaz que precede a la penumbra. El doctor Zuffro miró el reloj.
—... para el leñador con la resina en la sangre, para el pescador con el alma de agua, para el carpintero con un nudo de espanto en la madera, para el hermano del sur con el viento en la cara, mientras el látigo del capanga resuena en la urdimbre de los cafetales y el recolector descalzo tirita en el bohío sin lumbre y el vendimiador sudado riega los surcos de los sarmientos con su sudor. El sudor de las espaldas mojadas en los algodonales, el sudor de los obreros golondrina, el sudor de los changarines rurales, el sudor...
Con lentitud, con esmero, el doctor Zuffro se levantó del sillón, caminó hacia atrás, cerró la puerta sigilosamente, olió la única violeta del violetero de la mesa de pórfido del recibidor, abrió y cerró suavemente la puerta de entrada, tomó el ascensor, descendió a la cochera, subió a su coche, saludó al encargado y subió la rampa rumbo a la Panamericana.
La noche empezaba. Era la hora en que el corazón toma un color de noches perdidas para siempre y ya se divisaban las almenas artilladas, y la alambrada de púas electrificadas del country. Mostró su credencial en el primer puesto de guardia. El ametralladorista apartó con su garfio la jauría de lobos. El doctor Zuffro llegó al segundo puesto, el de los dogos. El guardia le sonrió y levantó la valla electromagnética. Y el doctor Zuffro pasó por todos los puestos: por el de la patrulla de reconocimiento, por el del pelotón de detección de salvoconductos y por el de los radares, por la brigada de mastines y el escuadrón de los doberman. Y por fin saludó al consigna de la verja y al imaginaria de la última garita de identificación. Los dos le devolvieron el saludo con el pulgar levantado.
Ya estaba cerca. El sol postrero trasponía ya el puente levadizo, las aguas del foso, el nido de ametralladoras. Respiró con plenitud. Estaba ya, por fin, en el sotobosque, libre ya, por fin, de escritores comprometidos.

Fuente: Blastein, Isidoro (2004): Cuentos completos, Buenos Aires, Emecé, págs. 151-153.

2 comentarios:

Verboamérica dijo...

Qué cruel este Isidro... publicar las intimidades de Caparrós!

Matías dijo...

Ja, qué malvado! Saludos.

 

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