miércoles, diciembre 23, 2009

La profanación de un pesebre

¿Hay posibilidad de pensar el pesebre desde una perspectiva no religiosa, no cristiana, que deje por fuera cualquier tipo de dogma? ¿Hay forma de resignificar la escena del natalicio de Cristo para cuestionar los límites entre lo humano y lo animal, el lugar de lo histórico y el lenguaje? En Infancia e historia: destrucción de la experiencia y origen de la historia (1978) de Giorgio Agamben, hay un hermoso texto que lee el pesebre (ya desde esos años, Agamben recurre a la teología y al cristianismo con un ademán profanatorio y revelador) como escena del misterio de la palabra, como la posibilidad que tiene el hombre de pedirle la palabra a la historia para desembocar en un experimentum linguae que lleve a "una revisión radical de la idea misma de Comunidad". Leánlo y disfruten.

Fábula e historia (consideraciones sobre el pesebre) (Giorgio Agamben)

No puede comprenderse de ningún modo el pesebre si no se comprende ante todo que la imagen del mundo cuya miniatura nos ofrece es una imagen histórica. Pues nos muestra precisamente el mundo de la fábula en el instante en que se despierta del ensalmo para entrar en la historia. Efectivamente, la fábula había podido desvincularse de los ritos de iniciación sólo al abolir la experiencia mistérica que constituía su centro y transformarla en encantamiento. La criatura de la fábula está sujeta a las pruebas iniciáticas y al silencio mistérico, pero sin convertirlos en experiencia, sufriéndolos como encantamiento. Lo que le quita el habla es un embrujo, y no la participación en un saber secreto. Pero en la misma medida ese embrujo es un apartamiento del misterio y como tal debe ser infringido y superado. Aquello que se ha vuelto fabula muta (con este condensado oxímoron un personaje del Satiricón de Petronio cristaliza el mutismo de la religiosidad de la Antigüedad tardía cuando dice de Júpiter: "...inter coelicolas fabula muta taces") debe recuperar el habla. Por eso mientras el hombre hechizado enmudece, la naturaleza hechizada toma la palabra en la fábula. Con ese trueque de palabra y silencio, de historia y naturaleza, la fábula profetiza su propio desencantamiento en la historia.
El pesebre capta el mundo de la fábula en el instante mesiánico de ese traspaso. Por eso los animales que en la fábula habían salido de la pura y muda lengua de la naturaleza y hablaban, ahora enmudecen. Según una antigua leyenda, en la noche de Navidad los animales adquieren por un momento la palabra: son las bestias de la fábula que se presentan hechizadas por última vez antes de reingresar para siempre en la lengua muda de la naturaleza. Como dice el pasaje del pseudo-Mateo al que se debe el ingreso del buey y del asno en la iconografía-navideña: "el buey reconoce a su propietario y el asno, el pesebre del señor"; y en un fragmento que es una de las descripciones más antiguas del pesebre, San Ambrosio contrapone al vagido del dios niño que se oye, el silencioso mugido del buey que reconoce a su señor. Los objetos que el encantamiento había vuelto extraños y animados son devueltos ahora a la inocencia de lo inorgánico y están junto al hombre como dóciles herramientas y utensilios familiares. Las ocas, las hormigas y los pájaros parlantes, la gallina de los huevos de oro, el asno cagamonedas, la mesa que se pone sola y el bastón que pega cuando se lo ordenan: todo debe ser liberado del encanto por el pesebre. Como alimento, mercancía o instrumento —o sea en su humilde apariencia económica— la naturaleza y los objetos inorgánicos se acumulan sobre los estantes del mercado, se extienden sobre las mesas de las hosterías (la hostería que en la fábula es el lugar designado para el engaño y el delito, recobra aquí su aspecto tranquilizador) o cuelgan en los depósitos de las despensas.

Incluso el hombre, al que el encantamiento de la fábula había alejado de su función económica, se vuelve a dedicar a ella en un gesto ejemplar. Pues es justamente el gesto que separa el mundo humano del pesebre y el mundo de la fábula. Mientras que en la fábula todo es ambigua gesticulación del derecho y de la magia, que condena o absuelve, prohíbe o permite, hechiza o desencanta, o bien sombría estatura enigmática de los decanos y figuras astrológicas que sanciona el vínculo de destino que abraza a todas las criaturas (aun cuando la fábula despliega por encima de todo el velo exangüe del encantamiento), en el pesebre en cambio el hombre es devuelto a la univocidad y a la transparencia de su gesto histórico. Sastres y leñadores, campesinos y pastores, verduleros y carniceros, posaderos y cazadores, aguateros y vendedores de castañas: todo el universo profano del mercado y de la calle aflora en la historia con un gesto que proviene de la prehistórica profundidad de ese mundo que Bachofen definía como "etéreo" y que en los relatos de Kafka tuvo una provisoria exhumación. Podría decirse que el adormecido y estancado insinuarse de ese mundo —el de la fábula— es el medium entre la gestión mistérica del ierofante y el gesto histórico del pesebre.
Pues en la noche mesiánica, el gesto de la criatura se libera de todo espesor mágico, jurídico o adivinatorio y se convierte sencillamente en humano y profano. Ya nada entonces es signo o prodigio en sentido adivinatorio, sino que al haber sido cumplidos todos los signos el hombre se libera de los signos: por ello las Sibilas, en el pesebre de Alamanni en San Giovanni en Carbonara, están paradas y mudas ante el cobertizo. Y en los pesebres napolitanos, los térata y los monstra del arte adivinatorio clásico comparecen como joviales "de formes" (como la figurilla de la mujer con bocio de Giacomo Colombo o los tullidos de un pintor desconocido del siglo XVIII en el museo de San Martino), que ya no significan ningún acontecimiento futuro, sino únicamente la profana inocencia de la criatura. De allí —en contraste con la fijeza mistérica de las primeras natividades— el realismo con que son captadas las criaturas en sus gestos cotidianos; de allí, en una escena que debiera ser la adoración de un dios, la precoz ausencia de la convención iconográfica del adorador, tan característica de las escenas de culto paganas y paleocristianas. Sólo las figuras del mundo de la magia y del derecho, los reyes "magos", son representados —al menos en los comienzos, antes de que se confundieran en la multitud sin nombre— en acto de adoración: por lo demás, toda huella ritual se disuelve en la inocencia económica de lo cotidiano. Incluso el ofrecimiento de comida por parte de los pastores no tiene una intención sacrificial: es un gesto laico y no un piaculum ritual; incluso el durmiente, que curiosamente nunca falta en los alrededores del pesebre —y en el cual quizás pueda verse la figura del mundo de la fábula que no logró despertar a la redención y continuará entre los niños su vida crepuscular—, no duerme el sueño de la incubatio, cargado de presagios adivinatorios, ni tampoco el sueño intemporal del embrujo como la bella durmiente, sino el sueño profano de la criatura. Como en el protoevangelio de Santiago ("caminaba y no avanzaba... masticaba y no masticaba... guiaba a las ovejas y éstas no acudían... el pastor levantaba su bastón para golpear y la mano quedaba detenida en el aire"), el tiempo se ha detenido, aunque no en la eternidad del mito y de la fíbula, sino en el intervalo mesiánico entre dos instantes, que es el tiempo de la historia ("vi todas las cosas como suspendidas, y luego de golpe todo retomó su curso"). Y cuando a comienzos del siglo XVII se realizaron los primeros pesebres animados, la profunda intención alegórica del barroco fijará literalmente la escansión de ese histórico "caminar sin caminar" con la repetición rítmica del paso del pastor o del gesto de la oveja que pasta.

La cifra de esta liberación profana del encantamiento es la miniaturización, esa "salvación de lo pequeño" que ciertamente marcó con un golpe categórico la fisonomía cultural italiana (como muestra en todas las épocas el gusto por los títeres, las marionetas y los bibelots que la Europa del siglo XVIII llamaba petites besognes d'Italie), pero que ya podemos ver en el mundo de la Antigüedad tardía, casi como la segunda voz al que un mundo endurecido en lo monumental le confía su esperanza de un despertar histórico. Aquellos mismos caracteres que Riegl reconoció ejemplarmente en las miniaturas, en los mosaicos y en los marfiles romanos tardíos —y que sintetiza en el aislamiento axial de las figuras, en la emancipación del espacio y en la conexión "mágica" de todas las cosas— vuelven a hallarse puntualmente en el pesebre. Es como si el "miniaturista", el "colorista" y el "ilusionista" (así han bautizado los estudiosos a los tres ignotos autores de las impresionantes miniaturas del Génesis de Viena, tan petrificadas en su muda facies astrológico-fabulesca) guiaran milagrosamente la mano de Celebrano, de los Ingaldi, de Giacomo Sanmartino, de Lorenzo Mosca, de Francesco Gallo, de Tommaso Schettino y de los anónimos figurinistas que todavía trabajan en un taller napolitano sobreviviente. Pero el vínculo mágico entre las figuras se ha vuelto aquí por completo un vínculo histórico. Pues ciertamente cada figura del pesebre es un todo en sí misma, no unida a las demás por ningún enlace plástico o espacial, sino que sólo está adjuntada momentáneamente a ellas: todas las figuras sin excepción están sin embargo soldadas en un solo conjunto por el adhesivo invisible que es la participación en el acontecimiento mesiánico de la redención. Incluso aquellos pesebres en los que más fuertemente aparece la búsqueda compositiva —como el Cuccitiello en el museo de San Martino— son en el fondo misceláneos (porque les resulta esencial la posibilidad de proliferar y dilatarse hasta el infinito) y poseen al mismo tiempo una absoluta unidad no espacial ni material, sino histórica.
El núcleo de la intención figural del pesebre no es un acontecimiento mítico ni mucho menos un suceso espacio-temporal (es decir, un acontecimiento cronológico), sino un acontecimiento cairológico: es esencialmente representación de la historicidad que adviene al mundo por el nacimiento mesiánico. Por eso en la festiva e inmensa proliferación de figuras y episodios donde la escena sagrada casi es olvidada y la vista debe esforzarse para dar con ella, cae toda distinción entre lo sagrado y lo profano y ambas esferas coinciden en la historia. A lo monumental de un mundo ya inmovilizado y congelado en las leyes inflexibles de la heimarménê —que por ende no son tan diferentes de aquellas por las cuales nuestra época, con horror jovial, se siente empujada y arrastrada en el "progreso"—, el pesebre le contrapone la minucia de una historia, por así decir, en estado naciente donde todo es astilla y jirón aislado, pero donde cada fracción es inmediata e históricamente completa.
Por eso justamente hoy cuando el pesebre ya está por salir de la costumbre familiar y parece haber dejado de hablarle incluso a esa infancia que —como eterna guardiana de lo que merece sobrevivir— lo había custodiado hasta nosotros junto con el juego y la fábula, las maltrechas criaturas de los últimos figurinistas napolitanos parecen balbucear un mensaje que nos está destinado, como ciudadanos de esta extrema, deshilachada franja del siglo de la historia. Pues el rasgo más impactante en la obra de los anónimos sobrevivientes de Spaccanapoli es la ilimitada divergencia que separa la representación del hombre —cuyos contornos están como borroneados en un sueño, cuyos gestos son torpes e imprecisos— del delirante, apasionado rigor que guía el modelado de tomates, berenjenas, repollos, calabazas, zanahorias, salmonetes, langostas, pulpos, almejas y limones que se encumbran morados, rojos, irisados en los puestos y sobre los estantes en medio de canastos, balanzas, cuchillos, fuentes. ¿Debemos ver en esa divergencia el signo de que la naturaleza está por entrar nuevamente en la fábula, que de nuevo le pide la palabra a la historia, mientras que el hombre, embrujado precisamente por una historia que vuelve a cobrar para él los rasgos oscuros del destino, enmudece en el encantamiento? Hasta que una noche, en la penumbra en la que un nuevo pesebre encenderá figuras y colores todavía desconocidos, la naturaleza vuelva a amurallarse dentro de su lengua silenciosa, la fábula se despierte en la historia y el hombre emerja desligado del misterio a la palabra.

Fuente: Agamben, Giorgio (2004 [1978]): Infancia e historia: destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, pp. 189-196.

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