domingo, agosto 30, 2009

La voz del deseo


Acá, la revista Lamás Médula rescata las grabaciones de Néstor Perlongher en las que lee sus poemas: "Cadáveres", "Mme. S" y "Riga". Disfruten.
Además, en la nota que introduce las grabaciones, Jorge Santiago Perednik realiza un análisis comparativo entre "Libertad" de Paul Eluard y "Cádaveres" de Perlongher muy interesante y novedoso.

jueves, agosto 27, 2009

Orientalismo

—Cuando ese indio nos habló -dijo Brown cuchicheando- tuve una especie de visión, una visión de él y de su mundo. Él no hizo más que repetir tres veces la misma frase. Pues bien, a la primera vez que dijo: "No quiero nada", me pareció que quería decir que él era impenetrable, que Asia no se entrega. Cuando volvió a decir: "No quiero nada", me pareció que quería significar que él se bastaba a sí mismo, como un cosmos, que no necesitaba de Dios ni admitía la existencia del pecado. Y cuando por tercera vez dijo: "No quiero nada", abriendo aquellos ojos ardientes, comprendí que daba a entender literalmente lo mismo que decía: que no tenía ningún deseo, ningún hogar, que estaba cansado de todas las cosas, que el aniquilamiento, que la destrucción de todo lo...
Fuente: "La forma equívoca" en Chesterton, G. K. (2004), El candor del Padre Brown, Buenos Aires, Losada, págs. 188-189.

sábado, agosto 22, 2009

Llegó carta de Lamborghini

Carta a César Aira.
Noviembre 16, 1981.

Ahora que tengo, digamos, “un destino” (irme a España), compruebo que lo que deseaba era eso: tener un destino, no irme a España: es seguro que ya lo sabías, me consta, así como no ignoro —dada mi compulsión a la compulsión de repetición— que pasar hambre y problemas de alojamiento y “torturas neuróticas” por poder o no poder escribir (Nada que ver con ninguna “flexión”, reflexión kafkiana. En mi caso se trata de un grado de inhibición —aun cuando escribo— que linda con la inepcia) en Barcelona o en Mar del Plata es exactamente lo mismo. O peor, más grave todavía, en Barcelona. Pero la angustia —terrorífica y no exagero— reside precisamente en esta búsqueda desesperada de “cambios”, etílicos a veces y de sexo, cuando lo que en verdad me pasa es que no logro ver la diferencia (ni siquiera entre leer y escribir, o entre vivir en Cantón de Uri o en El Cairo, o entre el dolor y el placer). [...]
Apareció un nuevo blog, Correspondencias, cuyo objetivo es poner en circulación textos y cartas de nuestro clásico escritor marginal Osvaldo Lamborghini. Chequéenlo.

viernes, agosto 21, 2009

Juan Martini y la literatura de la sospecha

Mi conocimiento de la obra de Juan Martini se limita a dos de sus primeras novelas policiales, El agua en los pulmones (1973) y Los asesinos las prefieren rubias (1974) (estas dos más El cerco (1975) fueron recopiladas en su momento en el libro Tres novelas policiales (Legasa, 1985)). La primera me resultó, lo recuerdo, bastante apegada al policial negro norteamericano si bien contextualizaba dicho género en la ciudad de Rosario lo que le daba cierta peculiaridad; la segunda, en cambio, me parece una apuesta formal y en relación con el contexto histórico muy interesante (algunos de sus elementos: la figura del doble, la represión militar, el policial negro pasado por un tamiz paródico, las estrellas de Hollywood y la fama, las referencias mezcladas y cruzadas entre Argentina y Estados Unidos, una prosa precisa y sintética, etc.).
Hace poco, sin embargo, me agencié La vida entera (1981), como para empezar de una vez por todas con sus novelas más recientes. Obviamente, todavía no tuve la oportunidad de arrancar pero sí lo hizo Ezequiel Acuña en el blog El cieguito con su breve reseña sobre El fantasma imperfecto (1986). En dicho post, Ezequiel trae a colación una categoría para leer parte de la obra de Martini:
El fantasma impertecto se mueve gracias a la sospecha. Algo como la teoría del iceberg de Hemingway y los recuerdos de guerra de Nick, pero más abocado a la paranoia sudaca. En su momento, recuerdo, se me ocurrieron muchísimos ejemplos de los que ahora no estoy tan seguro: desde Casa tomada (lógico), pasando por Nadie nada nunca (obvio) hasta Los pichiciegos (aunque supongo que Fogwill me crucificaría). Mi idea era sacarme de encima el policial y sus discusiones de género para proponer una literatura argentina que hace de la sospecha su motor, su máquina deseante; una literatura tiernamente paranoica, para eludir, de paso cañazo, el "fantástico", "realismo mágicos", "realismo fantástico" y todas sus derivaciones horrendas. Digamos, literatura de sospecha no como un género o una cualidad estilística-formal sino como una manera de pensar la creación artística de forma inacabada, no cerrada.
La reseña de El fantasma imperfecto, cuyo título es "Los rulos de Medusa", sigue acá. La categoría "literatura de la sospecha" que Ezequiel menciona me parece útil para escapar a las etiquetas literarias que a veces no pueden dar cuenta de las características propias de ciertos textos.
Ahora bien, más allá de las novelas sobre Juan Minelli, Juan Martini presenta el jueves 27 de Agosto su nueva novela, Cine. Abajo copio la invitación, acá pueden leer un breve comentario sobre su trama y acá el primer capítulo de la novela. Juan Martini es uno de esos autores a los que recomiendo seguirles el rastro ya que varias de sus novelas han dado frutos realmente ejemplares en una adaptación peculiar y no automática del género policial al contexto argentino.

jueves, agosto 13, 2009

11va FLIA

miércoles, agosto 12, 2009

Introducción a El texto y sus voces (Enrique Pezzoni)

…establecer con el texto del escritor una relación a la vez recreativa y rival. Es una afinidad supremamente activa, de colaboración pero también de pugna, cuyo cumplimiento lógico, si no real, es un “texto que responde”.
George Steiner

La crítica literaria: biografía, autobiografía. Biografía de la literatura. El crítico (como todo lector: un crítico es un lector autorreflexivo: fruición y desasosiego) no describe el modo de ser de un texto como si fuera el de una existencia ajena o inmune a su modo de percibirla. El crítico recorta, ordena, de algún modo decide los sentidos del texto. Sentido = significado. Pero como modo particular de entender y como lo define la geometría: manera de apreciar una dirección desde un determinado punto a otro. Desde el crítico (desde sus lecturas, desde las relaciones que establece con el contexto, desde los métodos o los modelos teóricos a que está unido, desde su voluntad de trascenderlos) hasta el texto. El crítico oye las voces del texto, elige unas a expensas de otras, las une por simpatías y diferencias a las que oye surgir de otros textos. Ese concierto que organiza es una literatura (de un momento, de un espacio) y también es la literatura.
El crítico compone la biografía de la literatura, que es su autobiografía. Historia de sus modos de acceso, cartografía de los rumbos que lo llevan a encontrar/producir el sentido. Revelar y ser revelado. Desplegar el juego de las creencias, las convicciones, los modos de percibir. Ser en y por el texto.
He reunido algunos de los artículos y notas escritos a lo largo de más de treinta años. Lecturas hechas en la revista Sur, en ámbitos universitarios (el Instituto del Profesorado, la Facultad de Filosofía y Letras, universidades extranjeras), en otras revistas literarias o académicas, ocasionalmente en periódicos. Espacios de afinidades y desacuerdos, de afectos entrañables (personales, literarios) y disidencias vehementes. Ofrezco al lector (mi cómplice, y también al otro, tan diferente de mí que me hace ilusionar con que tengo un perfil propio) estos conatos de biografía y autobiografía literarias.

domingo, agosto 09, 2009

Reediciones: Palacio, Pezzoni y Olivari

Creo que actualmente empiezan a resultar tan interesantes las reediciones que propone el mercado literario argentino que hay que estar atento a las novedades delas diferentes editoriales e intentar destinar fondos ya no tanto a las novedades sino a estas joyas rescatadas y, en general, poco leídas. A las ya mencionadas reediciones de Alias Gardelito/ Kid Ñandubay de Bernardo Kordon y La condición efímera de Néstor Sánchez, se le agregan otras recientes.

Por un lado, la editorial Final abierto inaugura una colección sobre vanguardias con un libro que recopila dos obras del más que recomendable ecuatoriano Pablo Palacio: Un hombre muerto a puntapiés/ Débora. Acá pueden leer "Las mujeres miran las estrellas", una desopilante historia de adulterio entre un historiador, su mujer y un copista que demuestra que, para Palacio, la institución literaria no era el único objetivo a cuestionar.

Por otro lado, la editorial Eterna Cadencia continúa rescatando joyas de la crítica literaria argentina como ya lo había hecho con Sexo y traición en Roberto Arlt de Oscar Masotta y con El laberinto del universo de Jaime Rest. Esta vez le toca a El texto y sus voces de Enrique Pezzoni, una gran recopilación de artículos que van de Borges hasta Felisberto Hernández (pasando por Cortázar, Bioy Casares y Alberto Girri) para rastrear líneas de lectura, para escuchar voces particulares. En unos días posteo el prólogo de dicho libro que es imperdible.


Por último, a la altura de las otras dos reediciones, la editorial el 8vo loco cumple su promesa de seguir la reedición de las obras de Nicolás Olivari y se despacha con su primer libro de cuentos: Carne al sol (1922). Según el comentario de sus editores, en los cuentos de Olivari vuelve a deplegarse el estilo grotesco que caracteriza a sus poesías y que logró, junto con otros autores, constituir una tercera zona, diferente a la de Boedo y su pietismo marginal pero también a la de Florida y su vanguardia estetizante.

sábado, agosto 08, 2009

Eso


Todo sucede muy rápido. Demasiado rápido. En un colectivo.
Ella sabe que la otra sabe que eso es suyo. La otra sabe que eso no es suyo, pero sabe que el resto no lo sabe, y quiere evitar malas interpretaciones.
Lo levanta del suelo y le dice: “señora, se le cayó esto”.
La otra ya ha avanzado hacia el interior del vehículo, y no le responde; ya está de espaldas.
Ella levanta un poco el tono de voz y repite: “tome, señora, se le cayó”.
No puede evitar sonrojarse. Ninguna de las dos puede evitarlo.
Ella podría haberle aclarado que no es suyo, pero sabe que, si discute demasiado, el resto podría creer, erróneamente o no, lo contrario.
Lo vuelve a dejar en el suelo. Y se sienta.
Ambas viajan sentadas lo que queda del viaje, una a cada lado del pasillo, rogando que nadie que suba lo note.
De todas maneras, a nadie le importa.

El hombre de los gansos (III)

Fragmentos anteriores de Lo más oscuro del río de Luis Gusmán:
El hombre de los gansos (I)
El hombre de los gansos (II)

"La mano de madera del capitán Daujou descansaba en una caja de cristal. En Aubagne cada treinta de abril los legionarios del mundo desfilaban ante ella. Sólo el jefe del regimiento podía besar el cristal. Llegaban desde todas las partes de la tierra. Juntando peso a peso para el viaje, incluyendo el dinero mercenario. Y el sueño y el juramento de todo legionario, hasta transformarse en una obsesión, era ver al menos una vez la mano de madera. Oculta detrás de los pétalos que cubrían la caja de cristal. Oscura, ennegrecida por los años, mano de santo, de ídolo de iglesia. Nadie se hubiese atrevido a profanarla con una restauración, el barniz hubiera resultado una ofensa que la habría vuelto ligeramente femenina. En uno de sus dedos se dibujaba borrosamente la huella de lo que alguna vez pudo ser un anillo. Quizás un signo del desierto. Hasta parecían caer finos granos de arena, esplendor de antiguas batallas mezcladas con gotas de sangre beduina, aunque el capitán la hubiese perdido en México City. Tarkowski había podido cumplir con ese sueño y ese juramento pero no por eso había dejado de ser una obsesión.
Se llegaba a venerar tanto esa madera santa que en algún momento era necesario volverla inesperadamente obscena. Recurriendo a escrituras procaces en su palma, dibujando en cada una de sus articulaciones el perfil de un hombre pecando. Réplica sagrada que acompañaba la iniciación de cada legionario, esa mano diminuta que esperaba la primera noche debajo de la almohada y a la que había que aferrarse cuando empezaban a oírse voces extrañas, palabras extranjeras que aun desconociendo su significado por la manera de ser pronunciadas no se podía ocultar que eran producto de la pesadilla y del terror.” (“La mano de madera”, p. 149-150)


"—Estuve en una cárcel modelo. ¿Quién no estuvo de joven en una cárcel modelo en esa parte del Estado? ¿Quién no ha cometido de joven un pequeño robo? Cerca de los dieciocho ya había cometido el mío. Eran reformistas, entonces, y querían probar que podíamos volver a ser como todos los hombres; nos enviaban a trabajar al zoológico; les dábamos de comer a los animales, limpiábamos las jaulas, cortábamos el césped, podábamos los rosales. A veces les regalábamos rosas a las mujeres que visitaban el zoológico. Según la cara y el rubor en las mejillas, sabíamos si eran para ellas, para sus hijos, para algún hombre, para un muerto o para que se marchitaran. Así aprendimos a conocer a las mujeres. ¿No era acaso una monstruosidad pedagógica? El paisaje dentro del paisaje. A nosotros nos trataban como a hombres, nosotros tratábamos a los animales como a animales, pero ese orden perversamente sutil hacía que poco a poco nos fuésemos diluyendo en el paisaje. No nos preguntábamos quiénes éramos afuera, sino quiénes éramos adentro. Ahora me doy cuenta, éramos las débiles rayas del tigre. El paisaje nos tragaba, no había diferencia entre el hombre y la bestia. No me refiero a una dualidad moral, sino a una regulación armónica de la especie. Nos mostraban como a esos animales. Había un orden cósmico que nos sobrepasaba. ¿Pero dónde residía la perfección del método? Si no estaba en la tarea de limpiar las jaulas, si no usábamos uniformes, si los números estaban bordados imperceptiblemente en las chaquetas, la inicial era una brújula para nosotros mismos. También teníamos permisos, respirábamos el efímero aire de la libertad. ¿Saben dónde estaba el secreto de meternos en ese paisaje? En que no supiéramos quiénes éramos, ni si éramos verdaderamente culpables. El paisaje no acompañaba nuestra culpa ni tenía la dimensión del castigo, por eso siempre volvíamos sobre lo mismo. Entonces, ¿qué habíamos hecho para estar allí metidos en ese paisaje? ¿Se dan cuenta? Nos habían encerrado en un paisaje. Cada noche, para recuperar nuestro cuerpo, nuestra carne, para saber quiénes éramos, indefectiblemente, estábamos obligados a recordar lo que habíamos hecho. Era el método perfecto. Pero en la oscuridad, cuando mí sueño se poblaba de rugidos, de chillidos extraños, cuando las bestias carniceras me arrancaban algún pedazo en ese zoológico privado, entonces recuperaba mi libertad.
El sistema perfecto consistía en habernos puesto a cuidar animales presos. Animales y no hombres, lo cual no dejaba lugar a ningún remordimiento. Por las mañanas, los animales nos esperaban para recordarnos el pecado que nos había reunido. No había vigilancia y en cualquier momento podían concluir las condenas. Por lo tanto no podíamos contar los días que íbamos a estar encerrados. Lo peor es estar encerrado en un lugar y no poder contar los días, eso nos sumía en la desesperación; creo que es la única falla que le encontré al método. Un hombre envuelto en la desesperación puede llevar a cabo cualquier acto. Pero a la vez, cualquier día podíamos quedar en libertad, para qué escapar. La monstruosidad es que el pecado perdía consistencia y adquiría el matiz de una interrogación perpetua que ni el sermón, ni la oración, ni todas las variantes retóricas del arrepentimiento lograban calmar. Sólo permanecía la misma pregunta en el fondo de todas las cosas.” (“Studebaker”, 134-136)

Kordon vuelve

lunes, agosto 03, 2009

Fresco de época para una novela urbana (Juan José Sebreli, sobre Un horizonte de cemento)




1940: La guerra estaba lejos y nosostros nos enterábamos de los avances nazis en Europa, de la caída de París o de los bombardeos de Londres a través de la voz de Taquini o de los noticieros de El Porteño. Buenos Aires vivía plácidamente los últimos años de la década infame, alborotada tan sólo por algún pequeño escándalo local: el negociado de las tierras de El Palomar y el consecuente suicidio de Guillot. Era aquel el año de Lo que el viento se llevó y de La mujer del panadero, de los zapatos con plataforma y sin punta, del palmbeach, de la búsqueda de la "llave de la felicidad" dentro de un jabón popular, del bar automático, del "qué le dijo", de Carmen Valdés en el radioteatro de las tardes, del diario El Sol, de la flor de la Maffia, de Baigorri y su máquina para hacer llover, de Mate Cocido, de Eva Duarte trabajando de extra, de la conga cubana suplantando al lambertwalk. Ese año tan cargado de cosas olvidadas y de signos ya casi indescifrables, Bernardo Kordon, que contaba veinticinco años –el que esto escribe tenía entonces sólo nueve– y ya era autor de tres libros –La vuelta de Rocha, Candombe y Macumba– publicaba su primera novela: Un horizonte de cemento. Se iniciaba el ciclo literario de una generación de novelistas precisamente llamado del “40”, cuyos representantes más lúcidos llevarían a cabo la tarea de introducir en la novelística argentina la historicidad y el tiempo concreto, realizando los primeros intentos de un realismo crítico que superara el chato naturalismo de las generaciones anteriores, mérito que injustamente les será escamoteado por las generaciones que los sucederán. Por eso consideramos muy útil que los nuevos lectores de este sombrío 1963 descubran Un horizonte de cemento, tal vez la primera novela, cronológicamente, de la generación del 40 y donde se pueden encontrar las mejores cualidades de la literatura de esos años.

El sentimentalismo –socialista o evangélico– que caracterizó la literatura de comienzos de siglo y se extendió hasta la del grupo de Boedo, acostumbraba tratar con simpatía a los miserables, a los fracasados, a los bandidos, pero presentándolos siempre desde afuera, como un espectáculo exótico. La piedad humanitaria y la disección sociológica son formas escépticas de mantener alejados la suciedad y el mal. Se trataba de escritores honestos que hablaban a los lectores honestos sobre gente deshonesta. Ambos, autor y lector, se sentían satisfechos y con la conciencia tranquila, infinitamente buenos y de espíritu amplio, porque eran capaces de derramar piadosas lágrimas de compasión por las pobres gentes. Muy distinto es el caso de Kordon en Un horizonte de cemento, quien adoptando el género autobiográfico impuesto por la picaresca española, muestra al miserable desde dentro, desde su propia subjetividad, reivindicando hasta el peor de sus crímenes. Porque desde el fondo de su mísera abyección, el miserable se prefiere a toda la sociedad que lo condena. Para asumir la defensa del culpable, Kordon adopta el uso de la primera persona y en lugar de poner al lector en contacto directo con el objeto, ocupa conscientemente el papel de mediador y encarna la mediación en un relato ficticio del Yo-protagonista. Es el propio miserable que nos habla desde el fondo de su noche. La voz carnal de Juan Tolosa, el Linyera, es una conciencia, una subjetividad pensándose a sí misma, y percibiendo y pensando al mundo que lo rodea, condenado desde su fracaso social a esa humanidad satisfecha que pulula por las calles de Buenos Aires, “a esa raza de gente que va muy tranquila y muy segura, convencida de que nunca se morirá y muy contenta de sí misma”. Es a nosotros, a quienes tiene el atrevimiento de dirigirse, es a nuestro dinero, a nuestro honor, a nuestra cultura, a nuestras comodidades, a nuestras importantes ocupaciones, que este linyera rechaza conscientemente para preferir la libertad de los caminos que no conducen a ninguna parte o al calor acogedor de una mesa de café en “el buen clima de las luces”, porque él, “Juan Tolosa siempre ha sabido agarrarse a la vida con toda el alma. Y lo más humano de un hombre es saber compartir un trago para contar sus cosas a los otros y escuchar de ellos las suyas”.

Juan José Sebreli

Prólogo a Un horizonte de cemento. Buenos Aires: Siglo Veinte, 1963.

sábado, agosto 01, 2009

Una hipótesis sobre Borges: de Macedonio a Lugones (David Viñas)

Fuente: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Año 2, No. 4 (1976), pp. 139-142

Borges acaba de ser condecorado por Pinochet. Uno de los mayores escritores en lengua española actual es exaltado por el arquetipo de dictador fascista latinoamericano en 1976. La noticia no sólo deprime y desconcierta por el caso particular del autor del Aleph, sino que, en términos más amplios, replantea un viejo interrogante que involucra tanto a la sociología del conocimiento como a la crítica literaria y a la historia de la cultura.
Se lo podría contestar afirmando que Borges es un malentendido. También cabría sostener que su calidad de gran escritor y de hombre liberal son momentos y no esencias. Y por qué no: arrancar con el planteo de que si a la izquierda intelectual se la cuestiona por politizar la literatura, al pensamiento de derecha se le puede imputar el intento de literaturización de la política.
Es decir, para cierta crítica que enfatiza la especificidad de la literatura lo único que importa son los textos de Borges. El resto es sociología. Pero el riesgo de esta perspectiva es el formalismo y un consiguiente dualismo idealista. Para una posición crítica inversa cabe explicar a Borges por su contexto, biografía y nexos de clase. Claro está que la deformación posible de esta óptica es la de un historicismo cada vez más encallado en lo mecánico. Pero para una tercera perspectiva que pretenda superar tanto las mutilaciones del formalismo como las simplificaciones de un historicismo tout court y que entienda que lo específico de la literatura no se agota en su especificidad, la alternativa de un análisis totalizador se da a partir, precisamente, del interior de los textos borgianos. Por cierto que en su permanente relación de vaivén con lo contextual.
De ahí que la penosa culminación en Pinochet habrá que buscarla en el núcleo más íntimo de la escritura borgiana. Eventualmente ahí residen sus motivaciones y su clave. Y si, por ahora, lo planteamos como una hipótesis es porque sólo trazamos sus rasgos fundamentales.

Los años veinte

Desde los textos iniciales de Borges en la década del veinte su espacio literario se va escindiendo como una "historia en dos ciudades"; del rechazo del Centro de Buenos Aires intolerable por su luz cegadora y sus habitantes prepotentes pasa a exaltar la mansa penumbra del cementerio. Los epitafios se convierten en los textos mas elocuentes (en la medida que toda la producción de Borges puede ser leída como una colección de epitafios) y los antepasados, son su ademán hacia atrás, las únicas figuras legitimadas.
El cementerio, que empieza polarizándose a la historia inmediata, se transforma cada vez más en su denegación. Y su núcleo significativo se descentra, desplaza y prolifera en jardines pausados, patios secretos y acogedores, plazas cómplices, calles que se desvanecen hacia el fondo y barrios marginales hasta llegar al arrabal: en esta franja es donde se instaura el nuevo "centro" realmente auténtico. La zona de Aleph en la que el enceguecido por el Centro urbano descubre el "centro" esencial; el área privilegiada donde obsesivas figuras de Borges irán entonando el "veo... veo" que se convertirá en una omnipotencia óptica equiparada cada vez más a un desquite de la importancia inicial. La denegación de la historia ha llevado así a la exaltación metafísica. El inerme Arrinconado del comienzo se invierte en magno Voyeur. El Ciego se ha transformado en Dios (para quien la víctima y el verdugo vienen, en última instancia, a ser lo mismo).
En este gesto borgiano de desasimiento de lo inmediato, condicionado por la intolerable agresividad de la ciudad, se puede descifrar el parentesco con uno de sus maestros, Macedonio Fernández: la literatura es una práctica analgésica como defensa frente a lo doloroso de la cotidianeidad. Incluso la presencia nítida del escritor se difuma como recurso elusivo de lo sometido a la historia, y si el cuerpo es el lugar donde se verifica la muerte, corresponde escamotearlo. Con citas jamás verificadas o con ediciones apócrifas. De donde se sigue que los mismos textos -como prolongación de lo corporal- sean reducidos al mínimo para que no ofrezcan blanco a ese riesgo: fragmentos inasibles, novelas inconclusas, gambetas de todo corpus verificable.

Leopoldo Lugones

Pero si esta constante originada en el autor de No es toda vigilia la de los ojos abiertos recorre e impregna un continuo borgiano, hay otra que se va imbricando en cada flexión de ese itinerario y cuyo origen puede detectarse en Leopoldo Lugones: durante los despreocupados años del vanguardismo martinfierrista, en su Evaristo Carriego, ya se siente vibrar una peculiar reticencia ante todo lo que sea hombre nuevo proveniente de la inmigración. Ahí, afuera, se agazapa el peligro. El inmigrante es presentido como un violador de la sacralidad tradicional y la versión de Borges está dada desde el ángulo del patriciado. En ese entonces, la ironía, entendida como economía de afecto, se articulaba sobre la distancia frente al gringo rioplatense y se resolvía como parodia.
Pero después de la crisis de 1930 y vinculado a la revista Sur (donde se prolongan e institucionalizan los descubrimientos del vanguardismo anterior), es ya la figura del Leopoldo Lugones fascista y teórico del sable enérgico y purificador la que más lo seduce y le permite crispar su distanciamiento delante de una creciente sociedad de masas. Ahora son los hijos de los inmigrantes los que padecen la desdeñosa mirada del escritor que, al identificarse con el Héroe romántico, cree que no sólo establece la legalidad de por sí, sino que con eso justifica su excepcionalidad. Los otros son pasivo objeto de burla, consumidores o masa de maniobra. De la cual tiene que emanar para Borges su condición de objeto de culto.
Luego de 1945 -y justificándose con la torpeza burocrática del primer peronismo- esa línea de exacerbación respecto de la sociedad de masas alcanza su apogeo: los violadores del orden urbano tradicional (y de la casa como recinto de lo manufacturado) ya no son los que provienen del puerto, sino las camadas de provincianos convocados por el atractivo de la gran Buenos Aires industrializada. Los otros -de manera vertiginosa- presuponen una infracción ontológica; su sola existencia niega la de Borges.
Nada tiene de extraño, pues, sino que aparece como correlativo que la dictadura militar impuesta en 1955 le designe a Borges director de la Biblioteca Nacional. Se trata del mismo recinto sacro, variante de los interiores penumbrosos y acolchonados, donde Borges hizo donación imaginaria de sus libros al Lugones marcial y tradicionalista. En gran medida, esa designación era puesta en escena como el desagravio realizado por un grupo (que se pretendía heredero de la élite liberal) a un escritor irritado por los más recientes habitantes de la ciudad.

Conservador

Y es a partir de esa coyuntura cuando la constante de Borges frente a las masas y la reiterada resurrección política de una oligarquía se van entrelazando más y más. Con la secuela de reciprocidades: lo santifican pero le exigen. Así como el civilismo liberal de ese grupo se diluye con su progresiva debilidad y se estrecha y superpone con el ejército en cada una de sus reapariciones: 1962, 1966. Y, claro está, 1976. A través de esas mediaciones, el Borges desamparado, lúcido y reticente ciudadano del Buenos Aires de 1925 se va convirtiendo en un conservador incómodo. El espacio que en la primera posguerra podía tolerarse entre escritor y grupo social dirigente se estrecha y lo estrangula, el heterodoxo es cada vez más un anexado y un vocero. Y como la oligarquía de 1920 ya no vive en potencia sino a la defensiva (y el ejército no es profesional sino protagonista), va condicionando que las bromas al gringo o las indignaciones frente al cabecita negra se conviertan en discursos contra los nuevos invasores de la ciudad y del Centro, los actualizados violadores. Rol que cubren hoy los marxistas.
Los pasos siguientes son previsibles. Necesarios casi. En primer lugar, conmovido homenaje a Nixon. Dedicatoria a Nixon. Más adelante solicitadas patrióticas en los grandes diarios conservadores junto a las ristras de almirantes. Almuerzo con el general Videla y elogios al general Videla. A la caballerosidad del general Videla. La línea de puntos se prolonga. Y Borges defiende la reimplantación de la pena de muerte. Y aplaude la represión. Y como cierre (¿momentáneo?) recibe en Chile la condecoración de Pinochet.
Significativamente, por el revés de la trama de este reciente circuito, los textos de Borges se van coagulando; cada vez más repiten los mismos tics. Sus propios ademanes lo fascinan y a cada paso es evidente la imitación de sí mismo. Lo que alguna vez había sido descubrimiento se convierte en retórica. Lo originariamente producido deviene reproducción. Borges como escritor se transforma en la caricatura de sí mismo. Como si la figura de sus antiguos laberintos se hubiese congelado en la circularidad repetitiva del autismo. Laberintos/círculos. Y, se sabe, no hay círculos virtuosos.
Por eso, cabe ahora preguntar prosiguiendo estas hipotéticas líneas de fuerza que parecen enrularse sobre sí mismas: cuando Borges, como se anuncia, este en España, ¿qué lo va a inquietar? ¿Quiénes? ¿Por quién será condecorado?
 

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