sábado, noviembre 13, 2010

Caminando alrededor (Elvio E. Gandolfo)

En 1987, la extinta y grandiosa editorial Puntosur publicaba Sin creer en nada (trilogía) de Elvio E. Gandolfo, antología de tres nouvelles o cuentos largos: "El instituto" (1967-1969), "Caminando alrededor" (1970) y "La reina de las nieves" (1977). El primero y el tercero han sido recopilados en La reina de las nieves (1982), libro de cuentos que todavía puede conseguirse en ferias de usados o librerías de saldos; en cambio, el segundo formaba parte de Caminando alrededor(1986), libro mucho más difícil de conseguir.
"Caminando alrededor" es un relato de ciencia ficción en un futuro cercanísimo enmarcado en esos años 70 que comienzan. El escenario y los personajes bastan para crear un clima de sociedad violenta al borde del precipicio, en la línea de la mejor literatura distópica: una ciudad gris y monótona, un edificio casi en ruinas y semiclausurado, una fábrica atroz; ciertas hormigas que evolucionan extrañamente (tal vez, uno de los elementos más memorables y más sutiles del cuento), un personaje que subsiste como puede (a oscuras, en soledad), el fantasma de Lidia, un grupo de militantes al borde de la revolución. Léanlo, vale la pena, es un hermoso relato de ciencia ficción política y está muy bien escrito, como casi todo lo que ha escrito Gandolfo.

Caminando alrededor (Elvio E. Gandolfo)

Polo: —El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formarnos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.

Italo Calvino: Las ciudades invisibles

I

Me despertaron los dos golpes en la cañería. Di los dos de respuesta y me senté en la cama. De las sábanas brotó un olor gris y húmedo. Decidí llevarlas a lavar ese mismo día, o al siguiente, sin falta. Conecté las dos puntas del cable y se prendieron las lamparitas de la pieza y el baño. Me puse las alpargatas, fui hasta el baño y me miré en el espejo. Después me lavé, me sequé.
Antes de salir, volví a desconectar los cables.
Apreté el botón del montacargas con un cansancio infinito. El edificio estaba oscuro y húmedo pero posiblemente afuera hiciera calor, lo sentía en los callos y los huesos. Cuando llegó, subí a la plataforma de madera y apreté el botón de planta baja. A partir del piso diez había luz eléctrica. Siempre me alivia un poco. Es como escapar por enésima vez de una zona incierta. Mientras pasaba frente a la óptica de Eduardo le hice señas a través de la vidriera, para que no golpeara el caño otra vez. Me saludó con la mano.
Hacía calor. Me saqué el saco y lo llevé doblado sobre el brazo. Había mucha gente en la plaza. Formando distintas filas incoherentes ante distintos postes con números pintados. Controlé el reloj pulsera con el de la iglesia que se veía por encima del colegio de señoritas. Alcancé a ver un 226 que cruzaba la plaza a una velocidad de caballo desbocado, y corrí a mi vez entre los autos estacionados, con el eterno viejo de nariz ganchuda asomándose de una de las casillas de guardia para gritarme. Como siempre, alcé una mano que indicaba claramente que podía irse a la mierda.
Alcancé a colgarme de la puerta del 226 justo cuando daba la vuelta por San Juan. Un viaje terrible, repleto de gente; se me pegó la camisa al cuerpo y pisé sin querer a una ancianita vestida de negro, que dio un chillidito de lechuza. Eso me ganó el odio inmediato de todo el pasaje. Sobre todo por la barba.
Bajé cerca de la fábrica, como siempre, y crucé el baldío que se extendía al otro lado de la calle. Habían vuelto a arrojar desechos químicos: iba a tener que soportar una nueva queja larga y monótona del viejo Smith sobre el peligro de la polución aérea, continuada por otra sobre la superpoblación, la degeneración moral contemporánea y otros tópicos de actualidad. Curiosamente el viejo no dijo nada, aunque el olor a plástico quemado entraba a raudales por la puerta abierta. Me dio tres listas de precios y cuatro actas con instrucciones y el papel en blanco para las copias. Me dijo que necesitaba las listas para la tarde y le contesté que no podía traérselas, que era igual mañana a la misma hora de hoy. Estuvimos discutiendo una hora, sabiendo los dos que yo no iba a aflojar. Una especie de costumbre que teníamos. Antes de subir otra vez al 226 para regresar, crucé al quiosco de revistas. Lo de siempre: las tapas de los cinco semanarios principales anunciaban serios estudios sobre la violencia. (¿Qué es la violencia?: foto de una comisaría derrumbada con explosivos; ¿Quién tiene la culpa?: la cara de la madre y el hijo que murieron cuando estalló la bomba de la embajada americana; Informe sobre la subversión: gran foto en colores de una rubia despampanante casi desnuda.) Al fin decidí comprar el diario. Hojeé con rapidez las primeras páginas, leí con cuidado los programas de cine y las noticias policiales. Una de las bombas del día anterior había estallado cerca del edificio. Más bien en la misma base, por la parte de atrás. Me preocupó un poco. Al edificio lo construyeron con material malo y se está viniendo abajo. Si uno no se deja encandilar por toda la chapería de la fachada y se concentra bien para mirar entre los reflejos del sol, puede ver la rajadura que corre desde el último piso —el veinte— hasta la base.

Cuando llegué otra vez a la plaza eran las once y media de la mañana y comenzaba a tener hambre. No sabía si subir o comer abajo. Las carpetas con las listas y actas me resultaban pesadas e incómodas. Eso me inclinaba a subir y comer en el departamento, pero al final decidí dejárselas a Eduardo y comer en El Jeque. Cuando se las di le pregunté si sabía algo sobre la explosión de la noche. Me dijo que sí, que si yo no la había oído. Le dije que no. Pasó a describirme el terror del dirigente y de la esposa, agregando que esta última estaba muy buena. Hicimos dos o tres chistes malos sobre el tema y le dije que pasaría a buscar las carpetas por la tarde.
Pedí arroz al azafrán con pollo. Era el plato del día. Mientras esperaba clavé la vista en una mujer madura pero sólida que estaba comiendo espárragos con una carga erótica tremenda. Los hundía con cierto salvajismo suave en la mayonesa y después los levantaba con lentitud, sacando una lengua roja y larga para no perder ni una gota de la masa amarillenta, que pasaba a humedecerle las comisuras de los labios mientras masticaba y tragaba. Notó muy bien que la estaba mirando y empezamos a interpretar un número doble bastante bueno, con cálculos y miradas de reojo infinitesimales para ver quién iba a salir antes. Parecía andar con ganas. Pero la dejé ir. Demoré adrede, pedí vino y fruta. Se fue taconeando fuerte, como para hacer sentir lo que podía pesar su cuerpo en una cama. Cuando terminé de masticar el último gajo de naranja me sentí arrepentido, pero no mucho. Podría haber pasado algo, pero de un tiempo a esta parte me hartan los diversos movimientos sutiles e inútiles que hay que hacer para lograr satisfacciones semejantes. Pagué y salí.
El calor era insoportable. No sé cómo me dejé ganar por una cadena de pensamientos dinámicos. Planeé pasar por la óptica de Eduardo y retirar las carpetas, subir con rapidez al departamento, hacer las copias, volver a salir e ir a la playa. Antes de eso, le hablaría a Marta o a Raquel para ver si podían acompañarme. Después me reí de mí mismo. Era muy consciente de que la operación de subir por el montacargas hasta el piso diecisiete, tantear para encontrar los cables, hacer la conexión y teclear dos o tres horas me deja tan agotado que duermo hasta la noche.
Fui hasta el borde oeste de la plaza y entré al Delfín para hablar por teléfono. Antes tuve que recorrer dos o tres negocios para conseguir monedas. Al fin oí la voz de Marta por el tubo. Le pregunté si iban a la playa. Me dijo que quizá sí, quizá no. No sé por qué me sentí furioso ante la respuesta. Insistí.
En resumidas cuentas, no iban, y colgué. Tuve ganas de ir a la playa de cualquier manera, pero decidí subir y hacer las copias. En todo caso me tiraba todo el día siguiente: viernes.
Recogí la carpeta en la óptica de Eduardo. El no estaba y me la dio Ester. Subí en el montacargas. Después del piso diez quedé a oscuras. El matrimonio que vivía en el trece estaba peleando en la oscuridad. Se oía cómo tiraban cacharros y libros y cómo se insultaban. Después del quince todo era silencio. No sabía si alguien se animaba a vivir más allá del catorce. En todo caso, yo no lo conocía.
Había que estar realmente en las últimas para venir al edificio, por más gratuito que fuera. Sobre todo en los dos primeros años. Después uno se acostumbraba, por lo general cuando lograba solucionar el problema de la luz o conseguía alguna vía de escape a la azotea, cosas que yo había obtenido casi al mismo tiempo el año anterior.
Estuve copiando listas durante una hora y media. Después paré y encendí el velador, sacando el cable de las lamparitas colgantes y conectándolo a los dos hilos que salían de la base de la lámpara. Busqué algo en la biblioteca y elegí una novelita de Perutz que me habían prestado la semana anterior. Era buena. Pero a la mitad me quedé dormido. Cuando desperté lo único que oí fue el sonido del ventilador de mesa. Volví a prender la lamparita y terminé con las actas. Eran las siete y media. Debía estar atardeciendo. No podía saberlo porque las ventanas que iban más allá del piso diez estaban tapiadas desde hacía dos años. Lo hicieron rápido y bien. Por suerte Eduardo lo supo con anticipación y nos avisó. Los cinco o seis tipos que vivíamos en los pisos desocupados nos fuimos con todos los libros, ropa, ollas y demás cosas a la azotea y esperamos hasta que oímos el último martillazo de la cuadrilla. Fue la única ocasión en que nos sentimos unidos por algo. Yo entregué mi información exclusiva sobre el único paso a la terraza. Una de las dos señoras cebó mates. Bajamos a la noche. Habían hecho un buen trabajo. Clavaron las tablas del lado de afuera, entre las ventanas y esas absurdas planchas de metal que brillan cuando hay sol e impiden ver bien la rajadura desde la plaza.
Lo del acceso a la azotea no fue nada riesgoso. A nadie se le dio por ir otra vez desde entonces.
Le puse la tapa a la máquina de escribir y saqué la linterna del cajón. Subí los tres pisos a pie, patinando dos o tres veces sobre el polvo acumulado en los escalones. Al fin me arrastré por debajo de la única tabla floja de la estructura que habían construido para impedir el paso, saqué la traba, pasé y volví a ponerla del otro lado. Quería estar solo.
Atardecía. Como siempre, estuve cerca de quince minutos observando a la gente que se movía en la plaza. Era algo que me hipnotizaba. Movimientos simétricos, ordenados, miles de puntos negros que iban y venían por los caminos de baldosas que cruzan los estrechos canteros de flores y los autos que entraban a las playas de estacionamiento, con el viejo de la nariz ganchuda asomándose de vez en cuando para retar a alguien que cruzaba entre los coches, como yo mismo lo hacía todas las mañanas. Cuando ya era demasiado tarde para ver con claridad, clavé la vista en el sol que se ocultaba detrás de los edificios. Un hermoso color. Creo que sin el crepúsculo no habría soportado los cinco largos años que viví en el edificio, ni hubiera hecho los pocos pero verdaderos intentos por salir de esa sucesión de días opacos, idénticos entre sí. El crepúsculo me ajustaba lo que se me iba aflojando u oxidando en la oscuridad y la humedad del departamento me permitía estar listo para cazar la belleza fugitiva de algunos momentos, el espectáculo erótico de una mujer que comía espárragos, los reflejos del río en los raros días en que iba a la playa.

II

Al día siguiente fui a ver al viejo Smith y regresé temprano, porque no tenía nada para darme y no discutimos. Se quejó un poco de la gota, nada más.
Le hablé a Master por teléfono. Podía tomar un café a las once y media. Hice tiempo en las librerías. Compré dos novelas y caminé hasta el bar que está a media cuadra de la oficina donde él trabaja. Llegó pulcro y limpio, con el pelo tirado hacia atrás por una capa de gomina. Le pregunté qué noticias había. Me informó que González —el patrón— estaba loco, que pensaba fabricar bolsas de polietileno para tapar autos cuando llovía.
Hacía seis meses que trabajaba con González. O casi un año. Las fechas se me confundían un poco. Después me preguntó si no tenía algún ensayo extenso y documentado sobre la Atlántida, le interesaba el tema. Le dije que iba a buscar. Recordaba algo en la Enciclopedia Planeta, pero me parecía que era un poco corto. A las doce menos cinco se fue porque tenía que llenar una planilla y se le hacía tarde.
Mientras caminaba hacia el edificio me encontré con Diana. Hacía años que no nos veíamos.
—Estás tremendamente flaco y dormido —me informó.
—La buena vida —le contesté. Nos quedamos mirándonos uno o dos minutos. Había una especie de respeto mutuo entre los dos, desde que nos conocíamos. Tuve una inspiración genial y la invité a ir al parque. Aceptó. Creo que el respeto mutuo nacía de cosas como ésas. De que en cualquier momento en cualquiera de los dos existiera la posibilidad de una propuesta y una respuesta inmediatas.
Viajamos veinte minutos en un ómnibus lleno y nos bajamos en el borde del parque, donde están los juegos. Atravesamos el amplio decorado vacío, con el Gusano y la rueda gigante y los kartings y el Tren Fantasma inmóviles y cubiertos con grandes lonas de color verde desteñido. Seguimos hasta el vivero, cruzamos el pasto alto y llegamos a un bosque pequeño y tranquilo.
Nos sentamos bajo un árbol. Yo me apoyé contra el tronco. Ella arrancaba pequeños manojos de hierba y los dejaba escurrir entre los dedos. En cierto momento se dejó caer hacia atrás lentamente y apoyó la nuca y la cabeza sobre mis piernas. Las moví un poco para hacer un hueco más cómodo. Me sonrió con los ojos y se quedó quieta, con un puñado de hierba en la mano cerrada.
Estuvimos en silencio un rato largo. Un silencio cómodo. Cuando habló, no llegó a romperlo; incorporó un sonido más a los del parque.
—¿Seguís viviendo gratis en el edificio de la plaza?
—Sí —le contesté—. Por ahora no tengo otra solución.
—¿Por qué no te buscás un trabajo distinto a esas copias absurdas?
—Ya lo intenté. No hay.
—Siempre hay —dijo con tono cansado y a la vez seguro.
Esperé un momento antes de contestar. Un jardinero con la guadaña al hombro cruzó una mancha de sol que se veía a veinte metros.
—Sí. Lo más probable es que no tenga ganas de encontrar otra cosa.
—Me revienta cómo estás viviendo —no lo dijo con rabia; la voz seguía incorporada al parque y los árboles—. Están pasando cosas...
—¿Decís por las bombas y las manifestaciones y los muertos?
—Y muchas más.
No las enumeró. Siempre le admiré ese control. Seguimos los dos en silencio. Me puse a mirar una hilera de hormigas que desfilaba junto a mi mejilla. Me reí bajito, contento. Ella se dio vuelta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Diana, Diana, te agradezco todo lo que digas. Hay cosas nuevas. Me puse a mirar la fila de hormigas y si no hubieras dicho lo que dijiste no habría notado nada.
Ella también sonrió, divertida.
—¿Qué notaste?
—Que una camina en dos patas.
Ahora soltó la carcajada. No me creía. Pero hice que se acercara al tronco y viera la hormiga disidente, la única que no acarreaba una hoja y la única que caminaba erguida sobre las dos patas traseras.
—Esto es importante —se le había acelerado instantáneamente la respiración.
Miraba a la hormiga con una intensidad animal, como queriendo absorber la
vitalidad y los motivos por los que la hormiga no caminaba como las demás. Tendió la mano.
—No la agarres —le dije—. Quizá sea la primera que lo hace y después lo sigan haciendo las demás. A lo mejor al sacarla del tronco vuelve a caminar agachada.
Esta vez fue ella quien me agradeció. Nos quedamos mirando la hormiga hasta que se perdió en el follaje. Diana no volvió a hablar hasta media hora después.
—Me alegra que no hayas perdido todo. En serio. Por un momento creí que viviendo en ese edificio te habían transformado en un topo.
—No —le dije—, A veces salgo a ver cómo cae el sol, o doy una vuelta por el centro.
Seguimos acostados un rato más. Pensé que Diana era estupenda. Me adormecí.
Mientras regresábamos me anotó su dirección. Prometí ir a visitarla al día siguiente o a más tardar el domingo.
—Hoy es viernes trece —dijo de pronto—. Cuidáte.
Diana creía en los horóscopos. Tenía sueños premonitorios. Conocía verdaderos casos de magia.
Le dije que sí, que me cuidaría. No sé por qué las últimas diez cuadras las hicimos tristes, en silencio. El ómnibus iba casi vacío y no paraba en las esquinas. El conductor guiaba rígido, como hipnotizado. Incluso pasó una luz roja y no dio vuelta la cabeza cuando lo insultaron de un camión.
Nos despedimos en la punta de la plaza exactamente opuesta a la del edificio.
Cuando entré conecté los cables y fui derecho al baño. Había puesto varios pantalones y pañuelos en un balde grande, lleno de agua con jabón en polvo. Hacía tres días que estaban sumergidos. Apenas levanté uno de los pantalones me golpeó una ola de olor a podrido. Me llevó seis o siete enjuagues sacarles todo el jabón, que se había convertido en una especie de gelatina. Verla a Diana me había hecho bien y no subí a la azotea. A las ocho y media sonaron cuatro golpes en la cañería. Bajé en el montacargas a la máxima velocidad posible. A mis amigos les aviso que me llamen sólo en caso de extrema urgencia, porque me cuesta mucho llegar en menos de dos o tres minutos. Los pisos se sucedían uno tras otro. Oscuros hasta el décimo, de allí en adelante iluminados. El montacargas no tiene vidrios y es silencioso. Le pegué un susto tremendo a una viejita que estaba sacando a pasear el perro y me vio como un rostro blanco y barbudo que caía en la oscuridad.
Llegué al segundo piso. Eduardo me esperaba con la puerta abierta. En la cocina Ester estaba preparando un budín. Tomé el tubo.
Era el viejo Smith. Casi reviento. Quería que fuera esa misma noche a buscar diez actas, porque había tres o cuatro que debían ser entregadas indefectiblemente por la mañana. Le dije que no podía. Volvimos a elaborar la discusión eterna, sin mayores variantes. Al fin colgamos. Amenazó con no darme más trabajo.
Eduardo me invitó a comer. Al principio no quise aceptar. Ester insistió y me quedé. Había unas milanesas excelentes con ensalada de tomate. En la sobremesa hablamos de todo un poco. Le conté el argumento de los últimos dos o tres libros que había leído y prometí pasarle el de Perutz apenas lo terminara.
—Antes de que te vayas quiero mostrarte algo que parece fantasía —me dijo.
Entró al comedor y regresó con un objeto cúbico cubierto por una servilleta. Era una cajita de cristal. En su interior había varias hojas verdes y carcomidas y una hormiga. Supe casi antes de verla que caminaba en dos patas.
—La recogimos el domingo pasado en el parque. Ester no podía creerlo. Además no paró de caminar en dos patas desde que la trajimos. ¿No tenés algo sobre la vida de las hormigas?
Le dije que me iba a fijar, que creía tener un libro de Maeterlinck, aunque nunca lo había leído. Seguimos hablando casi hasta las once de la noche. Cuando volví al departamento saqué la linterna del cajón y fui a colgar los pantalones y los pañuelos en la azotea. En una de las escaleras —la que iba del dieciocho al diecinueve— se había derrumbado parte del cielorraso. Había revoque y uno o dos ladrillos desparramados sobre el descanso.
Después de colgar la ropa me acosté sobre la claraboya más alta y miré las luces de la ciudad, que la rodeaban por los cuatro costados. Estuve pesando las posibilidades de conseguir otro trabajo e irme del edificio. Se podía venir abajo en cualquier momento. Pero decidí esperar que pasara el verano. En marzo sería más fácil lograrlo.
No pude dormir bien. Aunque no fue un insomnio molesto. Leía sin que se me irritara la vista y cuando apagaba la luz caía en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Me agarré de las sábanas varias veces, con el vahído clásico de quien está por dormirse y piensa que va por una calle o una plaza, tropieza y cae, aunque esté semidespierto y sepa conscientemente que está acostado tranquilo en una cama.
Mi estado de ánimo se acercaba bastante a la euforia. Hasta pensé en volver a escribir. Quizá fuera culpa de Diana, de conectarme otra vez con la vida anterior al edificio.

III

Al otro día amaneció lloviendo. Se oía el ruido tranquilo y persistente de la lluvia golpeando las tablas que clausuraban las ventanas. Pensé en la ropa colgada en la azotea. Me levanté y preparé café. Decidí no ir a lo del viejo Smith. Posiblemente significara perder el trabajo. De todos modos era sábado. Al mediodía freí un par de bifes sobre el calentador. Fui con la linterna hasta el piso de arriba y abrí dos o tres puertas. Se formó una corriente que bastaba para disipar el olor a frito. Justo cuando acababa de sacar el último bife se apagó el calentador. Lo sacudí. No tenía más que rosén. Pensé en bajar y me acordé del libro que me había pedido Eduardo y, por asociación, del material sobre la Atlántida que le había prometido a Master. Los busqué: el de Maeterlinck no estaba y lo que tenía sobre la Atlántida era muy elemental. Con seguridad a Master no le servía.
El día demostró ser de ésos en que todo se encadena como por obra de la telepatía y la premonición. A las doce y media oí que golpeaban y reaccioné con el reflejo de siempre: la rigidez. No podía evitar pensar que tarde o temprano vendrían a desalojarnos y demoler el edificio, o al menos los últimos diez pisos, que ya constituían un serio peligro para toda la manzana. Pregunté quién era.
—El estrangulador de Boston.
Era Master. Le mostré el artículo sobre la Atlántida: le resultaba inútil. Empezamos a hablar sobre las civilizaciones desaparecidas y temas paralelos. Cada uno de los dos había leído una información excluyente que sin embargo no aportaba nada al otro. O quizá cada uno encaraba el tema con un interés o desde un punto de vista distinto.
Le conté lo de las hormigas que caminaban en dos patas y se rió.
—Lo que te hace falta es mudarte de aquí antes de que te saquen dos tipos vestidos de blanco, adentro de un chaleco de fuerza —dijo irónico, casi molesto, sonriendo apenas.
Le propuse ir a ver la hormiga que tenía Eduardo y aceptó. Después le pregunté si seguía lloviendo. Me dijo que no y decidí ir a ver cómo estaba la ropa.
Se me habían volado un par de pantalones. Puteé un poco. Lo demás estaba casi seco y lo bajé. Había mucho viento. Me asomé por el costado de la plaza, pero ver la gente no me entretuvo en lo más mínimo. Demasiada luz.
Cuando regresé Master estaba sobre la cama hojeando un Playboy viejo, que mira cada vez que viene. Me habló de un plan de ediciones fabuloso en donde podríamos ganar cantidades astronómicas de dinero. No lo creía ni él mismo. Se había puesto rígido y hablaba con la voz apretada que utiliza cuando necesita ponerse una máscara. Se quedó casi hasta las cinco. Le pregunté si no iba a trabajar y me recordó que era sábado. Después nos concentramos en el gallego González. Se había ido a la fábrica de polietileno a supervisar el armado de las bolsas gigantes para automóviles, con un material que sólo servía para bolsas de residuos. Nos dedicamos a inventar una cadena de chistes delirantes sobre el asunto. Quedamos acalambrados de reírnos. Después le pregunté qué tal marchaban las cosas con María y me dijo que bien, que ella había rendido las tesis de física y matemática superior con sobresaliente. No le había preguntado en ese sentido, pero lo dejé pasar.
Mientras bajábamos en el montacargas recordé la hormiga y nos descolgamos los dos en el segundo piso. Eduardo no estaba pero Ester nos hizo pasar. Le dije que queríamos ver la hormiga y me informó que había muerto. Acababa de tirarla a la basura. Le confirmó a Master que caminaba en dos patas, pero vi que él seguía sin creer. Imaginaba un complot entre Ester y yo. Estábamos los tres de pie, pero sin incomodidad. Por fin llegamos abajo. Eduardo estaba en el negocio y me llamó. Había una carta de Australia. Era de Susana. Se había ido dos años atrás. La guardé en el bolsillo izquierdo de la campera y acompañé a Master a la parada del ómnibus. Quedamos en vernos el domingo por la tarde. Compré el diario y me fui a un bar. Leí con calma la tira de Rabanitos y la columna de acertijos, sin intentar solucionarlos. Después abrí la carta de Susana. Era deprimente en relación a la anterior, que había llegado dos meses antes. Daba una versión bastante confusa sobre la visita del Papa, hablaba de vagabundeos sin rumbo por las calles de Sidney y terminaba con una frase nostálgica, con intenciones de volver, cosa que no había expresado en ninguna de las cartas anteriores. Saqué una birome y le empecé a escribir la respuesta en las servilletas del bar. Le conté lo de las hormigas y el encuentro con Diana. Le dije que aquí también todo era bastante chato, pero que tal vez Dios siga cuidando de nosotros. Después le hice varios dibujos con refranes cómicos. La firmé y la metí en el bolsillo del saco.
Mientras iba para el centro, volvió a llover. Entré a una disquería y estuve revolviendo los stands mientras aumentaba la ira del encargado. Sabía que sólo quería resguardarme de la lluvia. Las empleadas, en cambio, estaban relajadas, hablando en voz baja y riéndose juntas cada dos o tres minutos, porque no había un solo cliente auténtico.
Estaba por entrar al Palace a ver dos películas que me habían recomendado, cuando apareció un tipo gordo y blancuzco que no reconocí en un primer momento y que me dio la mano efusivamente. Resultó ser un compañero de la secundaria. Me preguntó cómo me iba con cierta satisfacción, porque rebosaba bienestar económico por todos los poros y en el lejano pasado yo acostumbraba considerarlo un imbécil, y él lo sabía. Me invitó a tomar un café pero le dije que no tenía tiempo, otro día. Me preguntó cómo estaba Lidia. La recordé en ese momento y tuve ganas de pegarle. Le aclaré, en cambio, que había muerto.
Compuso la cara más afligida que le fue posible y empezó con la letanía de lo siento mucho y cosas parecidas. Le pregunté si la conocía. Dijo que no, pero se había enterado de que andábamos juntos. Le dije que nos habíamos separado dos meses antes de su muerte. Luego dejé que siguiera él, sin agregar una palabra. Terminó con dos o tres balbuceos y se quedó inmóvil frente a mí, con el labio superior colgando. No sé qué pasa últimamente, pero o el tipo estuvo casi un minuto así, o empiezo a perder el sentido del tiempo real. Después de ese momento largo, interminable, me tendió la mano y me saludó.
—Tené cuidado —le dije—, mirá que las hormigas ya caminan en dos patas.
Se rió con un poco de histeria y retrocedió, como quien escapa de un loco.
Las películas eran "modernas", con montaje ametrallante y superposición de planos temporales. Dos bodrios absolutos. En la última me dormí y cuando desperté me encontré rodeado de butacas vacías. Estaban cerrando las puertas. Tenía la vejiga a punto de estallar, pero no quería molestar a los acomodadores y salí en seguida.
Caminé cinco cuadras antes de encontrar una pizzería abierta. Fui al baño, donde oriné con verdadera pasión. Después me senté y pedí dos porciones de queso y un liso.
Me sentía extrañamente libre. Tanto que me animé a pensar en Lidia sin necesidad de recordar su muerte. Pensé en ella con cariño. Entrecerré los ojos y nos vi a los dos acostados en la playa del río, rodeados de chiquilines berreantes y señoras muy gordas que tomaban mate, perfectamente felices. Y después una masa de imágenes, tan veloces que no podría relatarlas una por una. Estaba tan alegre y tranquilo que hasta alcé el vaso de cerveza y brindé a su memoria.

IV

El edificio es enorme y desde la plaza impresiona como algo poderosamente sólido. La grieta destruye esa convicción, aunque es difícil advertirla. Al entrar, la primera impresión desaparece, porque la humedad y el frío se respiran desde el primer piso. Las paredes están mojadas, resbalosas, el ascensor pega saltos alarmantes, las escaleras están muy sucias. A partir del piso diez, y sobre todo si se sube en el montacargas, la certeza pasa a ser inversa: el edificio se derrumbará tarde o temprano, casi con seguridad en los próximos dos años. Los corredores parecen pertenecer a una ruina carcomida por el paso de los siglos. Sin embargo fueron construidos hace apenas quince años. Están hechos con material malo, portland barato, ladrillos fallados. Según un amigo que trabaja en la municipalidad, la grieta única que se ve desde la plaza se ramifica en mil y una grietas distintas después del piso diez. Es como si hubiesen empleado materiales más defectuosos a medida que elevaban el edificio.
Creo que todos los que habitamos los diez últimos pisos —no más de veinte personas—, nos enteramos de las posibilidades de vivir allí gratis por algún amigo. A mí me lo contó Master, que está informado de todo lo oculto o subterráneo de la ciudad. En esa época yo debía seis meses de pensión y decidí mudarme. Me traje los libros, una cama y dos sillas. Después fui agregando cosas. La mudanza fue tortuosa. La hicimos en una madrugada invernal. Helaba. Me ayudaron Master y el hermano de Lidia, que tenía un camioncito. Terminamos cuando salía el sol y fuimos a tomar algo a un boliche que acababa de alzar las persianas.
También creo que todos los que vivimos a partir del piso diez pensamos al principio que la mudanza era sólo una solución provisoria, por uno o dos meses. Pero poco a poco nos fuimos acostumbrando, armando un ambiente y quedándonos. Algunos están construyéndose "la casita" en algún barrio lejano de la ciudad, y esperan irse pronto.
En la municipalidad hacen la vista gorda, porque si demuelen tienen que demoler todo, y la empresa constructora es influyente y detiene los trámites. Tendrían que desalojar a los que viven en los diez pisos inferiores e indemnizarlos.
De los que viven en el edificio sólo me he acercado a Eduardo y Ester. No sé cómo sucedió pero nos comprendimos bien desde el principio, cuando entré a buscar cambio de mil a la óptica. Estaba Ester y me preguntó si era uno de los que se habían mudado a los pisos clausurados. Le dije que sí, un poco molesto. Sonrió.
—Todavía tiene que aprender muchas cosas sobre el edificio —dijo.
Me las enseñó Eduardo. No se sabía por qué, quizá debido a un escape de agua, el edificio estaba saturado de humedad, empapado como una esponja. Los sonidos se transmitían por la cañería con una fidelidad y un alcance fuera de lo común. Me preguntó si yo me levantaba temprano y le dije que a veces sí. Después me preguntó si tenía despertador.
—No —le contesté, otra vez incómodo.
—Entonces —prosiguió sin advertir para nada mi tono; parecía un profesor que goza enseñando algo ameno a sus alumnos—, aplicando las leyes de la acústica, le golpearé este caño —levantó una cortina y me mostró un caño bastante grueso— y usted será despertado por el sonido del metal.
Me reí, pero insistió y probamos. Funcionaba bien. Cuando abría la óptica golpeaba en el caño y me despertaba. Cuando llamaban por teléfono golpeaba cuatro veces. Él mismo caño pasaba por la cocina de su departamento.
Uno de los motivos por los que el edificio parece sólido es que todas las ventanas están cubiertas con una plancha de metal que brilla al sol y le da el aspecto de algo blindado, invencible. La óptica de Eduardo está en la planta baja y, hacia un costado, como resguardándose de un posible derrumbe, hay un bar lácteo y dos zapaterías pequeñas. La azotea es la más alta de la zona y permite contemplar la ciudad a sus pies. Tiene una claraboya central de vidrio. La mayoría de ellos están rotos y han caído al piso vacío inmediatamente inferior.

V

Cuando sonó la cañería ya estaba despierto, pensando en que apenas sonara la cañería tenía que levantarme e ir a lo del viejo Smith, donde seguramente discutiríamos durante una o dos horas, él amenazando con despedirme —o despidiéndome, lo cual acortaría todo— y yo dando dos o tres excusas falsas, desganadas. Estaba pensando además en que por la tarde también debía visitar a Diana. Había pasado todo el domingo en la pieza, leyendo. A la tarde bajé a tomar un café con leche en El Jeque y después me quedé en la azotea, mirando los escasos paseantes de la plaza.
Calculé una hora adecuada para visitar a Diana. Pensé en las cinco, después de hacer algo de lo que me diera el viejo Smith y antes de la hora en que solían caer visitas a la casa de Diana. En los dos últimos años he tratado de concurrir lo menos posible a lugares donde se reúnan más de dos personas.
Después de los dos golpes demoré un poco, pero al fin me levanté, conecté los cables y cumplí con el rito de lavarme la cara y vestirme. Me sentía vacío. No cansado, sino con la sensación de que todo era inútil. Algo similar a lo que me sucedía cuando Lidia (y recordé simultáneamente al imbécil que había logrado hacérmela recordar) o yo hacíamos algún viaje sin el otro. Es decir: cuando nos separábamos por más de un día. Creo que no nos extrañábamos. Lo que existía —sólo en mi caso, nunca llegué a comprender del todo a Lidia y por eso nos separamos— era la sensación de inutilidad. Mover las manos sin que tuviese mayor sentido, teclear con una conciencia nueva de lo ridículo que era copiar papeles o trabajar en el diario. Pero en aquella época servía al menos para hacer más intenso el encuentro. Ahora no alcanzo nunca a prever qué me va a sacar de ese estado de ánimo. Quizá Diana, quizás un choque repentino o, como ha sucedido muchas veces, un detalle trivial, una de esas visiones de algo cotidiano enfocado por primera vez desde un ángulo que lo hace brillar y me equilibra. Salí con tiempo y no tuve que cruzar corriendo entre los autos. El viejo de la nariz ganchuda estaba contando billetes en su pequeña caja de vidrio. Había una cola considerable, cerca de diez personas. La única interesante, una mujer de unos veinte años con un niño en brazos. No en sí misma, sino con el niño. Formaban una escultura melodiosa, rotunda, hasta agresiva. Como si afirmaran ante el mundo que eran hermosos. El niño tendría dos o tres años y chupaba la punta de un juguete de plástico con desesperación cómica. Luego lo abandonaba y sonreía con toda la boca, completamente satisfecho. Vuelta a chupar. Abandono y risa completa. Y así sucesivamente. Parecía hacer la parodia de un niño chupando un juguete. Al fin subimos y a la mujer le ofrecieron de inmediato un asiento. Se bajó varias cuadras antes de llegar a la fábrica. Vi cómo se alejaba por la vereda de ladrillos rojos, en sentido contrario al del ómnibus.
Cuando bajé pisé una cáscara de banana y casi me mato. No por la cáscara en sí, sino porque para recuperar el equilibrio me agarré del ómnibus en marcha, que me arrastró patinando cerca de cinco metros. Hubo alaridos aterrorizados, insultos al conductor. Hice señas de que estaba bien y crucé el baldío. Me dolía mucho el tobillo, por la patinada. Se debía de haber resentido un tendón.
El baldío es grande. Un rectángulo de cien por doscientos metros. Desde que trabajo con el viejo Smith —hará dos años y medio—, está cubierto de montones de ladrillos. Sobre los montones han crecido arbustos y en dos de ellos árboles. Los vecinos aprovechan los huecos que hay entre los montones para tirar basura. A veces hay moscas innumerables. Ese día no, curiosamente, aunque hacía calor. Cuando llegué a la mitad del camino que corta en dos el baldío, me di vuelta para mirar la fábrica. Tenía un reloj insertado en la mitad de la chimenea y quería controlar la hora. Las nubes de humo negro que arrojaba la chimenea cubrían el reloj a intervalos regulares. Un humo espeso, que cae a tierra apenas brota. Mientras miraba vi que algo se desprendía de la punta, rebotaba contra el techo a dos aguas de la fábrica y se deslizaba hasta caer. De inmediato se oyó un rumor distante, como el que produce un enjambre de abejas oído a dos o tres metros. Era una masa de voces humanas gritando, distorsionadas por la distancia. Un momento después empezó a mugir la sirena de la fábrica. Con toda seguridad se había caído un obrero.
Dudé entre ir a ver o llegar a lo del viejo Smith. Decidí esto último. Hice las dos cuadras que faltaban a paso firme. Cuando llegué, el viejo y la señora estaban en la puerta, escuchando a una anciana pequeñísima y vestida de negro, muy parecida a la que yo había pisado en el 226. Saludé al viejo y le dije que parecía que en la fábrica se había caído un obrero de la chimenea. El viejo dijo que sí, eso le estaban contando, parecía que el tipo había subido a limpiar o pintar. Smith tenía la vista fija, como asombrado. Entramos al escritorio y me dio los contratos y actas en forma automática, sin hacer ninguna referencia a mis dos faltas. Le pregunté si las necesitaba con urgencia.
—Sí... sí. Sobre todo los contratos —murmuró.
Salimos y el viejo ofreció llevarme hasta la ruta o la fábrica, si yo quería. Deseaba ver el cadáver del obrero. Manejó parejo, a una velocidad considerable. Llegamos en menos de cinco minutos.
Es una fábrica de productos químicos y la tierra que la rodea es dura y violácea. Al pie de la chimenea se había reunido un grupo de gente que crecía sin cesar. En el centro estaba el cadáver, cubierto con una lona verde. No sé por qué recordé los juegos inmóviles del parque de diversiones, y también a Diana. Me di vuelta para decirle algo al viejo Smith y me encontré con su rostro a menos de diez centímetros de distancia, mirando el cadáver como hipnotizado. Lo odié con intensidad. Vi en su mirada la desilusión de no poder ver el cuerpo roto, la sangre y cómo es la cara de un obrero que se cae veinte metros en el espacio y se estrella sobre una tierra violácea y dura como la piedra. Sentí el impulso de devolverle los contratos, putearlo e irme a tomar el 226. Pero me di vuelta sin decir nada.
Lo saludé antes de partir y regresé al centro. Aparentemente el hecho no me había impresionado, pero me movía con torpeza —me costó unir los cables, al entrar al baño tumbé un balde lleno de agua con jabón—, y la sensación de vacío de la mañana había aumentado considerablemente.
Me acosté.

VI

Dormí hasta cerca de las doce y me puse a copiar sin bajar a comer. No llegué a terminar los contratos. Me sentía agotado. Le puse la tapa a la máquina y me preparé una ensalada de tomate. La comí con pan y un vaso de agua con limón. No tenía fruta. Pensé en salir, pero prefería seguir copiando y bajar cerca de las siete, a tomar un helado.
A eso de las cinco y media llamaron a la puerta. Reaccioné con la rigidez habitual y luego pregunté quién era.
—David —dijo una voz.
Tuve que hacer un esfuerzo para recordarlo. Lo conocía por Master. Me sentí molesto, sobre todo porque la voz había sonado tensa, como la de alguien con problemas. Abrí la puerta y casi me caigo de espaldas. Había tres personas. Una tenía un corte profundo sobre la ceja. David estaba cubierto de sudor, con el pelo pegado a la frente en hebras desparejas. La tercera era una mujer y se mantenía fuera del ángulo de luz de la puerta.
Me explicaron que la policía había desconcentrado una manifestación a pocas cuadras y los estaban persiguiendo casa por casa. Habían entrado al edificio, pero aún debían estar por el piso seis o siete. En un primer momento me sentí furioso, pero después recapacité: venía bien como aviso. Les pedí que me ayudaran a ocultar todo en la última pieza. Antes de empezar me preguntaron si tenía lugar para esconderlos. Les dije que sí, que no se preocuparan. La mujer, que había entrado en ese momento, insistió histéricamente, al borde del shock. Le dije que sí y que al que tuviera ataques lo hacía bajar. Se calmó y comenzamos a trasladar la cama, la máquina de escribir, los estantes, la silla, la mesa y los libros. Había tenido que hacerlo ya tres veces, sin contar cuando tapiaron las ventanas. El terror los hacía trabajar con eficiencia y terminamos en menos de quince minutos. Después cerré la puerta y los conduje a través de los pasillos oscuros y sucios hasta pasar bajo la tabla, poner la traba y subir a la terraza. Me molestaba un poco que supieran cómo llegar, pero me tranquilizaba la cualidad profundamente antipática del edificio, algo que hacía preferir un escondite objetivamente menos seguro que esta sucesión de pasillos y techos en decadencia. Nos estiramos todos alrededor de la claraboya. David se asomó a la calle con cuidado e informó que había varios jeeps. Después nos quedamos en silencio.
Mientras pasaban los minutos pensé en David y lo que representaba. Cuando lo conocí estaba haciendo tercer año de filosofía y sólo hablaba de la revolución. Llegaba a hacerse insoportable, porque acusaba, trataba de cargar de culpa al interlocutor. En la mayoría de los casos lo lograba. El mejor antídoto era conocer cómo era su vida fuera de la facultad. Había hecho abortar tres veces a una muchacha que lo abandonó convertida en un zombie sin intereses vitales, cargado de odio, que prefería no hablar de él. Había vivido siempre de la manga, pero de la manga amplia, sutil, despiadada, que no vacilaba en chupar hasta el último centavo del amigo, dando a cambio una cadena sin fin de justificaciones sobre la causa, el hombre nuevo, la revolución. Como militante era lo más elemental imaginable: una mezcla de Robin Hood y La Sombra. Para dar la información más trivial —noticias que ya habían aparecido en los diarios más reaccionarios, chismes personales sobre otros estudiantes—, bajaba la voz, se hundía un poco en el cuello del gabán, susurraba y rogaba que lo que iba a contar no trascendiera.
En los últimos meses la realidad lo había acosado bastante. Los enfrentamientos y condiciones se habían vuelto muy concretos y al fin peligrosos, algo que había dicho desear, pero que ahora lo asustaba, salvo en momentos como el de la azotea, donde se sentía por encima de la policía, de sus compañeros, de la ciudad. El resto del decorado se estaba desmoronando. Las discusiones de café tenían un sonido a hueco inocultable, los intentos de crear culpa chocaban con argumentos directos y a veces rebotaban contra él.
—¡Hijos de puta! —gritó de pronto—. ¡No me agarrarán!
Estaba colgado de la pared de la terraza, inclinado hacia la calle. La mujer corrió hacia él y le dio una cachetada. Intentó devolverle el golpe, pero lo agarramos entre el de la ceja partida y yo.
Me puse en dueño de casa y le susurré con intensidad, apretándole el brazo, que si llegaba a gritar otra vez le hacía tragar los dientes (cosa improbable, dicho sea de paso). Se sentó en uno de los ángulos de la azotea y empezó a murmurar amenazas ambiguas contra la policía, los revisionistas, las mujeres y el mundo en general.
El de la ceja partida me preguntó si militaba. Le dije que no. Preguntó por qué y le contesté que no tenía ningún trabajo ni estudio fijo, o sea una ubicación concreta desde la cual partir, y antes que luchar por deporte, prefería esperar hasta que surgiera un lugar donde encajar.
—Ajá —dijo con calma, sin agregar nada: fue la primera vez que me sentí un poco culpable de mantenerme al margen.
Al rato preguntó si imaginaba cómo iban a ir las cosas el año siguiente:
—Peor que en éste.
Me preguntó si era pesimista crónico y le dije que no, que a la larga preveía una lucha y un mejoramiento relativo, pero a la larga, aún faltaban años de empeoramiento.
Hablamos mucho. Derivamos tanto que llegamos a la literatura, a la astronomía, a la metafísica. Tenía una voz monocorde y segura. Estuvimos de acuerdo en que había cosas no abarcadas por la lógica común. Me contó experiencias fuera de lo normal que había tenido, sobre todo en la infancia. Después agregó que en los últimos años lo único extraño que había visto era una fila de hormigas que caminaban en dos patas. Me asombré bastante y le conté sobre la hormiga del parque y la que habían cuidado Eduardo y Ester. Y así seguimos. Nunca se sabe de dónde viene la señal. Conversar con él cambió el sentido del día. Pensé que el impulso duraría bastante. Le di las instrucciones necesarias para subir por el montacargas y las horas del día en que podía encontrarme.
—Voy a calmar un poco a David —dijo al fin, y se dirigió al rincón de la azotea donde se veía el cuerpo acurrucado.
Me di vuelta hacia la mujer y le pregunté cómo se llamaba.
—Verónica —me dijo.
No era particularmente bella. Pelo largo y negro y ojos interesantes. La boca un poco escasa y una pierna ligeramente más delgada que la otra.
Me preguntó el nombre y cuando se lo dije se asombró. Me preguntó si en otros tiempos no salía con Lidia. Le dije que sí, un poco molesto, pero no siguió con el tema. Así como el de la ceja partida irradiaba calma, Verónica irradiaba calor. No me extrañó enterarme de que era la compañera de Carlos (y señaló la forma confusa que se inclinaba sobre David).
Ya era de noche y el reflejo de las luces de mercurio se alzaba por sobre las paredes de la azotea. Me asomé y vi que los jeeps habían desaparecido. Les dije que podíamos bajar. Carlos insistió en que nos quedáramos una hora más, hasta las diez. No tuve inconveniente. Al fin bajamos y volvimos a colocar los muebles y los libros. Se quedaron hasta cerca de las doce. David intentó comenzar con las eternas discusiones, pero Carlos y Verónica lo frenaron amistosamente, haciendo bromas. Luego me informaron sobre distintos actos y experiencias de las que no tenía la menor idea, aislado como estaba desde hacía cinco años. Carlos se preocupaba de darme pantallazos generales sobre las relaciones de fuerza entre el ejército, los sindicatos y la clase media, y Verónica se ocupaba de detalles menudos, trabajos en los barrios y las villas. Me llegué a sentir tan integrado a los dos que me apenó que David se quedara aparte, eterno e inútil disidente, haciendo como que miraba los títulos de la biblioteca, con el entrecejo fruncido. Al fin se fueron. Los acompañé en el montacargas y hasta la calle. Antes de despedirse Verónica se acercó bastante, como para que oyéramos sólo nosotros dos, y me dijo que ella también había sentido mucho lo de Lidia. Cuando volví a subir me descolgué en el dos y golpeé con suavidad la puerta de Eduardo. Estuvimos hablando de las hormigas hasta cerca de la una y media.

VII

A la mañana me levanté, fui a entregar los contratos y regresé. Un día gris, húmedo. Preferí no volver al departamento. Dejé las carpetas en lo de Eduardo y fui a comer a El Jeque. Estaba la misma mujer de tres o cuatro días atrás, comiendo espárragos. Cuando vi que llegaba al postre llamé al mozo y pedí la cuenta.
Salimos casi juntos. Subimos al 16. Nos dedicamos a un continuo cambio de miradas por el espejo del ómnibus. Bajamos los dos en la misma esquina. Ya eran casi las dos de la tarde y no se veía a nadie. Era una calle arbolada del barrio sur. Después de hacer dos cuadras dobló y nos internamos en una calle de tierra. Había zanjones enormes cubiertos por esa película verde que se fragmenta en miles de hojitas si uno se toma el trabajo de sacudir el agua o arrojar una piedra. La mujer entró a un pasillo y la seguí. Era el momento. Podía preguntarme qué deseaba o gritar, con lo cual terminaba todo. O no hablar, con lo cual empezaba.
Era un pasillo largo y el extremo final estaba cubierto por una enredadera espesa, que proyectaba una sombra casi lechosa sobre los últimos veinte metros. La mujer abrió la puerta que cerraba el pasillo, una puerta de hojalata pintada de rojo, con hierro forjado en la parte superior. La dejó abierta y entré. La casa era oscura, porque la enredadera cubría el patio casi como un manto de alquitrán. Entré un poco retrasado y no pude ver dónde se había metido. Oí un ruido tras una de las cortinas de rafia que cubrían las cuatro puertas que daban al patio. Se encendió una luz.
—¿Qué tal? —preguntó una voz masculina.
—Bien —contestó la voz de la mujer, exactamente la voz que había imaginado para ella—. Estuve comiendo espárragos en El Jeque. ¿Saliste temprano hoy?
Retrocedí cuidando de no hacer ruido. Levanté un poco la puerta para que no chirriara y la cerré.
Para volver al centro tomé otra vez el 16. No me sentí demasiado frustrado. Muy contento tampoco: la mujer me había excitado. Me metí a ver el programa de cortos del Heraldo. De los cinco dibujos había visto centenares de veces los cuatro primeros, el último no. Salí a las cuatro y media. No tenía ganas de regresar al departamento. Seguía inquieto, como con hambre. Decidí visitar a Diana, aunque no le había avisado y era posible que no estuviese.
El edificio era flamante. Un ascensor que se deslizaba sin sonidos ni movimientos accesorios, como una bala silenciosa. Todo muy fresco, esas temperaturas que siguen una constante fija y empecinada, a despecho de lo que suceda en el exterior. Si venía en invierno, el interior sería cálido y seco, ideal.
Al fin llegué al piso diez, que según la numeración del ascensor era el último. Había tres puertas en fila y una cuarta, que pertenecía a la escalera: un hueco profundo y oscuro que bajaba en espiral. Busqué el departamento y toqué timbre. No oí nada. Sería un zumbador o uno de esos llamadores de notas metálicas que se suponen más elegantes que un timbre, aunque a mí me vuelven loco si los oigo sonar más de una vez. Pegué la oreja al vidrio esmerilado pequeño y rectangular de la puerta y apreté el botón. Nada otra vez. Como quizás estuviera durmiendo, golpeé la puerta con los nudillos. Giró con un chirrido suave, abriéndose.
Sonreí, pensando en sorprender a Diana. En el departamento anterior siempre dejaba la puerta con llave cuando salía: tenía que estar. Fui a la pieza, pero la cama estaba vacía y bien tendida. Había un cigarrillo en el cenicero, humeando. Pasé por el baño y cerré la canilla de la pileta, que estaba abierta. En la cocina había una caldera hirviendo, en una de las hornallas de la cocina a gas.
En el amplio living una pluma mojada en tinta china fresca descansaba sobre una mesa de dibujo. El cono de luz de la lámpara articulada caía de lleno sobre un boceto inacabado. Un trabajo violento, mezcla de caballo y pájaro, al que aún le faltaba la cabeza para definirse.
Me senté en uno de los sofás, fuera del círculo de luz, y esperé. Esperé quince o veinte minutos de reloj, mientras la tinta se secaba en el plumín, el cigarrillo terminaba de consumirse en el cenicero de la pieza y el agua burbujeaba hasta agotarse en la cocina, con la sensación de hambre creciendo, preguntándome dónde habría ido Diana por unos segundos y por qué demoraba tanto. Quizás era algo sin importancia, pero tantas cosas dejadas a medio hacer no encajaban con la imagen que tenía de ella. Comencé a imaginar complots contra Diana: la habían secuestrado, la habían detenido, la habían matado. Hice desfilar ideas semejantes cada vez a mayor velocidad hasta que me levanté con tanta violencia que el respaldo del sofá golpeó contra la pared.
El día había sido un fracaso sin atenuantes. Hacía más de un mes que no me acostaba o por lo menos besaba una mujer, y la maldita hembra del restaurant me había abierto el apetito. Pensé ir hasta el Bajo, pero andaba con poca plata y hacía un calor húmedo, aplastante. Rumbeé hacia el edificio.
Pasé al montacargas sin recoger las carpetas que había dejado en lo de Eduardo. Me derrumbé vestido en la cama. Estiré la mano y prendí el ventilador de mesa, que empezó a zumbar suavemente.
No podía descansar. Daba vueltas sobre el colchón pero cualquier posición era la peor. Respiré hondo varias veces, para bostezar y relajarme un poco, pero no resultó. Me cubrí la cabeza con la almohada y en seguida me sentí sofocado. Al fin quedé diez o quince minutos con los brazos cruzados detrás de la nuca, mirando el techo. Me puse a pensar, inevitablemente, en la muerte del obrero, en el viejo Smith, en David, en el edificio rodeándome como un animal inmenso, con un parásito intestinal en su interior, acostado y pensando.
Si no tomaba medidas iba a terminar pegándome un tiro. Tanteé los dos cables en la oscuridad y prendí la luz. Me puse los pantalones, bajé hasta el segundo, le pedí dos mil pesos prestados a Eduardo y me fui al Bajo.
Me tocó una morocha flaca pero hábil, que se estaba muriendo de frío en una esquina. Recorrimos una serie de hoteles llenos y a medida que seguíamos por lugares cada vez más oscuros y ventosos, como si nos fuéramos hundiendo en la noche, descubrí que era correntina y tenía sentido del humor. Terminamos haciéndolo en la barranca, cerca de los silos. Nos pudimos acomodar en un hueco inclinado, rodeado de arbustos. Ella hacía chistes sobre caernos o llamaba a sirvientes imaginarios para que nos trajeran champán, riéndose a carcajadas. Creo que lo hacía para sacudirse el frío. Nos rodeaban ráfagas heladas, pero tenía tibia la piel entre los muslos. Se concentró en silencio. No se quejó ni siquiera cuando subimos y tuvo que sacarse los tacos altos para que no se hundieran en la tierra blanda de la barranca. Le pagué y la invité a comer. Lamenté no tener más dinero para llevarla a un buen lugar. Nos despedimos como a las dos de la mañana, en la misma esquina del principio. Yo la había invitado a la pieza, casi sabiendo que no iba a aceptar. Dijo que no sonriendo, me pidió disculpas, pero se había dado cuenta de que yo andaba con poca plata. Se quedó saltando sobre uno y otro pie, en el viento, saludándome a los gritos.
Volví al edificio y dormí como un tronco.

VIII

Bajé a buscar las carpetas a las diez. No había oído los golpes en el caño. Eduardo me atendió tenso, preocupado. Me quedé un momento. Dije una serie de frases casi inconexas, apuntando a averiguar qué le pasaba.
—Ester está preocupada —me dijo.
Le pregunté por qué y me contó que cuando Ester se había levantado esa mañana había visto una larga fila de hormigas caminando en dos patas sobre el borde de mármol de la pileta de la cocina. Que en la heladera faltaban más cosas de las que normalmente se lleva una fila de hormigas. Leche, por ejemplo. Y que con toda seguridad la invasión había sido provocada por la muerte de la hormiga anterior, la que guardaban en una jaula de vidrio. Como conclusión lo había acusado de haber traído la hormiga, de no pensar en su seguridad y cosas por el estilo.
—Estaba histérica —siguió Eduardo—. La que insistió en traer la hormiga fue ella, pero si se lo decía, reventaba. Además la histeria es contagiosa. Ahora las hormigas me asustan a mí también.
Lo alenté un poco y regresé al montacargas. No estaba. Me sorprendió. Recordé que lo podía estar usando un mendigo viejo y barbudo que vive en un rincón desconocido del piso trece, y que a veces se ríe en la oscuridad, como para asustar a alguien.
Apreté el botón y esperé con paciencia. El montacargas subía con mucha lentitud. Cada uno de los pisos pasaba como una serie de capas geológicas filmada en cámara lenta: piedra-vacío oscuro. Levanté la cabeza cuando estaba por llegar al quince y se me detuvo el corazón por un momento. Fue un reflejo animal ante la percepción instantánea de dos sombras recortándose un poco más oscuras en la sombra, que duró lo que tardó una de ellas en hablar. Eran Carlos y Verónica. Los hice pasar y les pregunté si estaban apurados. Me dijeron que no y les expliqué que tenía que hacer un trabajo que me llevaría una hora. No tenían problema. Sacaron tres o cuatro libros de la biblioteca y se tiraron a leer sobre la cama, mientras yo copiaba los contratos. Cuando ya faltaba poco para terminar, Carlos dijo que iba a buscar una botella de cerveza y un poco de fiambre. Nos pareció una magnífica idea. Me extrañó que Verónica no lo acompañara. Pasaron cerca de cinco minutos. Verónica seguía en silencio y su presencia crecía como un peso. Noté una corriente que venía de su cuerpo, como si quisiera hablar de algo que le interesaba pero fuera absolutamente necesario que yo dijera la primera palabra.
Saqué la última hoja de la máquina e intercalé las cuatro copias sobre la cama. Se había parado detrás mío. Sin darme vuelta le pregunté cómo iban los estudios. Me dijo que bien. Terminé de armar los cuatro cuadernillos y los abroché.
—¿No viste la noticia sobre el obrero que se cayó de la chimenea?
Me tomó por sorpresa:
—Sí.
—La fábrica queda cerca de lo del viejo Smith, ¿no?
—Sí, por casualidad lo vi caer.
Se quedó un rato en silencio. Encarpeté las copias terminadas.
—¿No te parece terrible? —preguntó.
Casi me había olvidado de la cuestión. Iba a contestarle que sí y a indignarme contra la falta de seguridad laboral, cuando rompió a llorar.
—Sos igual que Carlos —decía—. Aceptan las muertes como si fueran algo natural, como si no seguir viviendo fuera normal. Como si hubiera algo más allá de toda la basura y la mierda de esta ciudad.
Estuve a punto de decirle que sí. Pero complicaría las cosas, me pondría retórico. Traté de calmarla. Hice un chiste absolutamente idiota y pasó del llanto a la risa histérica. Cuando volvió Carlos estábamos hablando sobre las hormigas de dos patas. Verónica insistía en que las hormigas heredarían la tierra. Le advertí que era una viejísima idea.

IX

Se sucedieron varios días chatos, idénticos. Fui al río, me dejé llevar por la corriente y pensé como siempre en que no estaría mal ir nadando alguna vez hasta la isla de enfrente, a trescientos o cuatrocientos metros de distancia. Me estiré sobre la playa de arena sucia y barrosa. Volví a tener la imagen de Lidia y yo tendidos y felices. Seguí haciendo copias para el viejo Smith. Volví a comer en El Jeque y a ver a la mujer de los espárragos, esta vez con cierta indiferencia.
Una noche tuve una pesadilla. Lidia corriendo en un caballo negro, montada al revés, con una boca negra y desconocida, casi sin labios, repitiendo algo incomprensible al compás de los cascos, que golpeaban un suelo calcáreo, blanco y gris, hacia una construcción chata y lejana, a la que llegaba sin embargo en seguida: allí se bajaba y respiraba fuerte, como furiosa, y caminaba a grandes pasos, como quien espera impaciente, y en medio de la construcción había un cuerpo tirado en el suelo, con otro encima: el de abajo era el de un obrero muerto y el de arriba el viejo Smith, que pasaba una mano dura y callosa sobre el cuerpo del obrero, con un movimiento circular obsesivo, mientras Lidia volvía a montar al revés, pero no como había venido, agarrada a la cola del caballo, sino completamente al revés, cabeza abajo, con la cabellera tocando el suelo calcáreo, las piernas fuertes y blancas apresando la montura y la boca negra casi sin labios repitiendo la misma letanía incomprensible del principio hasta que desperté. Eran las cuatro de la mañana y escribí el sueño en un papel de envolver. Mientras lo hacía se me iban perdiendo partes enteras, detalles importantes.
Vi a Master varias veces. Estaba por comprar un departamento y la tensión y el cansancio le goteaban casi visibles. Era como ver un motor potente, de muchas revoluciones, que sin embargo quiere dar más, siempre más, hasta reventar.
Carlos y Verónica vinieron a menudo, a veces juntos y otras separados. Algo los estaba carcomiendo. Notaba a Verónica cada vez más nerviosa. Como no tenía ganas de entrar en problemas decidí preguntarle a Carlos qué pasaba, cuando viniera solo. Lo hice.
—Bueno, es largo y complicado y hay cosas que no me interesa contarte, pero a Verónica le cuesta aguantarme. He llegado a un punto en el que no puedo ocultarle lo que intuyo. Y últimamente he intuido mucho y bien. Sé cuándo va a salir mal o bien un acto o una asamblea, cosas así.
Me sorprendió ese giro a lo sobrenatural, y se lo dije.
—No me entiendas mal. No estoy hablando de telepatía o premonición. Lo que pasa es que conozco cada vez más datos, más información, más moldes y redes, y voy sabiendo cómo funcionan las cosas. Intuyo o deduzco, no adivino.
La conversación se estaba haciendo abstracta y le pregunté qué tenía que ver todo eso con Verónica.
—Algo de lo que intuyo no le gusta, eso es todo. Para darte un ejemplo: me estoy metiendo en asuntos gremiales peliagudos e intuyo que me van a limpiar dentro de poco. A la vez no puedo dejar de meterme en eso, es un proceso natural y no puedo detenerlo sin joderme.
Dicho por cualquier otro me habría caído mal, falso, actuado. Pero le creí a Carlos, sobre todo porque antes de que le dijera nada (hice un gesto para interrumpirlo) trató de quitarle importancia, se rió de sí mismo y aseguró que iba a vivir una pila de años. Imaginé a Carlos frente a Verónica, diciéndole las mismas palabras tranquilizadoras que a mí, con el mismo tono poco convincente que a mí.
—Entiendo por qué Verónica está nerviosa —le dije—. No hace falta que sigas.
Hablamos un rato largo. Al fin se fue, pero antes me dio dos o tres artículos manuscritos para que se los pasara en stencil. Iban a salir en uno de los periódicos clandestinos donde colaboraba. Eran bastante fuertes y si alguien los encontraba en el departamento podía haber problemas, pero tenía un buen lugar para esconderlos: una tabla semidesprendida en el mueble colgante de la cocina, bajo la que cabían perfectamente diez o veinte hojas sin hacer bulto. Además las posibilidades de que la policía revisara el edificio minuciosamente eran remotas.
Al día siguiente por la mañana vino Verónica. Tenía unas ojeras enormes. Le dije que era mejor que saliéramos a tomar algo y aceptó con un murmullo casi inaudible.
Para variar la llevé a El Jeque y pedimos un par de capuchinos con triples de miga. Estuvimos masticando varios minutos en silencio, y como el bar estaba completamente vacío cada uno podía oír el ruido de la saliva y los pedazos de miga húmeda que trituraban los dientes y las muelas del otro. Hubo un momento en que la tensión se hizo molesta.
—¿Cómo te ha ido últimamente? —le pregunté.
Siguió masticando sin contestarme. Miró a la calle y dejó la mirada colgada, fija en la confusión de autos, bicicletas y colectivos que se habían detenido ante la luz roja.
Repetí la pregunta y ella se dio vuelta, dijo "bien, bien", volvió a mirar a la calle y a masticar en silencio. Suspiré hondo y me eché para atrás: esa clase de situaciones me revienta.
—¿Qué mierda te pasa? —le dije.
Al menos esta vez acusó el impacto. En lugar de mirar a la calle en silencio me miró a mí.
—Ayer hablaste con Carlos —me dijo.
—Sí.
—Y te contó.
—Sí.
Y se dio vuelta y siguió mirando a la calle. Llamé al mozo y pagué. Levanté el tapado de Verónica para que se lo pusiera, pero siguió sentada, mirando a la calle. Le di dos cachetaditas suaves en la mejilla, y le bajé los párpados con los dedos índices. Después salí. Al pasar por la ventana le hice un gesto cómico (apoyé los pulgares en las sienes, saqué la lengua y revoleé los ojos). Se rió, pero muy levemente.

X

Carlos murió a las dos semanas. No hubo intervención policial directa. Fue una discusión entre dos fracciones gremiales y hubo balazos. El que le dieron a él demasiado certero para ser casual. Lo vi por última vez el día anterior. Había amigos de cada uno que también habían descubierto las hormigas que caminaban en dos patas y tanto Carlos como Eduardo y yo nos sentíamos adelantados a la época, descubridores desconocidos pero descubridores al fin. Ese día estuvimos dos horas hablando del tema. Principalmente sobre las nuevas habilidades que parecían desarrollar las comunidades de hormigas de dos patas. Construían hormigueros más complejos, se ocupaban de juntar cosas y alimentos que las hormigas nunca antes habían tocado.
Ese es el recuerdo que me quedó de Carlos: un interés marginal a su imagen pública, pero unido a la imagen profunda, a su gran comprensión, que le permitía prever su propia muerte según las condiciones dadas y, al mismo tiempo, burlarse de sí mismo. Cuando me enteré me sentí triste, lisa y llanamente, sin culpa ni neurosis. Había desaparecido un amigo, alguien con quien conversar y construir frágiles puentes de comunicación. Verónica lloró mucho y en el largo cortejo fúnebre que fue por la avenida del parque hasta el cementerio, me buscó con la mirada y levantó la mano y me saludó.

XI

Curiosamente, a Ester las noticias sobre las hormigas la tranquilizaron. Y, también curiosamente, a Eduardo lo pusieron aún más tenso. Casi todas las mañanas cuando entraba a la óptica, lo encontraba torpe, sonámbulo. Despachaba a los clientes con descuido y a veces hasta dejaba caer uno que otro frasco de revelador, o un par de anteojos.
Una noche bastante fría trató de explicármelo.
—Ester está tranquila —comenzó—, porque al fin las hormigas que caminan en dos patas son tema de conversación con sus amigas. Pero a mí las hormigas me alarman. Estuve hablando con uno de los clientes de la óptica, que es ingeniero. Nada tranquilizador, viejo.
Las hormigas de dos patas tienen un color medio azulado, que los especialistas como él detectan con una solución alcalina. Y liquidan a todas las demás razas de hormigas. El las metió en una caja con el doble o el triple de hormigas coloradas y a los cinco minutos quedaban sólo las azules. Yo mismo entré ayer al baño y vi cómo entre dos azules liquidaban a una de esas grises, gordas, de culo blanco.
Estaba realmente preocupado. A mí me parecía que el cliente debía ser medio paranoico. Le dije que no se calentara, que si entre los planes de la naturaleza estaba el de borrar a la humanidad y sustituirla por las hormigas, no había nada que hacer.
—No, viejo, no, hay que hacer algo —me contestó, con una mirada heroica. Fue hasta la heladera y empezó a insultar reconcentradamente. Le pregunté qué pasaba.
—Las hijas de mil putas se llevaron la cerveza. Está la botella vacía.
Me reí. Seguimos charlando con tranquilidad hasta que llegó Ester. Noté por primera vez que estaba embarazada. La felicité y le pregunté para cuándo esperaba. Faltaban cuatro o cinco meses. La media hora que estuvimos los tres juntos se hizo larga. Había una tensión extraña entre Ester y Eduardo. Preferí no averiguar qué pasaba además de las hormigas.
Los dejé a eso de las once y media de la noche. Decidí subir por las escaleras, descansando de vez en cuando. Era más pesado que ir por el montacargas. Quizá lo hacía para explorar, conocer el edificio con lentitud. Lo había subido otras veces a pie, pero siempre acompañado.
Descansaba cada tres pisos. Cuando llegué al doce estaba tan agotado que me planteé la posibilidad de subir hasta el quince con el montacargas. Estaba rodeado por la oscuridad. Apenas un resplandor tenue subía por el hueco de la escalera. Me dejé caer en un estado de insensibilidad, con los brazos bajos y los ojos muy abiertos. En el pasillo se abrió una puerta y sentí ruido de pasos a mis espaldas. Presté atención. Podía ser el mendigo. Eran ruidos tambaleantes e inseguros. De pronto algo confuso y pesado me cayó encima. Estuve a punto de dar un alarido, mientras manoteaba para sacármelo de encima. Pero antes de hacerlo me di cuenta de que era un cuerpo humano vivo, que había venido trastabillando por el pasillo y tropezó conmigo. Encendí un fósforo y vi una mujer enorme, llorando. Era la mujer del matrimonio que siempre se peleaba. La ayudé a apoyar la espalda contra la pared y le pregunté qué pasaba.
Se habían peleado otra vez, en silencio, y él había intentado estrangularla. Pudo escapar de la cama y salir al pasillo. No la había seguido. Estaría acostado en la pieza, esperándola. Le pregunté por qué no lo denunciaba. Dijo que no, eso sería el fin, él dejaría de trabajar y nunca volverían a vivir juntos. La consolé y le ofrecí acompañarla hasta un piso o dos más arriba, incluso a prestarle una sábana y frazadas, pero no quiso. Había dejado de llorar. Insistió obsesivamente en regresar a la pieza oscura donde la esperaba el marido. Sentí cómo tanteaba la pared para volver al departamento. El encuentro me quitó el sueño. Llamé al montacargas y en vez de subir bajé. Fui hasta El Jeque y tomé dos cervezas. Después caminé por la ciudad casi hasta las dos de la mañana.

XII

Fui a una fiesta, una fiesta nocturna. Me invitó un antiguo condiscípulo. Era en el barrio sur, cerca de donde vivía la mujer de los espárragos. Iban a ir muchos conocidos de los viejos tiempos. Me vestí bien, me peiné: tenía ganas de ver cómo seguía el mundo después de casi cinco años sin encontrarme con muchas personas reunidas en un solo lugar.
Tuve que soportar una larguísima espera en el centro, sin que apareciera el ómnibus. El cuello de la camisa me raspaba la nuca y las medias me sofocaban los pies. Ya empezaba a arrepentirme de ir cuando el 16 dio vuelta casi sobre dos ruedas, como para atajarme la retirada.
Cuando bajé me sorprendió el viento fresco y tranquilo del barrio. Había zanjas malolientes y algunos tramos de vereda embarrados, pero me sentía bien.
Era en un patio de tierra. Había árboles y de las ramas colgaban guirnaldas de colores e hileras de luces rojas, que se balanceaban con el viento. Entré envuelto en la nube de humo que surgía de la parrilla. Se me acercaron varios compañeros de la secundaria, entre ellos el que me había invitado, y a quienes no veía desde hacía años. Uno de ellos ahora tenía taxi, otro mellizos. Muy lejos vi a Verónica. Uno de los temas, aparte del calor que había hecho durante todo el día, y lo fresca que estaba la noche, fue el de las hormigas, tratado con tanta superficialidad como el del tiempo.
Nos hicieron pasar al fondo del patio, donde había unos tablones largos y angostos sobre caballetes, haciendo las veces de mesas. Éramos cerca de cien personas. Me resultaba extraño volver a sentir muchos cuerpos moviéndose casi al unísono a mi alrededor, alargando la mano para alcanzar el pan, cortando carne, masticando. Frente a mí había una muchacha rubia y delgada, un poco anémica, que me miraba y se reía. Me pareció reconocerla. Me arriesgué y le pregunté si no era Silvia. Se rió mucho más, diciendo que sí con movimientos de cabeza y la boca llena.
Cuando terminamos de comer nos dirigimos los dos a unas cuantas sillas que había bajo un paraíso. El viento se había detenido por completo y se sentía el peso del calor. Yo tenía un vaso de cerveza en la mano, ella una copa fina, con un vino de color oro. Había poca luz y los dos nos sentíamos amodorrados por la comida. Intercambiábamos frases cortas y casi sin sentido.
Cuando comenzaron a desaparecer grupos que se despedían efusivamente, Silvia se levantó, dispuesta a irse. Le pregunté si podía acompañarla. Me dijo que sí, y fui a buscar el saco en la cocina.
Vivía muy lejos, en el barrio norte, cerca de la estación de trenes. El único ómnibus que pudimos encontrar nos dejó a más de cinco cuadras, y cuando el cansancio que sentíamos en los pies comenzaba a transformarse en angustia, llegamos a una plazoleta redonda, muy iluminada y pequeña, con un par de bancos. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que no sabía, que llevaba el nombre del prócer cuyo busto se veía en el centro. Me acerqué, pero la placa estaba colocada justo del lado de la sombra y no tenía ganas de palparla para descifrar el nombre.
Nos sentamos en un banco. Repetimos el clima de una hora antes. Pero había algo que ella quería decirme y flotaba entre los dos. Al fin me preguntó por qué me había inmovilizado tanto después de la muerte de Lidia. La pregunta no me extrañó. De un tiempo a esta parte me la hacían todos y cada uno de los amigos que encontraba. Tardé en contestar, no porque me sintiera incómodo, sino porque quería encontrar palabras exactas, que no traicionaran por completo lo que creía saber de los seis largos años que pasé con Lidia y los cinco aún más largos sin ella.
—Valió la pena, pero fue difícil —comencé, y seguí hablando largo rato, hasta llegar a nuestra separación, y a su muerte— ...entonces el trabajo en el diario me pareció absurdo. Renuncié y me dediqué a hacer copias al azar, hasta que el viejo Smith empezó a darme trabajo fijo. No alcanzaba para un alquiler y me enteré de lo del edificio. En la pensión ya debía seis meses. Mientras hablaba me había agachado un poco, concentrado casi hipnóticamente en una piedrita roja que se destacaba sobre la arena amarilla de la plaza. Cuando terminé quedé inmóvil un momento, y me di vuelta para pedirle disculpas a Silvia por semejante discurso. Se había ido. No sé en qué momento. Estaba solo en la plazoleta vacía. Tuve que caminar las diez o quince cuadras hasta la parada pero lo hice sin esfuerzo, como aliviado.

XIII

Me acosté y seguí pensando en Lidia, en lo que había dicho en la plazoleta, a medias para mí mismo y a medias para Silvia.
Decidí no caer en los laberintos de siempre y apagué la luz. Me dormí pronto. Me desperté a las seis. Conecté los cables y fui a preparar café. Se había terminado y tuve que usar la borra del día anterior. Pensé ir hasta la terraza a ver cómo amanecía, pero al llegar al piso dieciocho tuve que detenerme: se había derrumbado gran parte del pasillo y pasar equivalía a media hora de remover escombros y bloques de ladrillo. Bajé de nuevo hasta el departamento. Intenté seguir con la lectura de un libro sobre los cátaros que me había prestado Master, pero me fue imposible. No terminaba de leer una palabra cuando ya la olvidaba. Oí un estrépito en la cocina. Fui a ver y vi la botella de leche rota en medio de la pieza, con los pedazos de vidrio desparramados en un charco blanco y pegajoso. Había varias hormigas de dos patas corriendo hacia los rincones o escondiéndose bajo los muebles. Suspiré hondo, aunque me aliviaba tener algo que hacer. Limpié con el trapo de pisos y tiré los vidrios por el agujero del incinerador, aunque no funcionaba. Prendí la radio y busqué algo de música, pero estaba invadida por los programas agropecuarios de la mañana. Noticias y publicidad sobre los gorgojos, la diarrea blanca y el moquillo de las gallinas o la esterilidad de los chanchos. Radio Nacional salía al aire recién a las ocho. Apagué y me puse a terminar las copias para el viejo Smith. Mientras escribía hubo un sonido sordo y profundo que se difundió por el edificio e hizo temblar un poco la mesa. Seguramente otro cielorraso derrumbado.
Terminé de escribir a las siete y media. Creía tener un par de bizcochos en el aparador de la cocina, pero no había nada. Quizá se los habían llevado las hormigas. Era algo que me ponía nervioso. Tengo una tendencia natural a olvidarme de algunos datos y si algo exterior contribuye a la confusión, me cuesta bastante vivir.
Bajé por el montacargas y crucé la plaza con tranquilidad. Tenía más de media hora para llegar a lo del viejo Smith. Compré el diario y me concentré en la página de espectáculos. No había nada interesante. Después pasé a la de noticias generales. Bajé el diario y me entretuve mirando a la gente que esperaba el 226. Seguían siendo el mismo grupo de siempre, no en todos sus componentes, sino en su resultado: una serie de personas comunes, con sus taras y virtudes, paradas con todo respeto ante un poste blanco y rojo con el número 226 pintado en negro, sin preocuparse de las hormigas o cualquier otro tema que pudiera moverles el piso. En cierto sentido eran admirables.
El día se presentaba caluroso y húmedo. Me latían las sienes y tenía la remera pegada a la espalda por el sudor. Me quedé media hora en El Jeque, tomando cerveza, deseando que entrara la mujer de los espárragos. No pasó nada. A las ocho y media me dejé caer hasta el río y estuve un rato largo mirando el espacio negro y vacío, punteado a intervalos regulares por las luces de las boyas o las de uno u otro barco que se atrevía a cruzar la superficie negra y afelpada. Subí al montacargas a eso de las diez y media.

XIV

Desperté de un salto y quedé sentado en la cama, con la respiración entrecortada. Tenía que irme. Mientras me ponía en pie sentía como si me crujieran los huesos. Durante un momento me pregunté qué era lo que me había despertado, pero sentía una urgencia inexplicable y desesperada" por moverme. Fui al baño y bajé el bolso marinero. Metí toda la ropa, la radio, los siete u ocho libros que importaban, las sábanas. Quedaron afuera algunas cosas esenciales, que metí en el bolso de plástico azul. Miré el reloj. Se había parado a las diez y media. Arrastré la bolsa marinera —que pesaba como plomo— y el bolso azul hasta el montacargas. Tardaba siglos en llegar. Volví a la pieza y desconecté todos los cables.
Fueron desfilando los quince pisos, con una lentitud fuera de lo común. Sentía una sensación como de estar descendiendo a un subterráneo y no a la calle. Pensé en parar en el segundo y saludar a Eduardo y Ester, pero seguramente dormían. Pasaría por la tarde. Empecé a calcular cómo haría para trasladar el resto de las cosas. Posiblemente volviera a llamar al hermano de Lidia, para que viniera con el camioncito.
La calle estaba fresca y solitaria. Las luces de mercurio mezclándose con el principio del amanecer le daban un tono fantasmal a la plaza vacía. La crucé arrastrando la bolsa marinera. Aún no sabía dónde ir. Por el momento llegaría a la otra orilla de la plaza, y me sentaría a pensarlo.
Crucé la avenida, apoyé la bolsa contra la pared y me senté en el escalón de mármol de una casa de repuestos. Estaba directamente frente al edificio. Lo miré con calma, morosamente, como para descubrir lo que se me había escapado durante esos cinco años. Y en el momento en que lo miraba me pareció ver con claridad que la rajadura de los últimos diez pisos se ensanchaba, que las dos paredes del edificio presionaban contra las de los costados y que todo el frente de ventanas y metal superpuesto comenzaba a desmoronarse como una torta mal hecha, como si en realidad estuviera construido con masilla. Duraba mucho: iban cayendo pedazos enormes o chicos. Veía cómo la óptica de Eduardo reventaba como una burbuja de vidrio bajo toneladas de ladrillo y acero. Veía la masa un poco azul del edificio cayendo hacia adelante, destrozando los autos estacionados sobre la calle y parte de los que estaban en la playa, arrasando de paso la casilla del viejo de la nariz ganchuda. Por un momento creí ver a la gorda del doceavo, gritando, o uno de los bloques del edificio que rebotaba varias veces en el pavimento hasta hundir y romper una de las persianas de El Jeque.
Me extrañó el silencio en que sucedía todo. Sacudí la cabeza. El edificio estaba ante mí, alto, con la rajadura apenas visible a partir del piso diez. La plaza continuaba vacía y silenciosa. Un trole cruzó hacia el centro, despidiendo chispas en el cable.
Yo estaba sentado al otro lado, con la bolsa marinera apoyada a un costado, como un animal muerto.

Rosario, diciembre de 1970

Fuente: Gandolfo, Elvio E. (1987): Sin creer en nada (trilogía), Buenos Aires-Montevideo, Puntosur, pp. 69-114)

3 comentarios:

Ezequiel M. dijo...

la de 1982 es la de CEAL?
Creo que me compré La reina de las nieves y lo tengo por ahí.
vo decí que lo lea?

Matías dijo...

Sí, locura, ¿qué estás leyendo que todavía no lo leíste?. También te sigue esperando "El pase del testigo" de Cozarinsky, ¿no? Basta de chácharas, ya tiene lectura para el verano.

Auira dijo...

Esta bonísimo! Creo q es un buen reflejo social do q estamos a vivir.

 

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