sábado, marzo 26, 2011

Cacería sangrienta

Humberto Costantini publica en 1985 un libro, En la noche, que recopila cuentos y poesías referidos a la violencia de Estado (algunos ambientados en la última dictadura pero también en los tiempos de la triple A). Varios de éstos fueron escritos durante su exilio en México. Elijo, para este 24 de marzo, el cuento que abre el libro, premiado en 1978, dedicado a dos militantes, y que lleva un título de revista pulp: "Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan". Creo que vale la pena leerlo, me parece una vuelta de tuerca a la hora de imaginar ese período oscuro, sin caer en lo testimonial ni en lo remanido.

Cacería sangrienta o la daga de Pat Sullivan (Humberto Costantini)

A Graciela y Luis

En el marco coyuntural de una alternativa poco favorable a nivel de descuelgue, me está diciendo el pibe éste (cara de aseo muy bueno, conducta muy buena) y por lo que se conoce de él, es como si Ireneo Leguisamo se pusiera a hablarme de la relación de pareja entre los menonitas, o el Cid Campeador, de las virtudes de la soja en la alimentación macrobiótica, cosas por ai importantísimas para que aparezca un Ireneo Leguisamo o un Cid Campeador en este piojoso mundo, pero que a mí, Celestino Vinelli (ex futuro poeta, hoy Harold Dream, o Jeff Matterson, o Dick Heller, según mande para la Serie Negra, la Colección Terror, o la Súper Crimen) me interesan tanto como si abuelita me estuviera aleccionando sobre las dificultades del punto cadena, pero hay que joderse.
Aflojá pibe y vamos a los números, estoy por decirle a cada momento, pero de puro bien educado aguanto como un hombre que el muchacho siga hablando de la dinámica de las luchas de clase en función de una perspectiva estratégica estructurada en vaya a saber qué desbole, y con una paciencia que ya la quisiera Krishnamurti para los días de fiesta, espero que Fray Servando el bueno acabe con todo ese bla bla para que de una vez por todas empiece a desembuchar lo que tiene que desembuchar.
O para qué corno se creen que los traje a los dos, a su encantadora mujercita y a él, a este departamentito de colonia Polanco, cuyo alquiler mensual, así como los confortables sillones de paja donde estamos sentados, y el whisky que serví hace un rato y que me acabo de tomar yo solo, y todas las bonitas cosas que nos rodean (sarapes, amates, arbolitos de la vida, pajaritos de madera tallada, terracotas dudosamente olmecas, etc.) son productos más bien directos de todos los Pat Sullivan y Chuck Benson y Fred Barret, y por supuesto, de sus complicadas, audaces y violentísimas acciones que, cada vez más dificultosamente, brotan de mi estrolado y fatigado marote.
Para qué, digo yo, casi los secuestré de esa mesita del bar La Habana en donde estratégicamente nos había presentado el Barba González, y los cargué en mi Volkswagen, y me los traje rápidamente aquí, sino para que, a través de cierta historia —según el Barba "de novela" y ya lo iba a ver— estos muchachitos me ayudaran a fabricar un guión más o menos decente, habida cuenta que tanto Pat Sullivan como Chuck Benson y Fred Barret, como todo el mundo sabe, tipos tremendos, imperturbables, violentos (y según expresa petición de la editorial, bastante sádicos) que al principio le encantaban al dire, provocaban afirmativos sacudimientos de papada, y sin mucho perendengue entraban como por tubo en cualquiera de las series, a esta altura del partido es evidente que ya lo están empezando a aburrir; la papada permanece estática, o lo que es peor, se hincha ligeramente en lo que aparenta ser un amago de bostezo ante tanto cuchillo clavado en la yugular, tanto cartucho de dinamita en la vagina, tanto cadáver sin lengua pendiendo de una reata, sugerentes hallazgos temáticos en los que el que te jedi vació lo mejor de su delicado talento narrativo.
O sea que si pretendo continuar en este coqueto depto de Polanco, en México, adonde vine a recalar no por motivos políticos como el pibe, claro, sino por razones de espantosa mishiadura en el ispa, y si no quiero que todas estas bonitas chucherías, bargueño y cama de dos plazas incluidos, vayan a parar al carajo, tengo que entregar urgentemente el guión que me rehabilite ante los ojos y la papada del gordo, vale decir, una docena de prolijas paginitas a dos columnas que, en vez de los habituales gestos de esgunfio, provoquen un vigoroso ganador sacudimiento, tal vez hasta acompañado de un par de golpecitos en el hombro, embajadores por lo general de puntuales cheques al portador, en fin.
Nutricias razones por las cuales, y como consecuencia de una de las frecuentes alcahueterías del Barba —transformada por esta única vez en fraternal y salvadora sugerencia— previa presentación en el bar La Habana, armé este encuentro en el bulo esta noche, alegando, con relativa honestidad, que "quería escribir algo" acerca de lo que unos meses atrás les había ocurrido en Buenos Aires.
Porque —siempre según el Barba, gran recopilador de chismes de toda laya sobre la surtida colonia argentina en México— yo tenía que saber que estos pibes, que pertenecían a la pesada de no sé qué orga, habían intervenido, poco antes de rajar del país, en una acción que entraba sin remilgos en la primera A del género épico, "en una acción de la gran puta", para emplear la poética imagen del Barba, al lado de la cual, todas las fechorías de Pat Sullivan (para nombrar al más demoledor y sanguinario de mis engendros) eran meros intentos de chorrito aficionado. Acción digna de figurar por lo tanto, a través de las eminentes plumas de Harold Dream o de Dick Heller, en número especial de la Serie Negra, o tal vez de la Súper Crimen, ya se vería.
Pero qué Serie Negra ni Súper Crimen ni tapa a cuatro colores en papel ilustración con mina en pelotas y cuchillo sangrante de maniático sexual en primer plano, si hace como dos horas que el candidato a Pat Sullivan, ante el silencio aquiescente y admirativo de su compañerita, prosigue con su apasionante introito, cuyo fin es, según él, que "un intelectual" como yo perciba perfectamente las circunstancias objetivas, o sea el enmarcamiento coyuntural dentro del cual se desarrollaron los hechos, los que sería antidialéctico tomar fuera de un contexto socio-político, o sea...
Dijo los hechos, y como debe ser la única palabra clara para mí de todo el espiche, mi diablito guardián me susurra en la oreja que lo frene allí mismo y le largue por ejemplo esta prosa: "Justamente pibe, ¿qué te parece si vamos directamente a los hechos?, la única alternativa, como vos sabés, que me puede dejar un saldo positivo a nivel de requerimientos biológicos, o sea en un marco más bien cercano de futura corrida de liebre por causa de guiones un tanto repetidos",
Y ya me estoy riendo al pensar en las caras que pondrían los dos si me les saliera con un disparate por el estilo, cuando de golpe, y sólo para darme un ejemplo, no sé si de enmarcamiento, de alternativa o de coyuntura, el muchacho se larga a hablar, como sin muchas ganas, de su "caída''. Dice caída como si dijera resfrío pasajero o fugaz descolocamiento de meniscos, y no entra en detalles acerca del interrogatorio porque ''más o menos es lo que han pasado miles de compañeros", me explica, y por lo tanto yo tengo que saberlo casi de memoria.
Pero yo no sé nada de memoria, y como en cambio necesito datos bien concretos para el guión, y mientras más jodidos mejor, me pongo algo cargoso e insisto en que me cuente detalles, Ante lo cual no le queda más remedio que hablar someramente del interrogatorio, antes de volver a lo verdaderamente importante que, como se sabe, es el marco socio-político a nivel de explotación de la clase trabajadora y esas cosas.
De modo que entre dos andanadas de coyunturas y enmarcamientos me entero que "ellos" (fuerzas de seguridad, canas, milicos, o lo que fueran) que ya habían atado, amordazado y golpeado a su compañerita, y encerrado a Robertito de tres meses y a la abuela en el baño, lo están esperando dentro de la casa. La compañerita, que hasta ahora no ha hecho otra cosa que sonreír melancólica y dulcemente, abre la boca para aclarar, "en la cocina", y de paso para decir que mientras esperan, los tiras se dedican a una minuciosa operación de afano, lo cual naturalmente ya lo dábamos por sentado, con lo que sus palabras, para ser honestos, no agregan mayor dramatismo a la cosa.
Vuelve a hablar el muchacho, y me entero que a consecuencia de su poco espíritu de colaboración, de algún forcejeo y de alguna inesperada piña en plena jeta de uno de los tiras, recibe un balazo. "Aquí en el muslo, así que no interesó órganos vitales", especifica con lenguaje de crónica policial, y que por supuesto, una vez caído, recibe además una violenta y colectiva pateadura dirigida al parecer, ésta sí, contra órganos totalmente vitales.
Me alegro porque la cosa se está poniendo movida, y me sirvo otro whisky ansioso por conocer el episodio siguiente. Pero en vez de seguir el hilo como corresponde, el muchacho considera oportunísima una larga digresión sobre lo que él llama "el crimen oficializado", o "el terror militar", o "el terror oficial en la Argentina", o algo así. Y menciona algo de eso que a veces salta en diarios mexicanos o en los chimentos de algún compatriota, pero que uno, vaya a saber por qué, prefiere no darse por enterado: tortura, secuestros, cadáveres mutilados, asesinatos de presos, miles de desaparecidos y la mar en coche. "Única alternativa que le queda al sistema —me dice con una sonrisa entre angelical y triunfadora— para mantenerse en el poder en un marco de entrega al imperialismo y explotación de las clases populares, no es cierto". Y después, más sonriente y ganador que nunca, más angelical y comprensivo que nunca: "Y claro, los militares están muertos de miedo, a nivel de que sus días están contados", agrega, casi podría jurar que compadeciéndose cristianamente de los pobrecitos milicos. Y yo pienso, chau guión, y chau cama de dos plazas, y chau departamento en Polanco, porque uno esperaba encontrarse frente a frente y whisky de por medio con Pat Sullivan, y no con San Francisco de Asís, qué joder.
Terminado por fin el sermón dominical, prosigue el muchacho con el relato del secuestro, y me cuenta que, encapuchados, su compañerita y él son llevados hasta una casa que, según calculó, debía quedar por Flores, pero, como después se vio, estaba en Caballito.
"Una casa grande, vieja, de dos pisos. Al llegar, los autos tocaban bocina, y entonces se abría una cortina metálica", me dice ahora con precisión informativa y, gracias a Dios, en un lenguaje cristiano.
"En el sótano, algo como un garage, con aparejos, poleas, cadenas y una camilla. La sala de tortura", me explica por si no me había dado cuenta. Y está por empezar otra conferencia sobre la tortura como procedimiento normal del sistema en una coyuntura de avance de las fuerzas populares, etc. cuando, esta vez sí, me pongo firme, lo paro en seco, y compulsivamente lo obligo continuar con la cosa. El muchacho me observa con cara de resignación. Después clava la vista en un amate coloreado que está en la pared a mi izquierda, y habla con una voz apagada, extrañamente inexpresiva. Viene entonces lo de los cuerpos desnudos de su compañera y de él colgando de las muñecas con los brazos hacia atrás, los golpes, las bestialidades que le dicen, la previsible picana eléctrica, la elección de los lugares más sensibles, las convulsiones, los alaridos, el dolor. Es decir, más o menos lo de siempre, lo que yo tenía que saber de memoria como dijo el muchacho, y en realidad sé, no macaniemos.
A pesar de todo pienso sin mucha convicción en un primer plano con muñecas de mujer atadas a enorme polea. Abajo, globo con "Vas cantar, hija de p...". Cuadro siguiente: cuerpo desnudo de mujer con sugestivas manchas de sangre, y atrás, cara de cretino libidinoso babeando de placer. La mujer con bombachas y corpiño, claro, el dire no quiere líos con la Comisión Calificadora de Revistas. O sea que hasta ahora, ninguna diferencia que valga la pena mencionar con los casi doscientos guiones presentados por Celestino Vinelli, frustrada promesa de las letras argentinas, a poncho y sin ninguna clase de documentación previa, o sea, minga de guión brillante y original, o sea, previsible cara de esgunfio del dire, y habitual consejito sobre vacaciones en Acapulco y lectura atenta de las nuevas series italianas y norteamericanas, y al carajo,
Por preguntar algo, pregunto: "¿Cuánto tiempo?" El muchacho despega con dificultad la vista del amate, mira a su compañerita como consultándola, y me contesta: "No mucho. Pudieron haber sido unas cuatro o cinco horas". El cálculo procede de que ya sobre el final alguien dijo: "che, ya son más de las dos", que tenía sueño, y que era mejor dejar algo para el otro día.
La pausa le viene al pelo al muchacho para explicarme que el sistema, ante el cuestionamiento que el pueblo y sus vanguardias hacían de los viejos moldes ideológicos, estaba recurriendo a los elementos más retrógrados a nivel de conciencia. Con lo que aparentemente acaba de lanzar el más abominable insulto que le oí esa noche contra toda aquella cáfila de hijos de mil puta que casi los amasijan. ¡Ay Harold Dream, qué mal te veo!
Demoledora blasfemia después de la cual no le puedo sacar nada que valga la pena, porque el muchacho, ya sin impedimentos de mi parte por causa de decepción y agotamiento, se lanza con nuevos bríos a su brevemente interrumpida disertación sobre alternativas, marcos y niveles.
Aunque para decir verdad, a esta altura de la noche ya no me interesa demasiado lo que al hombre le queda por contar, y me juego la cabeza que todo debe tratarse nomás que de uno de los tantos macaneos del Barba González. Así que historia de novela, ¿no? Así que vos sos el que se las sabe todas, ¿no? Andá, morite, Barba. Porque, vamos a poner las cosas en su punto: si bien es cierto que a estos pibes les dieron como en la guerra, y que al parecer quedaron bastante enteros, si esto es lo que los diarios llaman "gente de acción", yo soy Isabel la Católica, puta madre.
Y para matar el opio que irrefrenablemente me provocan los enmarcamientos y las coyunturas me pongo a pensar en Pat Sullivan, como todos mis lectores saben, un tipo de mirada dura, de poquísimas palabras y terribles silencios, que viste generalmente de negro, y acostumbra a liquidar a sus incontables enemigos introduciéndoles en el espacio entre la quinta y sexta costilla una filosa daga tibetana que vaya a saber de donde mierda la saqué, pero que no se le cae de las manos hace veinte libritos por lo menos. Pat Sullivan empuja con violencia la puerta de vaivén del saloon, tranquea lento y amenazante hacia el mostrador ante la mirada de pánico de los parroquianos, pide un scotch doble, se lo manda de un trago, y acodándose en el estaño le dice al cantinero con su bronca y temible voz: "Lo que ocurre, mi amigo, es que debemos tomar en cuenta los avances del proletariado y de las clases populares en general, aun en un marco de desconcierto ideológico a nivel de populismo, ¿me entiende?"
Y me mato de risa viendo al gordo pelado del cantinero —cuya figura, tengo que confesar, se parece bastante a la del dire— que llora a moco tendido ante las terribles confesiones de Pat. Después se enjuga las lágrimas con el mugriento delantal, silenciosamente se agacha, busca debajo del mostrador un tremendo garrote, y siempre con cara compungida, se lo parte en la cabeza al negro jinete de la daga tibetana porque el gordo está convencido de que su cuate está totalmente piantado. Todo eso mientras me pesan enormemente los párpados, y el cantinero, que lo ha desmayado limpiamente a Pat Sullivan con su soberbio garrotazo, ahora se inclina sobre él, lo sacude por los hombros, y le dice al oído: "Rodolfo, vamos, despertate".
O sea que el que se ha quedado dormido como un tronco he sido yo, debido a lo cual tengo que disimular, poner cara de que no se me ha escapado una palabra, y aun a riesgo de recibir sin anestesia otra mortífera andanada de alternativas y coyunturas, le hago una pregunta más bien estúpida, con la taimada intención de que vuelva la página y me cuente el episodio que me perdí durante el involuntario apoliyo, y que calculo debe ser importante.
Y entonces es la muchacha, que se llama Betty, la que con una vocecita suave, arrastrada, ligeramente maternal, toma a su cuidado mi evidente taradez, y me explica que cuando los tipos se fueron a dormir, cerraron la puerta del garage, y a ella la dejaron atada a la camilla. "¿Y Rodolfo?", digo, acordándome de pronto que el muchacho se llama Rodolfo. Y me entero que, a todo esto, a Rodolfo ya se lo habían llevado, y lo habían tirado totalmente grogui en una especie de calabozo.
"No se oía ningún ruido", me dice, por lo que calcula que en la casa han dejado solamente a la guardia. "Panorámica de casa en penumbras. Al fondo, mujer atada a camilla. Sigue primer plano senos de mujer y gesto de angustia. Una rata asoma hocico por ángulo inferior izquierdo", piensa Harold Dream.
Pero el gran Harold Dream no puede proseguir con su brillante guión porque la muchacha, siempre con voz desganada y maternal, se demora en una explicación más bien técnica acerca de cuerdas, nudos y corriente eléctrica. De la que vengo a saber que el nylon es mal conductor de la electricidad, y que por eso lo usan para atar a los que picanean.
Explicación no del todo superflua, según puedo enterarme en seguida, pues el hecho de que las sogas fueran de nylon, unido a que ella estaba bastante flaca, le permitió, después de largos y concienzudos tironeos, aflojar poco a poco la ligadura de la mano derecha.
Y ya totalmente despabilado escucho ahora cómo la piba —con una voz de explicar la manera correcta de plegar los pañales— me cuenta que con la mano derecha libre consigue desatarse la izquierda, y después, sin mucha dificultad, las ligaduras de los tobillos. No sé si disculpándose o disculpando a los canas, me da a entender que, reventada como estaba, los tipos no creyeron necesario ajustarlas muy fuerte. Como seguramente ha de mandar el manual del perfecto torturador, estoy por decir, pero no lo digo.
"Lo primero que hice fue ir a buscar la llave del calabozo, que habían dejado colgada de un clavo''. Pero recién caigo en que una de las cosas que me perdí durante el breve apoliyo fue cierto astuto pedido de viaje al baño, durante el cual la piba evidentemente debió hacer un minucioso relevamiento de terreno. Bastante útil como se iría a ver, porque ahora está diciendo que recordó que cuando la llevaban al baño había visto "muchas armas depositadas en una piecita de arriba". De modo que, tambaleándose porque le dolía todo el cuerpo, "subí la escalera y me fui para allá", dice su vocecita nasal.
Y aquí, mirándolo al muchacho, y juro que bajando la cabeza y poniéndose levemente colorada, una grave autocrítica. ¿Por qué? Porque entre mareos, dolores, náuseas y hemorragia en un sitio que no aclara, después de subir la escalera, llega a la pieza, y toma dos metras de un modelo que no conocía bien y media docena de cargadores que no correspondían. "Fíjese qué chambonada", me dice.
Por suerte para mí, Betty es menos afecta que Rodolfo a las disertaciones a nivel de marxismo-leninismo, y prosigue contando que, cargada con armas y chirimbolos, camina por un largo pasillo hasta el calabozo donde sabía que estaba su cumpa. Abre la puerta, y lo encuentra tirado en el suelo, completamente dormido o nocáu. Así que después de llamarlo inútilmente porque el muchacho, muy reventado, no puede salir de su modorra, tiene que sacudirlo por los hombros, y decirle varias veces: "Rodolfo, vamos, despertate". Que vendría a ser la parte en que yo también me desperté.
Y a partir de aquí agarra otra vez el mazo el hombre de las alternativas y los contextos, el cual, seguramente muy apenado porque ahora no le queda más remedio que relegar en parte su conferencia (pero aún en medio de otra docenita de enmarcamientos y coyunturas mechados por ahí) se larga por fin a contar algo que realmente parece sacado de una novela, y que tal vez termine por reconciliarme con el Barba.
Amparado pues en mi experiencia aparto inteligentemente toda la sociología como quien aparta el yuyaje de la planta buena, y reconstruyo, creo que con bastante aproximación, algunos hechos. Y de acuerdo a mi vieja costumbre de guionista trato de darles un orden más o menos cronológico, que sería éste: 1) Marcha sigilosa por el pasillo. Los dos descalzos, medio desnudos y casi irreconocibles por los golpes. El muchacho renguea por el balazo en la pierna pero ya no pierde sangre. 2) Descenso por la escalera. A diez metros del pie de la escalera hay una puerta que da al lugar donde suponen está la guardia. 3) De pronto, desde atrás de esa puerta, disparos de pistola 45. Fácilmente puedo imaginarme el cagaso de los canas ante aquellos dos fantasmones que acaban de torturar, armados con metralletas, y evidentemente dispuestos a cualquier barbaridad. 4) Los pibes se arriman a una pared e intentan responder el fuego. Aquí es cuando se dan cuenta de que los cargadores no sirven. 5) La muchacha sube otra vez la escalera en busca de nuevos cargadores, mientras el muchacho la cubre apuntando hacia puerta con la metralleta inservible. Casi al final de la escalera la muchacha recibe un balazo en la espalda. La bala le ha atravesado el pulmón derecho. 6) Desesperado, el muchacho se adelanta hacia la puerta para intimidar a los canas. Los canas por supuesto ignoran que la metralleta está descargada, y retroceden. Y con eso dan el tiempo justo a la muchacha para bajar de nuevo la escalera. 7) Regreso de Betty con los nuevos cargadores. Pierde sangre y está a punto de desmayarse. 8) Ráfaga contra la puerta donde están los canas, mientras la muchacha con otra ráfaga hace saltar la cerradura de una pequeña puerta de salida. 9) La calle. Siguen los disparos, primero desde una ventana, y después, sorpresivamente, desde la esquina. Es evidente que los tipos han buscado la calle por otra salida. Temor de que en cualquier momento puedan aparecer los otros. Es de madrugada, y los pocos transeúntes los miran asustados, como a marcianos o ánimas espiantadas del Infierno. 10) Caminan, pero todavía no saben hacia dónde. La herida de la pierna ha empezado a sangrar otra vez. Primer desmayo de la muchacha. Felizmente vuelve en sí después de unas palabras y unos masajitos en la nuca. 11) Llegan a un garage. Sin dificultad apretan al sereno y levantan el primer vehículo que ven: un camión. 12) Puesta en marcha del camión, y rápido embalaje hasta la esquina. Segundo desmayo de la muchacha que sigue perdiendo bastante sangre. 13) Giro en la esquina y problemas para ubicarse en ese caos que le muestran sus ojos en compota y el mate obnubilado. 14) Viaje a través de la ciudad que empieza a despertar, con la cabeza de la muchacha apoyada en su hombro. 15) Llegada a casa de un compañero quien, por supuesto, al principio no los reconoce. 16) Ocultamiento en la casa (el muchacho dice: "quedamos guardados") Extracción de bala, curaciones, mejoría y, después de un tiempo, salida del país. Ajá.
Bueno, claro que habrá que buscarle otro final, eso de cajón, pero de cualquier modo, como me lo anticipó el Barba, el asunto fue bastante movido, y hay que reconocerlo.
Está bien, pero no te olvides Vinelli que ahora viene la parte realmente jodida. Es decir, ahora hay que ver de qué manera la metedora Olympia de Harold Dream cocina todo ese material sin mayor significación artística, y lo transforma en un guión para la inmortalidad. Porque, ojo, no es cuestión de sacar una fotocopia de los hechos (despelotes en la Argentina, repre parapolicial, tortura, etc.) y meterlos tal cual en un librito de la serie como lo haría cualquier novato. Es cuestión de tomar lo que me contaron los pibes, sí, pero agregándole detalles de suspenso, dramatismo y otros yeites del oficio como para que el lector se meta en el asunto, ¿estamos?
Pienso que la cosa podría empezar por ejemplo con Pat Sullivan encerrado en la mugrienta cárcel de Oak Ridge junto a Sally, una putita que conoció en el saloon. Pat hecho bolsa por la feroz paliza que le han administrado los malandras del sheriff Grose, Sally atada como un salame después de haber sido violada por medio Oak Ridge. Entonces, cárcel en penumbras, carceleros durmiendo la mona después de la orgía, mina que se desata, abre la puerta del calabozo, toma un Colt de una cartuchera colgada por ahí, y "¡Pat! ¡Pat! ¡Aquí tienes este Colt!”, y sobre el pucho balacera de por lo menos página y media. Pat Sullivan encuentra en el escritorio del sheriff su daga tibetana, y ¡pa qué! Amasijo sangriento y colectivo de otras dos páginas fácil. La mina ama a Pat y quiere guerra naturalmente, pero Pat, después de limpiar su daga tibetana en el cadáver del sheriff Grose, camina hacia la puerta, y desde allí le dice lacónicamente: "Goodbye, Sally". Escena final: Pat Sullivan trotando en su negro caballo hacia Maurice Place donde debe saldar una vieja cuenta, o sea amasijar a otros cuatro cinco a fin de que aparezca el próximo librito,
Los pibes se han quedado callados. Con cara de sueño, la muchacha mira la hora, y dice: "Es tarde, Rodolfo, tenemos que volver". Un poco por compromiso les insisto que se queden, y me constestan que lo sienten pero hay que prepararle la mamadera a Robertito, y que mañana hay que levantarse temprano para laburar.
En el auto vamos silenciosos, creo que los tres estamos un poco cansados. El muchacho le ha pasado el brazo por encima del hombro a la piba, y ella se acurruca y le acaricia tiernamente el pecho. Parecen muy enamorados. No puedo dejar de pensar en aquel otro viaje con la piba desmayada, tal vez en esta misma posición.
Poco antes de llegar a su casa, el muchacho se seca la frente con un pañuelo, por esta vez se olvida de su repertorio, y muy sencillamente me dice: "Es muy importante que se conozcan las cosas que pasan allá en el país. Por eso se las conté". Acomoda la cabeza de la piba, que se ha quedado dormida, y dice después que por suerte existen intelectuales como yo, comprometidos con el pueblo, que se encargan de difundirlas.
Yo miro la larga fila de luces perdiéndose en la noche, y no sé por qué, me acuerdo de un poema que escribí a los diecisiete años, y de aquella manifestación adonde fuimos con mi hermana, y de mi amigo Héctor que a veces hablaba como este pibe, y de Harold Dream, y de Jeff Matterson, y de Dick Heller, y enciendo un cigarrillo, y digo, "Claro, claro", y meto el acelerador a fondo, y dejo atrás a un Dodge y después a un Mercedes, y entro a toda velocidad por la lomita de Viaducto, y sigo diciendo, "Claro, claro", pero no digo por qué esa noche me voy a agarrar una curda padre, ni por qué el cigarrillo tiene un gusto asqueroso, ni por qué en ese momento tengo tantas ganas de pegarme un tiro.

Nota del autor: El Luis de la dedicatoria —hoy se lo puede decir— es el argentino José Ramón Morales, muerto gloriosamente mientras luchaba contra la dictadura de Anastasio Somoza en el frente Sur de Nicaragua, y quien, poco antes de salir de la Argentina para radicarse en México, vivió, junto con su compañera, los hechos que aquí se describen.

Fuente:
Costantini, Humbero (1985): En la noche, Buenos Aires, Bruguera, pp. 7-23.

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