jueves, abril 28, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (I)


La sinagoga de las iconoclastas (1972) de Juan Rodolfo Wilcock es un texto difícil de clasificar, una galería de personajes estrafalarios que pone en crisis las concepcioes clásicas y ortodoxas del arte y la cultura, a través del humor y de la indiscernibilidad entre obra y vida. Tanto me costó encontrar este libro (al final, me lo prestó mi buen amigo Nicolás) que no puedo dejar de convertirlo en una obra por entregas (al mejor estilo "folletín"), en la que cada entrega recupere las formas-de-vida a las que Wilcock decidió poner en juego en su escritura. Va la primera, surge el psíquico José Valdés y Prom. Los próximos días, los próximos meses, continuará el desfile de lo viviente. Disfrútenlo!

JOSE VALDES Y PROM

Nacido en Manila (Filipinas), José Valdés y Prom se dio a conocer por sus extraordinarias facultades telepáticas, sobre todo en París. Desde esta ciudad, centro del mundo, la telaraña de su mente ubicua tendía sus hilos instantáneos hasta Madrid, hasta Nueva York, hasta Varsovia y Sofía; pero la araña en sí, él mismo, jamás quiso desplazarse de su madriguera cónica, de su hiperboloide, de su desordenado apartamento del sexto piso de la rue Visconti en la rive gauche: más de un estudioso de ciencias parapsíquicas murió de infarto subiendo sus asquerosas escaleras, cosa que aumentó notablemente la fama de Valdés.
La aplaudida ignorancia francesa de la geografía, además de cualquier lengua diferente al francés, le convirtió en japonés, chileno, papuaso, siamés, indio, esquimal, mexicano y portugués según las modas o los acontecimientos; de igual manera sus sencillos apellidos experimentaron metamorfosis dignas casi de un faraón egipcio de cuyo nombre se reconoce habitualmente sólo la primera letra, o la segunda, o la última, por no mencionar a Sesostres que firmaba Ramsés.
Así se explica que el gran médium sea recordado en Roma con el nombre de Giuseppe Valdez, en Viena como Joss Von Yprom, en Londres como J. V. Bromie y en los círculos gnósticos de Zurich bajo la improbable versión de Jonathan Waldenpromer. En 1875, dos avaras condesas turinesas espiritistas quedaron reducidas a la mendicidad por un falso sosia —natural de Brescia, además de rubio— que se presentó bajo el nombre de Giosuè Valdes di Promio. Su fama, como la de Buda y de Jehová, estaba por encima de la ortografía.
Su fama había nacido, en cierto modo, con la Tercera República. En 1872, Valdés y Prom había jugado su primera partida telepática de ajedrez con el pastor anabaptista L. B. Rumford de Tumbridge Wells, y la había ganado. Las crónicas de esa memorable partida son más bien divergentes. Es casi seguro que los dos jugadores abrieron el juego más o menos a la misma hora, y en el mismo día; lo que no queda claro es el hecho, por lo que parece documentado, de que el inglés se rindió un martes y el jugador de París no le dio jaque mate hasta el jueves; de cualquier modo las jugadas y otros pormenores de la partida pueden leerse en la «Edinburgh Review», lo que demuestra la resonancia del acontecimiento.
En los meses y años sucesivos, Valdés y Prom ganó partidas por telepatía en casi todas las ciudades europeas dotadas de telégrafo, y una en Lublín, cuyo resultado se perdió, sin embargo, entre las nieblas transdanubianas, porque el telégrafo todavía no había llegado a Lublín. De todos modos, estas partidas eran extremadamente elementales; parece ser que los contrincantes de Valdés se dejaban comer inmediatamente todas las piezas y se avanzó la hipótesis de si el vidente elegía sistemáticamente a adversarios que ni siquiera sabían jugar a ajedrez. Lo que, sin embargo, no quitaba mérito a la empresa, si se piensa en la infinita complejidad de dicho juego, y en cómo ésta se hace doblemente infinita cuando ninguno de los dos jugadores tiene la más mínima idea de la jugada que ha hecho el otro: en semejantes circunstancias, incluso perder se convierte en una victoria.
Mientras tanto, Valdés se había convertido en el Mahatma de los médium, el recuperador oficial de alhajas y de hijos extraviados, el adivino de las mariscalas enamoradas, el consolador de las Grandes Electrices Palatinas viudas. Nunca supo nadie dónde iban a parar las ingentes cantidades que ganaba; se murmuraba que el Maestro se estaba haciendo construir una pirámide privada en Egipto en las proximidades de Memfis; otros decían que enviaba todos los francos a China, lo que entonces parecía suficientemente misterioso como para no exigir explicaciones; los maliciosos y los pobres de ingenio afirmaban en cambio, como siempre sin pruebas, que gastaba todas sus ganancias en el lupanar más lujoso de París, entre argelinas y tonquinesas, cuando no entre tonquineses y argelinos.
El hecho es que Valdés y Prom se iba pareciendo demasiado a un santo como para no ir inconscientemente asociado a la idea de burdel; se decía incluso que había devuelto a la vida a un repartidor atrozmente aplastado por un tranvía de caballos. Se sabía a ciencia cierta que había hipnotizado a distancia al hijo del zar, durante un viaje a Odesa, y que en dicho estado le había obligado a enviar un mensaje a Petroburgo para pedir el indulto de un famoso anarquista de Vladivostok condenado a muerte. Pero pudiera ser también que la petición de indulto no fuese más que el precio pactado con el vidente por alguna diferente —y desconocida— prestación. Por otra parte, era indudable que casi cada noche el filipino abría de par en par la ventana de su habitación, subía al antepecho y comenzaba a recorrer a lo largo y a lo ancho la rue Visconti, caminando por el aire, siempre a la altura del sexto piso, con aire tranquilo y reflexivo; al cabo de una media hora de desahogo regresaba a casa por la misma ventana. Estas eran sus únicas salidas comprobadas.
En determinado momento, un exiliado español amigo suyo, reducido a la miseria por las guerras carlistas, quiso aprovechar las facultades telepáticas del Maestro, abriendo una agencia de noticias o, como se diría actualmente, una agencia de prensa, detrás del Hotel de Ville. Tres veces por semana subía las escaleras de la rue Visconti, y el filipino en trance arrojaba para él su mirada radar sobre las capitales del mundo civilizado. Esta fue la primera agencia de prensa de tipo moderno, en el sentido de que todas las noticias que ofrecía se referían a jefes de estado dedicados a sus normales actividades cotidianas, por ejemplo: «Roma. El Papa ha celebrado su octogésimo segundo aniversario oficiando una misa en la Capilla Sixtina»; «Berlín. El Canciller de Hierro ha inaugurado una estatua de bronce a la Nación Prusiana»; «Montreux. Ha sido recuperada la maleta de la Reina de Nápoles». No estaban maduros los tiempos para este periodismo de alto nivel y la agencia no tuvo éxito: Europa esperaba de Valdés unas emociones muy diferentes.
Estas emociones le fueron finalmente concedidas con motivo del gran Congreso Internacional de Ciencias Metafísicas, que se desarrolló o hubiera debido desarrollarse con solemne pompa, en 1878, en las venerables aulas de la Sorbona; la cual, sin embargo, no quiso asociarse oficialmente a esta compleja manifestación de conservadurismo progresista. En realidad, la Sorbona apoyaba y hasta financiaba, con la mano izquierda, dicho congreso, probablemente urdido a la sombra del dudoso connubio entre la todavía poderosa Iglesia de Francia y el cada vez más poderoso Materialismo Científico Europeo.
En el clima conciliador de la nueva constitución republicana, intereses opuestos se enfrentaban en el Congreso: la Iglesia no quería —nunca había querido— ceder a individuos privados, como, sin embargo, había ocurrido con el voto, la facultad de realizar milagros; la Ciencia positivista no quería, más sencillamente, que existieran milagros. Puesto que Valdés y Prom era la única persona de París, tal vez de Europa, cuyas facultades milagreras eran reconocidas por todos, es legítima la sospecha de que el auténtico blanco del Congreso fuera precisamente él, Valdés. Eminentes teólogos, cardenales y obispos se habrían unido, siquiera por una vez, con los nombres más prestigiosos de la física y de la química, incluso con los irrumpientes evolucionistas, para aplastar aquellas turbias manifestaciones del espíritu, denominadas entonces metafísicas: hipnotismo, telepatía, espiritismo, levitación. Por su parte, Valdés se había propuesto aplastar, sin necesidad de salir de casa, Congreso y congresistas.
Desde el primer día las cosas tomaron un cariz preocupante. El Arzobispo de París, que debía inaugurar los trabajos, abrió en cambio su ancha boca y comenzó a cantar en patois saboyano el Rappel des Vaches, que sirve para atraer las vacas al establo; el alto prelado procedía, en efecto, de la Alta Saboya. Inmediatamente después debía hablar el ilustre Ashby, en nombre de la ciencia inglesa; conmovida, su ronca voz de matemático se alzó, en cambio, para entonar las estrofas del God Save the Queen; todas las estrofas, como sólo se hace en las grandes ocasiones.
Acabados los aplausos, pidió la palabra el más famoso astrónomo bohemio para anunciar, en un deplorable alemán, que no recordaba en absoluto por qué motivo estaban reunidos allí; apenas fue traducida esta comunicación por los intérpretes a los franceses y a los demás monóglotas presentes, se propagó en la asamblea un agitado parloteo: con precauciones en un principio, con regocijo después, todos los congresistas admitieron, en las más variadas lenguas, que tampoco ellos sabían qué diablos habían venido a hacer allí.
Los trabajos quedaron suspendidos, al menos por aquella jornada, a fin de que los participantes en el congreso pudieran regresar a sus hoteles o conventos y ordenar sus papeles y sus ideas. La salida del Aula Magna fue tumultuosa: aquejados por una oleada colectiva casi histérica de glosolalia, científicos y monseñores se dirigieron hacia las puertas cantando, los más ancianos la Carmagnole, los menos ancianos una nueva canción popular internacional, que unos años después iba a ser exhumada por Degeyter y Pottier con el nombre precisamente de La Internacional.
Después de este esfuerzo sobrehumano, Valdés y Prom cayó en un profundo sueño que duró casi hasta medianoche. Cuando se despertó, comió algo, dio sus habituales cuatro pasos entre las mansardas de la rue Visconti, y se dispuso a afrontar las fatigas de la segunda jornada.
La segunda jornada del Congreso contra las Ciencias Metafísicas, que hoy por curiosa metátesis se denominan meta-psíquicas, fue abierta por el Presidente de la Comisión de Pesos y Medidas, el cual propuso a la Asamblea que salieran todos al patio para bailar una polonesa en honor de Alian Forrest Law, botánico y decano de Yale en el exótico Conneticut. El Obispo de Caen objetó que estaba lloviendo y que en la propia Aula había espacio suficiente para bailar un vals. Los científicos alemanes, entre los cuales estaba el Rector Magnífico de la Universidad de Jena, improvisaron inmediatamente un ländler con gran ruido de zuecos sobre el entarimado de madera, al que fueron uniéndose, poco a poco, los más famosos geólogos, vulcanólogos, sismólogos, entomólogos y mariólogos de la época. La reunión estaba degenerando visiblemente y también esta sesión tuvo que ser aplazada. La prensa, que no había sido admitida a las sesiones del Congreso, pudo, no obstante, comprobar desde fuera el alboroto y a continuación la impresionante cantidad de asientos rotos.
Inútil observar aquí lo que todos observaron entonces, y es que jamás había sucedido nada parecido en un congreso científico: alguien comenzó a murmurar, sottovoce, el nombre de Valdés. Valdés y Prom no recibía a periodistas ni corresponsales, no facilitaba declaraciones: surgió la sospecha de que tenía en cartera algo todavía más clamoroso.
El Nuncio Apostólico ante la Tercera República, preocupado por el prestigio de los religiosos implicados, quiso participar personalmente en la tercera sesión del Congreso. Apenas lo supo Valdés, gracias al exiliado español que no renunciaba a su tarea de recolector y transmisor de noticias, decidió servirse de esta máximamente autorizada presencia —más autorizada aún que aquélla, igualmente anunciada, del Ministro del Interior y Jefe de Policía— para asestar el golpe definitivo a sus enemigos.
Cuando, a la mañana siguiente, entró el Nuncio en la sala, todos los congresistas, hasta los luteranos, hasta los rusos, hasta el turco, se levantaron respetuosamente y aplaudieron. El Nuncio abrió su boquita y dijo: «Humildemente os traigo el paternal saludo de Su Santidad, baluarte contra el cual no prevalecerán ni demonios ni brujas, ni partidarios de ciencias tanto evidentes como ocultas.» Se levantó entonces el fisiólogo Puknanov y respondió: «Yo, Valdés y Prom, le traigo el mío». Se levantó Sir Francis Marbler y añadió: «Yo, Valdés y Prom, saludo al Papa». Se levantó Von Statten y dijo: «Yo, Valdés y Prom, doy las gracias al Sumo Pontífice». Uno tras otro, todos los científicos se levantaron y dieron las gracias en nombre del vidente filipino; lo mismo hicieron después teólogos y eclesiásticos; el Nuncio creía estar soñando, cuando finalmente se levantó el Ministro del Interior y con un marcado acento de Toulouse concluyó: «Yo, Valdés y Prom, nunca me he sentido tan honrado».
Después de lo cual, todos los reunidos propusieron declarar clausuradas las tareas del congreso. Unánimemente, todos se manifestaron de acuerdo con la propia propuesta. Se originó luego una gran confusión, que ha sido variadamente descrita, entre otras cosas porque todos los presentes seguían pensando que eran Valdés y Prom. A excepción del Nuncio, que, sin embargo, nunca quiso comentar con nadie lo que había sucedido realmente aquel día en el Aula Magna de la Sorbona.
Siempre como en un sueño, científicos y religiosos se encaminaron bien a la Gare de Lyon, bien a la Gare de Strasbourg, bien a las propias carrozas. Al no conseguir obtener de ellos ninguna noticia —«parecían niños», escribió «La Liberté»— los periodistas corrieron a la rue Visconti; pero tampoco consiguieron saber algo más sobre lo sucedido, porque Valdés y Prom había muerto. Demasiado exhausto por el esfuerzo, parece que en el transcurso de su habitual paseo aéreo vespertino frente a las ventanas del sexto piso, el hipnotizador adelantó un paso en el vacío, precipitándose lastimosamente sobre el adoquinado; en cuanto al exiliado español, preocupado acaso por las posibles represalias del ministerio del Interior, había desaparecido.

3 comentarios:

Ezequiel M. dijo...

delicioso

Xavier dijo...

Sin duda una admirable labor el subirlo a la red. Infinitamente agradecido.

Matías dijo...

Agradezco el agradecimiento, me parecía vital que estuviera ya que era, hasta la reciente reedición española, un libro difícil de conseguir. Y porque Wilcock es un gran escritor. Ya veré de continuar con otro de sus libros de breves prosas, luego de terminar con "La sinagoga...". Saludos!

 

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