jueves, abril 07, 2011

¿Quién es la ninfa, de dónde viene?


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"¿Quién es la ninfa, de dónde viene?", preguntaba Jolles a Warburg, en la correspondencia que mantuvieron en Florencia en 1900, en relación con una figura femenina en movimiento pintada por Ghirlandaio en la capilla Tornabuoni. La respuesta de Warburg se antoja, por lo menos en apariencia, perentoria: "según su realidad corporal, puede haber sido una esclava tártara liberada (...), pero según su verdadera esencia es un espíritu elemental (Elementargeist), una diosa pagana en el exilio...". La segunda parte de la definición (una diosa pagana en el exilio), que es la que ha merecido mayor atención de los estudiosos, inscribe a la ninfa en el contexto más genuino de las investigaciones warburguianas, el Nachleben de los dioses paganos. Este acercamiento entre los Elementargeister y los dioses en el exilio está ya presente en Heine (en la edición de la Revue des deux mondes, el escrito sobre los Elementargeister —compuesto en 1835— abre el ensayo Les dieux en exil). No se ha reparado, en cambio, en que la doctrina de los espíritus elementales que aparece en Heine y en la Undine de La Motte Fouqué, conduce al tratado de Paracelso De nymphis, silphis, pygmeis et salamandris et caeteris spiritibus y señala, en la genealogía de la ninfa, una rama oculta y, por así decirlo, esotérica que no podía dejar de ser familiar tanto a Warburg como a Jolles. En esta deriva, que se sitúa en la encrucijada de tradiciones culturales diversas, la ninfa designa el objeto por excelencia de la pasión amorosa (que tal era sin duda para Warburg: "quisiera dejarme llevar gozosamente con ella" le escribe a Jolles).
Tomemos el tratado de Paracelso, al que Warburg apela directamente. En él la ninfa se inscribe en la doctrina del autor acerca de los espíritus elementales (o criaturas espirituales), cada uno de los cuales está ligado a uno de los cuatro elementos: la ninfa (u ondina) al agua, los silfos al aire, los pigmeos (o gnomos) a la tierra y las salamandras al fuego. Lo que define a estos espíritus —y a la ninfa en particular— es que, a pesar de ser enteramente semejantes al hombre por su aspecto, no han sido engendrados por Adán, sino que pertenecen a un segundo grado de la creación, "diferente y separado tanto de los hombres como de los animales". Existe, según Paracelso, una "doble carne": una que viene de Adán, crasa y terrena, y una no adánica, sutil y espiritual. (Esta doctrina, que implica, para determinadas criaturas, una creación especial, parece la exacta correspondencia negativa de la doctrina de La Peyrère sobre la creación preadánica de los gentiles). En todo caso, lo que define a los espíritus elementales es que no tienen alma, y no son en consecuencia ni hombres ni animales (puesto que poseen razón y lenguaje), y tampoco propiamente espíritus (puesto que tienen un cuerpo). Más que animales y menos que humanos, híbridos de cuerpo y espíritu, son pura y absolutamente "criaturas": creadas por Dios en los elementos mundanos y como tales sometidas a la muerte, han quedado para siempre fuera de la economía de la salvación y de la redención:
"Aunque sean ambas cosas, es decir, espíritu y hombre, no son empero ni una ni otra. No pueden ser hombres, porque se mueven como espíritus; no pueden ser espíritus, porque comen, beben y tienen carne y sangre (...). Son pues criaturas particulares, diferentes de las dos anteriores, formadas por una suerte de mixtura de su doble naturaleza, como un compuesto de dulce y áspero o como dos colores en una figura única. Se debe resaltar, no obstante, que, aunque sean en cierto modo tanto espíritus como hombres, no son ni lo uno ni lo otro. El hombre tiene alma, el espíritu carece de ella. Tales criaturas son ambas cosas a la vez pero no tienen alma, aunque tampoco son por ello espíritus. En efecto, el espíritu no muere; la criatura muere. Y tampoco es como el hombre, porque no tiene alma. Es pues un animal y, sin embargo, es más que un animal. Muere como los animales, pero el cuerpo animal no tiene como él una mente. Es, pues, un animal que habla y ríe igual que los hombres (...). Cristo murió y nació para aquellos que tienen un alma y han sido engendrados por Adán. No para estas criaturas que no proceden de Adán: a pesar de ser en cierto modo hombres, carecen de alma."
Paracelso se demora con una suerte de compasión amorosa en el destino de estas criaturas en todo semejantes al hombre, pero condenadas sin culpa alguna a una vida puramente animal: "Son un pueblo de humanos, que, sin embargo, mueren con los animales, caminan con los espíritus y comen y beben con los hombres. Mueren como animales, sin que nada de ellos permanezca. Su reproducción es similar a la humana... pero no mueren como los hombres, sino como ganado. Como toda carne, también la suya se corrompe (...). En los vestidos, en los gestos, en la lengua, en la sabiduría son perfectamente humanos; como los hombres, virtuosos o viciosos, mejores o peores (...). Viven con los hombres bajo una ley, comen del trabajo de sus manos, tejen vestidos que se ponen como los hombres, y hacen uso de la razón y gobiernan sus comunidades con justicia y prudencia. Aunque sean animales disponen de la humana razón; sólo están privados del alma. Y por eso no pueden servir a Dios ni caminar por las vías del Señor".
Como hombres no humanos, los espíritus elementales de Paracelso constituyen el arquetipo ideal de toda forma de separación del hombre consigo mismo (la analogía con el pueblo judío es también aquí sorprendente). No obstante, lo que define la especificidad de las ninfas con respecto a las otras criaturas no adánicas es que pueden recibir un alma si se unen sexualmente con un hombre y engendran un hijo con él. En este punto Paracelso se vincula a otra tradición, más antigua, que ligaba de forma indisoluble a las ninfas con el reino de Venus y la pasión amorosa (y que está en el origen del término psiquiátrico "ninfomanía" y quizá también del término anatómico que designa como nymphae los labios menores de la vagina). Según Paracelso, en efecto, hay muchos "documentos" que atestiguan que las ninfas "no sólo se aparecen a los hombres, sino que tienen comercio sexual (copulatae coiverint) con ellos y engendran hijos". En tal caso, tanto la ninfa como su prole reciben un alma y se hacen así verdaderamente humanas. "Esto puede probarse con muchos argumentos, en cuanto, a pesar de no ser eternas, se unen con los hombres y se convierten en humanas; es decir, adquieren, como los hombres, un alma. Dios las ha creado en efecto tan similares y conformes a los hombres, que no puede pensarse nada tan parecido. Pero añadió el milagro de privarles de alma. Pero al unirse a los hombres de manera estable, esta unión les confiere un alma (...). Está claro, en consecuencia, que sin los hombres serían animales, al igual que los hombres sin el pacto con Dios no serían nada (...). Por esta razón las ninfas buscan a los hombres y a menudo se unen carnalmente con ellos en secreto".
Paracelso pone toda la vida de las ninfas bajo el signo de Venus y del amor. Si llama "Monte de Venus" a la sociedad de las ninfas (collectio et conversatio, quam montera Veneris appellitant...congregatio quaedam nympharum in antro...— ¿Cómo no reconocer aquí un topos por excelencia de la poesía amorosa?) es porque Venus misma no es, en verdad, más que una ninfa y una ondina, si bien la de más alto rango, y durante un tiempo, antes de morir (aquí Paracelso se confronta a su manera con el problema de la supervivencia de los dioses de los paganos) su reina (iam vero Venus Niympha est et undena, caeteris dignior et superior, quae longo quidem tempore regnavit sed tandem vita functa est).
Condenadas de ese modo a una incesante búsqueda amorosa del hombre, las ninfas llevan en la tierra una existencia paralela. Creadas no a imagen de Dios, sino del hombre, constituyen una suerte de sombra o imago de él y, como tales, acompañan y desean para siempre —y son a su vez deseadas— aquello de lo que son imagen. Y sólo en el encuentro con el hombre estas imágenes inanimadas adquieren un alma, se convierten en verdaderamente vivas: "Y así como hemos dicho que el hombre es una imagen de Dios, plasmada según su imagen, se puede decir que estas criaturas son las imágenes del hombre, formadas según la imagen de éste. Y así como el hombre no es Dios, aunque esté hecho a su imagen, estas criaturas, aun habiendo sido creadas a imagen del hombre, permanecen tal como han sido plasmadas, lo mismo que el hombre permanece tal como Dios le ha creado".
La historia de la ambigua relación entre los hombres y las ninfas es la historia de la difícil relación entre el hombre y sus imágenes.

Fuente: Agamben, Giorgio (2010): Ninfas, Valencia, Pre-textos, pp. 39-44.

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