miércoles, agosto 31, 2011

Perros en la noche (Carlos Gardini)


Hace un tiempo, revolviendo en una librería de la costa me encontré con dos libritos editados por Minotauro, la eximia editorial de ciencia ficción, a un precio irrisorio cada uno. Ambos libros eran de Carlos Gardini y uno de ellos, Mi cerebro animal (1983), es un compilado de cuentos de ciencia ficción atravesados por la violencia y la guerra. Entre ellos, hubo dos que me causaron una gran impresión, más allá de que todo el libro es muy parejo, "Perros en la noche" y "Teatro de operaciones". A continuación, recupero el primero, un relato oscuro en un futuro remoto que trae ecos del pasado argentino en código de policial negro. Una joyita, que lo disfruten.

Perros en la noche (Carlos Gardini)

Escuchá el aullido del perro solitario. Escuchá el aullido del perro solitario en la noche. El aullido del perro solitario que te acompaña en la noche.

Desde esa vez el Turco nunca fue el mismo. Algo se aflojó en él. Vivía obsesionado por el presentimiento de que todo acabaría pronto. Insistía en que habíamos cometido un error imperdonable. Habíamos cometido, decía el Turco. No me echaba la culpa a mí solo. Siempre supo aguantarse. Eso es lo que más me duele, porque los hechos en definitiva le han dado la razón, y ahora sólo nos quedan los perros.
No me acuerdo dónde fue exactamente. Era uno de esos tantos boliches donde parábamos antes de empezar la faena. Dejábamos el camión por ahí cerca, entrábamos en un bar, tomábamos una copa para entonarnos, y después nos metíamos en la Zona de Descontaminación que nos habían asignado esa noche para limpiarla de perros y jodidos.
Esa noche me acuerdo que dejamos el camión junto a unas motos flamantes, de ésas que costaban casi tanto como el camión. Estaban pintadas como tigres, fondo amarillo y rayas negras. No sé por qué, pero esas motos me dieron mala espina, porque siempre desconfié de los gatos y los bichos parecidos a los gatos. Pero no le dije nada al Turco. Nunca me dejo llevar por los pálpitos, y por esa mala costumbre ya van por lo menos dos amigos que pagan las consecuencias.
Como siempre, revisamos las automáticas, nos cerramos el chaleco para tapar bien las sobaqueras, entramos en el boliche y nos sentamos al mostrador.
Yo lo vi primero. Iba por la segunda copa cuando sorprendí esa mirada huidiza en el espejo. Codeé al Turco con disimulo y me di vuelta despacio, buscando al jodido en medio del humo y la gente. Distinguir a un jodido no es fácil, pero con la práctica se adquiere olfato profesional, como en todo. Éste, si no era jodido, le andaba raspando.
El jodido estaba a tres mesas de distancia. En la mesa de adelante había una patota, esos pendejos que se creen de la pesada pero cuando los apurás un poco te venden a la madre y encima te cantan una serenata. Tenían medallones con caras de tigres, y la cara pintada con maquillaje amarillo y negro. Los dueños de las motos, claro. Llevaban el pecho descubierto, para mostrar que tenían pelo, y usaban esas camperas de aspecto atorrante que se venden en butiques y te salen un ojo de la cara. Me dan bronca esos pendejos. Siempre haciendo payasadas con sus motos y sus disfraces, y estorbando a los que tienen que sudar para ganarse un mango. No son muy peligrosos, porque cada grupo tiene su territorio y en general se respetan y la sangre no llega al río. Con la gente normal no pasa nada porque casi siempre se aguanta las provocaciones, pero por ahí esos tipos se falopean y después se la agarran con cualquier muchacha decente.
El más grandote tenía una cicatriz en el vientre, y llevaba la campera bien abierta para mostrarla. Yo tenía bien fichadas esas cicatrices, y no me dejaba engañar. Me faltan tres dedos del pie y tengo un par de agujeros de bala en el cuerpo, y no son cosas de andar mostrando. Pero estos nenes bien van a un cirujano caro, se hacen anestesiar para que les abran un tajo, y después se mandan la parte en los boliches haciéndose los veteranos. La gilada los respeta, pero yo hice lo mío en la guerra y sé distinguir una cicatriz de lujo de un costurón de hospital de campaña. Las de lujo son más desprolijas.
La cosa es que cuando empecé a fichar al jodido los Tigres empezaron a ficharme a mí. Traté de mirar a otro lado y seguir con el procedimiento normal, aunque esto de normal no tenía nada. En general los jodidos no se metían en ciertos lugares, no se mezclaban así con la gente decente. Es como todo. Hay perros con collar y perros sin collar, y un perro sin collar no se pasea lo más campante por un barrio bien. El procedimiento normal, de todos modos, era acercarse, confirmar, llevárselo callado a la Zona y después limpiarlo. Le hice una seña al Turco, me levanté del taburete y caminé entre las mesas con mi mejor cara de opa. No hubo caso. Los Tigres querían guerra y se pusieron a buscar roña.
—¿Qué mirás, macho? —me dijo el de la cicatriz, levantándose. Se abrió más la campera para mostrar bien la cicatriz, y se desprendió la cadena que le colgaba del cinto. En ese momento me dolieron los tres dedos que me faltaban, y me acordé del pobre Vargas, reventado a tiros en la trinchera. Hice un esfuerzo de voluntad para aguantarme.
—Quedate tranquilo, pibe —le dije—. Con vos no pasa nada.
En ese momento noté que el jodido me miraba con más atención desde su mesa, y se me vino el alma a los pies. Sentí lo que siente el cazador que se le escapa la liebre, pero decidí esperar.
—A mí llamame señor, macho —dijo el Tigre—. Para vos soy señor.
—Está bien, señor. Ahora dejame pasar que quiero saludar a un amigo.
El Tigre se volvió hacia la mesa del jodido, que ya empezaba a sudar frío, y la terminó de arruinar.
—¿Así que vos tenés amigos, con esa cara? —dijo. Se señaló la cicatriz—. ¿Qué me decís de esto, macho?
—Se ve que tenías el apéndice grande —le dije.
Al Tigre no le gustó nada. Hizo tintinear la cadena, y borró de una mirada las sonrisas furtivas del resto de la patota, que se quedaba piola en la mesa.
—Cuando a mí me hicieron esto, vos estabas llenando papeles en un escritorio, o juntando bosta en un potrero.
—Sí, señor.
—Decí que sos un cagón.
—Soy un cagón.
—Arrodillate y pedime perdón.
Me arrodillé, sin dejar de fichar al jodido. El Turco, sin perder la compostura, observaba todo por el espejo del mostrador.
Entonces vi que el jodido amagaba levantarse. Lo mejor hubiera sido aguantarse, dejarlo ir y darse por vencido. Pero no me gusta que me saquen las cosas de las manos, y esos pendejos me dan bronca.
En cuanto le di el golpe en las costillas, el Tigre se olvidó de la cadena. Yo no me olvidé. Mientras él caía de rodillas tratando de soltar un grito que no le salía nunca de la boca, se la saqué de un manotazo y le reventé la nariz de un golpe. El jodido aprovechó para escabullirse entre las mesas, pero ya no me importaba. Ese imbécil no me había insultado a mí solo, había ensuciado las cosas que más respeto. Los otros Tigres se habían echado atrás, mansos como gatitos. Yo pelé la navaja, me tiré sobre el grandote, y se la apoyé en el vientre, cerca de la cicatriz.
—Yo te voy a explicar cómo se trabajaba en el frente —le dije, sacándole un poco de sangre para asustarlo. Ni se le veía la expresión. Tenía la cara medio deshecha por el cadenazo. Yo no quería lastimarlo mucho, pero tenía que dejarle un recuerdo a ese marica maquillado, al menos como homenaje al pobre Vargas, algo que me calmara el dolor de los tres dedos que me faltaban.
En ese momento el Turco me agarró el hombro, me obligó a levantarme y me arrastró hacia la puerta. Recién entonces me acordé del jodido. Normalmente el Turco lo habría esperado en la calle para cerrarle el paso, pero el dueño del boliche ya había llamado a la cana. No queríamos problemas con la cana.
—¿Para dónde fue? —le dije al Turco.
—Tomó por esa calle. Vení al camión.
—Se la vio venir —dije, sacando la automática.
—Pará —dijo el Turco—. Lo alcanzamos y lo cargamos. Acá no me gusta.
—Si se mete en uno de esos callejones lo perdemos. Y la cana cae en cualquier momento.
—Entonces dejalo —dijo el Turco—. Es mucho riesgo, y todavía no estamos en horario.
—¿Estás loco que lo voy a dejar escapar así?
—Calmate —dijo el Turco—. Ni siquiera es una mujer.
Pero no le hice caso y me largué a correr como desesperado. El Turco se subió al camión para seguirme. Estos jodidos no saben correr. Lo alcancé a las dos cuadras en una calle angosta. El Turco había parado en la esquina.
Se oyó la sirena de un patrullero. Pero lo tenía allí, la sangre me palpitaba en las sienes, en las venas de la garganta. La culata y el gatillo estaban calientes con el calor de mis manos. Apunté y tiré. El jodido quedó como clavado en la pared. Tiré de nuevo, por el gusto de hacerle otro agujero. El jodido cayó lentamente. Corrí hacia el camión. El Turco dobló en redondo y apretó el acelerador dirigiéndose a la Zona de Descontaminación.
—Estuviste mal —dijo—. A lo mejor no era un jodido.
—Cortala, Turco. ¿Qué te agarró ahora?
—Estuviste mal... Teníamos que revisarlo.
—Se le veía que era jodido a una cuadra.
—¿Y por qué le diste tanta bola a ese patotero? ¿No sabés cómo son?
—A ésos también habría que limpiarlos. Se respiraría mejor.
—Yo no vi bien. No sé si era un jodido. Al jefe no le va a gustar este trabajo.
El Turco tenía razón, pero ya estaba hecho. Para no aguantarlo más, puse la radio a todo lo que daba.

En FM. En la noche de FM. Los aullidos del perro solitario. Escuchá los aullidos, el canto del perro solitario. El perro solitario canta en la noche para vos, y te trae la mejor onda musical en FM.

Esas noches. Esas largas noches. Desde atrás, desde la jaula del camión, los perros respondían. Desde las calles sucias, desde las manzanas de casas de chapa, desde las vías abandonadas, desde los basurales con olor a goma quemada, desde los terraplenes llenos de ratas muertas, podredumbre y preservativos secos, respondían otros perros. El Turco aceleraba y aullaba como el perro solitario. Yo también aullaba. Y era un solo aullido en los barrios mugrientos y ruinosos.

El canto del perro solitario en tu noche. La música, la información y el comentario. Las mejores ondas. Ladrá conmigo en tu noche para acompañar al perro solitario.

Cuando levantábamos perros, esos ladridos te ponían la carne de gallina. La parte trasera del camión era una jaula abierta, protegida sólo por barrotes, para que cuando llegábamos de madrugada al Centro de Rehabilitación Animal la gilada viera a todos los bichos y se pusiera contenta, pensando qué buen servicio ofrecíamos a la comunidad y qué buena gente éramos. Ya se sabe cómo es, todos quieren limpieza y decencia, pero nadie quiere ensuciarse las manos. Con los jodidos pasaba lo mismo.
La cana sabía bajo cuerda y no se metía en las Zonas de Descontaminación. El jefe nunca nos dijo nada, por algo era el jefe y tenía que aguantarse más que nadie, pero estoy seguro que a la cana le cantaban las Zonas para que no se metiera. Entonces sí, jodido que veíamos, jodido que limpiábamos. Casi nunca había testigos, y si los había nosotros estábamos allí para limpiar perros. Lo hacíamos con paciencia y serenidad, y todos nos respetaban, y no había sospechas. Sólo los jodidos sospechaban, por ese instinto que tienen los jodidos para sospechar.
La cana, si aparecía, siempre llegaba tarde, y todo iba sobre ruedas. Claro que a veces había malentendidos, y entonces venían los encontronazos. No se metan con la cana, nos decía el jefe, pero si se meten tienen que dar con todo. Ellos debían tener una orden parecida, porque lo importante era que no quedara ninguno para cantar. Si nadie cantaba, las formas legales quedaban cubiertas, y los periodistas no sembraban cizaña. Así que cuando nos enfrentábamos era a muerte. Daba bronca, porque al fin y al cabo todos andábamos en la misma. Cuidábamos la ciudad, la manteníamos limpia, y no había competencia desleal. Cada cual atendía su juego, pero todo juego tiene sus reglas, y las aguantábamos sin rencor. Era trabajo de hombres, y aguantar era lo más importante.
Tenés que aguantar, me aconsejaba el Turco. En este laburo, el que no aguanta no sirve.
Yo soy medio lerdo, y al principio no me había avivado cómo era la cosa con los perros. Salíamos de noche, los cazábamos, los metíamos en la jaula y los entregábamos al Centro de Rehabilitación Animal. Me parecía natural, recorrer esos barrios sucios escuchando al perro solitario y juntando perros solitarios. La guita era buena, y nunca me pregunté por qué pagaban tanto, ni qué hacían con los perros.

¿Sabés cuántos perros solitarios hay en la noche? ¿Sabés por qué le ladran a la luna? Si querés averiguarlo, acompañame en la onda de sonido que te propongo esta noche, la noche del perro solitario.

Un día el Turco me llevó a los corrales.
—No te creas que todos quedan en el Centro de Rehabilitación —me dijo—. La mayoría vienen a parar aquí, en camiones cerrados.
Varias noches por semana cargábamos perros en todos los barrios, pero viéndolos juntos no podía creerse que fueran tantos. Perros de todas las calles de suburbios inmundos, con toda la tristeza de los basurales, la tristeza de los fierros oxidados, la tristeza de los escombros de las obras abandonadas, la tristeza de los desocupados y las fábricas cerradas, de los vagos y linyeras que les habían tirado algún pedazo de carne, de la gente respetable que les tiraba carne envenenada, la tristeza de las pateaduras y los cascotazos. Ocupaban grandes corrales de tierra con cercas de madera. Pasaban casi todo el tiempo corriendo, dando vueltas y vueltas. Casi no se peleaban, de puro flacos.
—Vos tenés buenos antecedentes como tirador —me dijo ese día el Turco.
Sí, tenía buenos antecedentes, pero una vez había vacilado y eso le había costado el pellejo al pobre Vargas. Desde esa fecha decidí que nunca más vacilaría.
—Aquí los perros se usan para practicar —dijo el Turco.
Me llevó a uno de los corrales y me dio un fusil automático.
—Estos no se usan para cazar perdices —le dije, un poco sorprendido, acariciando el arma.
—Vos tirá —me dijo él, señalándose el reloj pulsera—. A ver qué promedio hacés.
A mi juego me llamaron, pensé yo. Y también pensé que era natural. ¿Qué iban a hacer con tantos perros? Así al menos servían para algo. Y si uno tiraba sin vacilar los pobres bichos no sufrían, y era difícil que yo vacilara. Pero como soy lerdo no se me ocurrió preguntar para qué servían, para qué estábamos practicando.
Me gustaba la noche, el canto de los perros en la noche.

El canto del perro solitario en tu noche de FM, el canto de los perros en las calles de tu noche.

Otro día pasamos con el camión por el Hospital de Afectados. El Turco paró frente a la puerta lateral.
—¿Alguna vez viste un afectado de cerca? —me dijo, como quien pregunta por la familia.
Yo no me había fijado dónde estábamos, y no supe asociar.
—¿Un afectado de qué?
—¿Cómo de qué? Un afectado. Un jodido.
—Ah, sí. Jodidos sí. Pero no los sé distinguir.
—Ya vas a aprender.
Me hizo visitar el hospital. Los pasillos estaban llenos de jodidos haciendo cola, y de letreros que empezaban "Señor Afectado" y hablaban de beneficios a la comunidad y otras macanas. Me daba asco el hospital, pero tuve que visitarlo varias veces. Con cada visita yo los distinguía cada vez más de la gente. Tenían esa mirada perdida, esos brazos flojos, esa piel pálida, pero había otra cosa, ese aire traicionero de los jodidos.
—No sabía que había tantos —le dije al Turco.
—Eso no es nada —me dijo—. El Hospital no da abasto. Los rechazados son muchos más. La mayoría andan sueltos.
—¿Y aquí no hay peligro de contagio?
—Te contagiás si querés. Si tenés voluntad no te contagiás.
—¿Pero si te contagiás? ¿Qué te pasa si te contagiás? El Turco me miró casi con bronca.
—Terminás siendo como ellos. Una basura, un inservible.
No me animé a hablar más del tema. Una noche estábamos en una Zona de Descontaminación. El perro solitario tarareaba, y los perros de la jaula le hacían eco. El Turco paró el camión de golpe, iluminando con los faros a un peatón.
—¿Lo ves? —me dijo.
—Es un jodido —contesté.
—Así me gusta —dijo el Turco, sacando una automática de la guantera—. Ahora limpialo.
Yo había aprendido a no vacilar, y ahora entendí para qué practicábamos con los perros. El jodido se había quedado quieto como una liebre. Apunté y tiré. Me palpitaban las sienes. Me pareció natural. ¿Qué iban a hacer con tantos jodidos sueltos?

El perro el perro el perro que jadea en la noche. En tu noche. El perro solitario junto a vos en la noche. Jadeando para vos en FM, con tu música preferida.

El día en que empezamos a vivir juntos en la barraca, el Turco me dijo:
—¿Te gusta mi nariz?
—No es nariz de turco —le dije.
—Me la abollaron de un golpe. Tenía un amigo que cualquier nariz rara la llamaba nariz de turco. Y me quedó el Turco.
—Menos mal que no te dijo nariz de jodido.
No le gustó nada. Siempre fue frágil, el Turco. Se le notaba algo oscuro en el alma, algo que lo comía por dentro, como a mí. Era algo que mordía y mordía, haciéndote sangrar, y no sabías qué era. A lo mejor por eso siempre nos entendimos tan bien. Yo quería alguien a quien proteger, y el trabajo no dejaba mucho tiempo para mujeres.
El Turco me trataba bien. Sabía aconsejarme, me recomendaba al jefe. Se reía de su nariz abollada, y yo le mostraba mis cicatrices de la guerra. Ahora calzás más chico, me decía, señalando el pie con tres dedos menos.
El jefe estaba contento con nosotros. Zona que nos asignaban, no quedaban perros ni jodidos. Hacíamos bien la pantalla, y hacíamos bien el verdadero trabajo.
En lo posible elegíamos mujeres, como me había enseñado el Turco. Si no les volábamos la cabeza, las deformábamos.
—Nadie quiere una mujer con la cara agujereada —me había explicado el Turco—. Si hay menos mujeres, se reproducen menos.
A mí al principio me daba no sé qué atacar mujeres.
—Vos pensás demasiado —me decía el Turco—. Aquí hay que aguantarse los pensamientos.
Y así hacía él. Se aguantaba los pensamientos, y no le daba más vueltas al asunto. Pero desde esa vez de la patota nunca fue el mismo. Tenía ese mal presentimiento, y eso le daba miedo a cometer más errores, y por ese mismo miedo cometíamos más errores. Pensábamos demasiado, y hasta parecía contagioso, parecía que le pasábamos el miedo a los otros y ellos también cometían errores.
—A veces no es tan fácil distinguirlos —de cía el Turco—. ¿Cómo sabés que ése era un jodido?
—Parala —decía yo—. ¿Qué tenés con ese jodido? Era uno más.
—¿Pero cómo sabés que era un jodido?
—Lo miré bien, lo miré como vos me enseñaste.
—No es tan fácil. No es tan fácil distinguirlos, a veces. Tenés que acercarte más. Y si empezamos a equivocarnos nos quedamos en la vía. Si la cana se cansa, si tiene que darnos otro parate, esto va a los diarios. ¿Sabés lo que puede pasar si esto va a los diarios?
—Fue ese payaso. Esos maquillados con la cicatriz de moda me sacan de las casillas.
—Tenés que dejarlos en paz. ¿No sabés cómo son? Si no cuidás el laburo el día de mañana le vas a tener que decir "señor" en serio. Esos nenes de mamá te pueden limpiar a vos. Y sin ensuciarse las manos. Un buen apellido puede pesar más que nosotros para la cana.
—Por eso me da bronca. ¿A vos te parece? ¿A vos te parece que siempre haya que aguantarse?
—Yo te comprendo, pero tenés que aprender a aguantarte. Y vos sabés aguantarte.
Yo cabeceaba dándole la razón. Me daba no sé qué embromarlo así al Turco.
—Igual te digo una cosa —me decía él cuando le veía cara larga—. Estuviste bien con el cadenazo. —
Y nos reíamos.
Pero eran idas y vueltas sobre lo mismo. A veces era por el Tigre de la cicatriz, a veces porque lo habíamos limpiado fuera de la Zona, a veces porque quién sabe el tipo no era un jodido y la cana había tenido que tapar el asunto y teníamos que deberle un favor. Para el Turco esa noche era toda una acumulación de errores. Qué noche jodida, decía, y estaba seguro que esa noche jodida nos iba a arruinar la vida.
A mí no me molestaba lo del Tigre, ni lo de la Zona, ni la cana, pero pensar que el tipo no era un jodido me hacía remorder la conciencia.
—¿Pero por qué pensás que no era? —le preguntaba al Turco.
—No sé. No murió como un jodido.
—¿Y cómo muere un jodido?
—Sin dignidad. Ni siquiera pegan un grito.

Escuchá el grito en la noche. En tu noche. El grito es un ladrido, el ladrido del perro solitario. Que está solo, para que vos no estés solo. En tu sintonía preferida, y a tu hora preferida. Con toda la música, con todos los comentarios, con todo lo que vos querés.

Pero yo nunca le creí al Turco cuando decía que las cosas no pintaban bien. Veía esas motos, veía a esos maricas pintados de Tigres, de Leones, de Panteras, y cada vez me arrepentía menos del cadenazo y de haber dejado escapar al jodido y de haber tenido que limpiarlo fuera de la Zona. Le debía ese cadenazo al pobre Vargas. Nunca le creí al Turco hasta que el perro solitario avisó en la radio que el gobierno había aprobado un presupuesto para construir más Hospitales de Afectados. Al Turco le agarró un mareo. Paró el camión y apoyó la cabeza en el volante.
—Calmate, Turco —le dije—. A lo mejor es un camelo, un camelo para tapar la limpieza.
—Qué camelo —dijo—. Si gastan plata en hospitales, para qué van a gastar plata en nosotros. Ahora en vez de limpiarlos los curan. ¿Te das cuenta que en este país no hay justicia?
Apagó la radio, se bajó del camión, soltó los perros que habíamos cazado y se puso a orinar tristemente bajo un farol. Tenía que estar mal el Turco para que le fallara el aguante. Me dio pena y me sentí culpable. Los tres dedos que me faltaban me dolieron más que nunca.

Vargas. Esta canción va dedicada a Vargas, a pedido de uno de los tantos perros que jadean en la noche. Un aullido por Vargas en la noche del perro solitario.

El jefe nos confirmó la noticia al día siguiente.
—Se acabó —dijo—. De arriba nos llegó la orden de dejar a los jodidos en paz.
El Turco casi se pone a llorar.
—La mano viene pesada —dijo el jefe—. Ahora quieren curarlos.
—A ésos no los cura nadie —dijo el Turco.
—A lo mejor es una pantalla más grande —dije—. Para hacer la limpieza más ordenadamente. A lo mejor después los llevan a lugares como los corrales y allí los limpiamos.
—No te hagás ilusiones —dijo el jefe—. Por lo que me han dicho, son hospitales en serio.
El Turco y yo cabeceamos resignadamente.
—Quedan los perros —dijo el jefe para consolarnos—. Todavía quedan los perros.
—Por ahora —dijo el Turco—. Un día de estos ponen más Centros de Rehabilitación y se acabó todo.
Esa noche no prendimos la radio.
Nos tocó una Zona en un barrio fabril, con lagos industriales donde chapoteaban cosas que no se sabía si eran troncos o animales. Una luz sucia flotaba sobre los caseríos de chapa, sobre los monoblocks de cemento. Unas pocas luces brillaban en las fábricas con horario nocturno. Las columnas de humo negro que salían de las chimeneas ponían una nota de alegría en el paisaje. Pero nosotros no estábamos alegres.
El Turco hablaba y hablaba, pobre Turco.
—En cualquier momento nos patean —decía—. Nos dan las gracias por los servicios prestados y nos arreglan con una jubilación de mierda. Y eso no es lo peor.
Puso esa cara de animal dolido. La fragilidad que tenía adentro le llenaba los ojos.
—Y eso no es lo peor —decía—. Vos en cualquier momento vas a tener que ir a ver a ese marica, o al viejo de ese marica, y llamarlo señor para que te dé un puesto de sereno. Y eso no es lo peor.
—Por lo menos me di el gusto del cadenazo —le dije para hacerlo reír.
Pero el Turco no me escuchaba.
—Y eso no es lo peor —decía—. Van a poner esos hospitales y esos inservibles se van a reproducir como moscas. Tantos años de trabajo para nada. ¿A vos te parece que hay decencia?
Tenía razón el Turco. Qué va a haber decencia. Años y años de trabajo tirados a la basura. Eso no es lo peor, eso no es lo peor, eso no es lo peor, decía el Turco, y tenía razón. Nunca me olvido del Turco diciendo eso no es lo peor, porque nada es lo peor. Siempre hay algo peor, esa cosa oscura en el fondo del alma, esa cosa oscura que nos come y nos come. No me importa que un día me pateen sin reconocer méritos. No me importa llamar señor a uno de esos maricas para ganarme el pan. No me importa que cada vez haya más jodidos porque a un par de reblandecidos se les ocurrió curarlos. Si quieren suciedad, que la tengan. Yo hice mi parte. Ya aguanté bastante, y pienso seguir aguantando. Pero a veces pienso cómo vamos a hacer el Turco y yo para mirarnos a la cara cuando ya no nos queden ni los perros para descargar la bronca, y de sólo pensarlo los tres dedos que me faltan me duelen como un tajo en el alma.

Gardini, Carlos (1983): Mi cerebro animal, Buenos Aires, Minotauro, pp. 48-70.

2 comentarios:

Ezequiel M. dijo...

Faaaaa, guacho! altísimo cuento

Matías dijo...

Me alegro de que te haya gustado. Como para expandir la lista de lecturas, vió?

 

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