domingo, septiembre 04, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XIV)

FRANZ PIET VREDJUIK

A la prolongada discusión post-mortem entre Huygens y Newton sobre la naturaleza de la luz se apuntaron, entre otros muchos, obispos, locos, farmacéuticos, una princesa de Thurn und Taxis, un entomólogo de la Sagrada Puerta, Goethe; sus títulos académicos no siempre eran los que el tema exigía, pero nadie los tuvo más escasos que Franz Piet Vredjuik, enterrador de Udenthout en los Países Bajos, si es cierto que, como él mismo manifiesta, en toda su vida sólo había leído dos libros: la Biblia y las obras completas de Linneo. Esta presunción suya, que le hace único en el irregular campo de la filosofía postnewtoniana, se lee de manera explícita, y es difícil decir si petulante o modesta, en el prefacio del único opúsculo suyo que ha llegado hasta nosotros: El Pecado Universal, o Discurso sobre la identidad entre sonido y luz (1776, Utrecht). Como cualquiera puede deducir del título, el objetivo del breve tratado consiste en demostrar —o más
exactamente afirmar, sin otra demostración que una serie de precisos llamamientos a la intuición— que el sonido es luz, luz degenerada.
Desde el punto de vista meramente estructural, admitida posteriormente la hipótesis llamada ondulatoria, la propuesta de Vredjuik podría parecer defendible; mucho menos aceptable parece, no obstante, su motivación, que es la siguiente: la causa eficiente y universal de la transformación regresiva y recurrente de la luz en sonido es el pecado original.
Dicha tesis presuponía, para comenzar, una relación jerárquica entre sonido y luz tan evidente que casi no merece otras aclaraciones: la luz era por definición mucho más noble que el sonido. Todavía hoy subsiste esta tácita prerrogativa, cuando no tiende a exasperarse. Casi nadie ha leído a Vredjuik, pero todos están de acuerdo en reconocer los privilegios de la luz; nada, por ejemplo, puede superarla en velocidad; de no existir la luz, no habría ninguna otra cosa en el universo; sólo la luz consigue prescindir de la materia; y así sucesivamente. Nadie, sin embargo, sostiene actualmente, como Vredjuik, que esto sucede simplemente porque sólo la luz, entre todas las manifestaciones del cosmos, no ha sufrido las consecuencias del pecado de Adán. Apenas es rozada por el pecado, la luz se estropea y se convierte en calor, suciedad, bestialidad, ruido.
La idea de la fundamental identidad entre luz y sonido se le había ocurrido a Vredjuik, como explica él mismo, pocos días después de la llegada al mundo de su segunda hija, Margarethe. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, su hija había comenzado a chillar, como solían hacer los recién nacidos holandeses por aquellos tiempos, cuando de repente sus chillidos alcanzaron una intensidad y un diapasón tan poco habituales, que el padre, con las mantas estiradas hasta cubrirle los oídos, vio en la negra oscuridad encenderse tres estrellas como centellas: era un primer ejemplo de sonido convertido en luz. Posteriores reflexiones llevaron a Vredjuik a presuponer una directa relación entre ese fenómeno y el hecho de que Margarethe hubiera sido bautizada aquel mismo día: no habiendo cometido después la niña ningún pecado, sus cuerdas vocales mantenían, y seguirían manteniendo durante un breve tiempo, la bivalente capacidad de emitir tanto sonido como luz; en efecto, el fenómeno fue disminuyendo con el tiempo, a medida que la recién nacida iba siendo, como le corresponde al destino humano, una cada vez más acendrada pecadora.
Otra prueba decisiva, según Vredjuik, era la prueba del disparo de mosquetón lejano: si se sitúa un mosquetón sobre un barril o sobre el techo de una casa, y a unos centenares de pasos se sitúa un observador encima de otro barril o sobre el techo de otra casa (en Holanda escasean las alturas), cuando el mosquetón dispara un tiro —mejor si es de noche— el observador ve una lucecita y al cabo de un instante no despreciable de tiempo le llega el ruido del disparo. Obviamente se trata en ambos casos del mismo fenómeno, reconducible a la ignición de una cierta cantidad de pólvora: una parte de esta luz, sin pecado, llega inmediatamente al observador; la parte contaminada —quién sabe qué manos han tocado esa pólvora— llega en cambio con dificultades, bajo la capa del estallido. De la misma manera, aclara más bien oscuramente Vredjuik, el sifilítico camina con bastón.
Otros ejemplos de luz sin pecado son: las estrellas, de las que los paganos afirman que suelen producir una música, pero que evidentemente no la producen en los países cristianos, porque el autor las ha escuchado en Udenhout más de una noche, cuando callan los animales y los ríos; el sol, del que nunca se ha oído un solo estallido, y la luna, notoriamente silenciosa; la niebla, que nunca hace ruido; las lámparas de las iglesias reformadas holandesas (las de las otras despiden una crepitación característica); los cometas (Vredjuik admite que nunca ha visto ni escuchado ninguno, pero se lo han dicho); los ojos de los niños mudos (el cuarto hijo del autor era mudo); el famoso faro de Nueva Amsterdam, hoy Nueva York, y en general toda la cadena de faros entre Zelanda y Frisia; algunos tipos benignos de fantasmas y fuegos fatuos.
El libro del olvidado sepulturero de Brabante se cierra con una «Advertencia al lector», sobre la intrínseca inmoralidad del ruido, de la música, del canto y de la conversación.

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