domingo, julio 31, 2011

Presentación La sed de Hernán Arias

sábado, julio 30, 2011

Lunes de comics!


Los muchachos de Vivo con mi madre, uno de los blogs que más me fascinan del momento, han inaugurado una prometedora sección: Lunes de comics! Son, por ahora, cuatro series sin desperdicio: El Padre (por Diego Bo Fernández), nos presenta un sacerdote con máscara de catch que está por enfrentarse a un inmenso demonio por una promesa incumplida; Los Detectives Temporales (por Jeremías Janikow), propone una variante dentro del género policial: los flujos temporales; El Nuevo Unus (por Gerardo Baró), una historia de sci-fi que parece cruzar Futurama con Star Wars; y la más reciente, El Zíngaro (por Quique Alcatena), cuyo comienzo no puede si no remitir a V for Vendetta. En fin, ya saben, los lunes actualicen y disfruten de estos maestros del dibujo y la trama.

viernes, julio 29, 2011

Haroldo Conti y el diablo metió la cola

Publicado en El chiste que más me hizo reír de Carlos Marcucci. Ediciones L. H., Buenos Aires, 1972.

Aunque la mitad de mi vida ha sido una broma, en este momento no recuerdo más que un par de gracias y cuando termine de contar una de ellas estoy seguro que recordaré otras mejores. Sucedió hace muchos años... Yo estaba pupilo en un colegio de padres salesianos. Tocaba la corneta en la banda y formaba parte de una especie de teatro vocacional. En aquel tiempo casi no veíamos cine. Dábamos títeres y hacíamos teatro (obras de Muños Seca, zarzuelas del padre Lambrusquini y algún sainete de mi cosecha). Allí hice mis primeras armas como escriba. A veces trabajaba como actor, generalmente en papeles de villano, otras veces en menesteres más humildes como el de tramoyista. Aquí viene el cuento:
Habíamos ensayado una obra piadosa en verso y en un acto para cierta festividad religiosa, la pieza se llamaba "Luzbel" y el asunto era el siguiente. Un ladrón solitario penetra en una iglesia cierta noche (tormentosa) con el propósito de robar cálices y copones que se guardan en el altar mayor. Es el único robo en verso que yo recuerdo. A punto de consumar sus designios se presenta un ángel (por la derecha, naturalmente) que trata de hacerlo desistir, siempre en verso. El tipo vacila, pero en eso, aparece el mismo diablo, por la izquierda. El diablo era un alemán gigantesco con una auténtica y natural cara de hijo de puta, un mameluco negro como el de Batman, un par de cuernos de género, rellenos de algodón y, por supuesto, una capa. Mientras ángel y demonio intercambian encendidas estrofas, el gordo Tornatto bate una chapa detrás del telón de fondo, lo cual hace el efecto de truenos y yo prendo y apago las luces, es decir, hago los rayos. Después de una abundante sucesión de rayos y truenos de utilería, con el objeto de no dejar dudas en el ánimo de los espectadores de que todo ocurría en una verdadera noche de tormenta (detalle —cómo se verá— de especial importancia) yo tengo una misión fundamental: soplar la gigantesca pipa cargada de azufre y con una vela en la punta. La pipa dispara una llamarada interminable junto al diablo para subrayar su naturaleza diabólica.
La cosa es que el desgraciado del alemán se movía de un lado al otro del escenario y entonces yo tenía que correr detrás de los telones y bastidores para soplar un pedazo de infierno. Además mis soplidos debían coincidir con una especie de aletazo que pegaba el diablo con su capa y que se hacían más frecuentes cuanto más acalorada era la discusión. De esa manera corría y soplaba y tropezaba y caía y se me quemaban los pelos mientras el gordo insistía con los truenos. Por fin, el diablo —que para mí era un cerdo comunista—, lo convence al tipo, con gran dolor del ángel, que se cubre el rostro para no ver la escena sacrílega que sigue después. En el momento en que el tipo abre el tabernáculo, el gordo y yo le damos con todo a los truenos y los rayos. Y aquí viene el último efecto:
Uno de los rayos tenía que aparecer en el escenario en vivo y en directo y tumbarlo al tipo que, ya agonizante, debía escuchar los últimos versos del ángel y morir arrepentido, ante la espantosa furia del diablo que pegaba entonces una patada en el escenario y desaparecía por una trampa que abría el gordo.
El problema fue el rayo. Yo había ideado para la acción el siguiente artificio: un alambre invisible bajaba oblicuamente desde las bambalinas hasta el altar. En el momento oportuno, una cañita voladora sujeta al alambre por dos argollas se disparaba desde las bambalinas, atravesaba el escenario por detrás del altar y al llegar al suelo, era sofocada por el gordo Tornatto, que se arrojaba sobre la cañita con una bolsa para evitar que estallara.
Esto en teoría. Lo que sucedió en realidad fue lo siguiente:
Yo me mando los últimos y más relucientes rayos y luego, con la lengua afuera, trepo alocadamente a una escalera para encender la cañita. El tipo toma un copón. Yo enciendo la cañita, que sale a los pedos, el gordo deja los truenos y sale corriendo con la bolsa, tropieza, llega tarde, se arroja un segundo después, la cañita —no se sabe por qué maldita ley (supongo) física— pega la vuelta, es decir, vuelve a subir, me estalla en la cara y me hace vacilar. Entonces ocurre lo peor, se cae la escalera y yo quedo colgado de las bambalinas, mientras en la prosa más vulgar lo puteo al gordo que se tapa la cara con la bolsa para no mirar.
El efecto piadoso se fue al diablo, el diablo como se había tomado el papel en serio se reía como un loco y la cosa se transformó en la comedia más divertida del año. Podría hasta asegurar con cierto orgullo que este hecho puede tomarse como la anticipación más lejana del Di Tella.

Fuente: Restivo, Néstor y Sánchez, Camilo (1999): Haroldo Conti: biografía de un cazador, Buenos Aires, Homo Sapiens-Tea, pp. 45-46.

jueves, julio 28, 2011

Presentación Bellas Letras de Luis Sagasti

miércoles, julio 27, 2011

La abanderada de los humildes (6)

En 1971, Juan José Hernández publica una novelita genial: La ciudad de los sueños. La trama, construida a través de un coro de géneros textuales (en un punto se toca con Puig, y sin embargo, no trabajan desde la misma perspectiva), se desenvuelve entre Tucumán y Buenos Aires, en los primeros años del peronismo, y toma la historia de una joven que busca en las luces de la Capital una oportunidad de trabajo y fama, amparada por los cambios sociales y políticos.
Hacia el final, Hernández escribe un breve capítulo en el que los pensamientos de la abuela, oligarca y cristiana, se entremezclan con Evita hablando para los humildes de Tucumán. La ciudad de los sueños es un hermoso relato (y vuelvo a recomendar enfáticamente su lectura) y viene a sumarse a este espacio que aporta otras representaciones de la señora, de esa mujer.

La ciudad de los sueños (Juan José Hernández) (fragmento)

No puede dejar de oír la voz de la mujer; sale vibrante y exaltada de los altoparlantes colocados en los naranjos y faroles de la plaza; se eleva por encima de la multitud enardecida que repite su nombre; atraviesa los anchos muros de la casa de los Figueras y como una oleada de furor invade patios y corredores para llegar al cuarto en el que doña Brígida desgrana las cuentas de su rosario de azabaches: séptimo y último misterio gozoso. Descamisados, la oligarquía no está muerta, acecha y espera a pegar su zarpazo traicionero.
Imposible no oír la voz de la serpiente, la señal de la que hablaba el padrecito en su último sermón. ¿A qué había venido esa mujer con el mismo nombre de esa otra, maldita, por quien la humanidad fue privada del Paraíso? Anunciaba el odio, la destrucción. Aunque apareciese retratada bajo palio como el Santísimo, ella no se engañaba: la mujer que vociferaba en la plaza era la aliada del maligno, la hembra de los ejércitos que llegaba de la gran ciudad con su lenguaje de violencia y abominaciones.
Pobres habrá siempre, había dicho Jesús. Pero la pobreza evangélica tenía dignidad: evocaba tierras áridas, pedregales. En la provincia, en cambio, era un fruto nauseabundo que la naturaleza prodigaba a manos llenas. Jardín de la República, decían con orgullo. Jardín lleno de moscas para un pueblo de idólatras sensuales y holgazanes.

martes, julio 26, 2011

Voy

lunes, julio 25, 2011

Mamajuana


Dos secciones me emocionan de la revista Mamajuana, una cuidada revista virtual de cultura en el sentido amplio del término (literatura, pensamiento, música, arte), la de videojuegos (Memory Card) y la de comics (Comics Code). Recorran esas dos y después me cuentan regocijados qué les parecieron las lecturas sobre la OBRA de Garth Ennis y sobre el boicot atrevido al fútbol que significó la Nintendo World Cup. Una belleza.

Gracias al amigo Alberto S. por la recomendación.

domingo, julio 24, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (X)

ABSALÓN AMET

Absalón Amet, relojero de La Rochelle, puede llamarse en cierto modo el precursor oculto de una parte no despreciable de lo que más adelante sería denominado la filosofía moderna —tal vez de toda la filosofía moderna—, y más exactamente de aquel amplio sector de investigación con fines superfluos o decorativos que consiste en la casual aproximación de vocablos que en la práctica corriente rara vez mantienen contacto entre sí, con la consiguiente deducción del sentido o de los sentidos que eventualmente se puedan desprender del conjunto; por ejemplo: «La Historia es el movimiento de la nada hacia el tiempo», y combinaciones semejantes. Hombre del siglo XVIII, hombre habilidoso, Amet jamás pretendió la sátira o el conocimiento; hombre de mecanismos, no quiso mostrar otra cosa que un mecanismo. En el cual se ocultaba amenazador —pero él no lo sabía— un hormigueante futuro de deshonestos profesores de semiótica y de brillantes poetas de vanguardia.
Amet había inventado y fabricado un Filósofo Universal que al comienzo ocupaba la mitad de una mesa pero que al final llenaba toda una habitación. El aparato consistía esencialmente en un conjunto bastante sencillo de ruedas dentadas movidas por muelles y reguladas en su movimiento por un mecanismo especial de resorte que detenía periódicamente el engranaje. Cinco (en la versión inicial) ruedas coaxiales, de diámetro diferente, con otros tantos cilindros gruesos y pequeños, enteramente recubiertos de etiquetas, cada una de las cuales llevaba escrito encima un vocablo. Estas etiquetas iban pasando sucesivamente ante una pantalla de madera dotada de ventanillas rectangulares de modo que en cada pausa, mirando por el otro lado de la pantalla, podía leerse una frase, siempre casual pero no siempre desprovista de sentido. Marie Plaisance Amet, única hija del relojero, leía estas frases y transcribía las más curiosas o apodícticas en su grueso cuaderno de contable.
Los vocablos del primer cilindro eran todos sustantivos, precedido cada uno de ellos del correspondiente artículo. En el segundo cilindro estaban los verbos. En el tercero, las preposiciones, propias e impropias. En el cuarto, estaban escritos los adjetivos y en el quinto de nuevo los sustantivos, diferentes, sin embargo, de los del primero. Los cilindros se podían hacer subir o bajar a voluntad, lo que permitía una variedad casi infinita de combinaciones. De todos modos, esta primera forma del Filósofo Universal, á six mots, seguía siendo evidentemente demasiado rudimentaria, a partir del momento en que sólo podía ofrecer pensamientos del tipo: «La vida-gira-hacia-igual-punto», «La mujer-elige-bajo-bajos-impulsos», «El universo-nace-de-mucha-pasión», u otros más frivolos todavía.
Para un mecánico experto como Amet, confeccionar un Filósofo más evolucionado, capaz, por tanto, de producir giros sintácticos más atrevidos y sentencias más memorables, sólo era cuestión de paciencia y de tiempo, dos cualidades que estaba claro que la desaparecida comunidad protestante de La Rochelle no regateaba a sus miembros. Añadió adverbios de todo tipo: de modo, lugar, tiempo, cantidad, calidad; añadió conjunciones, negaciones, verbos sustantivados y cien refinamientos semejantes. A medida que el relojero insertaba ruedas, cilindros y ventanillas en la pantalla de lectura, el Filósofo aumentaba de volumen, y también de superficie. El ruido de los engranajes evocaba a la joven Plaisance el rumor interior de un cerebro atareado, mientras a la luz de una, dos y finalmente tres velas, cada paso le ofrecía un pensamiento, cada combinación un motivo de reflexión, en las largas tardes de otoño frente al gris océano.
No es que no anotase en su cuaderno frases del tipo: «El gato es indispensable para el progreso de la religión», o bien «Mañana casarse no vale un huevo inmediatamente»; pero ¡cuántas veces sin saberlo registró su pluma conceptos entonces oscuros y que un siglo, dos siglos después, serían llamados frases luminosas! En la colección publicada en Nantes en 1774, a nombre de Absalón y Plaisance Amet con el título de Pensées et Mots Choisis du Philosophe Mécanique Universel, encontramos por ejemplo una frase de Lautréamont: «Los peces que alimentas no se juran fraternidad», otra de Rimbaud: «La
música sapiente falta a nuestro deseo», una de Laforgue: «El sol depone la estola papal». ¿Qué sentido de la irrealidad futura indujo a la joven —o a su padre en su lugar— a elegir entre millares de frases insensatas éstas que un día merecerían ser recopiladas?
Pero tal vez son más notables las de carácter estrictamente filosófico, en el sentido más amplio de la palabra. Sorprende leer en un libro de 1774: «Todo lo real es racional»; «El hervido es la vida, el asado es la muerte»; «El infierno son los demás»; «El arte es sentimiento»; «El ser es devenir para la muerte»; y tantas otras combinaciones del mismo tipo convertidas hoy en más o menos ilustres.
No sorprende, en cambio, saber que los tres únicos ejemplares que quedan del libro de los Amet se encuentran ahora, los tres, en la pequeña y desordenada biblioteca municipal de Pornic, Bajo Loira. Tal vez ya sea tarde para descubrirlos: no tardará en llegar un día, en efecto, si es que no ha llegado ya, en que todas las proposiciones del Filósofo Mecánico Universal, y otras muchas más combinaciones de vocablos, habrán sido acogidas con el debido respeto en el seno generoso de la Historia del Pensamiento Occidental

sábado, julio 23, 2011

DNI

La reducción del hombre a la vida desnuda es hoy a tal punto un hecho consumado, que esta ya se encuentra en la base de la identidad que el Estado les reconoce a sus ciudadanos. Así como el deportado a Auschwitz ya no tenía nombre ni nacionalidad y era sólo ese número que se le tatuaba en el brazo, del mismo modo el ciudadano contemporáneo, perdido en la masa anónima, equiparado a un criminal en potencia, se define sólo a partir de sus datos biométricos y, en última instancia, a través de una especie de antiguo destino aún más opaco e incomprensible: su ADN. Y, sin embargo, si el hombre es aquel que sobrevive indefinidamente a lo humano, si siempre hay humanidad más allá de lo inhumano, entonces una ética debe ser posible incluso en el extremo umbral posthistórico en el que la humanidad occidental parece estar atascada, a la vez satisfecha y estupefacta. Como todo dispositivo, la identificación biométrica captura también, de hecho, un deseo más o menos inconfesado de felicidad. En este caso, se trata de la voluntad de liberarse del peso de la persona, de la responsabilidad tanto moral como jurídica que ella comporta. La persona (tanto en su aspecto trágico como cómico) es también la portadora de la culpa; y la ética que ella implica es necesariamente ascética, porque está fundada en una escisión (del individuo en relación a su máscara, de la persona ética en relación a la jurídica). Es contra esta escisión que la nueva identidad sin persona hace valer la ilusión, no de una unidad, sino de una multiplicación de máscaras. En el punto en que enclava al individuo en una identidad puramente biológica y asocial, le promete dejarlo asumir en internet todas las máscaras y todas las segundas y terceras vidas posibles, ninguna de las cuales podrá pertenecerle jamás en sentido propio. A ello se suma el placer, rápido y casi insolente, de ser reconocidos por una máquina, sin la carga de las implicaciones afectivas que son inseparables del reconocimiento operado por otro ser humano. Cuanto más ha perdido el ciudadano metropolitano la intimidad con los otros, cuanto más incapaz se ha vuelto de mirar a sus semejantes a los ojos, tanto más consoladora es la intimidad virtual con el dispositivo, que ha aprendido a escrutar su retina tan en profundidad. Cuanto más ha perdido toda identidad y toda pertenencia real, tanto más gratificante es ser reconocido por la Gran Máquina, en infinitas y minuciosas variantes: desde la barra giratoria en la entrada del metro hasta el cajero automático, desde la cámara que lo observa benévola mientras entra en el banco o camina por la calle, el dispositivo que abre la puerta de su cochera, hasta el futuro carnet de identidad obligatorio que lo reconocerá inexorablemente siempre y en todo lugar por lo que es. Yo estoy ahí si la Máquina me reconoce o, al menos, me ve; estoy vivo si la Máquina, que no conoce sueño ni vigilia, sino que está eternamente despierta, garantiza que vivo; y no soy olvidado, si la Gran Memoria ha registrado mis datos numéricos o digitales.
Agamben, Giorgio (2011): "Identidad sin persona" en Desnudez, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, pp. 76-77.

viernes, julio 22, 2011

What if...?



Visto en Yahoo!.

jueves, julio 21, 2011

No logo


Visto en Bife Angosto Unlimited.

martes, julio 19, 2011

Presentación de Formas frágiles y La música en el grupo Sur de Pablo Gianera

lunes, julio 18, 2011

Writers

Traicionar es un trabajo mal pago, además de impreciso. Cuando alguien se dedica casi exclusivamente a traicionar, lentamente va cambiando su vida. Puede decirse que, en términos tan generales que la excepción siempre confirma la regla, los traidores se vuelven recoletos, se quedan más tiempo en su casa, se sumergen, incluso en sus momentos libres, en las traiciones de otros, para comparar, o, presas de pronto un ataque de autosuficiencia, dejan de consumir por completo traiciones, se remiten lisa y llanamente a los hechos originales, los recubren de una pátina de autenticidad mística, fingen estar por completo alejados de las traiciones, salvo las propias. Como si esa recurrencia a los hechos o las pasiones o los sentimientos o las furias previas a ser traicionadas, recubriera, por contagio, de autenticidad metafísica, definitiva, las traiciones propias.
Así comienza "Traidores", unos de los relatos que forma parte de The book of writers (Caballo negro editora, 2010) de Elvio E. Gandolfo, un pequeño libro de historias sobre escritores, escrituras y encuentros (a lo Henry James, tal como lo señala en la nota final, pero también a lo Chitarroni, a lo Bolaño). En un tiempito escribiré algo más sobre el mismo, baste decir que Gandolfo es como Gardel, cada día escribe (o se reescribe) mejor y que este libro te atrapa y te transporta a ese mundo de egos, misterios y creaciones que fue, es y será campo literario (argentino y no argentino). Salud!

jueves, julio 14, 2011

Ave

Yo soy aquel que reseñó la primera y la segunda parte por lo que la aparición de la tercera y última, Cine III. La inmortalidad, sólo puede alegrarme y hacerme desear. La tengo ahí, esperándome, ya llegará algún comentario sobre la misma. Todo concluye al fin...

martes, julio 12, 2011

Japanize me

–¿Qué tiene que ver esto con el fin de la Historia? Es que el snobismo es la negatividad gratuita. En el mundo de la Historia, la Historia misma se ocupa de engendrar el modo de la negatividad que es esencial a lo humano. Si la Historia ya no habla, se fabrica ella misma la negatividad. El snobismo puede llegar muy lejos. Se puede morir por snobismo, como los kamikazes. Conoce sin duda la historia de Federico II, en el campo de batalla, cuando escucha los gritos de un joven herido mortalmente en el vientre: “Hay que morir como es debido”, y pasa. O César, atravesado de puñales y que cubre con los pliegues de su toga las heridas de sus piernas. Quiero decir que si lo humano se funda en la negatividad, el fin del curso de la Historia abre dos vías: japonizar occidente o americanizar Japón, es decir, hacer el amor de modo natural o como monos sabios.
Acá, una vieja entrevista a Alexander Kojève, el sobrino de Kandinsky, el espía en Moscú, el clausurador de Historias.

domingo, julio 10, 2011

Presentación Locas de Silvia Chavanneau

sábado, julio 09, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (IX)

KLAUS NACHTKNECHT

Pocos años después del descubrimiento del radio, circuló el rumor de sus propiedades maravillosas, de manera especial terapéuticas; noticia vaga e imprecisa pero difundida. Partiendo de la optimista premisa de que todo lo que se descubre sirve para algo —si exceptuamos los dos Polos, el Norte y el Sur—, el honesto periodismo de la época concedió el debido relieve a cualquier tipo de hipótesis, todas falsas, sobre esa nueva fuente de radiaciones. De la misma manera que en el siglo XVII la gente que seguía la moda se brindaba por extravagancia a las sacudidas eléctricas, la gente que seguía la moda en los primeros años del siglo XX quiso brindarse, por higiene, a la radiactividad.
De Karlsbad a Ischia, las aguas y los fangos termales fueron cuidadosamente analizados, y se descubrió, en efecto, así es el destino de todas las cosas del universo, que eran en cierta medida radiactivos; aguas y fangos se sintieron más preciosos, y con grandes carteles y publicidad en la prensa anunciaron al público su nueva y salubre condición. En Budapest el padre de Arthur Koestler, fabricante de jabón, hizo analizar igualmente las tierras de las que sacaba algunos ingredientes de su jabón; y habiéndose revelado también éstas, al igual que todas las tierras del globo, radiactivas, Koestler padre puso en venta con el consiguiente éxito sus pastillas de jabón radiactivas, llamadas después rádicas: sus benéficas influencias convertían, como era de prever, en cada vez más sana y hermosa la piel. Su ejemplo fue imitado en otros países. Cuando estalló la bomba de Hiroshima, y quedó claro para muchos que la radiactividad no siempre hacía resplandecer la piel, esos jabones cambiaron de nombre y de publicidad, pero, con estimable obstinación, termas y fangos radiactivos mantuvieron todavía durante años ese manifiesto interés que promueven las fuerzas secretas de la naturaleza.
Con el mismo espíritu científico-publicitario, se inició en 1922 aquella admirable aventura orogenética que fue la cadena de hoteles volcánicos de Nachtknecht y Pons. Hijo del Pons de Valparaíso propietario de una famosa cadena de hoteles meramente oceánicos y balnearios, de los que las crónicas mundanas recuerdan el lujo asiático del Gran Pons de Viña del Mar junto al Pacífico y la mediocridad europea del Nuevo Pons de Mar del Plata junto al Atlántico, Sebastián Pons tuvo la suerte de conocer en la Universidad de Santiago a un geólogo alemán emigrado, sin la menor fama y llamado Klaus Nachtknecht.
Obligado por las estrecheces de un inestable exilio, Nachtknecht se ganaba la vida como profesor de alemán, materia de las más facultativas, en la Facultad de Ciencias, cosa que obviamente exasperaba su insatisfecha pasión geológica, hecha todavía más profunda por la muda, multitudinaria y superabundante proximidad de los Andes. Mientras sus compatriotas morían en Ypres como pulgas en una sartén, Nachtknecht cultivaba en silencio, en el invernadero de su lengua impenetrable, diferentes y solitarias teorías. A Pons, que era su discípulo predilecto, mejor dicho, su único discípulo, confió su más querida, su más ensoñada y original teoría, la de las radiaciones volcánicas.
En pocas palabras, Nachtknecht había descubierto que el magma desprende radiaciones de enorme poder vivificante y que nada favorece tanto la salud como vivir sobre un volcán, o al menos bajo un volcán. Citaba como ejemplo y confirmación la belleza y la longevidad de los napolitanos, la inteligencia de los hawaianos, la resistencia física de los islandeses, la fecundidad de los indonesios. Ocurrente como todos los alemanes, mostraba un gráfico sobre la longitud del miembro viril en los diferentes pueblos y países del mundo, con puntas indiscutiblemente envidiables en las regiones volcánicamente más activas. Dicho gráfico, que en las esferas académicas tal vez habría sido acogido con perplejidad, acabó de convencer a su joven alumno.

viernes, julio 08, 2011

Ideando la fuga


“Una fuga total es algo de lo que no hay regreso posible; es irreparable porque anula el pasado. Por eso, puesto que yo ya no podía cumplir con las obligaciones que me había impuesto la vida o me había impuesto yo, ¿por qué no romper la cáscara hueca que me había pasado cuatro años fingiendo que rompía? Tenía que seguir siendo escritor porque era mi único medio de vida, pero podía parar todo intento de ser una persona; de ser bueno, justo o generoso”.

Francis Scott Fitzgerald, 1936

Habemus reedición en español de El crack-up de Scott Fitzgerald (traducción de Marcelo Cohen, prólogo de Alan Pauls), gracias a la editorial Crack-up. El libro incluye muchos más textos por lo que estuve relojeando en librerías. El viernes 22 de Julio se estará presentando en la librería Crack-up, habrá más información, manténgase sintonizado. Otra buena noticia.

jueves, julio 07, 2011

Luthor 5


Salió el número 5 de Luthor, esa revista de teoría cultural-literaria obsesionada con el método. De este número, me gustaron particularmente "Press start: la posibilidad de los games studies" de Ezequiel Vila, una cuidada discusión con los especialistas de games studies en torno del concepto de narración, tiempo y lector en los videojuegos (los ejemplos que va proponiendo Ezequiel se ajustan con elegancia a su argumentación) y "Y mi abuela patea calefones: comenzar a pensar la incoherencia y la contradicción" de Gustavo Riva, quien busca poner en duda la incoherencia como reprobable (y de paso, cuestionar el estilo TVR, sostenido en la contradicción como "denuncia"). La única crítica constructiva que le haría es la ausencia total de imágenes, dibujitos, gráficos, algo que vuelva más amena la lectura de textos con un nivel de academicismo y sofisticación que por momentos me distrae. En fin, léala y polemice.

PD.: El nombre de la revista sigue pareciéndome un verdadero acierto, de esos para sacarse el sombrero.

miércoles, julio 06, 2011

(Early Nothing) (Edgardo Cozarinsky)

“La ciudad donde nací y me crié. La ciudad donde todo ocurrió. Me escapé, pero no se puede huir del paisaje de nuestros sueños. Mis pesadillas todavía ocurren en las calles de…”
Ross Macdonald: The chill

Los niños extasiados ante una proyección de diapositivas advertirán tarde o temprano la textura, por más fina que sea, de la pantalla donde se posan esas visiones fugitivas de pagodas, fiordos y beduinos. Su fascinación ante estas maravillas fugaces no ha de sufrir porque reconozcan la superficie plateada que permite a la luz reflejarse en formas y colores siempre cambiantes. (Poco importa si, en vez de la trama sintética o tejida de una pantalla, esa textura es la superficie lisa o granulosa de una pared: en ella, los accidentes de pintura o papel pueden poner de relieve, más dramáticamente, la naturaleza del soporte.) El reconocimiento de intervalos enceguecedores o sombríos entre una diapositiva y otra equivale a una caída feliz del estado de gracia, a una bienvenida en el reino del conocimiento.
Nacimos en una ciudad llamada Buenos Aires y allí vivimos muchos años. La ciudad es, según la ley, un distrito federal y la capital de la Argentina, una república en el extremo sur de América del Sur, cuya tendencia endémica parece ser la de vivir por debajo de sus medios, así como la de su capital es vivir por encima de los suyos. El crecimiento desmedido de ese puerto mercantil; su irritación ante los dispares territorios reunidos en un país, al que de todos modos no presta demasiada atención; su sensibilidad para las modas importadas y el prestigio de la simple distancia: todos estos rasgos de su carácter han sido reconocidos tanto por hombres de letras como por políticos tránsfugas. Ahora que ya no tenemos que soportar sus ataques de desvalimiento y arrogancia, cuando pensamos en la ciudad advertimos que, si ese divorcio realmente existe, entonces somos hijos de Buenos Aires y no de la Argentina. Porque es el gusto a cloro del agua de la canilla, el urbanismo salvaje y la locuacidad confianzuda de su gente lo que nos formó; no la vacía inmensidad de la pampa, ni los cristalinos lagos de montaña, ni las selvas lujuriosas.

martes, julio 05, 2011

Tres por tres

lunes, julio 04, 2011

La flexión paranoica (II)


Change your name to Miles, Dean, Serge, and/or Leonard, baby, she advised her reflection in the hall; light of that afternoon's vanity mirror. Either way, they'll call it paranoia. They. Either you have stumbled indeed, without the aid of LSD or other indole alkaloids, onto a secret richness and concealed density of dream; onto a network by which X number of Americans are truly communicating whilst reserving their lies, recitations of routine, arid betrayals of spiritual poverty, for the official government delivery system; maybe even onto a real alternative to the exitlessness, to the absence of surprise to life, that harrows the head of everybody American you know, and you too, sweetie. Or you are hallucinating it. Or a plot has been mounted against you, so expensive and elaborate, involving items like the forging of stamps and ancient books, constant surveillance of your movements, planting of post horn images all over San Francisco, bribing of librarians, hiring of professional actors and Pierce Inverarity only knows what-all besides, all financed out of the estate in a way either too secret or too involved for your non-legal mind to know about even though you are co-executor, so labyrinthine that it must have meaning beyond just a practical joke. Or you are fantasying some such plot, in which case you are a nut, Oedipa, out of your skull.
Those, now that she was looking at them, she saw to be the alternatives. Those symmetrical four. She didn't like any of them, but hoped she was mentally ill; that that's all it was. That night she sat for hours, too numb even to drink, teaching herself to breathe in a vacuum. For this, oh God, was the void. There was nobody who could help her. Nobody in the world. They were all on something, mad, possible enemies, dead.

Pynchon, Thomas (1986 [1966]): The crying of lot 49, New York, Harper & Row, 170-171.

Ya puedes empezar a llamarte Miles, Dean, Serge y/o Leonard, querida, recomendó al reflejo que le devolvía el espejo del tocador en la penumbra de la tarde. De todos modos van a llamarte paranoide. Ellos. O te has dado de narices, sin necesidad de tomar LSD ni otros alcaloides del indol, con un delirio condensado y pletórico de detalles; con una red que una cantidad indeterminada de norteamericanos utiliza para comunicarse en serio mientras guarda sus mentiras, sus monsergas cotidianas y su patente pobreza de espíritu para el correo oficial; puede que incluso con una auténtica alternativa a la falta de salidas, a esa vida carente de sorpresas que tortura a todos los norteamericanos que conoces, incluida tú, querida. O se trata de una alucinación. O de una intriga contra ti, una intriga complicadísima, que no ha reparado en gastos y que ha supuesto actividades como falsificar sellos y libros antiguos, vigilar continuamente tus movimientos, llenar San Francisco de trompas con sordina, sobornar a libreros, contratar a actores profesionales y un sinfín de detalles secundarios que sólo Dios y Pierce Inverarity conocían, y todo ello sufragado con el dinero de la herencia de un modo o demasiado secreto o demasiado enrevesado para que se entere tu cabecita que nada sabe de asuntos jurídicos, aunque seas coalbacea, una intriga tan tortuosa que por fuerza tiene que ser algo más que una broma pesada. O te has imaginado que existe tal intriga, en cuyo caso estás chiflada, Edipa, te falta un tornillo.
Mirándolo bien, tales eran las únicas alternativas posibles. El cuarteto equivalente. Ninguna de ellas le hacía gracia, pero prefería estar mentalmente enferma y que a esto se redujera todo. Aquella noche estuvo horas, demasiado embotada incluso para emborracharse, aprendiendo a respirar en el vacío. ¡Porque aquello era el vacío, rediós! Y nadie podía ayudarla. Nadie en el mundo. Todos estaban metidos en algo, o estaban locos, o eran presuntos enemigos, o estaban muertos.

Pynchon, Thomas (2010 [1966]): La subasta del lote 49, Buenos Aires, Tusquets, 170-171.

Lesiones de inglés


David Wapner juega con el inglés, frases simples y cotidianas, y le hace decir sus apatencias ideológicas: Lesiones de inglés.

Gracias a OmarG por la referencia.

domingo, julio 03, 2011

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (VIII)

ROGER BABSON

New Boston, en New Hampshire, USA, fue la primera y duradera sede de la Fundación para la Búsqueda de la Gravedad, considerada por sus enemigos como la institución científica más inútil del siglo veinte. Su objetivo manifiesto era el de descubrir una sustancia capaz de aislar y anular la fuerza de la gravedad.
Dos hombres célebres habían contribuido inconscientemente a poner en marcha la empresa. El primero había sido H. G. Wells, que en su novela Los primeros hombres sobre la luna se refiere al descubrimiento de una aleación, llamada por su inventor “cavorita”, que cumple dicha condición. El segundo inductor había sido Thomas Alva Edison, también él versátil inventor. Cierto día que charlaba con su adinerado amigo Roger Babson, Edison le había dicho: «Recuerda, Babson, que no sabes nada de nada. Yo te diré lo que debieras hacer: descubrir una sustancia para aislar la fuerza de la gravedad. Debería ser una aleación especial de metales.» Babson era un hombre extremadamente realista y, al mismo tiempo, extremadamente idealista, combinación que a veces produce interesantes resultados; parece, además, que era extremadamente ignorante.
Como sede de la Fundación había elegido la pequeña ciudad de New Boston, por el exclusivo motivo de que, si bien también se llamaba Boston, estaba suficientemente alejada de Boston, en la eventualidad de que Boston fuese destruida por una bomba atómica. El proyecto primitivo de Babson era más bien simple: se trataba de experimentar todas las aleaciones de metales imaginables, hasta encontrar la deseada.
Puesto que las aleaciones posibles son obviamente infinitas, pronto quedó claro que la empresa también resultaría infinita; de modo que la Fundación decidió ocuparse de otras actividades menos monótonas, pero, en cualquier caso, centradas en problemas gravitatorios. Por dar un ejemplo: se organizó una cruzada contra las sillas, consideradas artefactos totalmente inadecuados para defendernos de las subrepticias presiones que la gravedad ejerce sobre nuestro cuerpo: según Babson, esas presiones se pueden vencer con toda sencillez sentándose sobre la alfombra.
En 1949, la Fundación hizo publicar en las revistas «Popular Mechanics» y «Popular Science», bastante populares efectivamente, el siguiente anuncio: «GRAVEDAD. Si usted está interesado en la gravedad, escríbanos. Ningún gasto.» El anuncio no tuvo el menor éxito. Se creó entonces un premio al mejor ensayo sobre la gravedad. El texto no podía superar las 1.500 palabras, y podía tratar sobre cualquiera de los siguientes elementos: 1) cómo obtener una aleación capaz de aislar, reflejar o absorber la gravedad; 2) cómo obtener una sustancia de características tales que sus átomos se movieran o se mezclaran en presencia de la gravedad, de modo que produjera calor gratis; 3) cualquier otro sistema razonable de aprovechar la fuerza de la gravedad. El primer premio consistía en mil dólares.
En 1951, la Fundación celebró su primer Congreso Internacional, siempre en New Boston. A los participantes al congreso se les hizo sentar en sillones especiales, llamados antigravitatorios, con el fin de favorecer la circulación de la sangre; a los congresistas que ya sufrían de molestias circulatorias, los organizadores les ofrecían píldoras de Priscolén, un fármaco elaborado por Babson contra la gravedad. En un local contiguo se exhibía el lecho de Isaac Newton, que Babson había adquirido poco antes en Inglaterra.
Mientras Babson garantizó su supervivencia, el instituto se dio a conocer menos por los premios anuales al mejor ensayo contra la gravedad, conferido por un jurado de profesores de física, que por la abundancia de panfletos y opúsculos de carácter científico-moral que distribuía regularmente entre los posibles interesados en dicho tipo de investigación: bibliotecas, universidades, científicos eminentes. Contenían observaciones del siguiente tipo:
«Muchas personas inteligentes están convencidas de que las fuerzas espirituales pueden modificar la atracción de la gravedad, como se puede deducir del testimonio de algunos profetas del Antiguo Testamento, los cuales se alzaron hasta el cielo, así como del fenómeno de la Ascensión de Jesucristo. No hay que olvidar, además, el episodio de Jesús caminando sobre las aguas. Todos habrán observado que los Ángeles siempre son presentados en abierto desafío a las leyes de la gravedad.»
En el opúsculo de Mary Moore sobre el tema, Gravedad y posición, se propone la utilización de un busto o corsé permanente con el fin de impedir que la gravedad, con su obstinada atracción, nos lleve a inclinarnos demasiado hacia adelante o hacia atrás, cosa que habitualmente hace envejecer a las personas con mayor rapidez. En el opúsculo contra las sillas, obra del propio Babson, el creador de la Fundación explica el porqué es más higiénico sentarse sobre alfombras; si eso resultara luego imposible (porque no hay alfombra, o porque la alfombra está sucia) queda la solución de sentarse en cuclillas; y si tampoco eso es posible, sobre un taburete con una altura que no sea superior a los diez centímetros.
Los peores efectos de la gravedad se producen, sin embargo, cuando por grave descuido nos dormimos con la cara hacia arriba. Para no incurrir en esta perniciosa costumbre conviene abotonarse detrás del cuello del camisón o del pijama una pelota de goma, de cinco a seis centímetros de diámetro. Para ello convendrá hacerse coser una especie de bolsillo en el cuello, en el cual se colocará la pelota antes de acostarse, de modo que pueda ser extraída cuando mandemos el camisón o el pijama a la lavandería. Cualquier persona es libre, en todo caso, de resolver el problema de la pelota en el cuello como mejor le parezca.
En otro ensayo sobre el tema «Gravedad y ventilación», Babson exalta la sana costumbre de dejar abiertas todas las ventanas, siempre, en verano y en invierno, bajo cualquier clima. El autor confiesa que descubrió las ventajas de la ventilación a una tempranísima edad: en aquella época estaba gravemente enfermo de tuberculosis, pero gracias al método de su invención (no cerrar nunca puertas ni ventanas) consiguió sanar en pocos meses de la tisis. Ahora, en la edad madura, por mucho que nevara y aullase el viento en el exterior, Babson seguía trabajando en su estudio abierto a las tempestades, envuelto en su abrigo calentado con baterías; algunos días hacía tanto frío en la habitación que la secretaria, que también estaba totalmente envuelta de mantas, se veía obligada a servirse de dos martillitos de goma para escribir a máquina lo que le dictaba el Fundador.
Este había descubierto asimismo que para hacer circular aire viciado conviene dotar a los suelos de las habitaciones de una ligera inclinación, de manera que la fuerza de la gravedad pueda llevarse el aire enrarecido, a través de los agujeritos abiertos en las paredes, como si fuera agua sucia. Una casa semejante fue construida en New Boston: todos los suelos de las habitaciones presentan una pendiente del siete por ciento.
Roger Babson, conocido sobre todo como agente de bolsa, era propietario además de una compañía de diamantes, de una gran factoría de conservas de langosta, de una fábrica de alarmas de incendio, de una cadena de supermercados y de muchas tierras y cabezas de ganado en Nuevo México, en Arizona y en Florida. Un solo temor, probablemente, oscurecía su vida: la bomba atómica. En otro Instituto de su propiedad, el Utopia College de Kansas, todos los edificios estaban unidos entre sí por galerías subterráneas, en previsión de un ataque de ese tipo. Por el mismo motivo, Babson había abierto cien cuentas idénticas, o depósitos de emergencia, en cien bancos diferentes, esparcidos por toda el área geográfica de los Estados Unidos, de Puerto Rico a Alaska y a las Hawai.

sábado, julio 02, 2011

Cóctel sentimental

Seguimos mandándonos mensajes, me olvidé de preguntarle si todavía usa piercings. Miro las fotos de su álbum, efectivamente está muy flaco, pero sigue igual de sexy. No me vendría mal bajar de peso —pienso—, tendría que probar ese cóctel. A mí también me cuesta mirarme en el espejo, pero no por los kilos de menos, sino por los kilos de más. Y también por los años, por las canas, porque ya no veo reflejada mi alegría de juventud. Los tratamientos con sus efectos secundarios, las lipodistrofias o la pérdida de peso o de novios, puede ser, pero también el tiempo que pasa. ¿Quién iba a decirlo? ¡El tiempo pasa! Lloremos.
Pablo Peréz sigue con Soy Positivo. Ahora, la trama a cobrado un tono sentimental y nostálgico tan delicado que conmueve (los hombres en cuero también lloran). Esperamos ansiosos la antología de este bello folletín, un folletín para nuestro tiempo (sin pretensiones de alta literatura, con conflictos humanos demasiado humanos) que viene sacudiéndonos hace un tiempo.

viernes, julio 01, 2011

Viajemos...

 

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