sábado, febrero 11, 2012

Minotauro pynchoniano


Pronto, según la dialéctica del Libro, Pointsman estará solo, se deslizará por un negro campo hacia la isotropía, hacia el cero, con la esperanza de ser el último en irse... ¿Habrá tiempo? Él tiene que sobrevivir..., intentar conseguir el Premio, no por su propia gloria, no, sino para cumplir una promesa para con el grupo humano de siete al que perteneció en otro tiempo, aquel grupo que no lo consiguió... Aquí está la imagen de un médium, iluminado desde atrás, solo junto a la alta ventana del Grand Hotel, el vaso de whisky alzado hacia el límpido cielo subártico y «por ustedes, pues, camaradas; mañana todos nosotros estaremos en escena; ocurre que sólo Ned Poinstman nos sobrevivió a todos, eso es todo...». A ESTOCOLMO... Su grito de combate, y, después de Estocolmo, un borroso, un prolongado y dorado anochecer...
Sí, cierta vez creyó que lo estaba esperando un Minotauro, ¿saben?: solía soñar que él corría hasta la última sala, la bruñida espada a punto, gritando como el jefe de un comando, soltándolo todo al final: un auténtico y maravilloso climax de vida en su interior por primera y última vez, mientras el rostro se volvía hacia él, viejo, cansado, sin captar nada de la humanidad de Pointsman, sólo dispuesto a presumir ante él con otra rozadura de cuerno, otro golpe de pezuña, convertidos en rutina desde hacía mucho tiempo (pero esta vez habría lucha: Minotauro sangrante, la maldita bestia; gritos desde lo más profundo de su propio interior, cuya virilidad y violencia lo sorprenderían)... Éste era el sueño. Los lugares y las caras cambiaban; poco de él sobrevivía, salvo la estructura, a la primera taza de café y a la plana pastilla beige de bencedrina. Podía ser un parque de camiones al amanecer, el pavimento recientemente regado con mangueras, lleno de manchas marrones de grasa; los camiones con toldos de color oliva, cada uno con un secreto, todos ellos esperando..., pero él sabe que en el interior de uno de estos vehículos...Y, por fin, tras una detenida rebusca, lo encuentra: el código identificatorio más allá de las voces; sube a la parte trasera, bajo la lona, espera bajo la luz parda y opaca hasta que, a través de la borrosa ventanilla oblonga de la cabina, aparece un rostro, un rostro que él sabe que empieza a volverse..., pero la estructura fundamental es el rostro que se vuelve, el encuentro de los ojos... Acecha el Reichssieger von Thanatz Alpdrucken, el más esquivo de los sabuesos nazis, campeón en Weimar en 1941, que lleva tatuado dentro de la oreja el número 416832 del registro genealógico tras haber cruzado una Alemania londresificada, con su cada vez menor forma de hígado gris, galopando junto a sombríos canales sembrados de desperdicios de la guerra, entre estallidos de cohetes que nunca lo alcanzan, siempre perseguido, una placa grabada con explosiones, el plano de una ciudad destinada a la inmolación, el de una corteza cerebral humana y otra canina, la oreja del perro ligeramente inclinada, la parte superior de su cráneo reflejando claramente las nubes invernales, metiéndose en un refugio acorazado que se encuentra a varias millas por debajo de la ciudad, una ópera de intriga balcánica en cuya hermética seguridad, en medio de cuyos racimos de disonancia azul irregularmente marcados, Pointsman es incapaz de huir por completo debido al modo de insistir del Reichssieger, siempre en primer plano, sereno, imposible de anular, y de cuya persecución literal regresa de este modo, debe regresar una y otra vez en un rondó febril hasta que, por último, van a parar a la ladera de una colina, al final de una larga tarde de partes enviados por Armagedón, entre hileras escarlata de buganvilla, senderos dorados donde se alza el polvo, columnas de humo a lo lejos sobre la ciudad tentacular que ambos han atravesado, voces en el aire que dicen que América del Sur ha ardido hasta convertirse en cenizas, que el cielo de Nueva York se ha convertido en brillante púrpura debido al nuevo y todopoderoso rayo de la muerte..., y es aquí, por fin, donde el perro gris puede volverse y con sus ambarinos ojos mirar los de Ned Poinstman...
Cada vez, a cada cambio de dirección, su sangre y su corazón son acariciados, batidos, elevados con alborozo e impulsados hacia la helada noctiluca, hacia la fundente y fulgurante termita, mezcla de aluminio y óxido de hierro, de las bombas incendiarias, mientras él comienza a despedir una luz incontenible, mientras las paredes de la cámara adquieren un vivo matiz sangriento, naranja, luego blanco, y comienzan a deslizarse, a fluir como cera..., es un laberinto derrumbándose en anillos hacia fuera, héroe y horror, ingeniero y Ariadna consumidos, fundidos dentro de la luz de él, la loca explosión de él...
Hace ya años. Sueños que apenas recuerda. Hace mucho que los intermediarios han dejado de estar entre él y su bestia final. Le negarían incluso la mísera perversidad de estar enamorado de su propia muerte...
Pero ahora, con Slothrop en el asunto —ángel repentino, sorpresa termodinámica o lo que sea—, ¿cambiará algo? ¿Es posible que Pointsman llegue a tentar al Minotauro, al fin y al cabo?

Pynchon, Thomas (2002[1973]): El arcoiris de gravedad, Barcelona, Tusquets, pp. 219-222.

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