miércoles, marzo 21, 2012

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXXI)

NIKLAUS ODELIUS

Durante cierto tiempo, hacia 1890, los enemigos del darwinismo —que entonces amenazaba con arrastrar a Europa a una nueva herejía, tan atractiva que seducía incluso a las Iglesias militantes— se sintieron tentados de apuntarse a las teorías de Odelius, profesor de zoología de Bergen y corresponsal del Real Instituto de las Ciencias de Königsberg; la tentación fue tan efímera como la teoría.
Como otros muchos estudiosos de su siglo, Odelius había llegado a la conclusión de que el relato de la creación del mundo que nos había dejado Moisés debía ser totalmente revisado. No ya porque la historia del Génesis no hubiera sido inspirada por el propio Dios, sino porque la expresión escrita de dicha inspiración había sido confiada a la lengua hebraica. Ahora bien, es característico de dicha escritura el hecho de aparecer invertida, o en cualquier caso en la dirección que el mundo unánimemente estima invertida, o sea de derecha a izquierda. Era una manera como otra, entre las muchas imaginadas por Dios, aquel eterno burlón, de dar a entender a los lectores que también los hechos descritos estaban invertidos. Generaciones de hombres se habían preguntado cómo era posible que Dios hubiese separado en un día la luz de las tinieblas, y algunos días después creado el sol y las estrellas, que constituyen la única fuente conocida de luz: la respuesta de Niklaus Odelius era simplemente que el sol había sido creado antes que la luz, y el hombre antes que los animales. Eso implicaba curiosas consecuencias.
Como todos los naturalistas de su tiempo, Odelius era evolucionista; fue el único entre sus contemporáneos, en cambio, que seguía sosteniendo, como muchos habían sostenido en los siglos XVII y XVIII, que esta evolución suponía una decadencia; no sólo de un estado de perfección original, cerciorable en mayor o menor medida en las diferentes especies tanto desaparecidas como existentes, sino decadencia también a lo largo de la escala biológica, de especie a especie, de la más antigua y suprema invención de Dios, que es el hombre, hasta los más modernos protozoos. El hombre aquejado por el pecado original se había convertido en mono (no todos, sin embargo, porque quedaban todavía algunos, en el estado originario, para testimoniar la gloria del Creador), el mono en veso, el veso en ballena y así sucesivamente: los lagartos en peces, los peces en calamares, las hidras en amebas; desde sus orígenes el mundo había tomado el camino de un franco descenso.
Niklaus Odelius, zoólogo, supuso que algo parecido debía haber ocurrido con las plantas; pero dejó a los botánicos ese aspecto del problema. Reconocía que la escritura de la creación era en ocasiones decididamente bustrofédica, es decir, que determinadas cosas habían ocurrido después, y otras antes, respecto a como habían sido narradas, o bien testimoniadas por la historia fósil; en cualquier caso, los detalles no le incumbían, lo que le interesaba sobre todo era la gran síntesis, la idea conductora, la genial intuición que no sólo hacía morder el polvo a toda una ralea petulante de darwinistas, sino que arrojaba una luz insólita sobre los milenios alterados de lo creado, este degenerar de Adán en babuino, en perro, el elefante, en pterodáctilo, en serpiente. Eva, en cambio, había degenerado, sugería Odelius, en animalitos amables y femeninos, suaves castores, suntuosos pájaros, preciosas tortugas. La idea de que la tortuga sea un animal precioso, comparable por tanto a la mujer, puede parecer arbitraria actualmente, pero estaba muy difundida a fines del siglo pasado, cuando era usada (la tortuga) para fabricar peines, anteojos y tabaqueras.
Un estudioso capaz de afirmar que los camellos descienden de los árabes, tal vez hubiera podido mantenerse a flote en la Edad Media; pero hace ochenta años, como científico, su fama estaba condenada a una rápida extinción. La ciencia oficial es una fortaleza, en cuyos túneles en ocasiones, tal vez siempre, reina una lucha encendida, pero sus puertas no se abren al primero que llama a ellas. Del Génesis al microbio (1887), la obra en la que Odelius expresa más articuladamente su teoría de la progresiva estultifícación de las especies, habría podido ser acogida con curiosidad, con escepticismo, con repugnancia, con hilaridad; en cambio no fue acogida en absoluto. Nadie se tomó el trabajo de refutarla, lo que es la máxima señal del desprecio científico. No por ello el autor se quitó la vida; en la soledad de la obstinación, vivió el suficiente tiempo como para que le fuera permitido contemplar la llegada de los nazis a Bergen, como confirmación a su jamás repudiada teoría.

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