miércoles, abril 04, 2012

La sinagoga de los iconoclastas (J. R. Wilcock) (XXXII)

LLORENÇ RIBER

Llorenç Riber tuvo la fortuna singular de nacer en una de las casas de pisos construidas por Gaudí en Barcelona; su padre decía que parecía una conejera. Este fue su primer contacto con el arte y con los conejos; ello explica que en materia de arte se convirtiera en un iconoclasta; y en materia de conejos, en un entendido. De la convicción de que él mismo era un conejo sacó tal vez el ímpetu que no tardó en convertirlo en una de las fuerzas más poderosas del teatro contemporáneo; arte al cual supo dar, desde su primera y elástica juventud, tal impulso, que convendrá preguntarse si alguna conseguirá levantarse del lugar donde lo ha enviado dicho impulso. A partir de Riber, nada se ha producido en el escenario que ya no hubiese sido hecho por él.
De la colección de artículos y ensayos Hommage à Ll. Riber (Plon, 1959), compilada con motivo del aniversario de la muerte del director (el cual, como se sabe, fue devorado por un león en las proximidades de Fort Lamy, en el Chad, el 23 de septiembre de 1958, en circunstancias que hasta ahora permanecen ignoradas) transcribimos en primer lugar esta descripción de su persona, tal como fue presentada en 1935 por el critico Enrique Martínez de la Hoz en un diario barcelonés.
El director era entonces extremadamente joven y el crítico no menos hostil, pero el testimonio queda:
“Llorenç Riber llega como un ángel, ligero, casi de puntillas, los brazos abiertos en cruz, las manos que revolotean armoniosamente siguiendo los desplazamientos a derecha o izquierda de los largos cabellos rubios, limpios y lacios. Es muy joven, pero ya ha conseguido hacerse un nombre entre los peores directores de España. En lugar de llevar el jersey debajo de la chaqueta lo lleva al cuello, como un boa, y cada vez que salta de impaciencia ante la incomprensión y la estupidez del mundo, se echa hacia atrás una manga de lana sobre el hombro, irritado, viperinamente amenazador.”
Muy diferente es el tono de los ensayos críticos que lo recuerdan en los años cuarenta y cincuenta, los años de su primera impetuosa madurez, truncados de manera tan lamentable por el rey de los animales, en una zona que, entre otras cosas, no es la suya; parece, en efecto, que era un león vagabundo. Del Homenaje citado hemos elegido cuatro críticas especialmente significativas, cuatro momentos de una carrera cuya única ambición parece haber sido la de abrir al teatro la más original y deslumbrante de las tumbas. Para completar la figura del director prematuramente devorado, añadimos una de las más raras obras de su resistente bolígrafo, el guión para una versión, sin embargo jamás realizada, de un film histórico-legendario que debiera haberse titulado Tristán e Isoldo.

1

Tête de Chien
(Tres actos de Charles Rebmann, Petit Gaumont, Vevey/Entre-deux-Villes)

Dicen que el director Llorenç Riber, no se sabe por qué, tiene la costumbre de introducir uno o varios conejos en cada uno de sus montajes teatrales. Lo hizo en su inolvidable producción de Pelléas et Melissande de Maeterlinck en Poitiers, en la que Pelléas, muerto al final del cuarto acto, reaparecía a comienzo del quinto, en el marco gótico de una elevada ventana del castillo, ataviado como una de las Meninas de Velazquez con un gran conejo de tela entre los brazos. Después en Ibiza, en su versión de Doña Rosita la soltera; allí el conejo estaba vivo y Rosita lo llevaba de paseo en una jaula con ruedas como un papagayo.

En la Esmeralda de Victor Hugo el conejo era un fraile que acompañaba constantemente al Inquisidor Frollo, con dos largas orejas blancas y peludas que le asomaban por debajo de la capucha. En el Escorial de Ghelderode el conejo estaba muerto, despellejado y colgado de un clavo sobre el trono. Un niño vestido de conejillo llevaba una bandeja con refrescos a los huéspedes infernales de Huis Clos, siempre en la versión de Llorenç Riber, que por otra parte casi nadie ha visto por haber sido fulminantemente retirada de la circulación a petición del propio autor.
No menos personal es la costumbre de Riber de presentar sus realizaciones más estudiadas en excéntricos lugares, como Caen, Arenys de Mar, Latina, La Valletta; parece que también ha hecho algo en Tánger. Esta vez ha elegido Vevey, más exactamente Entre-deux-Villes, tomando como pretexto la inauguración de la pequeña pero confortable sala del nuevo cine Petit Gaumont. Y aquí nos permitiremos una observación de tipo general: ¿conviene inaugurar un cine con una representación teatral? La comedia en cuestión es una producción juvenil, en cualquier caso presenil, de nuestro con-ciudadano Charles Rebmann, de modo que gran parte del público precede de Lausanne, aunque algunos hayan venido desde Ginebra, y otros desde Montreux, aparte de un grupo de ricos italianos, inexplicablemente ruidosos, llegados a bordo de un helicóptero azul desde Evian, donde se celebraba un congreso de semántica marxista.
A dos pasos del cine, nuestro querido lago hecho famoso por Byron despide su secular rumorcillo de lameduras sobre los guijarros, entre los que circulan tranquilísimos nuestros limpísimos pececillos cantonales (aquí bastante más flacos que en Lausanne, conviene observar). La comedia de Rebmann se titula Tête de Chien y trata, en efecto, de una familia helvética apellidada Chien, aunque todos los personajes lleven una máscara de cartón o de tela en forma de cabeza de conejo. La acción se desarrolla en Zurich, en casa del rico agente de bolsa Chien.
De cualquier modo, se descubre inmediatamente que Tête de Chien no es un trabajo de primer orden; no está a la altura, por ejemplo, de otras verdaderas y auténticas obras maestras a las que Rebmann nos había acostumbrado, y de las cuales no fue la última el celebrado Don Juan en África de hace dos años. En realidad, la comedia es incluso indigna de un cine; se entiende que el director ha hecho cuanto estaba en su mano, pero en casos semejantes es mejor prescindir totalmente del texto. Nosotros, al menos, no nos referiremos a él. Pese a ello, y a despecho de las muchas acusaciones de total incompetencia que ahora se alzan por varios lados, Rebmann sigue siendo, con mucho, nuestro comediógrafo más prometedor.
El diálogo es pesado, con extensos insertos de Patrice de La Tour du Pin y de Roger Martin du Card, salpicados de Maurice Merleau-Ponty, lo que bastaría para desanimar hasta a una zorra que hubiese entrado en la sala, atraída por aquellos blancos y afelpados orejones. El segundo acto se abre con una discusión, aparentemente irrelevante, sobre el número de huevos que puede depositar un moscardón de Zurich, pero en realidad la apasionada controversia entre los jóvenes Chien es como un fuego de zarzas en un campo minado y acaba por hacer estallar todos los rencores acumulados durante el primer acto. La dirección de Riber llega a ser en este punto indescriptiblemente brillante; considerando que la acción se desarrolla siempre entre las tres paredes de una misma habitación, un salón decorado al estilo de hoy, vivaz, luminoso y amenazador como un diario de la mañana, no se podía realmente concebir en tan poco espacio salidas más inteligentes y entradas más asombrosas, más inesperados desplazamientos en torno a la mesa y también debajo de ella, más delicadas variaciones de la luz eléctrica, en lucha con el crepúsculo, que se enciende y se apaga intermitentemente, a diferencia de los de verdad, en perfecta armonía con el subir y bajar de las voces. En un momento determinado, la situación se hace tan insostenible que Nadine Chien (mujer del agente de bolsa Chien, coneja también ella pero solo madrastra de los jóvenes Chien) se mata disparándose un tiro a la frente extremadamente peluda con un pequeño revólver chapado de madreperla. La escena se oscurece, pasa un largo y ruidoso tren, vuelven finalmente las luces y todos los Chien supervivientes reaparecen con su auténtica cara. Los espectadores, aflojada la tensión, escupen los fragmentos de unas mordisqueadas y cívicamente prorrumpen en aplausos.
Todo el tercer acto va a cara descubierta: zarandeados por la tragedia, los Chien arrepentidos sienten el remordimiento cada vez más agudo del aguijón de la duda. La agitada discusión familiar deriva poco a poco, con singular naturalidad, hacia la cuestión palestina; pero ya hemos dicho que preferimos no hablar del texto. Mientras tanto, grandes mariposas de seda verde-lila colgadas de hilos invisibles de nylon invaden el escenario, revoloteando en torno a los actores con un efecto refinadísimo de atardecer de verano en el barrio residencial de Zurich frente al lago. Las mariposas se posan sobre la cara de los Chien; el público aplaude a telón abierro; desde la ventana llegan ráfagas de la falsa lluvia acompañada de prolonga-dos y magníficos relámpagos azules y en el fondo se ilumina el retrato totalmente redondo del padre de los conejos, aquel que precisamente por eso llamaban “Tete de Chien”. Llorenç Riber fue llamado a saludar hasta ocho veces: para un director, triunfar en Suiza es como recibir una cesta de huevos de regalo. (Claude Félon, “La Gazette de Lausanne”.)

2

Vanguardismo bajo los alemanes:
El embarazo de las parejas

El estilo de Feydeau, con sus parejas burguesas que se ocultan en los armarios, vuelve a estar de moda; el de Sartre, con sus parejas burguesas que se ocultan en los escritorios, pasa de moda; pero pocos recuerdan aquel profético matrimonio de los dos estilos que fue el montaje de L’embarras des couples, presentado en 1943 por el joven director Llorenç Riber, bajo la mirada más distraída que nunca de los invasores alemanes, en un teatrito de Montreuil convertido ahora en Centro de Donantes de Sangre.
El embarazo de las parejas es una adaptación, hecha por el mismo Riber, de una comedia en tres actos bastante poco conocida de un imitador de Feydeau, el prefecto Jean Corgnol. Sus protagonistas son dos parejas de pequeñoburgueses, llamados, más bien anónimamente, Durand y Dupont; apellidos que Riber, tal vez para conferir a su adaptación un cierto tono echtdeutsch más agradable a las autoridades de ocupación, había cambiado por los mucho más sugestivos de Dachau y Auschwitz.
En aquellos años era difícil, en París, encontrar actores dispuestos a prestarse a un experimento de vanguardia, de éxito probablemente inseguro, como el imaginado por el director catalán. Aprovechando para su inspiración hasta la misma dificultad, Riber se había dirigido, pues, al director de un circo, cuyos componentes ya habían sido repetidamente amenazados con la deportación, porque resultaban ofensivos para la pureza de la raza. Riber había quedado impresionado muy en especial por la extravagancia de los miembros de una familia de fenómenos; entre estos había elegido para su comedia los cuatro más vistosos: un enano con un único ojo, la mujer más gorda del mundo, una chica todavía joven pero con una barba de un metro de longitud y dos hermanos siameses. Había confiado a los hermanos el papel del señor Dachau, y el de su mujer a la chica barbuda; el enano cíclope y la mujer gorda formaban la otra pareja, los Auschwitz.
La comedia comienza con los dos últimos sentados en el salón, en espera de los Dachau. Los Auschwitz tienen un hijo jovencito, el cual, sin embargo, no es del todo normal: en lugar de la cabeza tiene una cabeza de rana, si bien en cuanto al resto puede decirse que es un chico como los demás, especialmente si se le mira desde atrás. Pese a todo sus padres se sienten bastante preocupados por su futuro: así no puede seguir, se masturba todo el tiempo, sentado en el estanque del jardín. Pero ¿dónde encontrar una chica dispuesta a casarse con él? Con esta idea en la mente, los Auschwitz han publicado un anuncio en la prensa, con la esperanza de interesar a alguna otra pareja de padres con dificultades con la progenie como ellos. Progenie, se supone -puesto que se trata de gente de opiniones extremadamente Segundo Imperio-, femenina.
Solo han contestado al anuncio los Dachau, y ahora los Auschwitz esperan con impaciencia su llegada, entreteniéndose mientras tanto con variadas conjeturas sobre el aspecto de la futura nuera. Lo importante es que sea una muchacha sana y honesta, aunque tenga cuatro tetas, observa la señora Auschwitz; la belleza física es un peso que hay que llevar consigo toda la vida, añade el marido. Llegan los Dachau; en un primer momento los anfitriones no consiguen ocultar su embarazo por el hecho de que la nueva pareja este formada por tres personas, pero pronto se adaptan a la situación y consiguen hablar con los dos señores Dachau como si fueran un solo señor. Nuestra hija Grenade, dicen los Dachau, es absolutamente normal; solo que ha nacido con la cabeza de tortuga y no tiene un solo pelo en la cabeza. ¡Nuestro hijo tampoco!, exclaman maravillados los Auschwitz; se rompe el hielo y se vislumbran prometedores acuerdos.
La señora Dachau, que tiene el hábito de frotarse la barba con las dos manos para después arrojarla graciosamente sobre el hombro, como un chal de plumas de faisán, parece, sin embargo, muy atraída por el señor Auschwitz, mucho más ágil y saltarín que su marido. También el enano con un solo ojo la mira con buen ojo. Después de un brillante intermedio de frases de rigor vigorosamente salaces, el monóculo y la mujer barbuda se van juntos, a casa de los Dachau, para informar a la joven Grenade del acuerdo alcanzado. La señora Auschwitz se queda a solas con los gemelos Dachau; el diálogo a tres va siendo cada vez más descarado, casi shakesperiano, hasta que la señora se decide a confesar su ardientísima curiosidad: quiere ver dónde y cómo están unidos los dos siameses.
Galantemente, los hermanos comienzan a desnudarse; se sacan la chaqueta, después los pantalones; cuando ya están a punto de sacarse la camisa, alguien llama a la puerta. Confusión general; desesperada, la señora Auschwitz esconde a su cortejador en un gran armario de bois de rose, después abre la puerta. Es la muchacha de la cabeza de tortuga; explica que ha venido por orden de la madre, la cual se ha quedado en casa con el señor pequeño, para discutir a tres ojos la cuestión de la dote. Picada por unos súbitos celos, la gorda Auschwitz se pone el sombrero y el abrigo de lobo siberiano y corre a casa de los Dachau, olvidando en el armario a sus amigos en calzoncillos. Final del primer acto.
En el segundo acto, predomina la tradición del teatro de boulevard. Bonadieu Auschwitz y Grenade Dachau han acabado por conocerse, y se han gustado. Sin embargo, de pronto, comienzan a discutir: ella se ufana de su capacidad de pasar horas con la cabeza debajo del agua; el también; esto ocasiona una pelea, hasta que deciden hacer la prueba en la bañera. Los dos graciosos muchachos se encierran en el cuarto de baño. Preocupados por el cariz que toman los acontecimientos, los padres de Grenade intentan salir del armario, pero en aquel mismo instante reaparecen la mujer barbuda y el enano; los cuales, habiendo olfateado por el especial olor que despide su abrigo, que la señora Auschwitz estaba llegando, se han escapado por la ventana hacia el tejado. Dachau cierra o cierran apresuradamente la puerta del armario. Los adúlteros, al no encontrar a nadie en casa, se creen de nuevo solos, pero apenas el enano, empujado por una nueva y más irrefrenable oleada de lujuria, comienza a trepar por la barba de la Bella victima, se oye el ruido de la puerta del jardín: es la señora Auschwitz que regresa. Presa del terror, el ardiente monóculo encierra a la señora Dachau en el cuarto de baño, donde se encuentra con Bonadieu, que se ha quedado solo con la cabeza en el agua; en efecto, Grenade se ha ido a la cocina, a comer a escondidas su habitual lechuga.
Mientras tanto, el señor Auschwitz ha encontrado bajo una silla los dos pares de pantalones del señor Dachau; interpela a la mujer, la cual, si bien manifiesta su total ignorancia, comienza a sospechar que la mujer barbuda ha regresado con él a la casa y lo golpea con la escoba para hacerle confesar la verdad. Sus sospechas se ven confirmadas cuando ve salir del baño a la Dachau, asustada porque Bonadieu, confundiéndola con Grenade, le ha arrojado encima de mala manera toda el agua que llevaba en la barriga. La mujer gorda aprovecha la consiguiente confusión para hacer salir del armario a los gemelos; pero estos, por la emoción, se han convertido en conejos y con el rabo entre las piernas se dejan llevar a la cocina, donde se encuentran, sin embargo, con Grenade, que también va casi desnuda además de seguir completamente empapada. Sigue una violenta discusión, por culpa de la lechuga, entre los conejos siameses y la tortuga. El acto acaba en un pandemónium, todos corren y se pegan, a excepción de Bonadieu que ha decidido quedarse en la bañera para siempre.
El tercer acto es mucho menos movido. Grenade ha llenado de agua el fregadero y disgustada por la inmoralidad de los adultos se ha sentado dentro. Los señores Dachau, siempre conejos y siempre en calzoncillos, han vuelto al armario, donde su mujer los ha encerrado bajo llave. La señora Auschwitz, en cambio, ha metido a su marido en una maleta corriente. Bonadieu ya está en el fondo de la bañera. Por así decirlo, las dos señoras se han quedado solas; la Auschwitz, demasiado gorda para este mundo, ya no quiere levantarse del sillón. También la Dachau hace algún comentario sobre esa inútil agitación que denominan vida y, coherente con el propio pesimismo, se corta la barba con unas tijeras.
La otra señora lleva también unas tijeras en la mano: tristemente las dos buenas amas de casa comienzan a cortar a tiras los trajes abandonados por el señor Dachau, que ahora en calidad de dos conejos da vueltas desnudo, o dan vueltas desnudos, en su armario, alternando melancólicos comentarios sobre el tiempo, sobre la vida en los demás planetas y sobre la muerte de la novela. Aquí, y conviene decirlo, la adaptación de Riber se aleja bastante de la comedia original de Cargnol, a muchas millas de distancia, en su estúpida jovialidad, de cualquier concesión metafísica. Poco a poco, la luz se torna amarilla como un limón; de vez en cuando, el enano encerrado en la maleta llama y la mujer, a través de un agujerito, le introduce retales de tela, uno cada vez. En el armario se percibe, en cambio, ominoso en la luz mortecina, el doble disparo de un revólver, y una caída, seguida de una segunda, y después nada. De la cocina llega un grito sofocado, como de debajo de un grifo abierto; y otro parecido llega del baño, tétrica respuesta resonante en los bosques; y finalmente se oye un grito de niño estrangulado, en el fondo de la maleta. Pero las dos prudentes amas de casa siguen impertérritas recortando trapos, todos los trapos del escenario, murmurando poemas de Hofmannsthal. Todo eso, en el París ocupado de aquellos años, adquiría un vago sabor de desafío. (Valentin Rouleau, “Cahiers du Sud”.)

3

La Búsqueda del Yo:
Riber presenta a Wittgenstein

El pasado verano, cuando Llorenç Riber fue llamado a Oxford para dirigir la versión teatral de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein (Blackwell), fueron muchos los que pensaron que se trataba de una empresa casi desesperada. Era la primera vez que un director de evidente fama intentaba llevar a la escena uno de los textos fundamentales de la filosofía occidental; para colmo, el más moderno, el más elusivo, y para algunos hasta el más profundo. Adaptar para la escena los diálogos socráticos, como se ha hecho en la Universidad de Bogotá, algunas voces de la Enciclopedia iluminista, El mundo como voluntad y representación, incluso las Enéadas de Plotino, no solo parecía posible sino también deseable; la obra maestra wittgensteiniana, en cambio, no.
La primera dificultad era el fondo musical. Cualquiera habría elegido casi automáticamente Webern, dado que entre el músico y el filósofo existieron tantos vínculos y analogías, comenzando por la letra inicial del apellido. Pero precisamente por esto, porque parecía la decisión más obvia, Riber no quiso ni oír hablar de ella: con su gusto paradójico pero seguro, se decidió, en cambio, por algunos de los más famosos cuartetos de Beethoven. A fin de cuentas, también Beethoven vivió durante años en Viena. Así que Beethoven desde el comienzo hasta el final, a excepción del Prólogo que, como se sabe, es el conocido fragmento de Agustín: “Cum ipsi appellabant rem aliquam, et cum secundum eam vocem ad aliquid movebant…” recitado por Michael Lowry sobre un aria de la Creación de Haydn, que también había vivido en Viena. Inmediatamente después del Prólogo aparecía un contraprólogo, Nick Bates, el cual en pocas palabras refutaba la tesis agustiniana sobre el uso de las palabras. Y a partir de ahí comenzaba la acción en el sentido exacto de la expresión.
La escena aparecía desnuda, con unas pocas sugerencias de la primera posguerra: basuras, objetos de arte persas, un despertador desventrado. Salían el Constructor, que daba las órdenes, y el Obrero, que le traía los materiales de construcción. “¡Piedra!” decía el Constructor, y el otro le traía una piedra; “¡ladrillo!”, “¡viga!”, y así sucesivamente. El juego se ampliaba poco a poco y se hacía cada vez más complicado: aparecían nuevas y extrañas palabras, como “esto” y “aquí”, adecuadamente aclaradas por los habituales gestos indicativos; eran introducidos los números (representados por letras del alfabeto) para indicar cuántas piezas de un determinado elemento de construcción debía traer el Obrero. Las órdenes se iban haciendo cada vez más complejas: “h ladrillos aquí”, por ejemplo.
El Constructor llevaba en la mano un muestrario de colores, hecho de rectángulos coloreados; cada vez que daba una orden, mostraba uno de los rectángulos, y el Obrero le traía piedras y ladrillos de aquel color. Así, entre las volutas del segundo Razumovsky, en lugar de construir un edificio, los albañiles construían un lenguaje; y cada vez que se insertaba en el juego un nuevo elemento gramatical, un verbo, un adverbio, por no hablar de los vocablos más complejos como “quizás” u “ojalá”, el público, compuesto en gran parte de jóvenes analistas del lenguaje, aplaudía y silbaba con entusiasmo.
Los enterados de siempre afirmaban que también la Anscombe y Rhees habían colaborado en la adaptación, lo que había originado tacitas discusiones furibundas. Después de la construcción del lenguaje de base, seguía una serie de juegos lingüísticos. Estos juegos, tal como los ha enumerado el propio Wittgenstein, aparte de dar órdenes, consisten en describir el aspecto de un objeto, comunicar sus medidas, referir un acontecimiento, comentarlo, formular hipótesis, ponerlas a prueba, presentar los resultados de un experimento mediante tablas y diagramas, inventar una fabula, leerla en alta voz, recitar una escena de teatro, cantar letanías, resolver adivinanzas, hacer juegos de palabras, resolver problemas de estética, traducir de una lengua a otra, preguntar, dar las gracias, maldecir, saludar, rezar. Toda una teoría de brevísimas escenas ilustrativas que culminan en la conmovedora apoteosis del vocabulario, llevado a la escena sobre el lomo de dos elefantes birmanos.
Si el primer acto estaba totalmente dedicado a la construcción del lenguaje, el segundo contemplaba la construcción de la personalidad. Ahora aparecía en escena aquella adorable vaca sagrada que es Ruth Donovan, en el papel de una intelectual más bien histérica, aquejada de una persistente migraña, pero extrañamente convencida de que su dolor de cabeza se encuentra en la cabeza de otra persona, una tía alemana brillantemente interpretada por Phyllis Ashenden. La Donovan obligaba a la Ashenden a tomar aspirinas con piramidón, a ponerse hielo en la frente; le acariciaba las sienes con masajes estudiados y estudiosos, la hacía echarse; sin embargo era ella la que se quejaba todo el tiempo del dolor de cabeza. El acto se extendía en otras interesantes ilustraciones de la teoría de la personalidad, hasta que la Donovan caía victima del más delirante de los solipsismos: negaba tanto la existencia de los actores como del público, dejaba de responder cuando le hablaban, intentaba sentarse y en cambio caía por el suelo junto a la silla, tan absolutamente convencida estaba de que el mundo físico había desaparecido. En este momento, la Ashenden, con voz clara y convincente acento alemán, iniciaba la extensa refutación del solipsismo que puede leerse en los Blue and Brown Books, todavía inéditos pero conocidos en copia mecanografiada no solo para los adaptadores. El acto se cerraba con una especie de canto de alegría de la Donovan, que juntamente con su yo había encontrado el yo ajeno.
Imposible describir en tan poco espacio la abundancia de invenciones, tanto teatrales como epistemológicas, con las que el tercer acto de esta tan memorable como efímera producción llenaba de sucintas metáforas figurativas el pequeño escenario oxoniano. Gran parte del acto estaba obviamente dedicado a las graciosas evoluciones del “pato-conejo”. Este complejo animal está hecho de tal manera que si se lo mira de una manera parece un pato y si se lo mira de otra parece un conejo; símbolo ampliamente sugestivo, repetidamente utilizado por el filósofo en la segunda y última parte de las Investigaciones con el objeto de esclarecer -o de oscurecer- algunos puntos controvertidos de la teoría del conocimiento a través de la percepción.
Es sabido que Llorenç Riber siempre ha amado los conejos; era previsible que el hecho de tener que presentar uno tan sofisticado que pareciera al mismo tiempo conejo y ave de corral estimulara especialmente su más profunda vanidad de artista y de ilusionista. En el fondo este último acto solo es en realidad un prolongado tour de force de “fouettés”, “arabesques”, “pirouettes” y “grands jetés” zoológicos: un complicado ballet casi enteramente a cargo del elegante y ambiguo pato-conejo. Es cierto que el ballet en sí no conduce, desde el punto de vista filosófico al menos, a ninguna conclusión que pueda llamarse definitiva; pero tampoco Wittgenstein, en su último y delicioso capítulo, conduce a ella. (Arthur O. Coppin, “The Observer”)

4

La familia Orsoli
(Tres actos idénticos con variaciones, de Ll. Riber)

La lucha genial y tenazmente llevada por Llorenç Riber contra el realismo, y sobre todo contra aquella degeneración conceptual que fue el neorrealismo, debe contarse sin duda entre las más afortunadas de los últimos años. Puede decirse que llegó a su apogeo o cúspide natural con la versión, concebida, escrita y dirigida por el mismo de La familia Orsoli, presentada este invierno en el teatro Santos Dumont de Bahía.
La novedad absoluta de La familia Orsoli consistía en el hecho de que todos los actores que participaban en el trabajo en cuestión pertenecían realmente a la familia Orsoli, una familia no demasiado antigua del sector de los camioneros de Ravenna, que sin reparar en gastos el propio Riber había ido a elegir personalmente a Italia, y sin reparar en gastos había hecho trasladar en crudo bloque al Brasil, con muebles, enseres y todo tipo de objetos, para que interpretaran cada día, delante de los ojos maravillados de los brasileños del nordeste (los más pobres, los más ignorantes, los más negros) dos horas elegidas al azar de la interesante aunque dura jornada de una familia italiana normal.
Como el momento elegido para la fingida representación de la realidad era la hora de la cena, no podía dejar de ser protagonista principal la televisión. En efecto, Riber había procurado, no menos atento que un Stanislavski a los pequeños detalles del horror cotidiano, recoger algunos de los más característicos programas de que se nutre, mientras se nutre, una familia italiana. La acción comenzaba precisamente en el comedor-cocina-salón-vestíbulo-estudio-sala de estar de los Orsoli; éstos llegaban y se sentaban uno tras otro a la mesa, intercambiando insultos, reproches, besos y bofetadas más bien al azar pero todos con la cabeza siempre dirigida hacia el televisor encendido, sobre cuya brillante pantalla un señor con la cara astutamente alegre y el lenguaje astutamente compungido explicaba, con las oportunas omisiones, los últimos acontecimientos del reciente y victorioso golpe de Estado en Egipto.
Poco a poco los Orsoli se iban aplacando en torno a la sopera de pasta; ahora ninguno conseguía apartar los ojos de la pantalla, a excepción de la madre, que estaba atenta a los deseos de todos, aunque solo fuera para contrariarlos fingiendo satisfacerlos, y de vez en cuando dirigía también ella la mirada hacia el aparato y exclamaba: “¡Qué estúpidos son!”, pero sin ninguna convicción. En cuanto al padre, cada tres minutos recomenzaba la historia inescuchada de lo que le había sucedido a un camionero compañero suyo, el cual la noche anterior al volver de la taberna había encontrado en la puerta de su casa el perro envenenado, y esto le había hecho pensar en que tal vez estuvieran los ladrones en el apartamento, porque su mujer y los niños estaban en Forli en casa de una tía, y por eso primero había llamado al timbre del piso de al lado, y mientras estaba explicando la situación a los vecinos había llegado otro perro, que era precisamente el suyo, el perro muerto debía ser, en cambio, el hermano, así que el hombre podía entrar en casa tranquilamente, y, en efecto, dentro de casa no había nadie. Solo que el señor Orsoli jamás llegaba al final de esta estremecedora historia; los hijos lo hacían callar porque en la televisión estaban explicando cómo se cultivan las chinchillas en el jardín, basta con vivir a cinco mil metros sobre el nivel del mar, y la hija Giuliana se enfadaba tanto que lo golpeaba en la cabeza con la hogaza de pan.
En el segundo acto, la familia Orsoli aparece siempre en el mismo lugar, a la misma hora, haciendo las mismas cosas del primer acto. La comedia avanza así, exactamente como en el acto anterior; el publico comienza a moverse, a protestar, hasta amenazar a actores y directores en portugués, cuando de repente surge el imprevisto: una avería en la tele. Primero las caras se ven más deformadas, más alteradas que de costumbre; después una serie de cegadores relámpagos surca alegremente la pantalla, de derecha a izquierda e inmediatamente después de izquierda a derecha, como un gobierno; finalmente la oscuridad azul-negra, en la cual se vislumbran de vez en cuando caras descompuestas de chicas, mayúsculas sueltas y muy fugazmente la bandera de los Estados Unidos superpuesta a un paisaje pobre con ovejas de mala calidad. Los Orsoli ya no consiguen engullir un solo bocado; la madre se desespera en dialecto, los hijos hacen todo tipo de comentarios adecuados a la situación, hasta que el padre se decide a interrumpir el relato de los perros gemelos para hacer llamar a un sobrino suyo que es radiotécnico. Sale Franco, la mamá hace cuanto puede para obligar a los demás hijos a comer algo, Giuliana dice que ella ya no soporta seguir viviendo en aquella casa, Enrichetto añade algo sumamente desagradable respecto al novio de Giuliana, estalla una pelea y todos se tratan de fascista o de comunista, pero en el momento justo aparece el primo Orsoli y deslizándose por encima del maravillado silencio religioso de los presentes comienza a manosear el aparato. Como buen técnico, descubre rápidamente la avería, en la pantalla reaparece la espantosa mueca del cantante de antes, con toda su voz en estado cerril, y la familia Orsoli vuelve a sentarse a la mesa, no sin antes ofrecer al mañoso primo una copita de vino de algarroba.
El tercer acto se desarrolla en el mismo lugar, a la misma hora y con los mismos personajes, con la adición, sin embargo, de un tal Randazzo Benito, novio meridional de la no tan joven Giuliana, acusado de mafioso por alguno de los presentes en el transcurso de la pelea del acto anterior. La actitud de los Orsoli ha cambiado como de la noche a la mañana: la madre sigue ofreciendo pasta a todos, pero con una sonrisa macabra fijada como una mascara encantadora en los labios; los hijos siguen protestando, pero en voz baja y con una inesperada abundancia de modales; Giuliana ha pasado a estar casi amable y bajo la mesa sus dedos se unen con los honestos dedos superlimpios de Randazzo. Todos tienen los ojos fijos en la pantalla, la madre repite de vez en cuando: “¡Qué buenos son!”, y el padre se ha puesto las gafas para ver mejor, aunque con las gafas ve peor. El novio parece muy cansado, bosteza, se nota que ha trabajado todo el día. Después bostezan los demás, sucesivamente. El acto se cierra con el repentino estallido del televisor y la llegada de un conejo negro de Nueva Orleans que entra corriendo exclamando alegremente: “¡Surprise! ¡Surprise!” (Matteo Campanari, “Il Mondo”.)

5

Tristán e Isoldo
(Guión cinematográfico inédito de Llorenç Riber; manuscrito procedente de una colección privada)

Época: Edad Media. Lugar: El Canal de la Mancha y alrededores. Tristán, hijo de Blancaflor, hermana de Marcos de Cornualles, vive en la corte de su tío. Él e Isoldo, estudiante de medicina y príncipe de Irlanda, hijo del rey Gurmano y de la reina Lotta, son la crème de la crème de la jeunesse dorée de la época. Llevan mucho tiempo sabiendo cosas el uno del otro, pero solo de oídas. Isoldo, sin haberlo visto nunca, considera a Tristán el folk-singer ideal: barba rubia y espesa, mostachos de león, anteojos de cornalina; para Tristán, en cambio, Isoldo personifica el sueño maravilloso del universitario imberbe de excelente familia.
Tristán debe la fama que lo rodea tanto a su voz como a sus dignas costumbres; preciosa herencia de su sangre bretona. (En efecto, su padre, Rimalino de Parmenia, se traslado de la tierra natal a Tintal, sede de la corte del rey Marcos; la historia de sus amores con Blancaflor y un ciervo del bosque real tuvo un trágico desarrollo.) El no solo es el más hermoso y el más deportivo de los jóvenes, el experto condottiero que ha prestado al tío mil servicios como profesor de gimnasia del cuerpo de cadetes, el brillante y heroico caballero de tantos encuentros de polo y campeón local de ajedrez, sino también el hombre más culto de aquellos tiempos incultos, hábil conversador, experto en cante español y en medios de comunicación de masas, una mente política, en suma, no un mero playboy de los bosques.
En cuanto a las gracias del rubio Isoldo, sumadas a unas extraordinarias dotes espirituales (la madre lo ha iniciado entre otras cosas en los secretes de la cocina), mucho saben acerca de ellas los viajeros que han visitado Irlanda y su capital (Dublín) pero no todo cuanto seria necesario para tejer las justas alabanzas.
Así, ambos jóvenes llevan sus respectivos retratos en el corazón, y sus pensamientos se encuentran superando cualquier distancia. (Encuadres iniciales.)
Pero es bastante improbable que puedan encontrarse alguna vez en persona, puesto que antiguos rencores separan inexorablemente a Cornualles de Irlanda, y con suerte alterna ambos países se han combatido ásperamente durante mucho tiempo. La sangre corrió a torrentes y el odio fue grande; tal vez mayor por parte irlandesa, porque una ley exigía que cada hombre de Cornualles, si era sorprendido aunque solo fuera preguntándole la hora a un muchacho irlandés, fuera muerto inmediatamente y colgado cabeza abajo de un poste de la luz.
En el castillo del rey, en Tintal de Cornualles, encontramos una extraña situación: el rey Marcos, muerta su mujer Gerunda, famosa por la longitud y rectitud de su nariz, ha de-signado como heredero del trono a su sobrino (de él), a quien el monarca ama entrañablemente, y por dicho motivo no quiere casarse de nuevo. Por él, en efecto, cuentan en voz baja los habituales de lugares de mala nota, hizo destripar a la reina, que en cierto modo obstaculizaba aquel afecto. En la corte, sin embargo, entre los grandes del reino, muchos barones envidian a Tristán, conspiran contra él y apremian al rey Marcos para que nombre otro heredero menos escandaloso.
Tristán, desprovisto de cualquier egoísmo, es incondicionalmente fiel a Marcos; hasta tal punto consigue confundir esta fidelidad con su interés por el famoso Isoldo, que se propone conquistar al joven para ofrecerlo como heredero a su señor. El proyecto no está desprovisto de consecuencias políticas: aparte de las ventajas de tener un médico en la familia, el gesto de Tristán servirá para pacificar a los dos países, profundamente golpeados por el odio recíproco y excesivamente dañados por la prolongada guerra.
El proyecto es osado, pero, cuando Tristán se lo insinúa al rey para pedirle consejo, éste lo considera irrealizable. Al final, sin embargo, Marcos se rinde a la idea, para poner término a las impertinencias de los barones. Se convence de querer únicamente a Isoldo; pero si Tristán fracasa en su intento de secuestrar al irlandés, el rey renunciara a la adopción y Tristán seguirá siendo heredero del trono.
Los barones procuran cargar sobre Tristán todo el peligro de la empresa e intentan convencer al rey de que lo envíe solo a Irlanda (con la secreta esperanza de que no regrese, colgado patas arriba por la dura ley de Dublín). El rey opone un airado rechazo y pretende incluso que sean los barones quienes vayan para que Tristán se quede con él. Tristán, entre otras razones porque le parece improbable que aquellos antihigiénicos barones consigan seducir al estudiante, exige para sí el honor de la empresa; acepta que los barones lo acompañen, pero no todos, y con prohibición absoluta de tocar a la presa. Estos, preocupados, acceden de mala gana.
Parten. Cerca de las costas irlandesas el príncipe se viste unas míseras y harapientas ropas, los blue-jeans más viejos que ha encontrado, y desciende a una barca con su arpa y un gran conejo de regalo. Ordena a los demás que vuelvan a la patria y le cuenten al rey que traerá a Isoldo preparado para la adopción, o, en caso contrario, no regresara jamás. Después se deja arrastrar por las olas hacia la playa. La barca a la deriva es avistada por una lancha patrullera en las proximidades de Dublín y del puerto sale una barca en su auxilio.
A los oídos de los marineros que se aproximan llega un canto, acompañado del sonido del arpa, tan dulce y encantador, que todos se ponen a bailar sobre la barca, descuidando remos y timón. Abordan finalmente la barquilla a la deriva y encuentran en ella a Tristán, que les cuenta una historia lacrimosa: yendo de viaje hacia Bretaña con un rico compañero y una preciosa carga, fueron sorprendidos por los piratas, los cuales mataron a su compañero junto con toda la tripulación de la nave, a excepción del conejo. A él, sin embargo, le perdonaron la vida, después de haber sido violentado por todos, junto con el conejo, gracias a su belleza viril y a sus canciones; los apiadados piratas lo abandonaron en medio del mar con esta barca y una modesta provisión de comida. Pide por caridad a sus socorredores un puñado de hierba para el conejo, que no ha comido nada desde el día del estupro.
Los irlandeses llevan a los dos a tierra; mientras desembarcan, pasa cerca de ellos Isoldo, en compañía de Branganio y de sus pajes, de regreso al castillo después del baño (encuadres de playa con muchachos y jóvenes irlandeses en traje de baño, esquí acuático, desnudos a contraluz, etcétera). Acude mucha más gente, y alguien comunica la noticia al principito, que quiere que le traigan inmediatamente a Tristán (el cual manifiesta llamarse Tantris) y le ordena que cante y recite. El inglés lo hace, y su voz, sus modales y su conejo suscitan una gran impresión. Isoldo ordena finalmente que lleven a los dos náufragos al castillo y que los alojen en una habitación aseada, a fin de que puedan reponer fuerzas y sacarse los piojos de mar.
De este modo llega Tristán, bajo fingida cobertura, a la corte y no tarda en conquistar, con sus músculos y su talento, el favor de todos; porque a todos supera en ingenio, cultura musical y sentido innato de la publicidad. Junto a Isoldo, se dedica a la música y a las letras, a la cría de conejos, al juego del ajedrez; le da también lecciones de moralidad, de judo, de español; en suma, se enamoran uno del otro.
Pero frente a la responsabilidad de su misión y a su deber respecto al rey Marcos, Tristán hace pasar a segundo término sus sentimientos, por otra parte más que naturales entre dos jóvenes bellos, ricos y amantes del deporte; cuando descubre el amor de Isoldo, se alegra, porque piensa que ahora el príncipe lo seguirá con mayor agrado a Cornualles.
Isoldo, por su parte, vive con el escozor de que su inclinación no llegue a nada concreto; desde el momento en que sabe que el pobre y desconocido pero fascinante juglar-mercader duerme con su conejo, teme no ser plenamente correspondido.
Finalmente Tristán le revela su propia identidad. Es una escena abundante en los más contrastados sentimientos. Isoldo se entera de ese modo de que el jovencito amado por él es Tristán, aquel que era para él tanto un nombre como un sueño, y que ahora llegaba hasta él astutamente, para conquistarlo; pero no para sí mismo, sino para el rey Marcos. ¿Debería seguirlo, pero solo para acabar entre los brazos del tío?
Tristán intenta convencerlo, con el ímpetu de su experta lengua, en nombre de Marcos y de sus proyectos políticos; finalmente obtiene el consentimiento del muchacho, vencido ahora por el espejismo de un ménage à trois a nivel real. Todo, o casi todo, es revelado a los venerables progenitores: sigue de ahí la sorpresa, la cólera, la reflexión, la alegría, y después la conformidad. Tristán recoge el conejo y conduce a Isoldo a Cornualles.
Durante el viaje se acaba creando en la nave una situación extraña. Isoldo, a quien hasta ahora no se le ha resistido un solo hombre, sigue celoso del conejo y vacila entre el amor y el odio; Tristán titubea en cambio entre la voz del instinto y la de la razón de Estado. Pero una noche, en que se han quedado solos porque todos los demás han descendido a tierra, los dos jóvenes beben un litro de cerveza irlandesa por cabeza, y el deseo de Isoldo estalla libremente sin freno. El conejo es abandonado en la estiba de la nave y los dos príncipes se alojan juntos durante el resto del viaje, temiendo ambos su indeseable final.
El Rey Marcos los acoge con gran pompa y nombra heredero a Isoldo. Aquella misma noche, cuando se dispone a llevar a término la adopción, el complaciente Branganio se deja convencer por los otros dos: sustituye a Isoldo en el lecho familiar, y Marcos pasa con él el resto de la noche.
El engaño prosigue sin que Marcos lo descubra, porque Tristán tiene libre acceso a las habitaciones de Isoldo, y ambos consiguen evitar la menor sospecha. Pero su felicidad, nacida bajo el signo de la fatalidad, es descubierta por Marioldo, el senescal del rey, el cual también desea entrañablemente a Isoldo.
Marioldo lleva años durmiendo en la misma rienda que el conejo y Tristán; así que no tarda en descubrir que éste, a determinada hora de la noche, se dirige furtivamente a las habitaciones del príncipe heredero. Marioldo sigue sus huellas sobre la nieve y descubre a Tristán e Isoldo que juegan al ajedrez sobre la alfombra, aunque el fiel Branganio intente cubrir con el tablero la luz de la lámpara.
¡Dolor y rabia! Marioldo, sin embargo, no revela al rey que ha descubierto a los dos en plena apertura india, pero le informa de ciertos rumores, que le inquietan, y sigue estando en guardia.
Terribles dudas atormentan a Marcos, puesto que se trata nada menos que de su hijo, puro como un ángel, y de su más querido amigo y sobrino, no tan puro pero en cualquier caso de la familia.
El rey y Marioldo, roídos por las sospechas, contratan como espía al enano Melot. Como espía este es un fracaso y al primer espionaje hace venir a Marcos, pero los otros se dan cuenta a tiempo y fingen que están jugando al ajedrez en un árbol. Marcos, furioso, arroja al enano al arroyo. Vuelve a la corte y ordena que los dos jóvenes sean expulsados: que vayan a jugar al ajedrez a Francia.
Los dos príncipes se refugian en la selva y viven en una gruta, antiguo refugio de los gigantes (encuadres de la vida serena y bucólica en plena Edad Media entre las fieras del bosque). Sin embargo, el rey los ha seguido y los descubre en la gruta, dedicados a jugar un final de partida especialmente difícil, torre contra torre, sobre el montón de paja del conejo. Los dos protestan que en la Irlanda medieval todo el mundo juega al ajedrez.
Pero el rey no atiende a razones: desenvaina la larga espada y se abalanza contra Tristán. En un desesperado intento por salvar al amigo, que en lugar de escapar ha ofrecido el pecho al sable, Isoldo se adelanta, con el resultado de que ambos jóvenes son ensartados por la misma hoja, y ésta se clava en la roca. Unidos como dos tordos en el sangriento espetón de la muerte, Tristán e Isoldo consiguen solearse de la roca, adelantar unos pasos juntos y caer finalmente, exánimes, sobre el tablero de ajedrez. A lo que el conejo, enfurecido, se lanza contra el rey y lo devora. (Por gentileza de Charles Guy Fulke Greville, conde de Warwick.)

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