domingo, junio 03, 2012

La flexión paranoica (VII)

13 de enero de 1938. Yo solía decir a Raquel: "Hay dos tipos de mujeres. La mujer-bibelot que se puede manejar, manipular, acariciar con la mirada, y que es el adorno de una vida de hombre. Y la mujer-paisaje. A ésta se la visita, uno se adentra en ella, y en ella uno corre el riesgo de perderse. La primera es vertical, la segunda horizontal. La primera es voluble, caprichosa, exigente, coqueta. La otra es taciturna, obstinada, posesiva, memoriosa, soñadora".
Ella me escuchaba con el entrecejo fruncido, buscando en mis palabras lo que podía ser descortés para con ella. Entonces, para hacerla reír, fingía proseguir mi exposición en otros términos: "Hay dos tipos de mujeres, repetía. Las de cuenca parisina y las de cuenca mediterránea"* e indicaba con las manos un tamaño pequeño y otro grande. Ella sonreía, preguntándose con un resto de inquietud si yo no la clasificaba en el género ancho al que por cierto pertenecía sin la menor sombra de duda.
Pues esta muchachita desenvuelta es indiscutiblemente una mujer-paisaje; una cuenca mediterránea (por otra parte su familia es originaria de Salónica). Tiene un cuerpo amplio, acogedor, maternal. Yo me guardaba de decírselo por temor a irritarla —pues para ella la palabra es siempre caricia o agresión, nunca espejo de verdad— y le ocultaba más aún las reflexiones que se me ocurrían por ejemplo al posar mi mano sobre el hueso de su cadera, muy desarrollado, en forma de promontorio, dominando todo el paisaje. Entre los macizos de los muslos, el vientre huidizo, cumbre friolenta surcada de ansiedad. Me interrogaba a mí mismo acerca de ese concepto misterioso: el sexo de la mujer. No es por cierto ese vientre decapitado lo que puede aspirar a tal título, salvo en virtud de la simetría que presentan, groseramente el cuerpo de la mujer y el del hombre. El sexo de la mujer. Nos sentiríamos tal vez más inspirados buscándolo a nivel del pecho que lleva triunfalmente sus dos cuernos de abundancia...
La Biblia arroja sobre este punto una extraña luz. Cuando leemos el comienzo del Génesis nos llama la atención una contradicción flagrante que desfigura ese texto venerable. Dios creó el hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, los creó macho y hembra. Y Dios los bendijo y les dijo: "Sed fecundos, creced, multiplicaos, poblad la tierra y sometedla..." Este súbito paso del singular al pural resulta ininteligible, tanto más por cuanto la creación de la mujer a partir de una costilla de Adán sólo ocurre mucho más tarde, en el capítulo II del Génesis. Todo se aclara, en cambio, si se mantiene el singular en la frase que he citado. Dios creó el hombre a su imagen, es decir macho y hembra a la vez. Él le dijo: "Crece, multiplícate", etc. Más tarde, comprueba que la soledad que implica el hermafroditismo no es buena. Sume a Adán en el sueño y le saca, no una costilla, sino un "costado", un lado, una parte, es decir sus partes sexuales femeninas con las que Él hará un ser independiente.
Así se entiende por qué la mujer no tiene propiamente hablando partes sexuales; es que ella misma es parte sexual: parte sexual del hombre, demasiado voluminosa para llevarla permanentemente, depositada pues la mayor parte del tiempo para retomarla cuando se la necesita. Es además algo propio del hombre —y no, en cambio, del animal— poder en cualquier momento ajustarse un instrumento, una herramienta, un arma que justamente necesita, pero de la que puede desembarazarse inmediatamente, mientras que el cangrejo está condenado a arrastrar siempre sus dos pinzas con él. Y del mismo modo que la mano es el órgano de acoplamiento que permite al hombre empuñar según sus necesidades un martillo, una espada o una pluma, su sexo es órgano de acoplamiento de las partes sexuales, más que parte sexual en sí.
Si esto es verdad, hay que juzgar severamente la pretensión del matrimonio de volver a unir del modo más estrecho e indisoluble posible, lo que fue separado. ¡No unáis lo que Dios ha desunido! ¡Vano conjuro! Nadie se sustrae a la fascinación más o menos consciente del Adán arcaico, cargado con todos sus pertrechos reproductores, viviendo acostado, incapaz tal vez de caminar, seguramente de trabajar, perpetuamente presa de transportes amorosos de inusitada perfección —poseedor-poseído en un mismo arrebato—, salvo quizá —¡y aun así quién sabe!— en los períodos en que se hallara encinta de su propia obra. ¡Cómo estaría equipado entonces el fabuloso antepasado, hombre portamujer convertido por añadidura en portaniños, cargado y recargado, como esas muñecas que encajan las unas en las otras!
La imagen puede resultar ridicula. A mí, tan lúcido, en cambio frente a la aberración conyugal, me emociona, me despierta a no sé qué nostalgia atávica de una vida sobrehumana, ubicada por su plenitud aun por encima de las vicisitudes del tiempo y la vejez. Pues si en el Génesis hay una caída del hombre, no es ésta el episodio de la manzana —que indica por el contrario una promoción, el acceso al conocimiento del bien y del mal— sino ese desmembramiento que partió en tres al Adán original, sacando del hombre la mujer, luego el niño, creando simultáneamente esos tres desdichados, el niño eterno huérfano, la mujer abandonada, temerosa, siempre en busca de un protector, el hombre ágil, alerta, mas como un rey que ha sido despojado de todos sus atributos para poder someterlo a trabajos serviles.
El matrimonio no tiene más sentido que remontar la pendiente, restaurar el Adán original. Pero, ¿no hay más que esta irrisoria solución? (pp. 26-30)

* Juego de palabras intraducibles. Bassin significa en francés cuenca fluvial y al mismo tiempo pelvis. (N. de la T.)

Tournier, Michel (1979[1970]): El rey de los Alisos, Buenos Aires, Sudamericana.

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