Movido por el interes de explorar
otra zona de la literatura argentina, llegué a la narrativa decadentista de Héctor Lastra. Hacía un par de años que había comprado
La boca de la ballena (1973) pero recién unos meses atrás me decidí a sumergirme en la primera y única novela gótica de iniciacion durante el peronismo. Cuando terminé de leerla, no dudé en buscar sus cuentos. Lastra escribió dos libros de cuentos cuyos títulos anuncian los intereses de su narrativa:
Cuentos de mármol y hollín (1965) y
De tierra y escapularios (1969). Justamente, su prosa va de la institución religiosa hacia la represión de las pasiones, de la ornamentación a la ceniza, de lo glorios a lo abyecto. Va un primer cuento de Lastra, recopilado en
De tierra y escapularios y la certeza de estar exhumando una obra que bien vale la pena.
Los ángeles
A Juana B. Bagnati
Siempre los tres juntos, en hilera: en los bancos de la capilla, en la mesa del comedor, en la fila, en el aula, en el dormitorio y en las duchas. Inseparables. Un solo cuerpo, un solo gesto en las buenas y en las malas, como decían los curas.
También ese sábado estaban juntos, castigados, sin salida. Era ésa, por fin, una vez que el castigo caía redondo. Con fobia a los guardapolvos grises, que soportaban desde segundo año, pretendieron imaginarse un sábado a la noche. Pero les era imposible derrocar los angostos pasillos, las escalinatas circulares, los frescos apocalípticos.
Saborearon esa tristeza que deparan las aulas vacías, las campanadas de la tercera torre, las estatuas de ojos fijos, fríos, condenados a vidrio perpetuo.
Recorrieron los dormitorios y los comedores pateando una pelota de goma, puteando por el sábado y domingo de encierro.
Ya entrada la tarde bajaron al subsuelo donde pasaban la mayor parte de los recreos en compañía de los demás alumnos. Encendieron las luces y pudieron ver las mesas de billar, los tableros de dardos apilados contra las paredes.
—Seguro que mañana nos hacen tragar dos misas y una procesión —supuso Reyes.
No recibió respuesta.
Agarró una pelota de ping-pong y paleteó sin ganas. Al rato tiró la paleta al piso y, mirando hacia los ventanucos que estaban cerca del techo, observó parte del patio que se veía desde el dormitorio.
—Eh..., ¿se quedaron mudos? —preguntó.
Apareciendo por una de las arcadas, entre serio y sonriente, entre lejano y compinche, el Padre Torabias le dijo:
—Qué esperás..., ¿que Montero diga una de sus habituales mentiras? Ya se le debe haber agotado la imaginación.
—Si Montero no mintió. Ya se lo dijimos mil veces.
—¿Ah no?... Pero si hace años cuando la abuela lo trajo nos advirtió que de tres palabras que decía cinco eran mentira. ¿No sabías que entre otras cosas lo internaron por eso?
—Montero nunca miente —aseguró Reyes, tratando de disimular la risa.
—Bueno..., mejor así... Ahora, ¿ven que no es fácil la vida de claustro?
—Para un carcamán como el Padre Carney debe ser bastante fácil.
—Yo no soy un carcamán, y sin embargo...
—Pero se la desquita a reglazos con los pibes del primario... Además, uno entre treinta no cuenta.
—¿Y quién te dijo que somos treinta?
—Qué, ¿se olvida de los que viven en el segundo piso?
—¿Qué tenés contra los seminaristas?
—Son futuros cuervos, ¿le parece poco?
—Vamos —ordenó el cura entre risas—, vayan para arriba; pronto va a estar la cena.
—¿Y después?
Y después no tuvieron otra escapatoria que no fuese el dormitorio. No obstante parecían conformes. Quizá les gustaba poder hablar en voz alta, caminar por entre las hileras de camas vacías e ir a ducharse sin el pantaloncito de lana azul.
A puertas abiertas, divertidísimos ante su inhabitual desnudez, se bañaron sin el apuro que exigía el Padre Romero en los días de semana. También se arrojaron agua con la boca y se tiraron con los restos de jabón que encontraban en las canaletas.
—Si esta orgía la llegamos a hacer los días de clase —dijo Montero—, quedamos enclaustrados hasta fin de año.
—¿Ya esto lo llamás orgía? —replicó Reyes—. Entonces te olvidás de la Silvia Candiotti.
—¿Esa?... Ya nos la pasamos mil veces.
—Si no quieren verme al palo no hablen más de la Silvia Candiotti —advirtió Sánchez.
Dejaron abiertas las tres persianas que se alzaban sobre las cabeceras de sus camas y quedaron callados. Montero parecía dormir. Mirando el techo y hurgándose una oreja, Sánchez dijo:
—Hoy lo tomamos en joda, pero, ¿se imaginan aguantar una semana más hasta el sábado que viene?
Con los codos apoyados en el marco de la ventana, Reyes no respondió.
—Che, ¿me oís?... ¿Qué mirás?