domingo, septiembre 02, 2012

Los ángeles (Héctor Lastra)

Movido por el interes de explorar otra zona de la literatura argentina, llegué a la narrativa decadentista de Héctor Lastra. Hacía un par de años que había comprado La boca de la ballena (1973) pero recién unos meses atrás me decidí a sumergirme en la primera y única novela gótica de iniciacion durante el peronismo. Cuando terminé de leerla, no dudé en buscar sus cuentos. Lastra escribió dos libros de cuentos cuyos títulos anuncian los intereses de su narrativa: Cuentos de mármol y hollín (1965) y De tierra y escapularios (1969). Justamente, su prosa va de la institución religiosa hacia la represión de las pasiones, de la ornamentación a la ceniza, de lo glorios a lo abyecto. Va un primer cuento de Lastra, recopilado en De tierra y escapularios y la certeza de estar exhumando una obra que bien vale la pena.

Los ángeles
A Juana B. Bagnati

Siempre los tres juntos, en hilera: en los bancos de la capilla, en la mesa del comedor, en la fila, en el aula, en el dormitorio y en las duchas. Inseparables. Un solo cuerpo, un solo gesto en las buenas y en las malas, como decían los curas.
También ese sábado estaban juntos, castigados, sin salida. Era ésa, por fin, una vez que el castigo caía redondo. Con fobia a los guardapolvos grises, que soportaban desde segundo año, pretendieron imaginarse un sábado a la noche. Pero les era imposible derrocar los angostos pasillos, las escalinatas circulares, los frescos apocalípticos.
Saborearon esa tristeza que deparan las aulas vacías, las campanadas de la tercera torre, las estatuas de ojos fijos, fríos, condenados a vidrio perpetuo.
Recorrieron los dormitorios y los comedores pateando una pelota de goma, puteando por el sábado y domingo de encierro.
Ya entrada la tarde bajaron al subsuelo donde pasaban la mayor parte de los recreos en compañía de los demás alumnos. Encendieron las luces y pudieron ver las mesas de billar, los tableros de dardos apilados contra las paredes.
—Seguro que mañana nos hacen tragar dos misas y una procesión —supuso Reyes.
No recibió respuesta.
Agarró una pelota de ping-pong y paleteó sin ganas. Al rato tiró la paleta al piso y, mirando hacia los ventanucos que estaban cerca del techo, observó parte del patio que se veía desde el dormitorio.
—Eh..., ¿se quedaron mudos? —preguntó.
Apareciendo por una de las arcadas, entre serio y sonriente, entre lejano y compinche, el Padre Torabias le dijo:
—Qué esperás..., ¿que Montero diga una de sus habituales mentiras? Ya se le debe haber agotado la imaginación.
—Si Montero no mintió. Ya se lo dijimos mil veces.
—¿Ah no?... Pero si hace años cuando la abuela lo trajo nos advirtió que de tres palabras que decía cinco eran mentira. ¿No sabías que entre otras cosas lo internaron por eso?
—Montero nunca miente —aseguró Reyes, tratando de disimular la risa.
—Bueno..., mejor así... Ahora, ¿ven que no es fácil la vida de claustro?
—Para un carcamán como el Padre Carney debe ser bastante fácil.
—Yo no soy un carcamán, y sin embargo...
—Pero se la desquita a reglazos con los pibes del primario... Además, uno entre treinta no cuenta.
—¿Y quién te dijo que somos treinta?
—Qué, ¿se olvida de los que viven en el segundo piso?
—¿Qué tenés contra los seminaristas?
—Son futuros cuervos, ¿le parece poco?
—Vamos —ordenó el cura entre risas—, vayan para arriba; pronto va a estar la cena.
—¿Y después?
Y después no tuvieron otra escapatoria que no fuese el dormitorio. No obstante parecían conformes. Quizá les gustaba poder hablar en voz alta, caminar por entre las hileras de camas vacías e ir a ducharse sin el pantaloncito de lana azul.
A puertas abiertas, divertidísimos ante su inhabitual desnudez, se bañaron sin el apuro que exigía el Padre Romero en los días de semana. También se arrojaron agua con la boca y se tiraron con los restos de jabón que encontraban en las canaletas.
—Si esta orgía la llegamos a hacer los días de clase —dijo Montero—, quedamos enclaustrados hasta fin de año.
—¿Ya esto lo llamás orgía? —replicó Reyes—. Entonces te olvidás de la Silvia Candiotti.
—¿Esa?... Ya nos la pasamos mil veces.
—Si no quieren verme al palo no hablen más de la Silvia Candiotti —advirtió Sánchez.
Dejaron abiertas las tres persianas que se alzaban sobre las cabeceras de sus camas y quedaron callados. Montero parecía dormir. Mirando el techo y hurgándose una oreja, Sánchez dijo:
—Hoy lo tomamos en joda, pero, ¿se imaginan aguantar una semana más hasta el sábado que viene?
Con los codos apoyados en el marco de la ventana, Reyes no respondió.
—Che, ¿me oís?... ¿Qué mirás?
Cuando terminó de contestarle, diciendo que veía reflejos de luz en los ventanucos del sótano, sus dos amigos ya estaban de pie junto a la ventana.
—Seguro que los cuervachos están timbeando... ¿Bajamos?
—Yo no quiero seguir enjaulado hasta fin de año. Mirá lo que nos pasa por seguirte en tus bolazos... Además debe ser bastante opio.
—Quien sabe juegan por guita... Les tira tanto.
Los tres miraban hacia los ventanucos. Al rato las luces disminuyeron. Una sombra informe empezó a deslizarse por los vidrios.
En pacto silencioso aceptaron bajar las escaleras. Esta vez los unía el miedo, los movía la curiosidad.
Descalzos atravesaron el patio y se apoyaron contra la reja de uno de los ventanucos que tenía algunos vidrios rotos.
Ninguna exclamación, ningún comentario. Pero sí espanto ante el Padre Carney que encendía, apresurado y movedizo, las últimas velas y velones. Sobre la espalda la capa negra de los funerales y en la cabeza la peluca de la Milagrosa que había donado doña Romana Pacheco, abuela de Montero.
El primer cura de los que después fueron llegando dijo:
—¡Qué barbaridad! Como sigas haciendo uso abusivo de la peluca, Nuestra Señora quedará calva.
Montero miró a sus amigos. No decían nada; observaban aquel grupo de religiosos que se movían en la penumbra, en el lerdo contoneo de sombras y cuchicheos. Luego los vieron sentarse en una de las colchonetas; las mismas que los alumnos usaban para las clases de gimnasia.
—Vamos, no seas profano, sacate esa peluca —insinuó alguien.
—¿A quién molesta?, si yo también soy virgen... ¡ Claro!, eso sí, más que la Milagrosa soy la Dolorosa.
Algunos curas rieron e hicieron comentarios; otros, quedaron callados. Ellos tres también estaban callados.
—Vamos, sacate esos pelos de encima. En serio, molesta verte así.
—¿Molesta?... ¡Pero qué cosa! A mí me molesta verlos con zapatos; ¿para qué están las colchonetas?
La mayoría de los curas se retiraron.
No dándole la más mínima importancia al hecho, uno de cara filosa y extremadamente pálido preguntó:
—¿Nunca caminaste descalzo sobre las colchonetas?
—¡Miserere nobis! Ni que hubiesen olvidado el sábado pasado... —dijo el Padre Carney—. Es de no creer. Realmente el licor de los Benedictinos hace estragos.
A las risas y risitas les siguió el primer silencio de la noche. Dos o tres religiosos cambiaron de lugar. Otro encendió incienso.
Por la arcada del fondo apareció uno muy alto, de labios flojos y brazos larguísimos, con dos desconocidos en piyama. Hubo desconcierto.
—Bueno bueno... Bienvenidos..., pero aquí también pasamos el cesto —aclaró el Padre Carney—. ¿No ven que faltan las bebidas?
Cuando los desconocidos regresaron con un canasto lleno de botellas de sidra y anís —sobras de la última kermesse—, los tres amigos se dieron cuenta de que eran seminaristas.
El humo del incienso ganaba altura, se desvanecía de improviso e iba hacia los ventanucos del otro lado. Allí flotaba largo rato, denso y asfixiante, hasta desaparecer. De pronto los corchos chocaron contra la pared, cerca del grupo más grande. Entusiasmado, acaso con un dejo infantil, el Padre Carney manifestó:
—Nuestros corazoncitos están abiertos y sin embargo..., no sé, la noche parece aburrida. ¿No es cierto?...
Algunos chistaron.
—¿No les gustaría el árbol del bien y del mal?... ¡Adán y Eva son tan entretenidos!
—¿Adán y Eva?... No, hagamos Tarcisio y los paganos.
—¡ Pero eso está bien para Semana Santa!
—¡ Claro!, hagamos Adán y Eva.
—Sí, Adán y Eva. Como la otra vez.
—¿Sí?
—Sí, Adán y Eva —exigían casi todos los curas.
Los tres amigos ya no podían despegarse de la reja. Tampoco pronunciar palabra. Algo tan envolvente como el vaho del incienso, tan obsceno como el olor de la estearina quemándose, los mantenía próximos a los susurros y risitas y al gatear de los religiosos sobre la colchoneta, ávidos por ubicarse en primera fila.
—¿Habrá besos como el sábado pasado?
—Che, por favor, no empiecen.
—Qué tiene... Si casi todos lo pedimos.
—Bueno, ¿habrá besos o no?
—¿Hago nuevamente de Eva? —sugirió el Padre Carney.
—¿De Eva?...
—¡De serpiente! ¡Eso! ¡Que haga de serpiente!, que es su verdadera índole.
Pasos previos, más incienso y sidra, breves ensayos, alguien que pedía que bajaran la voz, elección definitiva de Eva, risitas y anís, una que otra carcajada, silencio de plomo por segunda vez en la noche, silencio que lo ganaba todo y que se metía hasta en el rincón más oscuro y más apartado, y Adán y Eva colgaban de los ojos estiradísimos de los tres amigos.
Tambaleante y extenuado, cubierto de sudor, simulando reptar y con la lengua afuera, el Padre Carney era ese sábado la serpiente.
Suaves aplausos, otro poco de sidra y un vacío momentáneo que se bamboleaba junto con las sombras, bajo el gran fresco descascarado que representaba escenas de la infancia de Jesús.
Por unos instantes, todos los curas miraron a los dos seminaristas que parecían entusiasmados por la bebida y las circunstancias. Alguien dijo:
—No hay duda, son los enviados; los ángeles del Apocalipsis...
Las risas nunca habían sido tan intensas. Montero miró a Sánchez y le apretó el brazo hasta hacerle doler. Sánchez trató de zafarse. No pudo.
—Bailá... —ordenó sorpresivamente uno de los seminaristas al Padre Carney.
Alguien apagó varias velas.
—¿Por qué no bailás?... —dijo el otro—. ¿Tenés miedo?... Vamos, queremos verte bailar. A las serpientes les gusta mucho atrapar pajaritos.
Montero volvió a mirar a sus amigos; seguían agarrados a la reja, sin frío ni calor, sólo fijos en el Padre Carney que parecía desconcertado, sin saber qué decir ni qué hacer.
—Vamos..., bailá —insistió el seminarista—. Vamos, mostranos a los de la provincia tu lujo de ciudad. Dale, movete como Salomé.
Montero se dio cuenta de que las piernas, o acaso las rodillas, empezaban a cederle. La brisa le daba desde lo hondo del patio y le hizo percibir que tenía la nuca helada, entumecida, como también lo estaban sus manos.
Acomodándose la peluca, alzando las cejas y los hombros, el Padre Carney dijo:
—No hay duda..., es un enviado..., un elegido; uno de los siete ángeles.
—Y vos la gran ramera del Apocalipsis.
El cura volvió a mostrarse indeciso y molesto. Después, en un arranque intempestivo, igual que si asumiera un sino ineludible, hizo revolotear la capa y, entornando los saltones ojos, aseguró:
—Angelito..., mostraré la condena que cumplo por ser la gran ramera... Tengo asiento sobre muchas aguas con la cual se amancebanron los reyes de la tierra...
Eructó, para luego llevarse las manos a las caderas y continuar con una danza lerda, grotesca, de fofos pavoneos. Los curas, que seguían tomando sidra, acompañaban balanceando la cabeza, canturreando bajito.
Uno de los seminaristas, el más callado, se sentó entre los candelabros. Reyes recordó que horas antes el Padre Torabias había estado en ese mismo lugar. Ahora también estaba, pero tendido sobre una de las colchonetas, con el sexo fuera de la sotana y con los ojos en blanco.
—Angelito..., date cuenta, jineteo una bestia bermeja llena de monstruos de blasfemia, que tiene siete cabezas y siete cuernos...
La peluca cayó al piso.
...y visto de púrpura, y de escarlata, y estoy adornada con oro, y con piedras preciosas, y con perlas, y tengo en mi mano una taza de raíz de esmeralda llena de la abominación y de la inmundicia de mis fornicaciones...
Las campanas dieron las cuatro.
El canturreo se tornó obsesivo, la danza ligera.
—Más... Bailá más —exigía el seminarista—. Mové bien ese culo de escuerzo.
Avergonzado, sintiendo que el vómito le golpeaba en la boca del estómago, Montero bajó los ojos.
...y en mi frente, angelito, llevo inscripto este nombre: Misterio, Babilonia la grande, madre de las deshonestidades y abominaciones de la tierra...
Fuera de sí, trémulos los labios y muy salidos los ojos, el cura se arrancó la capa y la sotana. Los pechos y los rollos del vientre velludo le bailoteaban al compás de los movimientos.
Cuando el seminarista desprendió su saco y cuando el sexo se le notó bajo el pantalón, el Padre Carney, cayendo de rodillas y alzando los brazos, dijo:
...y estoy embriagada con la sangre de los santos y con la sangre de los mártires de Jesús...
Montero ahogó ese asco que le crecía en la garganta y se apretó con más fuerza a Sánchez, ya absorto y desprendido de la reja.
—Seguí..., seguite moviendo —ordenó el seminarista—. Mirá cómo estoy... Mirá cómo me pusiste.
La ansiedad suplantó al canturreo.
Los pechos, los brazos y la cabeza del cura empezaron a moverse lentamente, casi sin sentido.
El pantalón del seminarista cayó en pliegues, rodeándole los tobillos. El tercer y último silencio de plomo se deslizaba por la frente, los párpados, la mejilla y la boca del Padre Carney.
Montero vomitó un ronquido. Después un grito.
Ni sus amigos, ni los curas, ni los dos seminaristas pudieron calmarlo.
—¡Es mentira!... ¡Es mentira! —gritaba, como si en ese momento hubiese presentido que dos días más tarde los curas engañarían a su abuela diciéndole que su crisis era por no haber soportado el encierro, como castigo, en el campanario de la segunda torre. Sí, en el campanario de la segunda torre.

En Lastra, Héctor (1975), Cuentos, Buenos Aires, Corregidor, pp. 128-138.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

después de leer éste maravilloso cuento, necesito imperiosamente conseguir "cuentos de marmol y hollin". si alguien conoce la posibilidad de bajarlo de la red me gustaría saberlo.
muchas gracias.
avacacristian@yahoo.com.ar

 

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