domingo, diciembre 23, 2012

Mi fiesta inolvidable (Jorge Barón Biza)

Publicado originalmente en La Voz del Interior el 3 de enero de 1999. Escrito en colaboración con Rosita Halac, este texto fue incluido en Los cordobeses en el fin del milenio, Córdoba, Ediciones del Boulevard, 1999. El artículo se completaba con una serie de entrevistas a distintas personas que contaban sus experiencias festivas: un humorista, un cuartetero, una modelo y un ama de casa.

El secreto de una fiesta está en invertir situaciones: el poderoso queda desarmado de sus protecciones, el pobre se da el lujo de derrochar, la cenicienta se produce como belleza sexy y el ama de casa baila salsa con un compañero veinte años más joven.
El resultado no es la subversión, sino la catarsis. La fiesta establece un desorden limitado que permita reemprender con una sonrisa la cuesta del lunes. La fiesta es una aspiradora de nuestras energías, un calmante, una válvula de seguridad social.
Otra característica fundamental de la fiesta es la inutilidad. Todo en ella debe ser inútil. La fiesta verdadera se diferencia de la ceremonia social; tiene que ser "porque sí", y toda la energía y dinero que se invierten en ella deben tener olor a plata quemada y a esfuerzo tirado por la ventana.
Pero la inversión mantiene todavía un orden, una jerarquía: los dioses cotidianos son destronados por los dioses de la fiesta (Momo, Baco), el organizador conserva autoridad, es el intérprete del estado de ánimo, guionista y escenógrafo, jefe que pone límites en el momento crucial. La fiesta es todavía blanca.
Más allá de la inversión de situaciones, está la transgresión, la fiesta negra (noches de brujas, barras bravas, despedidas de soltero), el derroche vacío, sin ideales. Es difícil encontrarle un punto positivo a la fiesta transgresora, pero si reflexionamos vemos que la palabra que la identifica —"reventar"— guarda siempre una pálida esperanza que en el "reviente" está el límite inevitable de lo que somos y germina la esperanza de rehacernos.
En la fiesta la alegría es obligatoria, tan compulsiva como una orden. El resultado es una ceremonia anti-individualista, en la que retornamos por vía del desborde, a la manada, a una conciencia social primaria. Quizá por eso la fiesta es también refugio de marginados, colonizados, inmigrantes, única alegría de los excluidos. La fiesta evita por unas horas la recaída en una realidad que sólo señala derrotas.
La fiesta es un territorio en el que la tecnología tiene todavía un papel secundario. Luces, sonido, sí; pero más allá de eso, la fiesta es impermeable a la ciencia. Las fiestas que quedan en manos de empresas especialistas son un fracaso. Sirven sólo para encuentros empresariales, protocolos y otras congeladoras. La tecnología no consigue horadar el muro humano, que reserva su calor para las fiestas-fiestas.
Atacada por los moralistas, despreciada por los eficientes, motivo de burla para los defensores del sentido común, quizás la fiesta sea uno de los pocos lugares de resistencia que nos quedan frente a esa pesadilla de la razón que es la tecnología.

En Barón Biza, Jorge (2010): Por dentro todo está permitido, Buenos Aires, Caja Negra, pp. 117-118.

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