domingo, enero 27, 2013

Parque de diversiones

Leo un cuento de Fernando Krapp, "Mundos posibles", de su primer libro de cuentos recientemente editado 17grises, Bailando con los osos. Se trata de una historia simple, con una sintaxis ritmada, y un trasfondo de fantasía épico-infantil:
Hablo de una calesita. Una calesita que como un mundo acelerado gira, y adentro de ese mundo que gira, gira con él un chico, un chico que parece más bajo que el resto, mucho menos excitado, mucho menos estimulado, y si bien no podemos perder mucho tiempo con el padre, porque se ha ido justo a comprar una botella de agua, una gaseosa, lo que sea, algo podemos imaginar, y es que adentro de ese mundo, decía, cargado de estatismos en movimientos centrífugos y centrípetos, como una enorme y monótona lavadora, se caldea también el pensamiento fijo y circular del chico quien ya ha pensado en todo; las consecuencias, las desgracias, los impactos, el viento, la incidencia de la luz, la nubosidad de los ácaros, el vuelo de la mano, de su mano, y el vuelo de la otra mano; ha previsto el momento exacto en el que el mundo girará y junto con él lo hará ese otro mundo, el mundo de fantasía, de caballos plastificados, de elefantes flotantes, de carros azules y estáticos como un ejército vengativo por estar condenado a girar y a girar en esa angustiante rotación; será, entonces, el momento exacto, sí, lo dije, el momento exacto de la música aguda, el momento exacto en el que el mundo de ese otro hombre, su enemigo...
Cuando lo terminé, no podía dejar de pensar en su familiaridad con "Las hamacas voladoras" de Miguel Briante: otro relato simple, otro entretenimiento, otro duelo. De la calesita a las hamacas voladoras:
Primer punto.

Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así.
Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. El, en cambio, se había despertado pensando: "hoy va a ser distinto". Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. 
El cuento de Briante sigue acá.

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