viernes, mayo 02, 2014

Mapas efímeros: Amante de la esencia (II)

Para una explicación sobre estos mapas efímeros sobre la obra de Néstor Sánchez, leer acá. Esta es la segunda parte del mapa sobre jazz.

Amante de la esencia (II)

inútil toda pretensión de retenerlo: huirá aunque se doble para recoger las escobillas y aunque por ese mismo motivo no altere para nada el ritmo tercero a partir de la izquierda en relación al que mira, en el centro, un poco adelantado y en mangas de camisa la mano del gordo tantea debajo de la silla o encuentra la botella de cerveza: huirá aunque levante la botella sin abandonar los golpes y aunque beba por el pico en el centro del tablado un poco más atrás el violín, son cuatro: el violín, el gordo Nicolás Buttice, un acordeón Honner, atrás el ex piano de Felipa tocando debajo de un toldo el retome de Pobre mariposa…
se mandará mudar trasladando a cada uno de sus costados esa misma batería que no tuvo ni tiene redoblante pero que tiene un platillo doble con pedal y cuando el gordo pisa el pedal cambian de ritmo, baja o sube la botella, tantea los platillos, se despeina hacia el patio poblado siempre a punto de dedicarse a los toms
sólo se le agita una pierna es porque golpea con exclusividad en toms, no se escucha el piano ni el acordeón y acompaña al violín con algunos golpes de rutina sobre la mariposa del platillo: el gordo se había dado cuenta por anticipado de que iban a bailar pero no detuvo un minuto, no le interesa en lo más mínimo, no cambia el tema: Pobre mariposa debajo de un toldo en Villa Mercedes, de la provincia de San Luis
un ritmo de vals –con escobillas separadas— para el gordo es algo absolutamente comprensible: mamá Greta y Giménez se fatigan y abajo están todos y arremeten y los abrazan concéntricos en sucesiones de toms, los vidrios vibran o retumban, todo ensordece mientras vuelve al pedal y ahora es el acordeón el adelantado en relación al patio, cambió el tema, el ex piano de Felipa canta
se trata de un único gesto o señal con la cabeza en dirección al piano para que calle, el violín sabe que cuando calla el piano debe callar, el acordeón sabe que cuando callaron el piano y el violín es porque el gordo termina de bajar la botella y de acomodarse en la silla: golpea y sonría todavía en San Luis, no tiene ningún tipo de reproches y hasta puede que mientras tanto se dedique a sentir todo su cuerpo
a sentir por ejemplo el pie sobre el pedal, cierto sacudimiento si se quiere leve en los músculos de la cara, a sentir los diez dedos en los extremos de los platillos, el culo sobre la esterilla de Villa Mercedes, en el plexo solar el recuerdo (o acaso hábito) de Pobre mariposa que le excitaría ese contracanto casi concertante; incluso puede que le reste un poco de paciencia para presentir que más allá de todo posible deterioro Greta embarazada bajo el tul ama sin embargo a Giménez como a sí misma
que la banda de sonido pertenece a Bix Beiderbecke en trompeta, Frankie Trumbauer en saxo contralto, N. Buttice en drums, tocando durante todo el tiempo In the mist
Primero asociando bulto o cuerpo o sombra de cualquiera de ambos: llevándosela consigo sin redoblante aunque no lo que se dice hastiado del ciclo percusionista, sino trepándose nada más a un larguísimo tren nocturno, tren penumbroso con vagón-correo atrás y arrastrado por una máquina a carbón de piedra, con la sospecha creciente de que vienen (a una distancia inmodificable) a sus espaldas.
Durante veinte horas continuadas sobre el tren sin dar vueltas la cabeza hasta saltar por fin sobre ese auto que sin exagerados contratiempos seguirá a todo lo largo de la frontera pero adentro del cual (poco a poco) queda en evidencia que no es ni cuerpo, ni bulto, que las sombras de por sí no tiene por qué perseguir a los bateristas y adentro de ese mismo auto (aunque sin aparente relación y hasta con alguna torpeza) buscará en un arranque los palillos y una vez con ellos en su poder: los unirá a las escobillas y apretará todo eso sobre su falda; con las dos manos. Sin embargo a pesar de la enorme presión, de seguir quietos los cuatro (y oprimidos bajo sus palmas en el interior de un auto alejándose cada vez más de la frontera) será posible descubrir, incluso nítidamente, la calidad de sonido que lo persigue y perseguía; no otra cosa que EL SWING DE SU BATERÍA PERSIGUIÉNDOLO.
Y por un instante (y por rara paradoja) esta certeza no sólo lo tentará a encender un cigarrillo sino a llenarse de una rara (inarticulada) sensación de paz (o mejor sosiego) a partir de la primera bocanada de humo mientras será él, Nicolás despojado de reproches, el que escucha, sosegado, a tres mil doscientos metros sobre el nivel del mar, rodando a toda velocidad en lo que suele llamarse el extranjero.
Para ser preciso: no huye Buttice durante las trece pitadas profundas que siguieron, las trece exhalaciones lentas a tres mil doscientos metros de altura hasta que (reconciliado y en calma) decide arrojar el pucho en dirección al abismo y acto seguido subir otra vez el vidrio de la ventanilla – porque en última instancia ha decidido no escuchar más lo que escuchaba, ha decidido que basta.
Pero lo descubierto por Nicolás, casi paralelamente, es que no puede dejar de oír; nada cambia. Y entonces Buttice huye con la ventanilla subida, en el interior de ese mismo auto (y en tres trenes y dos ómnibus) a través de todo el país limítrofe: transpirado, gordo como era, con movimientos dificultosos, hasta caerse de sueño en las proximidades del primer trópico donde en forma imprevista y frente a un indescriptible paisaje con palmeras gigantes, vibratorias, confirma no haber olvidado el pedal del bombo en San Luis mientras lo oye contra el parche del bombo; dormirá sobresaltado y con movimientos rítmicos de su cabeza como si se encontrara despierto en el extremo de las escobillas; huirá entre cocoteros y gatos monteses oyendo únicamente los toms; escapará de un hotel para músicos argentinos agremiados en dirección al puerto y sin haberse cepillado los dientes a fin de poder huir sobre la quietud de aguas que se abren en dos a lo largo de un río interminable, solo sobre un barco colmado de negros que sonríen sin descanso hacia los bultos firmes que tiene a cada costado de su cuerpo.
Y pese a tenerla bajo la cama del prostíbulo se mandará mudar del prostíbulo latinoamericano a todo lo ancho del océano.
Y no podrá estudiar ningún idioma, ni siquiera perfeccionarse en composición, por el simplísimo y dramatizante hecho de oírla.
Ni siquiera le será dado detenerse a sonreír, a relajarse, a enamorarlas, a bañarse en el mar durante la extensa y accidentada carretera oceánica, por un camino de cintura, por un lago de deshielo, a través de un país de enfermos mentales que se cagaban a tiros desde las primeras horas de la mañana hasta la noche.
lo que no comprendió: la literatura bengalí, la escala heptáfona como armonía del universo, la supuesta armonía del universo, multitudes en las que cada uno buscaba nada más la salvación, las declinaciones del sánscrito, la respiración controlada, controlada por quién, toda la indiferencia, el Tanil, el bengalí como acorde
Metiéndose por fin, retraída en el sur de sures, la última noche, con insomnio, en ese simulacro de bar para extranjeros donde alguna vez se habría pensado extranjera, sola, por la noche tarde, muy cerca de un puerto demasiado puerto, con nada más esos cuatro dólares en la cartera y la mitad de la vida cumplida: negándose a reconocer, hacia el fondo, en el humo, la disposición de los instrumentos, lo tocado por los instrumentos, qué clase de música que ella debía sin embargo escuchar con cada codo sobre esa misma mesa del mantel (¿celeste?) porque lo tocado por los instrumentos parecía venirle de todas partes y de ninguna, en cierto modo.
Sin compañía allá negándose irse a la cama con un marinero hawaiano, con un prometedor de alcaloides que se lo explicaría por señas como si fuera cierto lo del semen relacionado con la divinidad mientras el tercero o cuarto en el humo (era un sexteto sin finalidad perseguida, seis por su cuenta) hacia la parte interior de lo que parecía un escenario sin lugar a exageradas dudas era un gordo no tan gordo que se le hacía cada vez más y por lo tanto menos patente aunque sin la menor esperanza de desviar la atención: quería y no quería saber debajo de qué toldo y a miles de kilómetros de distancia lo habría visto y escuchado en otra época no demasiado remota aunque no con los ojos notoriamente en blanco y mucho menos enardecido sobre los toms, dónde se había detenido alguna vez a mirarlo aunque no sonriera como sonreía ahora allá lo mismo que un bobo pero bastante más gordo y transpirado, no sonriera desde el fondo hacia la puerta allá (vaivén) y golpeara las distintas partes de la batería, golpeara en los níqueles, en redoblante lo mismo que un bobo que estuviera borracho y aunque careciera de importancia tampoco podía negarse hasta el fin que estaba escuchando algo muy semejante a música de jazz en un semirrestaurante del sur de la India mientras los seis tragaban humo más espeso, hacia el fondo casi celeste, por encima del alboroto y de los otros ruidos, con un líquido denso adentro de una copa apoyada sobre la mesa, las vacilaciones de cada instrumento, como atrapado perdido en por lo Maya, lo mismo que si estuviera preso en lo que había de máyico en la droga, en la India, en la beatitud boba, pueril, torcácica, proveniente de esa música para unos pocos años, flagrante, sin alianzas posibles más acá del bullicio, en el humo, esa música empelotante, inocentísima, ilusoria.
el longevo Dizzy atacando incitando al desaparecido Charlie en el clamor perdurable de la concurrencia y me pesan los brazos y Batsheva agrega a mitad de camino qué era lo pensado por Charlie mientras soplaba como para voltear y reímos los cinco con un sonido que se suma al humo y se encierra y se escucha
me visto a toda costa un cuerpo que mientras me lo visto se me escapa y es como si estuviéramos girando al mismo tiempo en el espacio y de lo que más tengo ganas de reírme es de que ese resulta otra vez Dizzy, Dizzy en casa como si en cierto modo él también estuviera girando en el espacio: nos reímos a coro de Dizzy y del staccato… se ríen en Toronto de que Dizzy agarre un poquito de tema y lo fracture, de que chille y por chillar y reagarrar el tema lo aplaudan
otra vez Hot House atacando todos juntos y hermanos como si observaran la vela y les llegara el sonido claro y valiente de las gotas mientras Charlie enseguida canta por sí mismo porque en el fondo lo que más le gustaba a Charlie era cantar, malo eso de gustarle cantar y meterse en cambio en el encierro del Massey Hall con ese calor canadiense y toda esa gente gritando boludeces, perdiéndose transpirados gritando boludeces mientras giran en el espacio sobre (encima de) un punto remoto y frío de la galaxia y cada cosa en el espacio gira y después sigue el espacio donde le insisten y le gritan boludeces al pobre Charlie a quien le daba tanta si se quiere vergüenza cantar
Margarita, Margarita querida, Margarita Ferreyra soy yo, soy Charlie Parker, la vida es túbica siempre tocando en Toronto, en el calor infame de Canadá con toda esa gente transpirada y desapacible que grita y no para de gritar boludeces sin solución de continuidad
Margarita llora sola, Margarita Ferreyra llora en sí menor despacio con negras ligadas, en el apartamiento en Flores, en Toronto

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