viernes, agosto 01, 2014

Completando las obras (II): Requiem para un viernes a la noche (Enrique Raab)

Completando las obras (0): Solapas de la primera edición de Cabecita negra (Eduardo Masullo)
Completando las obras (I): Testamento de Rozenmacher

El objetivo de esta serie de posts se explica acá.
Cuando fallece Rozenmacher en agosto de 1971, el cronista Enrique Raab dedica una semblanza en la revista Análisis, donde tenía a su cargo la sección de "Teatro". La crónica es justa, recupera la voz de Rozenmacher y en dos o tres anécdotas lo pinta de cuerpo entero. Encontré esta necrológica mencionada algunas veces en páginas web y en artículos sobre el autor de Los ojos del tigre, sin embargo no se conseguía en internet ni en la última recopilación de crónicas y semblancas de Raab, editada por Perfil (y en estos días, agotadísima).

Requiem para un viernes a la noche (Enrique Raab)


Sería noviembre o quizá diciembre de 1962. Una tarde, subió los 2 pisos de esas blancas y destartaladas escaleras que llevaban al departamento de Ricardo Halac, en Sánchez de Bustamante. Venía de ver 8 1/2 de Fellini; estaba indignado. “Es una mistificación. En el cine, la gente no entendía nada. Al final, algunos chiflaron. Tanto bochinche egocéntrico sobre la misión del artista. Tanta mistificación...”. Solo porque su bolsa de tabaco para pipa bailoteaba histéricamente entre sus manos, podía adivinarse que Germán Rozenmacher estaba indignado. “Por supuesto, está la cultura de Fellini, está toda la elegancia de un gran artista europeo. Pero a nosotros, los argentinos, ¿qué c... nos importa? 8 1/2 no le ayuda a la gente a vivir mejor. Es como mirarse el ombligo, describirlo con minucia, con la precisión de un astrónomo superinteligente. Pero el ombligo, no por bien descripto, deja de ser ombligo. Nunca puede convertirse en espacio astral”.
El espacio astral —muchas veces lo corroboró indirectamente— fue su íntima, secreta, apasionada vocación. Vivió desgarrado los 36 años de su vida entre un orden heredado (la angustiosa, terrible caparazón de su formación rabínico-judaica) y una ruptura que simbolizaba en el acercamiento al cristianismo, en aproximarse a los goyim con un acto de amor. “Hay como una música en todas las cosas —dijo cierta vez, en uno de sus momentos más depresivos—. Por períodos, creo que solo un acto de rebeldía nos puede liberar. Sin embargo ¡qué hermosa es la tradición! Cuando veo una vieja india chaqueña, o un viejo hindú acuclillado, o un viejo jasen muriéndose de hambre en una pensión de la calle Larrea, en pleno Once, comienzo a creer que ellos tienen su vida resuelta. Viven en una placenta eterna, decorada por miles de refinadas chicanerías que la hacen más aceptable. El viejo judío, guardando su tales y sus filacterias en un armario deshecho, contando día a día sus centavos para comprarse su pan Goldstein, llorando ritualmente cuando le cuentan que un viejo compinche se ha muerto, riendo ritualmente cuando le dicen que la hija o el sobrino de Moishe o de Shmuil se han casado... Ellos reaccionan sin libertad, pero de manera bella. Son autómatas del rito, pero han metido, dentro de ese rito, toda su capacidad afectiva. Yo he roto con el ritual, pero todavía no he aprendido a ser libre fuera de él”.
Ese sentimiento de libertad lo obsesionaba. Por eso, escribió en 1961 Cabecita negra y casi enseguida, Requiem para un viernes por la noche. Un muchacho judío, hijo de un rabino, se casaba con una gentil, con una goye. Había un conflicto. El muchacho tenía razón; el padre tenía razón. La chica sufría. “Demasiado autobiográfico —le dije después del estreno—. Tenés que tomar distancia. El arte no consiste en contar la vida de uno, sino en saber a qué mínimo común denominador puede uno reducir sus propias experiencias para que sean comprendidas por todos”. Esa noche, Germán fumó pipas más largas que de costumbre. “Creo que tenés razón —terminó por decirme— pero ¿cómo puedo reducir mis cosas si todavía no he terminado de comprenderlas?”.
Su trayectoria de escritor es sorprendentemente corta. Dos colecciones de cuentos, dos obras de teatro, una adaptación de un clásico para uso de adolescentes. Sin embargo, trabajaba como un frenético. Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con ardor de talmudista. Cada una de sus opiniones tenía la bondadosa, tierna untuosidad de un dictamen pontifical. Sin embargo, detrás de tanta erudición no se escondía ninguna pedantería. Podía hablar durante tardes enteras de Dámaso Alonso y de la influencia marrana en el Rinconete de Cervantes con la misma naturalidad con que me describió, cierta tarde en Mar del Plata, una inefable entrevista con el millonario Fortabat.
Nunca creyó en la literatura como documento crudo; sabía, también, que detrás de cada palabra escrita debía haber un hombre. Por eso, en plena furia del teatro realista, él fue —en medio de Cossa, Halac, Dragún— el más contemporizador. “Yo voy al Di Tella, porque quiero entender lo que esa gente quiere decir” —me explicó rápidamente una noche de 1968, en la esquina de Paraguay y Florida—. Para sus compañeros, ir al Di Tella era casi una herejía. A él, a quien las herejías le dolían en carne propia, no le importaba aventurarse por los caminos del riesgo. A él, que conocía el terror de la ruptura, le resultaba imposible volver a enquistarse en ninguna costumbre, en ningún preconcepto, en ninguna cómoda complicidad.
Hace 20 días, me pasó el original de El caballero de Indias, su última obra. “Leela y pegáme, aunque me duela” —me dijo en un hermoso café ucraniano de la calle Reconquista—. También me dijo que quería que la dirigiese Sergio Renán, “porque un judío va a comprender muchas cosas secretas, que puse ahí y que hay que desentrañar. La semana pasada me reclamó una opinión. “¿Es tan mala que no me lo podés decir?” me telefoneó angustiado. Por negligencia, por preocupaciones personales, yo había postergado la lectura. Anoche terminé de leerla. Hoy, viernes, me entero que un estúpido accidente se ha llevado para siempre a Germán. Que en una habitación de Mar del Plata, sufrió la máxima ruptura que un hombre puede padecer. Si ese más allá, ese paraíso, ese gehenem jasídico que él describía con tanto amor y en el cual no creía, resultase al fin de cuentas real, Germán, con su pipa encendida y su mirada inolvidable tratará de comprenderlo, de aceptarlo, de vivir en él.

Fuente: Revista Análisis, n° 543, 10 al 16 de agosto de 1971, p. 54.

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