Estamos reunidos aquí, en el final de lo que [Ray] Bradbury llamaba El país de Octubre [The October Country]: tanto un estado mental como una época. Todas las cosechas están dentro, la escarcha está en el suelo, hay niebla en el fresco aire nocturno, y es tiempo de contar historias de fantasmas.
Cuando estaba creciendo en Inglaterra, Halloween no era tiempo de celebración. Era la noche cuando —estábamos seguros de esto— los muertos caminaban, cuando todas las cosas de la noche eran liberadas, y, sensatamente —creyéndolo— los niños nos quedábamos en casa, cerrábamos nuestras ventanas, atrancábamos nuestras puertas, escuchábamos el sonido de las ramas y su golpeteo en el vidrio de las ventanas, temblábamos, y nos sentíamos protegidos.
Había días que lo cambiaban todo: cumpleaños y años nuevos y primeros días de escuela, días que nos mostraban que había un orden para todas las cosas, y las criaturas de la noche y la imaginación entendían esto, tal como nosotros lo hacíamos. La Noche de Brujas era su fiesta, la noche en la que todos sus cumpleaños llegaban por fin. Ellos tenían licencia —todas las fronteras puestas entre los vivos y los muertos eran infringidas—; yo había decidido que también hubiera brujas, pues nunca había logrado tener miedo de los fantasmas, pero sabía que las brujas esperaban en las sombras, y que comían niños pequeños.
En realidad, yo no creía en brujas, ni siquiera a la luz del día. Tampoco a medianoche. Pero en Halloween, yo creía en todo. Incluso creía que había un país al otro lado del océano donde, durante esa noche, gente de mi edad iba de puerta en puerta con disfraces, pidiendo dulces, amenazando con trucos.
Halloween era un secreto en ese entonces, algo privado, y me hubiera abrazado a mí mismo internamente en ese día, como un chico gloriosamente asustado.
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Ahora escribo ficciones, y a veces esas historias permanecen en las sombras, es entonces cuando me parece que tengo que dar ciertas explicaciones a mis seres queridos y a mis amigos.
“¿Por qué escribís historias de fantasmas? ¿Hay algún lugar para historias de fantasmas en el siglo 21?”.
Como dijo Alicia, hay un montón de espacio. La tecnología no disipa las sombras en el borde de las cosas. El mundo de las historias de fantasmas sigue merodeando los límites de la visión, haciendo las cosas más extrañas, más oscuras, más mágicas, tal como siempre lo ha hecho....
Existe un blog que creo que nadie más lee. Lo encontré mientras buscaba otra cosa, y algo en este blog, el tono de voz tal vez, tan chato y sombrío y sin esperanza, me llamó la atención. Lo agregué a mis favoritos.
Si la chica que mantenía el blog hubiera sabido que alguien lo estaba leyendo, que a alguien le importaba, tal vez no se habría quitado la vida. Incluso ella escribió sobre lo que iba a hacer, sobre las pastillas, el Nembutal y el Seconal y el resto, sobre cómo las había robado de a poco, a lo largo de los meses, del baño de su padrastro, sobre la bolsa de plástico y la soledad, y escribió sobre ello de una forma chata, pragmática, y explicó que, si bien sabía que los intentos de suicidio eran gritos de ayuda, esto realmente no lo era, ella simplemente no quería vivir más.
La chica del blog hizo la cuenta regresiva hasta el gran día, y yo seguí leyendo, sin saber qué hacer, si es que algo podía hacer. No había suficiente información para identificarla en la página web, ni siquiera indicaba en qué continente vivía. No había e-mail. No había manera de dejar comentarios. El último mensaje decía simplemente: “Esta noche”.
Me pregunté a quién debía decírselo, si es que había alguien, y luego me encogí de hombros y, lo mejor que pude me tragué la sensación de que había decepcionado al mundo entero.
Y entonces ella comenzó a postear de nuevo. Ahora, ella cuenta que tiene frío y que se siente sola.
Creo que sabe que yo todavía estoy leyendo su blog...
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Me acuerdo la primera vez que me encontré en Nueva York para Halloween. El desfile pasaba, y pasaba y pasaba, había brujas y ghouls y demonios y reinas embrujadas y gloriosas, y yo tenía, en ese momento, unos 7 años, y estaba profundamente shockeado. Si esto se hiciera en Inglaterra —me encontraba a mí mismo pensando en la parte de mi cabeza que hace historias— las cosas despertarían, todas las cosas que quemamos en las fogatas de Guy Fawkes para mantener alejadas despertarían. Tal vez puedan hacer esto acá, en Nueva York, porque las cosas que vemos no son inglesas. Tal vez los muertos no caminan acá, en Halloween.
Luego, algunos años después, me mudé a Estados Unidos y compré una casa que parece dibujada por Charles Addams en un día en que se sentía particularmente mórbido. Para Halloween, aprendí a tallar calabazas, luego compré y guardé dulces y esperé por la llegada de los primeros chicos al grito de “treta o truco”. Catorce años después, todavía sigo esperando. Tal vez mi casa parezca poco amigable; tal vez esté demasiado lejos de la ciudad.
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Y entonces estaba la que decía en el correo de voz de su teléfono celular —y sonaba divertida mientras lo decía— que tenía miedo de haber sido asesinada, pero que igual dejáramos el mensaje y que intentaría respondernos.
Y no fue hasta que leímos las noticias, varios días más tarde, que descubrimos que ella había sido realmente asesinada, aparentemente de forma azarosa y bastante horrible.
Pero entonces ella ciertamente devolvió el mensaje a cada persona que le había dejado un correo de voz. A través del celular, en principio, dejando correos de voz que sonaban como si alguien susurrara en un temporal, sonidos húmedos y amortiguados que nunca se terminaban de resolver en palabras.
Eventualmente, por cierto, ella nos devolverá nuestra llamada en persona.
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Y todavía me preguntan “¿Por qué contar historias de fantasmas? ¿Por qué leerlas o escucharlas? ¿Por qué sentir placer en relatos que no tienen otro propósito que, confortablemente, asustarnos?”.
No lo sé. Realmente no lo sé. Es algo que nos transporta en el tiempo. Encontramos historias de fantasmas en el antiguo Egipto; luego, historias de fantasmas en la Biblia; clásicas historias de fantasmas desde Roma (acompañadas de hombres lobo, casos de posesión demoníaca y, por supuesto, una y otra vez, brujas). Nos hemos contado unos a otros historias sobre otredad, sobre la vida más allá de la tumba, por un largo tiempo; historias que nos ponen la piel de gallina y que hacen que las sombras sean más profundas y, lo más importante, historias que nos recuerdan que estamos vivos, y que hay algo especial, algo único y destacable sobre la condición de estar vivos.
El miedo es una cosa maravillosa, en pequeñas dosis. Montamos el tren fantasma hacia la oscuridad, sabiendo que eventualmente las puertas se abrirán y que saldremos a la luz del día una vez más. Siempre es tranquilizador saber que estamos todavía acá, que estamos sanos y salvos. Que nada extraño ha ocurrido, no realmente. Está bien ser un niño nuevamente, por un rato, y temer —no a los gobiernos, ni a las regulaciones, ni a las infidelidades o a las cuentas o a las guerras distantes, sino a los fantasmas y a esas cosas que no existen, y que si existieran, no podrían hacernos daño.
Y este momento del año es el mejor para una aparición, incluso en este días las cosas más comunes pueden convocar las sombras más perturbadoras.
Las cosas que nos inquietan pueden ser cosas pequeñas: una página web; un correo de voz; un artículo en un diario, tal vez, escrito por un escritor inglés, que recuerda fiestas de Halloween ya pasadas y árboles esqueléticos y rutas ventosas y oscuras. Un artículo que contiene fragmentos de historias de fantasmas, y que, más allá del absurdo, nadie recuerda haber leído excepto vos, y que simplemente no estará allí la próxima vez que vayas a buscarlo para volver a leerlo.
Traducción: Guadalupe Correa, Sebastián Gentile y Matías Raia
Publicado en revista New Yorker, 31 de octubre de 2006.
Web: http://www.nytimes.com/2006/10/31/opinion/31gaiman.html?pagewanted=all&_r=0