martes, enero 13, 2015

Completando las obras (IV): Reseña sobre Requiem para un viernes a lanoche (1964)


El objetivo de esta serie de posts se explica acá.
El siguiente texto es una reseña crítica sobre la primera obra de teatro de Rozenmacher, Requiem para un viernes a la noche. Fue publicada en la revista El escarabajo de oro en 1964 y resulta interesante por su discusión minuciosa con la obra y porque no se trata de una reseña positiva; muy por el contrario, encuentra muchos puntos reprochables. Más allá del acuerdo o desacuerdo, valga la recuperación de este comentario para reponer fragmentariamente la recepción de los textos de Rozenmacher. En un próximo post de esta serie, recuperaremos otro texto crítico peculiar.

Requiem para un Viernes a la Noche, de Germán Rozenmacher. Teatro I.F.T.

El telón se descorre sobre un fondo solitario, pintado a lo Chagall. Luego aparece Max Abramson. Canta, baila, cuenta su pasado de triunfos que han ido borrándose junto con sus admiradores, en un demasiado largo monólogo presenta a su familia, los Abramson. Pese a esto, su personaje no guarda relación con el cicerone clásico, ni con el Narrador en que modernamente se convirtió. Max, sencillamente, cuenta su historia, y su historia, ella sola, era por sí misma un drama. Rozenmacher se perdió la oportunidad de escribir un monodrama independiente (o ya lo habría escrito Chejov: El Canto del Cisne), y proponiéndose usarlo a modo de introducción, no ahondó en él. Así, lo perdió dos veces, ya que Requiem para un Viernes a la Noche, cuyo nudo dramático es otro, puede prescindir de esa historia, y el carácter del Max que luego nos mostrará, también. Es más: prescinde. Requiem comienza, pues, cuando se ilumina la escena.
En esta pieza coexisten dos temas. El particular —el enfrentamiento de un padre y un hijo—, y el universal —el enfrentamiento de dos generaciones—, no obstante, y si bien todo drama está hecho de estas dualidades la de Requiem no lo enriquece. Lo diluye. El rechazo de la juventud por los principios anticuados, ridículos o inaplicables a su vida es verdadero. Es la natural mecánica de la realidad. Y esto, claro, no quita valor al tema; muy al contrario: aquello en que puede reconocerse más gente es el real testimonio del arte. Si únicamente sobre esta ruptura (padre-hijo) tratara la pieza, nuestras objeciones, aunque serias, serían fundamentalmente teatrales. Pero Rozenmacher ha elegido una familia judía; la situación dramática está provocada por la negativa de un padre judío a aceptar que un hijo se case con una no judía. Tema por demás espinoso para ser tratado con una tesis esque-mática y paradojal. Intencionada al revés, se diría. Y acaso peligrosa. Tema que requería, del autor, la más absoluta lucidez. David Abramson (el hijo), presunta clave teórica de la obra, al que Rozenmacher imaginó escritor —lo que también obligaba, al personaje, a la claridad—, exigía ser un hombre que, comprometido con su condición de judío y de escritor, asumiéndolas, eligiese libremente dónde vivir y cómo vivir, de lo contrario, como ocurre en la pieza, Sholem (su padre) tiene razón sobre él. Lo que, en un drama, significa tranquilamente: tiene razón. David no es un hombre lúcido; no es un escritor, y, por último, no es un personaje. Veremos por qué. Pero, antes de seguir. No ignoramos las virtudes dramáticas de Rozenmacher: rigor, convicción en los diálogos (salvo cuando aparece David), inteligente graduación del crescendo dramático; ni tampoco sus obvios defectos: exagerada tendencia a los fáciles tipismos, amenidad convencional, o ese desequilibrio de estructura, ya señalado, entre el monólogo de Max y el resto de la pieza. Y se nos aparece muy claro que en el terreno puramente formal, es decir en cuanto a las posibilidades escénicas del autor Rozenmacher el saldo autoriza al optimismo. Pero ésta es una pieza de tesis, de tendencia (en el sentido más natural de la palabra, más artístico), por lo tanto, la cuestión esencial es muy otra. Pues si una pieza de tesis falla en la tesis, ¿qué queda?
Primero: toda la rebeldía de David se reduce a decir “Sí, papá”, aunque, claro, repetido en diversos tonos. Como si vociferar o susurrar sí papá pudiera convencer a nadie, y mucho menos a papá, de que no se está de acuerdo con él. Cuando David se ha cansado de refunfuñar “Con vos no se puede hablar”, seguido de largos silencios de su padre —intervalos que hubiesen permitido a David como personaje, y a Borojov, como teórico, deslizar cualquier tirada sobre lo esencial de la cuestión judía—, declara que la mujer con la que se va a casar es “un ser humano”. Lo que más bien nos imaginábamos. O argüirá que está “cansado de ser un extranjero”. Pero ¿es para dejar de serlo que se casará con una no judía?, porque otro argumento no se le oye. “Esta es mi ciudad", dice. “Yo nací aquí”, dice. Sin reparar que con idénticas razones cualquier antisemita le demostraría, a balazos, como ésta no es su ciudad; aunque haya nacido aquí. Y Jean-Paul Sartre (en Reflexiones sobre la cuestión judía) qué es la inautenticidad. Por tanto: David abandona su casa porque se quiere casar con una muchacha que a su padre no le gusta, nada más. ¿La prueba?: cuando Sholem parece transigir David se retracta, rápidamente elige quedarse, traerla y que todo siga igual, para ello no necesitaba Rozenmacher situar el drama en el centro de la problemática judía. David, y por consiguiente Rozenmacher, eluden la cuestión. Lo grave, naturalmente, es que la eluden en un drama destinado, de hecho, a tratarla.
Segundo: lo menos que se le puede exigir a David, ya que se lo impuso como escritor, es que sea lúcido y honrado con su oficio. David tiene 26 años, escribe... a escondidas (?). No ha podido convencer a nadie, en su casa, de que cuanto escribe es fundamental para él, y para los demás. Sin contar, ya que trabaja en una sastrería y gana 7.000 pesos, que no aporta ni un cospel a una casa donde la única entrada, la de Sholem, es de 10.000 pesos. Y, además, nunca pudo leerle a su familia una sola de las mil páginas que, les echa en cara, ha escrito. Lo cual no sería grave, pero ya que a él le preocupan estas cosas: ¿se puede saber qué hace, todavía, a los 26 años, en esta casa? ¿Qué escritor es éste a quien el único modo de obligarlo a huir es no dejándolo casarse?
Tercero: no hace falta explicar por qué David no es un personaje. No olvidemos, sin embargo, que no sólo David es obra de Rozenmacher, también lo son Sara y Max, y Sholem. Quien, además, tiene pasta de gran personaje. Hombre de esos tan íntegros e inexorables que “hacer lo recto en ojos de Jehová” es para ellos una simple manera de vivir, Sholem Abramson, existe.
Y existe aunque su autor le haya dado (infructuosamente) características que no le corresponden: por ejemplo, la reiterada exposición de su numeroso amor por el dinero (¡?). Dato incoherente, pueril. Inadmisible en un hombre, como Abramson, que jamás se ha hecho concesiones, que no se vendió nunca y cuya sola aspiración es ser el jazn de su pequeño templo. Por lo demás, ¿cuál sería el reproche ético que puede hacérsele a Sholem, y en el que Rozenmacher intenta comprometer la voluntad del público? ¿De qué hablará Sholem, si no de plata? Más bien es lo natural (lo dramático) en una familia que, en estos días, en Buenos Aires, vive solo con 10.000 pesos. Lo que en cambio no es natural, lo que acaso resulta inexplicable, si no peligroso y autodestructivo, en autor de origen judío, es confundir “necesidad de” con “amor por”, de tal modo que las menciones al dinero acaban, todas, por ser peyorativas, tipificadoras de esa maltrecha caricatura que, en la vasta galería del “judío esquemático”, nos muestra a través del tiempo su ganchudo perfil hitita y es avaricioso por definición. Si la pieza fuera razonable, la necesidad de dinero, en esa familia debería ser un alegato (social, sí), un nuevo elemento dramático obstaculizando, por su vigencia humana, la opción final de David. Aquí no; el esquema se resuelve en un (inútil, por fortuna) intento de empequeñecer a Sholem para dejar a salvo la conciencia de David. Sholem, no obstante, o el creador que hay en Rozenmacher, no se preocupan mucho de las ideas renovadoras (?) del intelectual Rozenmacher. Y Sholem es un bello personaje. No un héroe resplandeciente; de ningún modo. Sí un hombre solo, angustiado de verdad por su circunstancia real y su memoria, hecho judío a causa —no a pesar— de la persecusión que padeció su pueblo y que él no puede (no debe) olvidar; obsesionado por su pequeño infierno de trescientas casas, que arrasaron los nazis por el delito de estar habitadas por judíos. Y es sobre ese hombre que no se ha entregado ni claudicó y al que nosotros, antes de entrar al teatro, sabemos fundamentalmente equivocado, pero que ahí, en el drama, tiene razón; es sobre este Sholem que se apagarán las candilejas cuando, abandonado por David, separado de su mujer, bendice a pesar de nosotros y contra todos el vino ritual de ese viernes, como él cree (y entonces sabe) que debe hacerlo un judío, todos los viernes. Sobre él se apagan, y sobre el recuerdo de estas palabras, las últimas que escucha su hijo, el escritor, antes de que el cantor de la sinagoga, su padre, se ponga a bendecir el vino:
“Los que son como vos, siempre vuelven”.

L[elia]. V[arsi].

Fuente: Revista El escarabajo de oro, septiembre de 1964, n° 23-24, p. 11.

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