martes, marzo 10, 2015

Los jueves, gorilas


Reeditar La boca de la ballena (1973), de Héctor Lastra tiene sentido cuando uno se topa con este tipo de escenas tan recurrentes: 
La mayoría de los jueves, mucho antes de exiliarse en Montevideo, tío Adolfo organizaba reuniones en casa para conversar de “política” con sus amigos. Hoy presiento que elegía nuestra casa, porque, además de apartada, ofrecía el parque y las barrancas. O probablemente lo atraía la amplitud de la sala y de la biblioteca. Sin embargo, estoy seguro de que sus invitados ignoraban que el resto de las habitaciones estaban casi vacías.
Sentada junto a tía Melche, mi madre permanecía silenciosa. Supongo que aceptaba aquello por lo amable que era tío Adolfo con nosotros. Nunca dejaba de regalarme ropa que a Martín le iba chica o que ya no usaba. Por otra parte, terminadas las reuniones, siempre quedaban bebidas, masas y dulces de toda clase. Pero eso no borraba el aburrimiento pues el tema ofrecía pocas variantes. Podría decirse que nunca dejaba de tener el mismo principio y el mismo final. Todos eran opositores al gobierno, al que llamaban dictadura.
Empezaban la charla riendo, haciendo chistes, bebiendo los primeros whiskys. Y a medida que el humo de los cigarrillos subía lento y espeso, ellos parecían posesionarse. Finalmente hablaban todos a la vez, como si una suerte de rabia e impotencia los uniera.
Según ellos —lo escuche varios jueves desde la escalera—, el peronismo les había usurpado sus cargos, dándoselos a la “negrada”.
—A los descamisados —corregía, irónicamente, un político correligionario de tío Adolfo—. Qué me cuentan... Mar del Plata invadida. ¡Miren que atreverse a darle el Tourbillon a los carniceros!
—Eso no es nada —protestaba otro—. ¿Y qué me decís del pedido a Roma? ¡Nada menos que Santa Evita!
—Che... ¡por favor!, respeten a los muertos —pedía, con sorna, Panchita Acuña—. No se olviden que la señora dignifica...
—Sí, a las sirvientas y a las fabriqueras.
—Escuchen... No se enojen, pero les pido que cambiemos de tema.
—Sí, es lo mejor. Cada vez que me acuerdo de cuando salía al balcón se me pone la piel de gallina.
—-¡No es para menos! Yo creo que esa voz uno la va a tener metida en la cabeza, hasta después de muerto.
—Es cierto... es cierto. ¿Se acuerdan del día que dijo que si alguien llegaba a matar a Perón lo hiciera cinco minutos antes con ella, porque si no iba a salir por las calles a quemar el Barrio Norte, así sus descamisados tenían cien años de felicidad?
—Sí, ¡realmente es de no creer!
—Así es... ¡Realmente es de no creer!
Jamás discutían. Daban la impresión, en cambio, de que se esforzaban por ver quién decía más cosas sobre el gobierno. Por su lado, tía Melche siempre aprovechaba el primer silencio para asegurar:
—Las chicas de Agrelo dicen que según un horóscopo hecho en París, ya falta poco.
—Dios las oiga antes de que éstos se atrevan a más.
—¿Dios? —preguntaba tío Adolfo—. Mirá, no quiero blasfemar, pero creo que estos pueden contra todo. No se olviden que tienen al populacho. Estos hasta son capaces de hacer una reforma agraria, como en Rusia.
—No te quepa la menor duda —alegaba indignado el político—. A mí ya no me sorprende nada. Vamos a ver cosas peores. Si no titubearon con el campo de los Iraola ni con el Jockey, ya podemos irnos preparando para cualquier cosa.
—Tenés razón, si hasta se metieron con La Prensa...
Nada variaba en aquellos jueves por la tarde, nada provocaba un cambio en las conversaciones ni en mi aburrimiento. Así como sabía de memoria sus diálogos, también sabía a cuántos pasos estaba la sala del sótano o cuántas baldosas rotas tenía el patio del fondo. También sabía que al saludar a sus invitados, tío Adolfo repetiría que un grupo de amigos suyos alentaba, desde Montevideo, una futura revolución.
No, nada variaba en aquellos jueves por la tarde.

Con el tiempo, descubrí que esas dos frases repudiadas en casa no sólo estaban impresas en el cartelón municipal, sino también en muchas paredes de los ranchos. De esos ranchos que no me cansaba de mirar, mientras caminaba hacia el río.
En esas tardes tranquilas, en que las horas pasaban sin que yo lo percibiera, me fascinaba saber qué habría tras de las cortinas floreadas, tras de las puertas entreabiertas, que apenas dejaban ver un ángulo en penumbra, donde en algunas ocasiones se adivinaban el extremo de una mesa o una silla caída. En esas tardes, ya casi no existía el temor de que alguien me detuviera para preguntarme qué quería o de dónde venía. A pesar de eso, el camino hacia el basural me seguía despertando una cierta aprehensión. Recuerdo que me detenía en la entrada y que quedaba quieto largo rato, pensando en el hombre que se parecía al del Zoológico... Después iba hasta la playa y, sentándome en la tosca, miraba las dragas y las chatas areneras. A esa hora casi nunca se movían de su puesto; parecían pertenecer al río desde siempre, de la misma manera que lo parecían los botes y las boyas.
 Lastra, Héctor (1984 [1973]): La boca de la ballena, Buenos Aires, Legasa, pp. 37-39.

2 comentarios:

Leandro dijo...

Hay tanto para leer...

Noé dijo...

Todavía es fácil conseguir las ediciones viejas de Corregidor y Legasa... En todo caso, es necesaria una retrospectiva crítica que piense la narrativa de Lastra en nuestra literatura.

 

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