miércoles, abril 01, 2015

Un puñado de razones para leer El caos, de J. R. Wilcock


La reedición de la obra de J. R. Wilcock solo puede ser un motivo de alegría, un acto de reparación literaria. La editorial La bestia equilátera acaba de republicar el primer libro de relatos de Wilcock traducido al español, El caos (1974), al cual nos hemos referido varias veces en este blog. 
Para el año, además, proyectan la reedición de El estereoscopio de los solitarios (1972), una obra compuesta por relatos breves, que hace serie con El libro de los monstruos (1978) y La sinagoga de los iconoclastas (1972). La justicia será más acabada cuando se reedite, por ejemplo, El templo etrusco (1973), una novela que podría sorprender a más de un lector de Copi o de Aira y hacerle sentir que estos solo descubrieron la pólvora.
En todo caso, conviene revisar algunos motivos por los que leer o releer El caos, de J. R. Wilcock podría ser un buena idea:
1. El relato que abre la obra, titulado "El caos", es un ajuste de cuentas con Borges. Aislado, estrábico y obsesionado con el universo, el protagonista organiza una fiesta para sembrar el caos, en diálogo alucinante con "La lotería en Babilonia":
Fue entonces cuando me decidí a organizar mi primera fiesta realmente caótica. Ante todo, los lacayos tenían orden de no conducir a los invitados directamente al gran salón, sino a las diversas dependencias del palacio, cada uno a un lugar distinto: al cuarto de las lámparas, a la cocina, al dormitorio de una mucama en el último piso, a la capilla, al gallinero. Allí los dejaban, que se arreglaran como mejor pudieran. Para los que a pesar de todo lograban llegar al gran salón, donde ni yo ni nadie de la familia los esperaba, la orquesta debía tocar piezas de baile que empezaban normalmente, para volverse cada vez más lentas, hasta un punto en que el baile se hacía imposible. Los criados ofrecían atrayentes refrigerios, en las tradicionales bandejas de plata, que luego resultaban ser —pero no siempre, porque entonces no habrían causado tanto efecto— sándwiches de gusanos, albóndigas de aserrín, o bocadillos con tajadas de víbora. Además circulaban por los salones labradores y mozos de mercado, con sus ropas de trabajo, y una multitud de obreros que efectuaban reparaciones en las puertas, los techos y los muebles de las habitaciones, sin preocuparse por la presencia de la flor y nata de nuestra aristocracia. En los jardines hice instalar además una cantidad de trampas: pozos disimulados con hojas, lazos atados a las puntas de los árboles, jaulas como cenadores que se cerraban apenas entraba en ellas la pareja adúltera deseosa de aislamiento.
La fiesta en cuestión fue un gran éxito; superado el primer momento de desconcierto, los invitados se entregaron a la exploración del caos con renovadas energías y —exceptuando claro está a los más ancianos y a los hipócritas, que se retiraron en seguida— tanto se divirtieron que era ya de día cuando hubo que echarlos con mangueras y regaderas, porque no se querían ir. Pero yo, en cambio, no estaba plenamente satisfecho del resultado: me parecía que al fin de cuentas se había tratado de una fiesta un poco más movida que las anteriores, y nada más. Nada, en verdad, que pudiera compararse con un verdadero caos. Debía refinar mis métodos, aplicar en mayor escala mi ingenio; debía, sobre todo, convertir a los infieles: no era admisible que los huéspedes se volvieran a sus casas, a proseguir la existencia ordenada de todos los días. Debía introducir el azar hasta el fondo mismo de sus vidas.
2. Entre los relatos de El caos, se encuentra "Casandra". Wilcock imagina un país en el que Casandra, una vagabunda que ha devenido en figura carismática y poderosa gracias al Arcontado de Entretenimientos, conmueve a masas de suplicantes y visitantes a los que atrae con sus palabras, sus vestidos y sus desplantes. Esta evidente ficcionalización de la figura de Evita fue soslayada por muchas lecturas que atoradas con "Esa mujer", de Walsh o con "Evita vive", de Perlongher, no advirtieron la existencia de este relato. "Casandra" comienza así:
Desde lejos se ven los estaqueados, los enterrados hasta el cuello en el barro helado, los flagelados. La gruta queda en el fondo de una hondonada pedregosa, labrada según dicen por la erosión de los glaciares, y situada aproximadamente en el centro del pentágono que forman las cinco ciudades principales de nuestro tetrarcado. No es una gruta, es una casa; pero conserva su nombre de gruta porque Casandra, en otras épocas, cuando todavía era una escuálida vagabunda, solía refugiarse en una gruta cerca del puerto, y con su persistencia de trastornada siguió llamando gruta primero la casilla de madera que en cierto momento le instaló el Arcontado de Entretenimientos, y luego la espléndida casa-templo que su popularidad vertiginosa no tardó en exigir.
Los turistas del Asia Menor, de Sicilia y de Egipto vienen a visitar nuestro país exclusivamente atraídos por la fama de Casandra. Afluyen en multitud, aun sabiendo que muchos no volverán, o volverán esclavos de sus esclavos, o inválidos, o ciegos. Hasta se murmura que la Capadocia no nos declaró la guerra porque su rey no quiso ofender a Casandra (¡como si algo pudiera influir sobre sus decisiones!).
3. "El niño proletario", de Osvaldo Lamborghini está anticipado en las páginas de este libro de cuentos de Wilcock. Tal como lo señaló Ricardo Strafacce en el último número de la revista Mancilla, "La fiesta de los enanos" es una narración precursora del cuento lamborghiniano. Extraña que tan pocos se hayan dado cuenta, que tan pocos lo hayan sumado en esa serie de relatos sobre la violencia política en Argentina que incluye textos ya obvios como El matadero, de Echeverría o "La fiesta del monstruo", de Borges y Bioy Casares pero que ha dejado de lado el cuento de Wilcock en el que se leen cosas como estas:
—¿Por qué estoy atado? —le preguntó Raúl, que no entendía todavía lo que ocurría.
Sin tomarse la molestia de contestarle, el enano procedió a arrancarle el pijama y la camiseta, con la ayuda del cuchillo de caza; luego, para probar la temperatura, le trazó una raya sobre el pecho con el soldador, desde la garganta hasta el ombligo. Al oír el grito prolongado del muchacho, entró Anfio, arrastrando su cola roja y negra: traía en la mano el gran cisne blanco de Güendolina, con el cual acababa de empolvarse el pelo de la cara y del cuello. Pero apenas vio el soldador dejó caer el cisne y trató de apoderarse del aparato eléctrico.
Présule no quería dárselo; tanto insistió y tironeó sin embargo su compañero, que finalmente le concedió permiso para que también él hiciera un dibujo sobre el vientre de Raúl. Con una sonrisa angelical en los labios, Anfio trazó sobre la piel tersa y morena una carita provista de ojos, nariz, boca y orejas. Cuando terminó, el muchacho se había desmayado.
4. El caos recopila un cuento fantástico humorístico y delirante insoslayable que ya había sido recopilado por Borges, Bioy y Silvina Ocampo en la Antología de la literatura fantástica (1940). Hablo de "Los donguis", que empieza cruzando una historia de construcciones en Mendoza (que Wilcock retoma in extenso en El ingeniero) y deriva en la afirmación de que la raza humana estaría pronta a desaparecer por la aparición de los donguis. Para muestra, basta este extracto:

Balsocci. -Por ese hueco aparecieron los donguis.
Yo. -¿Qué son?
Balsa. -Ahora le explico...
Balsocci. -Dicen que es el animal destinado a reemplazar al hombre en la Tierra.
Balsa. -Espere que le explico. Hay unos folletos de circulación restringida y prohibida que le condensan la opinión de los sabios extranjeros y de los sabios argentinos. Yo los leí. Dicen que en distintas épocas predominaron distintos animales en el mundo, por H o por B. Ahora predomina el hombre porque tenemos muy desarrollado el sistema nervioso que le permite imponerse a los demás. Pero este nuevo animal que le llama dongui...
Balsocci. -Lo llaman dongui porque el que los estudió primero fue un biólogo francés Donneguy (lo escribe en un papel y me lo muestra) y en Inglaterra le pusieron Donneguy Pig pero todos dicen dongui.
Yo.-¿Es un chancho?
Balsa. -Parece un lechón medio transparente.
Yo. -¿Y qué hace el dongui?
Balsa. -Tiene tan adelantado el sistema digestivo que estos bichos pueden digerir cualquier cosa, hasta la tierra, el fierro, el cemento, aguas vivas, qué sé yo, tragan lo que ven. ¡Qué porquería de animal!
Balsocci. -Son ciegos, sordos, viven en la oscuridad, una especie de gusano como un lechón transparente.
Yo. -¿Se reproducen?
Balsa. -Como la peste. Por brotes, imagínese.
Yo. -¿Y son de Boedo?

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