martes, junio 07, 2016

Completando las obras (VII): Un suicidio

Este relato fue uno de los primeros de Rozenmacher. Lo publicó a los 26 años en la efímera revista Entrega hacia 1962 (en esas páginas también publicó "El gato dorado" y "Tristezas de una pieza de hotel") y nunca fue recopilado ni en la edición del CEAL ni en la edición de la Biblioteca Nacional. Mea culpa, lo hallé de forma tardía. En "Un suicidio" hay un tono que recuerda a Réquiem para un viernes a la noche, la primera obra de teatro de Rozenmacher: cierta necesidad de romper con los mandatos sociales y con la rutina pero que parece destinada al fracaso en una sociedad fría y distante. Vaya pues un relato temprano de Rozenmacher para seguir cubriendo huecos en sus obras completas que, por suerte, parecen no cerrarse nunca.

Un suicidio (Germán Rozenmacher)



Germán N. Rozenmacher. Porteño. 26 años. Periodista. Una novela en preparación y numerosos cuentos en su haber.

El viejo profesor alisó las hojas arrugadas, se colocó sus anteojos, antiguos y como empañados —tenía la vista muy cansada— y muy despacio, como hacía con todas las cosas, leyó, palabra por palabra, hasta el fin.

I

Buenos Aires
24 de noviembre de 1960
Durante algún tiempo estuve muy triste. Era una manera de sentir la vida, de querer a los demás, de registrar con implacable minuciosidad la cháchara hueca que ocultábamos yo y los otros, de medir los fracasos. Con rabiosa ternura.
Ahora estoy seco. Es aburridamente desesperante saber que uno no puede, en el fondo, hablar de otra cosa que no sea la tristeza. Aunque uno se invente la alegría y la haga flamear ante sí mismo. Y sin embargo antes guardaba tanto callado amor, tanta vieja ternura… Ahora no tengo ternura por nadie. Estoy allí, tan lejos de mí mismo… Yo y mis semejantes. Casos clínicos fríamente registrables, moviéndose con mutua indiferencia, con feroz indiferencia, dentro de este manicomio. De esta ciudad-manicomio. Y entonces juego con la idea de la compra de una pequeña, casi inofensiva, femenina pistola calibre 22. Algo no demasiado caro, que no desnivele mucho mi presupuesto y que se pueda usar con cierto confort, liviana, dentro de mi mano, apoyada contra mi sien. O mi boca. O mi pierna, para que no suceda nada serio. Hago mi balance. ¿Qué más puedo decirme a mí, qué imagen puedo forjar de mí, perdurable ante el mundo? Soy un tipo que tenía cierto talento literario, que prometía un poco, y que ahora, desde hace muchísimos días —casi no puedo contarlos ya— no pudo escribir nada con tanta sinceridad como estas líneas. No quiero llorarme más. Me repugna y me enerva hacerlo. A nadie le importa que lo haga. Ni siquiera a mí mismo. ¿Qué puedo dar y darme más que la imagen de mi absurda soledad? Y esta frase resume lo repulsivo de mi situación. Me imagino, dentro de 50 años, para vengarme de mí mismo, es un altillo, en una pieza que no le importe a nadie, yo, solo, escribiendo inútilmente. Y quizá cincuenta años atrás hubiera construido una hermosa y lúgubre literatura y hasta es posible que hubiera sido vagamente feliz. Hoy seguir hablando de mi soledad ya no tiene sentido. Ni para mí, que me ahogo en ella ni para los demás que huyen de los aullidos de sus propias soledades. Soy un caso clínico, un enfermo. Que será trivialmente borrado por el tiempo. Seguramente mis relaciones traumáticas con mamá y otras cosas parecidas sean la causa. No me importa mayormente esa cháchara. Lo que sé es que quisiera amar y ser amado. Un personaje de Pavese hablando de una mujer que se suicidó dice que lo hizo porque las mujeres “son incapaces de pensamiento abstracto”. Hay momentos como éste mío, en que ni mujeres ni hombres tienen derecho al pensamiento abstracto. A la huída. En este caso, olvidar la satisfacción de necesidades básicas es huir. Necesidades básicas. Qué pudor tengo de decirme que quiero una mujer, que quiero el pan y el vino, que quiero un poco de simplísima felicidad. Un revólver para borrar esa iniquidad, ese testimonio maloliente de impotencias y de gestos vanos que es uno mismo, no es ninguna huída. Es una gloriosa retirada. Es la asunción definitiva de un papel que ni yo mismo —y por supuesto tampoco los otros— pueden cambiar. El suicidio es entonces un gesto de salud. De una salud deseada por los demás, a través de este pobre acto agresivo que implica apretar el gatillo. Son las cuatro y media de la tarde. Y ya no son más las cuatro y media de la tarde. Dios mío. Este juego parece no tener sentido hasta que me compre el revólver. Nada fortifica tanto como amenazarse a uno mismo con el propio suicidio. Además es por fin algo importante ¿no? Que uno hace en la vida. Lo único. Pavese esperó quince años amenazándose constantemente a lo largo de sus obras y finalmente, cuando se acabaron todos los disfraces, todos sus personajes suicidas, cuando la literatura no pudo demorarlo más, cuando ya había realizado todo lo que creía factible —“en mi oficio soy rey”— creó su mejor, su inmortal personaje cuando clausuró su diario íntimo y se pegó un tiro. “En mi oficio soy rey”. Yo también puedo intentarlo. ¿Pero en la vida real y carnal, que será de mí? No quiero ser capaz de abstracciones. Ni siquiera creo que voy a continuar este diario que empecé hoy. Con lo que escribí hoy será suficiente. Puedo leérselo a todos los que se me pongan a tiro. La cosa parecerá tan pública y grotesca y voy a ser un personaje absurdo de caso clínico tan clavado que ya no podré tomarme en serio y ya no tendré fuerzas para suicidarme. Y sin embargo esa es la única manera para que durante poquísimo tiempo, quizá veinte segundos, los demás, alguien, despavorido ante el presagio de su propia infelicidad y de su propia muerte me tome en serio. Quiero terminar porque no hallo mi sentido, porque no tengo mujer, porque las infinitas pequeñas crueldades que le hice a la gente y que los otros me hicieron a mí, me desgastaron. No tengo mujer. Probablemente no sé conseguirla. Y ya está resumido mi caso: pueden ustedes decir: fulano se suicidó porque era negro y por eso no podía vivir en paz. Cada uno de nosotros es negro, o judío, o pordiosero. Cada uno de nosotros tiene su propio hedor, el de su peculiar desdicha. Que al fin no resulta nada peculiar. Y es por esto que los demás verán claro. En seguida verán claro. Y por unos días quizá algunos se acuerden de mi caso clínico, pan comido para psicoanalistas, de mi complejo de Edipo o qué sé yo qué otra tontería con que cubrimos las verdades más simples y menos escrutables sin embargo. Entonces pasaré. Y seré el personaje que deseé ser. Nadie tendrá la culpa, salvo en parte yo. Y los que quedan en esta ciudad, selva, manicomio, quizá digan: que se joda, él buscó ser así como era. La culpa mía, la culpa de los otros con respecto a mí o a cualquier otro ser humano es tremenda, tan aguda y feroz, que resulta imposible asumirla sin asfixiarse y huir. Por eso no existe tal culpa. No sé. Todo es confuso y se me escapa. Y lo único que me regocija es ese secreto juego con la idea del calibre 22. Todos huyen de la desdicha. Mi hedor me cubre.

II

Diego vió cómo el viejo profesor terminaba de leer esas dos hojas ya amarillentas. No sabía por qué se las había mostrado. Nunca lo había hecho con nadie. No tenía amigos que se interesaran por la literatura.
—Está bien escrito –dijo el otro.
Diego sonrió. Maquinalmente el otro sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y empezó a secarse el sudor de la calva rosada. Era inútil porque en la oficina había aire acondicionado. El viejo profesor no era para lugares confortables como ése. Tenía una antigua torpeza que a Diego le resultaba demasiado familiar. Allí estaba el otro, un profesor del colegio secundario muerto de hambre que le había venido a pedir trabajo. A lo largo de la gran sala en penumbras, había diez maquetas de rascacielos con sus ventanitas encendidas. El profesor trataba de mirarlo con cierta húmeda compasión. Pero el muchacho sonrió. Sabía que el otro no podría compadecerlo. Su imagen no suscitaba la piedad, precisamente. Sonó un teléfono, atendió a una secretaría, firmó numerosos papeles y de su billetera sacó las fotos de sus dos niños, su mujer y de su bote de vela. Se veía a sí mismo a través de los ojos del otro, complaciéndose en la perplejidad del profesor. Se veía impersonal, eficaz, ejecutivo, usando sus finas camisas de seda. Había escrito esas dos páginas polvorientas cinco años atrás, cuando no había cumplido los veinticinco. Después quemó las cuatrocientas páginas que había empezado a escribir, con sudor y lágrimas, en el colegio nacional. Y después no escribió una sola línea más, en serio. Además no podía hacerlo. Ahora tenía que trabajar diez horas por día. Y ganaba mucho dinero. En su ex profesor vió la antigua imagen lamentable de sí mismo. Tuvo vagas sensaciones de grandes bibliotecas, con muebles viejos y arañas polvorientas y él cruzando plazas hacia ellas, con girones de niebla flotando sobre los faroles encendidos, a las diez de una mañana de invierno oscura y lluviosa. Y después sentarse en la biblioteca y hundirse en libros asfixiantes como ciénagas y leer con todo el cuerpo palabras que ardían como carbones encendidos. Y después escribirlas, a su vez. Y ahora allí estaba, como joven promisorio, como jefe de publicidad de esa empresa constructora de casas. Y había inventado varios slogans felices. No. Su antiguo profesor que ahora dependía de él para conseguir un poco de dinero ni siquiera había tenido talento para escribir cuatrocientas páginas y quemarlas, ese pobre diablo, seguramente buscaba alguna manera de sentir compasión por él. Pero toda piedad había muerto. Porque no era necesaria.
Por fin, el profesor dijo mirando las fotografías:
—Es una historia con final feliz —con su aire de niño precoz de 30 años.
—Claro —dijo el muchacho—. Pero no perdamos más el tiempo en tonterías. A mí me gusta sorprender a la gente —sonrió, poniéndose serio en seguida, con su impecable eficacia ejecutiva—: Creo que tengo un trabajo para usted.

Fuente:
Entrega n° 4, mayo-junio de 1962, p. 2.

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