miércoles, septiembre 28, 2016

¿Quién conoce a Marcelo Fox? Tres perfiles

Como escribía en un post anterior, muy poca es la información que se puede encontrar en la web (pero también fuera de esta) sobre el escritor Marcelo Fox (más allá de algunas menciones esporádicas en entrevistas a Laiseca y Fogwill, que se cansaron de recomendar Invitación a la masacre pero que poco ampliaron sobre su autor o sobre la obra recomendada). 
Sin embargo, en un recorrido por algunas páginas como el blog Inmaculada decepción, administrado por Hugo Vera Miranda, y la revista Lafarium, dirigida por Diego Arandojo, se pueden leer tres perfiles que transmiten el halo de excentricidad y misterio que rodeaba al autor de Invitación a la masacre (1965) y Señal de fuego (1968). En otro post, compartiré la presentación y el fragmento que Juan Jacobo Bajarlía propuso para su antología Canto a la destrucción (Ediciones Puma, 1968), en la que recopiló a Fox. Vayan pues estas semblanzas escritas por Yoel Novoa, Bajarlía y Poni Micharvegas para reconstruir al menos lateralmente quién fue Marcelo Fox.

1.



Marcelo Fox como autor está olvidado, sin embargo su Invitación a la masacre cuando aparece por Internet, no baja de los 100 dólares.
Lo conocí como “el gordo Fox” y lo leí cuando Opium lo incluía en sus ediciones. Creo que jamás crucé una palabra con él, pero éramos ingredientes de una misma sopa: nos convocaba el Di Tella, el viejo bar “Moderno” y las fiestas que por mediados de los sesenta sucedían en Buenos Aires y sus alrededores, donde casi mágicamente aparecíamos los mismos, la mayoría de las veces sin ser invitados y éramos recibidos como dioses. Esas “fiestas” fueron únicas. Viajando nunca vi algo semejante y cuando volví en el 78, todo eso había muerto.
Fox era un gordo abotargado, grandote, marítimo, que plantaba su presencia como un Buda indiferente. La mayoría de la fauna artística de entonces, decía de él: “Es un nazi de mierda”. Cuando le preguntaron a los de Opium porqué lo publicaban (Opium, una revista postulada anarquista), contestaron “Porque escribe bien”.
Con el pasar del tiempo Fox era cada día más grande y gordo. Se sabía que biológicamente era prácticamente un niño, no sé si habría superado los 20 mientras se inflaba majestuosamente.
Prácticamente nadie le daba pelota. Ese prestigio lo obtuvo luego que Falbo Editores publicara Invitación a la masacre. Pero Fox no se inmutaba, asistía a los lugares del celo y se mostraba.
Si Fox hubiera publicado su libro luego de la experiencia del “Proceso de Reorganización Nacional” en Argentina, el libro hubiera tenido otro peso que el que tuvo. Pero cuando lo publicó, siquiera existían los montoneros.
No soy el indicado para descifrar los vericuetos mentales de Fox, no lo conocí, siempre lo vi de afuera. O sea, todos los que nos veíamos y meneábamos en aquellas fiestas, éramos actores y público, y Fox también, creo, debió llevarse una imagen mía similar.
Durante aquellos días, Fox empezó a aparecer de la mano con una mujer, La Negra, una doctora en letras, artista plástica de la puta madre y hermosa como una pantera. La Negra había sido mujer de Massotta y luego de un período lesbiano se interesó sexualmente por los marginales masculinos. Ahí recaló en Fox.
Entonces Fox adelgazó. Esa mole centenaria en kilos, se convirtió en un esbelto adolescente abrazado a una de las mujeres más importantes de aquella época. Luego las imágenes se esfuman y un día: “¡Fox se mató!”. “¿Cómo?”. “Se suicidó”... No sé si cuando Fox concretó esa maniobra, tendría 22 o 23 años...
 
2.



En la primera carta que Antonin Artaud envío desde Rodez, el 17 de setiembre de 1945, aquél consignaba ya su repulsa por este mundo ordenado por el terror. Rimbaud, mucho antes, en su carta a Paul Demeny, de 1871, también arremetía contra el orden que impedía la creación poética. Marcelo Fox siguió estas huellas. Creyó en la destrucción para restablecer el reinado del amor y la justicia. O como dirá en Invitación a la masacre (1965), su primer libro: “Buscamos la Esencialidad a través de la destrucción”, esta significación aparecerá después en uno de los aforismos de su Señal de fuego (1968): “Un nuevo orden para sembrar el Desorden; inaugurar las fiestas de la Resurrección”.
En 1967 vino a verme. No nos conocíamos. Marcelo Fox, alto, cara redonda, ojos castaños y el cabello en desorden, sólo hablaba de los estómagos. De las luces que se encienden ante la insipidez y la medianía... Su voz profética, impregnada de lecturas ocultistas, veía el aniquilamiento como ley para instaurar el futuro. El orden mágico para diluir las viejas sombras. El rumor enmohecido de las constelaciones.
Cuando lo antologué en Canto a la destrucción (1968), dije de su peculiar manera de sentir el aniquilamiento: “Este concepto, unido al del amor por los hombres, lo desarrolla Marcelo Fox en Invitación a la masacre. Anuncia la destrucción total. El aniquilamiento que ha de sobrevenir cuando el amor sólo sea una palabra vacía, gastada por el tiempo”.
Poco después una voz no identificada, algún amigo extraterrestre que emergía de las tinieblas, obcecado en no dar su nombre, me dijo telefónicamente: “No lo espere a Marcelo. Se arrojó a las vías del tren”.

3.


Martín “Poni” Micharvegas, colaborador de la revista Opium, nos describe con lujo de detalles a Fox: “Si miro hacia atrás, han pasado 50 anios desde que ‘conosí’ a Marcelo Fox. Hacia 1963, como el resto de muchos muchachos curiosos, un sanfernandino como yo, merodeaba el Centro y sus bares. Acababa mi carrera de médico y quería darle manija a otra inquietud constante que me acompaniaba fiel como mi sombra: la escritura y la poesía. Recorría, por entonces, el Coto Grande, el Paulista, el Estaño, el Ramos, el La Paz y el Moderno, el de la caye Maipú (como aprendí luego en Madrid, en esos cafés se reunía ‘lo mejor de cada familia’!).
Ibas aprendiendo de quién era quién, separando el grano de la paja. Fichábamos y nos fichaban. Mi resiente título de galeno me dio pronto un lugar entre los “taitas pesados”, ya que —quien más, quien menos— necesitaba urgente algún tipo de receta para “subir” o “bajar” o hacerse con un buen antibiótico o polvos DDT, que les curase en un pif-paf las tristes purgasiones. Se garchaba mucho y se era garchado un montón! Me abrían cancha. Y el “artista” que uno creía ser se iba consolidando en base a prescripsiones, duchas, comprimidos, intensiones y espolvoreos terapéuticos. Como supe ser discreto, los/las amigas / amigas venían confiados y segurosd.
A Fox lo asosio siempre a ‘El Poeta’ (como le yamábamos a Reynaldo Mariani, a quien le gustaba escribir su apeyido en minúsculas: mariani). Sobrino del gran cuentista, Roberto Mariani poseía un fuerte perfil bohemio meresidísimo y justificado. Mariani era un frecuentador de la ‘malaria’ (no la enfermedad, sino ese pegoteo maléfico del cual ningún portenio que se presie escapa sin esjuerzos!): nada sale bien, no se pega un buen golpe ni por putas, no salen ni ventas ni negocios y paresiera que todas las pestes humanas se metieran con uno!). Fox era un tipo alto, uno ochentaicinco-uno noventa por lo menos, gordo (y, por periodos, increíblemente flaco o enflaquesido!), fofo y desaliniado, con pelo revuelto y anteojos de culo de lábil, frágil, débil. Esa era la imponente imagen que emanaba de él, sin que se preocupara por presentarse o modificarla de otro modo. Yevaba un halo: era considerado por todos un furibundo ‘nazi’ y no se sabía bien qué hasía en aqueyos ambientes progres, revulsivos, revolusionarios. Ya estamos pisando 1966 y los milicos se aprestan a instalar una nueva dictadura leporina! Marcelo andaba con un cuaderno, que mostraba como al descuido, yeno de esvásticas que él mismo dibujaba y hacia en vós baja gala de que Mein kampf era su libro de cabecera. Todos lo tomaban como un grandulón insolente y provocador, quien quería ‘asustar’ a la plebe con su fantaseo de un ‘mundo mejor, justisiero y limpio de judíos’. Como no habían perdido vigencia las ‘boutades’ ni los ‘pú epatér les buryóis’, y dada y el surrealismo eran objetivos fuertes a alcanzar y la ‘revoluta cultural’ yanqui estaba en marcha y apogeo con sus contestatarios saboteadores y el movimiento jipi, porqué no iba a soportarse a ese ‘Gordo’ seboso que quién te dirá si no tiene razón y talento? Se chismorreaba mucho sobre su obra teatral Las Monjitas Sangrientas, de la que jamás vi representación o edisión en libro alguna. No podemos asignarle a Marcelo Fox que, viviendo en la pampa asfaltada como vivíamos y en la siudá con puerto inmenso y brutal amnesia derivada, tuviéramos los pies en esos boliches ruidosos y las cabesitas, ya en Francia, Inca-La-Perra o los EEUU! También los jerarcas de las FFAA eran, como él, germanófilos al mango y nadie andaba a los gorrasos con ellos por esa afiliasión perversa! Venía de una familia de clase media adinerada (aunque algunos le vincularan a viejos ministros de gobiernos pasados y, por su padre, a la fabricación de asensores que subíbajaban la siudá con ese mismo logotipo: Fox). Guita en los bolsiyos, no le faltaba. Y era magnánimo e invitador, aunque Mariani fuera uno de su ‘clientes’ habituales y, charlando sobre la importancia de esto o de lo otro, El Poeta se garantizaba su buen sánguche de milanesa con tomate y un vasito de vino, que bien podían ser tres. Fox era abstemio. El ‘malditismo’ como épica, era un tema reiterativo en esos paliques y coinsidían con los alaridos de Pound en aqueya jaula impuesta por sus mismos compatriotas en Italia, así como en la novela negra (la policial y la del Monje Lewis). Pura solidaridad entre solitarios? Podría ser... Fox tenía una madre ciega y muy irritada que impedía que Marcelo resibiera, su habitasión que era un escándalo de abandono y susiedad con libros de autores místicos que se empenió en mostrarme, revistas porno venidas de los fríos pueblos del Norte en correos sertificados, envases de drogas sicotrópicas, analgésicas, jarabes, gotas nasales y colirios que contendrían efedrina o algún derivado de la coca y consumidas como estimulantes: recursos de esos anios esperimentales... Lo de la marca del clavo en la frente como punto inisiático, fue suseso real. Su Maestro Esotérico de entonses y quien le dió el martiyaso, era Jalí, El Sol Negro, adversario inquebrantable en la lucha trasendental y cósmica, del mendosino Silo, quien mesclaba las cartas ideológicas con mucha más eficasia que Jalí, primo segundo por su rama De la Serna, de Ernesto ‘Che’ Guevara. Con respecto a su final trágico, resibí esa versión de su distrasión crónica y el posible olvido de estar crusando un paso a nivel prósimo a la estasión Belgrano del ferrocaril Mitre, por donde entonses vivía ya matrimoniado. Se había casado con una muchacha de nombre Graciela o Gabriela, a quien conosíamos del Bar “Los Estudiantes” (Avenida Córdoba, serca de las Facultad de Medicina, del Hospital Clínico y de la de Economía...) y tuvieron un par de ninios. O sea: que no se si aqueya muchacha simpática pero sin mucho atractivo físico para nuestros desencadenados deseos libidinosos, seguirá viva. Tampoco tengo referensias de ningún tipo de sus hijos. La notisia de su ‘suisidio’ cayó como una roca pesada en la barra de bohemios ya trasladados al ‘Bárbaro’, de la caye Reconquista. Fox se habría arrojado a las vías del tren. Otros desconfiaron (El Yeti, Ruy, Quique, La Negra Cuéllar, Yuyo, Rubén, La Flaquita Marité, Duarte, Plank, Mario...) y aseptaron como más que posible la versión del asidente, del tropieso como se dijo sin ironisar, de ese gran talento literario, enfrascado más en si mismo que en la realidad vertiginosa que se yevó por delante”.

lunes, septiembre 12, 2016

"Salas Subirat hizo algo demasiado groso como para que la cultura argentina no tenga ni registro de él": entrevista a Lucas Petersen



Termino asombrado un gran libro sostenido sobre una dedicada y minuciosa investigación: El traductor del Ulises, de Lucas Petersen (Sudamericana, 2016). Con sus virtudes y sus defectos, se trata, sin dudas, de uno de los libros del año y de un ejemplo de obra compleja, trabajada y pensada. Petersen reconstruye la biografía de José Salas Subirat, un vendedor de seguros, hijo de inmigrantes, participante lateral del grupo de Boedo, escritor insistente pero defectuoso y, sobre todo, traductor del Ulises, de James Joyce. La pregunta es clara: ¿cómo? 
El logro del libro de Petersen es rearmar con una exploración del contexto socio-cultural que, por momentos recuerda a Una modernidad periférica, de Sarlo, con la lectura crítica de publicaciones firmadas por Salas Subirat (reseñas, artículos, libros sobre venta de seguros, ficciones, cartas íntimas entre cónyugues, etc.) y con momentos de su vida el camino inexplicable que pudo conducir a un hombre cualquiera a embarcarse en la primera traducción al español del complejísimo libraco de Joyce, frente a traductores profesionales y cenáculos de eruditos, y ¡lograrla! Ese desparpajo, esa confianza, ese esfuerzo se evidencia en las páginas de El traductor del Ulises. Por otro lado, el libro de Petersen se transforma en una análisis de genética textual al no detenerse solo en la hazaña y avanzar en una valoración de la traducción lograda por Salas Subirat y reponer la discusión alrededor de dicho trabajo. No pienso decir muchos más sobre el libro, vale por sí mismo y lo recomiendo fervientemente.
A continuación, van unas preguntas que muy gentilmente respondió Lucas Petersen, autor del gran libro El traductor del Ulises.

Golosina Caníbal: ¿Cómo llegaste a Salas Subirat?

Lucas Petersen: Una vez, en una entrevista en Página/12 por la publicación de Trabajos, Juan José Saer reinvindicaba su figura. Al ver el entusiasmo con que lo hacía, corrí a la biblioteca a ver si el Ulises que me había comprado a un precio irrisorio era el de Salas Subirat. Efectivamente. Desde ahí, me quedó picando el nombre. Años después leí Ulises y, al terminarlo, decidí ver en internet qué se sabía de aquel personaje tan curioso que reivindicaba Saer. Vi que no había casi nada: datos sueltos, a veces contradictorios; una lista de libros inverosímil; ni una foto. Lo que encontré, también, es que era una suerte de mito entre escritores y traductores. A partir de ahí empecé a madurar la idea de que, cuando terminara la facultad, iba a ponerme a buscarlo.

GC: ¿Cómo organizaste la investigación que desembocó en el libro? ¿Cuánto tiempo te llevó la organización del material, la redacción de la bio, el contraste entre los materiales de traducción?

LP: En total, desde que empecé a investigar (es decir, al día siguiente de entregar la tesina en la facultad) y la entrega de la última versión del libro (hubo al menos cinco), pasaron seis años. El primer año estuvo solo dedicado a ver si encontraba a algún familiar. El apellido que legó a sus hijos era Salas, por lo que buscaba en un universo de… decenas de miles de personas. Si no los encontraba, no iba a avanzar con el resto. Lo primero en lo que avancé una vez que los encontré fue en su trayectoria en Boedo, dada la accesibilidad de materiales sobre el tema. El resto de la investigación no tuvo un orden prestablecido, ni precedió a la escritura. Fue un trabajo hormiga: cada pista que aparecía en las cartas, en sus libros, en los materiales que conserva su familia y que me podía remitir a otra cosa, por minúscula que fuera, era seguida meticulosamente. Como estas pistas podían ser de cualquier momento de su vida, no hubo un orden específico. El contraste fue simplemente una relectura comparada. No recuerdo cuánto llevó porque tuvo algo de recreativo.

GC: ¿Cómo decidiste el estilo y la estructura de El traductor del Ulises? ¿Tuviste otros libros o textos como modelo?

LP: El estilo, digamos, no se decide demasiado. Tengo una formación periodística (no sólo gráfica, sino especialmente de radio), lo que me conduce casi naturalmente a esforzarme por ser transparente, sin resignar ni complejidad en las ideas ni en el léxico. Lo mismo que siempre traté de hacer, en gráfica y radio. Suena un poco grandilocuente, pero si hubo algún programa de escritura fue algo parecido a eso. En cuanto a lo otro, no soy gran lector de biografías. Te diría que las pocas que leí me influyeron decisivamente. Richard Ellmann, desde ya, por su ambición totalizadora. Timerman, de Mochkofsky, por la forma en que enlaza personaje y época. Piazzolla, de Fischerman y Gilbert, por el enfoque ensayístico del músico, sus fuentes y su inserción en el contexto. También las biografías de músicos de Sergio Pujol, especialmente la de Yupanqui. Tené en cuenta que vengo del periodismo musical.

GC: ¿Se te presentaron dificultades a la hora de reponer datos o libros en la vida de Salas Subirat? ¿Cuáles?

LP: Los libros de Salas Subirat están casi todos en la Biblioteca Nacional (o todos: sospecho que los que no están es porque finalmente no se editaron). En cuanto a los datos, las dificultades fueron muchas. Como sabe cualquier investigador, la falta de cuidado en los archivos hizo que todo esté muy desperdigado (una revista acá, un libro allá, imposibilidad de acceder a los archivos de los diarios si no se tiene una fecha precisa). Y mucho se hacía a ciegas: ir a buscar a ver si en tal libro, tal revista, tal periódico aparecía algo. Ayudó mucho internet, donde uno encuentra pistas a lo loco si busca realmente en profundidad.

GC: ¿Por qué rescatar la obra y vida de Salas Subirat? ¿Qué importancia le das al contexto cultural en el que se inserta Salas Subirat para la realización de su increíble tarea?

LP: En principio, porque es interesante, atractiva, increíble, inverosímil, lo que se te ocurra. Es una vida, literalmente, de novela y no hay nada más movilizador que contar una buena historia. En segundo lugar, como digo en la "Introducción", porque es una forma de reivindicar a toda una generación que ha sido bastante ridiculizada, pero sobre todo muy incomprendida. En tercer lugar, por lo que realmente empecé: porque hizo algo demasiado groso como para que la cultura argentina no tenga ni registro de él.
En cuanto al contexto, ocurre lo de siempre: individuo y contexto se condicionan mutuamente en una relación repleta de tensiones. Contexto, por otra parte, es una palabra demasiado general como para responder, digamos. Pero vengo de las ciencias sociales, insisto, y me cuesta ver a un individuo –incluso una personalidad tan fuerte, como la de Salas Subirat- actuando aislado. Él actúa a partir de ciertas condiciones, pero también lo hace en contra de otras. “Yo soy yo”, diría Ortega, “y tu circunstancia”, agregaría Gasset.

GC: ¿Vale la pena reeditar algo más de este autor, además de su mítica traducción?

LP: Lamentablemente, creo que no. Sus libros de seguros se reeditaron en México hasta los años 80. Hoy ya perdieron vigencia. En cuanto a su producción literaria, diría que nada. Podría ingresar en alguna antología de carácter testimonial, pero cuando uno lee sus obras no puede más que pensarlas como puro pasado, como inscriptas en una estética y una ética que nos resulta ya demasiado ajena. Sí tiene una novela inédita que tiene algún pasaje simpático (meramente aceptable, digamos), pero que imagino más en una historieta que como libro.

GC: ¿Estás trabajando en nuevos proyectos de escritura o de investigación?

LP: Y… algo hay, por supuesto. No quiero adelantar mucho porque estoy apenas explorando. Todavía tengo que medir en el terreno de la investigación y la escritura la viabilidad de la idea. Sería un puñado de biografías cortas, pero al lazo que las vincula prefiero mantenerlo en secreto, al menos por un tiempo.
 

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