Néstor Sánchez: Raconto a partir de un solo de flauta
ALGUNAS COSAS DE ESPALDAS A LOS SOCIÓLOGOS SIN EMPLEO
Néstor Sánchez, un libro de cuentos del que no quiere oír hablar, dos novelas (Nosotros dos y Siberia blues, 1966 y 1967, respectivamente), difícilmente olvidables, El libro negro del humor de antología (1968 en colaboración con Dolores Sierra), es un novelista nato y un ser humano con una permanente expresión de sorpresa impresa en el rostro. Una expresión que consigue reflejar toda la enorme capacidad de asombro que Sánchez lleva en su interioridad, y que le permite, de pronto, romper la bolsa de sus silencios y derramar su contenido de enormes risotadas enronquecidas, en medio de la devota lectura de un poema de Cendrars, mientras estalla en un “!Qué bárbaro! ¡Qué bárbaro!” o en uno de sus prolongados “¡Qué maravilla!” ante un solo de los de Coltrane.
Néstor Sánchez, tras desaparecer por nueve meses: (“Estaba escribiendo una novelita”), abre la puerta, entre sorprendido y avergonzado por el olvido de la cita y por un interrumpido ensayo de flauta, amante a la que ahora dedica toda su pasión. Entretanto vigila algo que se fríe en la cocina.
―¿Es que el novelista Sánchez no escribe más, acaso? ¿O se está proponiendo una nueva relación entre las palabras y las notas?
―Es una pregunta que hace dar ganas de tragarse la flauta y pedir perdón. Por ahora no paso de Mozart y algunos diletantes, sobre todo anónimos; sin embargo pienso seriamente en la música como actividad que no quiero abandonar más. Algo así como el festejo interminable de una ley. Y entonces la mayor parte de la literatura que leo me parece condenada a Descartes, me suena a declamación, mentira, etcétera.
―Supimos que está escribiendo una nueva novela.
―Sí. Hace unos veinte días que terminé mi tercera novela que esta vez es larga como las novelas. Entonces me dedico a corregirla: la cuido de día y de noche y la sobo mientras descanso.
―¿Tiene alguna relación con sus libros anteriores?
―Sin haber escrito Nosotros dos y Siberia blues, especialmente esta última, no podría haber escrito éste. Pero la relación casi obsesiva central sigue aproximándose a la búsqueda de lo antiliterario. Quiero decir: procuro escribir a partir de aquello que rechazo como lector interesado, a partir de aquella única cosa que un escritor debe ir aprendiendo y que es lo que no debe hacerse. Claro, además está la necesidad de encontrar un ritmo total en el aliento, una especie de respiración poemática. Pero eso lleva toda la vida.
―¿Qué entiende específicamente por antiliterario?
―Entonces le contesto por la otra punta: toda literatura literaria, todo gesto culterano o pretendidamente ideológico, se nos transforma poco a poco en mentira, en convicción espantosa, en cháchara orgullosa. La literatura literaria, en este sentido, parece no tener límites, tal vez porque cualquiera puede sentarse y escribir de acuerdo con lo que leyó mal, al sentimiento que cree inaugurar, a la pólvora que cree descubrir. Cualquier otra actividad artística requiere una unidad y dedicación que la literatura, por tratarse de palabras, parece obviar. De ahí que todavía se puede asegurar lo que él pensó y lo que ella sentía. Si el acto de la escritura es un acto esencialmente ético, de posible verdad consigo mismo, entonces toda vieja convicción literaria se hace dinosáurica por sí misma, se hace cada día menos soportable.
―¿Cree que lo antiliterario es una tendencia que se está generalizando?
―No sé. Tal vez. Depende del hambre de verdad interior que cada uno encuentra cada día en su Remington. Pero lo que por otra parte sí se está generalizando es la improvisación a toda costa, la gran megalomanía confesional. Declaro aburrirme mucho con casi todo lo que aparece en mi Buenos Aires querido. Mi tío Ismael, uno de los personajes de mi libro, escribió durante casi veinte años sin pensar en publicar; claro, él era un poco masoquista, pero…
―¿Entonces sólo son válidas las experiencias solitarias, y desesperanzadas, como las del tío Ismael?
―¡No tanto! Creo que hay gente, sobre todo gente joven que trabaja con alguna cautela y que pretende partir de lo que ya no debe hacerse. El elemento desencadenante de la gran baratura que amenaza sepultarnos en papel, es ese lector multitudinario que inventaron los sociólogos sin empleo.
―¿Y qué hay del mentado “boom” de la literatura latinoamericana?
―Es ese otro invento donde parece que se terminaron los adjetivos de la crítica semi-especializada que tenemos. Por ejemplo, ahora están buscando transformar a Rulfo, un cuentista que nos aburría bastante hace diez años, en la contrapartida de los grandes promocionados. Sin embargo no hay grandes diferencias; lo que sí hay es una enorme vejez europea y, como ha sido siempre, confusionistas y personas inteligentes. En general el “boom” no ofrece un solo encuentro estético (ni siquiera hablar de una poética) de dos escritores que marchen hacia respirar un aire menos conocido. Siguen sobreviviendo sin molestarse mucho todos los esquemas trasnochados, desde el novelón sociológico hasta el destrabalenguas, lo modernoso y lo densísimo.
―¿De lo que se desprendería que la mayor parte de lo que aparece editado carecería de valor?
―¿Qué quiere decir valor? Convengamos que el valor en sí, el culterano, lo dan los profesores y periodistas de todas las edades. Yo hablo como un tipo apasionado por lo que hace y por lo tanto arbitrario. Cuando uno quiere algo, conocer y convencerme a través de la escritura, cuando lo quiere todo el tiempo, no pide ni da cuartel; y tampoco lo merece. Yo quiero encontrar casi todos los días el libro, la voz de un hombre, que me convoque, que me desubique los esquemas, que me pida cosas, que me obligue a participar, a confundirme, a cumplir un ciclo en su lectura. Por lo general encuentro nada más que historias, mujeres que hablan, idiotas que hablan, paralíticos que hablan, cañeros que hablan, bobos que hablan, monólogos interiores de oficinistas, historias ajenas, historias chismosas, niñitos que hablan, papel, tinta.
―¿Qué opina el novelista Sánchez del último libro del novelista Cortázar?
―Después de aquellas cien páginas de Rayuela, donde por primera vez un prosista argentino parecía relacionarse con la poesía, sigo esperando con el corazón en la boca y me resisto a aceptar que sus tres últimos libros tengan que ver con Morelli. 62 es un enorme silencio.
―¿Es cierto que prepara su partida?
―Tan cierto como la flauta.
―Sí. Pero sin beca igual me mandaría mudar. Una ciudad es un lugar con humo más o menos negro habitado por gente que camina y camina. Ni viene otra agua ni el río ni nada cambia. A lo sumo, cuando dicha ciudad envejece del todo en uno es porque ha llegado el momento de no reprocharle nada a nadie y pisar las valijas.
―¿Quiere decir que esta vez no hay regreso?
―Eso. De Estados Unidos me voy a Londres por algunos años, como para cumplir con una vieja aspiración libresca de mi tío Ismael que casi va a allá por unos tres meses antes de su suicidio.
―¿Algo más?
―Sí, que ahora han empezado a manosear a los poquísimos viejos entrañables que nos quedan, como por ejemplo Juan L. Ortiz, cosa que me parece absolutamente pornográfica.
Fuente: Revista ARTiempo nº 5. Revista mensual de arte y espectáculos. Buenos Aires, marzo 1969. Gentileza de Federico Barea y su súperarchivo.