martes, julio 28, 2020

Tadeys: el saqueo de la lengua imperial, por Agustina Pérez

Este texto fue leído por Agustina Pérez, irresponsable a cargo de las redes sobre la obra de Osvaldo Lamborghini en IG, Fb y Tw, en la Feria de Editores Independientes el viernes 2 de agosto de 2019. La grabación de la mesa sobre Lamborghini y Laiseca y sus novelas (imposibles, ilegibles, ineludibles) se puede ver acá. Agradezco a Agustina P. su diálogo, su obsesión y su confianza. Y, sobre todo, su lectura apasionada de Osvaldo Lamborghini.


En los albores de 1980, Osvaldo Lamborghini parecía salir de un frasco para caer en otro. Luego de que la borrascosa dictadura lo arrastrara hasta Mar del Plata, un empujón firme de su familia, ya incapaz de lidiar con él, lo depositará en una inesperada Barcelona. Habrá aún una Vuelta y otra Ida, esta vez inexorable. Hasta que arrecie el temporal. Hanna Muck oficiará de novia-mecenas del escritor, y le brindará un techo seguro que ya no habría de abandonar hasta el final de su vida, en 1985.

Instalado en un módico destierro —casi un anagrama de desierto, acaso sus propias últimas poblaciones— Lamborghini trabaja en un raro y desbordante tríptico. Es precisamente otro desterrado llamado Maker, quien descubre a los tadeys, extrañas criaturas que darán a la novela, además de su título, su condición de posibilidad y sus límites. Si bien estos particulares especímenes ya habían orbitado en la obra del autor, fue necesaria la reclusión “en el cuarto de chusma” para que aparezcan en todo su esplendor y potencia.

Tadeys. Como si hubiese bebido una feroz cantidad de Gomsterffi, la novela, con paso tambaleante, avanza, voltea, se estanca, sigue, errática, propulsada por el empuje de un desborde narrativo que hace de la digresión su altivo emblema. Pese a su tendencia magmática, las tres secciones que la componen están unidas por un hilo en común. El autor que había asegurado que su tema es la matanza configura aquí un imperio cuya soberana es una violencia tenaz, monarca inclaudicable que sobrevuela los siglos desde una incómodamente próxima Edad Media hasta un presente difuso. Tadeys se escribe con la nitidez de la pesadilla, y lo que narra es un sueño que se vuelve real.

Lamborghini es explícito respecto a sus propósitos: “Tiene que tener, anoto, cada uno / su objeto de irrisión: / el mío es la patria”. Si bien LacOmar ocupa, por su desbordante extensión, una geografía imposible, esto no impidió que la crítica, viendo a trasluz el territorio, visualice, fantasmática pero nítida, a la Argentina. No obstante sería, cuanto menos, imprudente postular que Tadeys se restringe a ser una imagen deformada de la patria del autor. Sosteniendo la ambivalencia de las figuraciones que puedan espejear, me interesa revisar, de este territorio signado por la desmesura, qué usos se hacen de la lengua.

La Comarca, espacio inmenso unificado hace apenas tres siglos, está compuesta por una mezcla de pueblos que derivó en enredos lingüísticos y torpezas ortográficas. Este cataclismo exacerba aún más los problemas políticos y religiosos. La comunidad alucinada de Tadeys tiene la diversidad lingüística incrustada incluso en el nombre propio del país imperial, que oscila entre La Comarca y LacOmar. “La Comarca era un país rarísimo, rico, temible, desarrollado, culto, pero la barbarie –presente ya en el idioma, tal vez— por cortos períodos irrumpía”.

La misma hibridez acecha efectivamente al idioma oficial, el comarquí, un mejunje donde se superponen raíces latinas, eslavas, hebreas e incluso vascas, que se mezclaron de forma indisociable, al punto de que “ya ni siquiera se podía hablar de raíces”. Por su inacabamiento fundante, el estado del comarquí era aún “fetal”: pura potencia. No es casual que el euskera, cuya evidencia aún no ha podido ser relacionada con ninguna otra familia lingüística, desconociéndose su origen, venga a inmiscuirse y macular al estupefacto comarquí. En este sentido, puede pensárselo como una lengua acéfala, a-centrada y, por lo tanto, rizomática.

Como había detectado tempranamente Antonio Gramsci: toda lengua es impura, atravesada por tensiones entre fuerzas centrípetas y centrífugas, entre instancias de unificación y de dispersión. Un territorio complejo habitado por diferentes temporalidades, y, tan pronto como conserva huellas del pasado, deja emerger marcas diferenciales en una heterogeneidad que no es gratuita sino que habla la heterogeneidad social. La escritura en comarquí es compleja. Ocurría que “una frase larga, que empieza ‘a la occidental’, por ejemplo, puede, en la mitad, convertirse en una voluta insólita, donde aparecen por sorpresa signos de otros alfabetos, o —lo que es peor— signos engendrados por la mezcla (—contranatura—, reía Roy) de varios alfabetos”. Este sismo a nivel de la frase tenía su correlato incluso en las palabras, que se convertían en “una culebra con un cuerpo compuesto por dos mitades que no concordaban”.

Si escribir en comarquí es un problema, otro mucho mayor representa el trasladar un texto de una lengua extranjera a la natal. El comarquí y sus “piruetas (de circo)” son tierra fértil para el escándalo. Al traducir, tan solo “bastaba una pequeña pirueta para rebajar a Dios a Gran Tadey”. Enchastre sacrílego, la “superabundancia excremencial y sexual de la lengua de La Comarca” la vuelve una “lengua especial para crear una genial literatura popular, desbordante de erotismo y de funciones orgánicas naturales”.

En la lógica de Tadeys la lengua tiene una relación directa con el poder imperial, y este imperio a su vez es, como cualquier nacionalidad, una mezcla de impurezas. Pero la impureza de base del comarquí no quita que el poder estatal, insomne, esté siempre en guardia. Las medidas de la autoridad apuntan a la escritura: Taxio Vomir, quien redacta una obra que aclara la naturaleza del tadey, es quemado en la hoguera; el Padre Maker es condenado al exilio por su traducción; reescribir los textos se paga, a su vez, con el empalamiento. El Estado, denodadamente, interviene. Para mantener el imperio, la pureza lingüística es necesaria, por eso los habitantes “rígidos en los nombres de las personas, parece que son capaces de matarse por una pronunciación defectuosa”.

Con estos cimientos, ya está todo dado para que haya cuento. Entonces: érase una vez, en la lejana e inmensa región del imperio de LacOmar, un padre Maker, profesor de Teología y de Latín en la Universidad de Goms-Lomes, buen clérigo de la comunidad que, como tal, conocía de memoria, de principio a fin y en diversos idiomas, el Libro de los Libros. Tanto lo sabía y tanto congraciaba con el saber que de él prístino emanaba que decidió embarcarse en una cristiana –pero peligrosísima— tarea: traducir la biblia del latín al comarquí, llevarla desde esas letras empalidecidas, muertas, a la calurosa habla materna del pueblo. Pero –siempre hay un pero para que haya cuento—:

Era una lástima, una traicionera puñalada de la historia, pero gran parte de los giros y vocablos latinos, al pasar a su ‘amada lengua natal’, se convertían en dobles sentidos, en equívocos tales que ellos, hasta los luchadores contra el fanatismo, advirtieron sinceramente la pezuña del Maligno.

Así fue como aquella Biblia sobre la cual durmió durante siglos la hegemonía occidental, se volvió, traducida a la lengua materna, un libro pornográfico y soez.

Los contextos de producción y de reproducción de esta versión son elocuentes: Maker escribe su traducción en un vestidor en una habitación de burdel, mientras la ramera atiende, y paga a una puta a cambio de que oiga su versión, a la vez que sus amigos la copian emborrachándose en la taberna. Hedores de sexo y vahos alcohólicos empaparon desde su concepción a la traducción. Por otra parte, Maker no solo firma su traducción, con altanería: incluso da su beneplácito para que algunos amigos la copien, se expande como una peste textual.

Durante su estancia catalana, Lamborghini se acomodará plácidamente en dos procedimientos que habían sobrevolado su producción. Se trata del errar a la letra, un pequeño desliz significante de consecuencias, mayormente, fatales, catastróficas, para el sentido. El otro procedimiento es la escansión incorrecta, mala dicción (o dicción en contra) donde se separan de forma anómala las sílabas, produciendo saltos en los significados. Estos resbalones de la grafía que provocan una Caída de resonancias bíblicas aparecen en la traducción de la Biblia al comarquí.

La traducción de Maker es “completa y literal”. Quisiera arriesgar que es precisamente su carácter literal el que la vuelve una “máquina porno-agresiva del Libro de los Libros”. Su versión pone en primer plano la materialidad de la lengua, lo concreto, y el problema de la traducción es que traslada todo descuidando los sentidos abstractos y simbólicos.  Así, se traduce “representante de la manada” por “miembro de la mamada”, “‘bajar al pesebre” por “chupar la vulva’”, o “‘Yo, el espíritu’” por “el Ridi-culo”.

El irredimible delito es que “Maker, patriotero de la lengua, traducía demasiadas palabras latinas a su ‘amada lengua natal’”. Lo que se deja leer en este gesto es la práctica de una traducción-torción que opera como marca de este estilo y, a su vez, como práctica glotopolítica que permite horadar las bases imperiales al desestabilizar la homogeneidad en la que quiere fundamentar su hegemonía la lengua única. Las lenguas imperiales, lo sabía Nicolás Rosa, sólo exigen una traducción unilingüe: todo debe ser escrito en la lengua imperial, todo deber ser traducido al alfabeto pre-babélico. Por eso, la lengua imperial se opone violentamente a la dispersión lingüística y a la ambivalencia de la traducción.

En LacOmar, se suponía al latín una lengua sagrada, la Voz de Dios. A la llegada de la traducción, la llegada del castigo: el rey condena a los copistas a la horca, a los poseedores de copias a las galeras, y empala a los vendedores clandestinos. Al padre Maker le toca un destino quizá peor: el destierro. Pero ninguna de estas medidas resulta eficaz, pues la traducción está hecha y genera un mestizaje incontrolable.

En la versión “de la vulgata latina a la vulgata… hampona… del idioma de LacOmar”, código lingüístico y código religioso pierden su estatuto de impostada pureza y acaban por igual grotescamente corrompidos. Si para la tradición occidental la Biblia es el Bien, la versión de Maker es el Mal, un Mal anexado de forma indisoluble a un escribir-Mal.

 La traducción de Maker, entonces, solo deja al descubierto lo que el texto fuente susurraba: “el inconsciente de la Iglesia era porno y ridículo, como un lunfardo pretencioso”. Como señala Obitur, quien supo gobernar sobre los extensos territorios de LacOmar, “la Biblia” es “el gran libro pornográfico. Todos, todos los libros incestuosos, sodomitas, sádicos. Lo desafío, monseñor. Nómbreme alguno que no lo sea”.

La apuesta de Lamborghini se juega en oponer a la lengua fascista la violencia de los lenguajes extralimitados y, simultáneamente, la desorganización de los núcleos sintácticos y semánticos. Como se lee en uno de sus poemas, para el autor “EL “ESPAÑOL” ES/ UNA GUALÉN” , y la apuesta contra la uniformidad lingüística se jugará, precisamente, en el estilo singularísimo que se tensiona en los tironeos de esta ‘gualén’, dialéctica sin síntesis entre desvío e inversión.

domingo, julio 26, 2020

Tres documentales tres: Benesdra, Greco y la juntidad de la bohemia porteña

Hace unos meses vengo mirando algunos documentales que tenía pendientes. Recomiendo, en esta oportunidad, estos tres: uno sobre Salvador Benesdra y su novela El traductor; otro sobre Alberto Greco y su radical propuesta artística; y otro sobre la bohemia porteña de los 70 y de los 90. Las tres películas exploran bordes excéntricos de la cultura argentina, personas inolvidables e imágenes que condensan poéticas y formas de entender el mundo. Pasen y vean!



Sobre Salvador Benesdra y su novela El traductor: Entre gatos universalmente pardos, de Ariel Borenstein y Damián Finvarb




Sobre Alberto Greco, creador del Vivo Dito: Alberto Greco obra fuera de catálogo, de Paula Pellejero



Sobre la bohemia porteña de los 70 y los 90: La juntidad espeluzante, de Jorge Quiroga y Martín Carmona

jueves, julio 23, 2020

Bob Chow en el basurero de la historia

Bob Chow, novelista argentino. Esta es una invitación a leer a Bob Chow. Ahí están sus novelas, a mano, en un terreno bombardeado, conocido como La Gran Llanura de los Chistes. El recorrido por las móais de la literatura argentina actual está planteado: El momento de debilidad, El Águila ha llegado, La máquina de rezar, Todos contra todos y cada uno contra sí mismo, Chocar al mono, Invierno de impacto. También hay pequeños monolitos: recopilados en la antología Mañana será diferente; otro publicado por la revista Invisibles "El Batman de San Marcos Sierras"...
Hace unos años, cuando Bob Chow ganó un premio con su novela Todos contra todos..., le hice algunas preguntas. Luego, me tocó o decidí escribir un par de reseñas sobre sus novelas El Águila ha llegado y La máquina de rezar para algunas revistas virtuales. Bob Chow traía buenas noticias al mercado editorial, que se caracteriza por su homogeneidad, por su insistencia, por su meseta...
¿Por qué leer a Bob Chow? Porque en sus novelas hay humor y aventuras, tramas de delirio y tecnología. Los fantasmas de Pynchon y Burroughs juegan rol en el siglo XXI. Dejo un par de reseñas que escribí en aquel entonces y la invitación a conocer el mundo de Bob Chow. ¡Bienvenido, Bob!


Bob Chow, El Águila ha llegado, Nudista, 2016.

A partir del encuentro con el Águila, Chow desdobla la narración e introduce, como si de una muñeca rusa se tratara, una novela escrita por Solange Segula que arrastra el relato a niveles delirantes comparables con las novelas de Thomas Pynchon. A partir de esta subnovela, de corte policial-paranoico, el presidente Scioling, chinos hasta en Marte, asesinos seriales del futuro y extraños hologramas místicos comienzan a cruzarse con las canciones de Segula, sus visitas a una psicóloga y la espera del hombre en coma en la Clínica Kimifusa. Como lo quería William Burroughs, en la novela de Chow, el lenguaje humano es un virus: se replica, contagia, infecta de delirio y paranoia la trama del paciente y su compañía.

Se puede leer completa acá.



Bob Chow, La máquina de rezar, Ed. Marciana, 2016.

Efectivamente, se esfuerza la máquina de noche y de día y el protagonista conoce a Valentina en Amsterdam, prueba una marihuana increíble llamada Alien Technology y, luego, a los dos les sale una película para filmar un Batman alternativo, trash, tercermundista. Se van, entonces, para Irak, lugar elegido como locación. Llegan a Bagdad, parque de diversiones del mal, y filman, filman y filman esperando nuevas instrucciones del director, directivas a distancia. Además de filmar, cojen y fuman y andan por ahí, embelesados por el territorio en el que cayeron, como aliens recién llegados a la Tierra.

Se puede leer completa acá.

lunes, julio 20, 2020

Laiseca en el Moderno, 1968

El vínculo inicial (¿iniciático?) entre Alberto Laiseca, su llegada a Buenos Aires hacia 1966, y el bar Moderno todavía conserva aristas por descubrir. Ubicado en Maipú 918, entre Paraguay y Charcas, el bar mítico de la Manzana Loca aparece mencionado o a través de algunos de sus habitúes en varias novelas del conde.
Por ejemplo, encontramos mencionado el bar en algún relato de Gracias Chanchúbelo y en Por favor, pláguienme. También, es posible cruzarse ficcionalmente con Marcelo Fox (El jardín de las máquinas parlantes, Los sorias y otras menciones menores en varias obras), mariani (Los sorias), Sergio Mulet (Las aventuras de un novelista atonal), y Horacio "Pepe" Romeu (Matando enanos a garrotazos), entre otros a descubrir. Es como si los recuerdos y las experiencias de Laiseca en el Moderno se entrelazaran en filigrana con sus relatos...
También Laiseca ha sabido mencionar el bar Moderno en varias entrevistas como un lugar central para su contacto juvenil con el campo cultural porteño. De dichas menciones da cuenta la valiosa entrada, "Moderno", del "Abecedario Laiseca", armado por Guido Herzovich, para la revista El Ansia, n. 1 (2013):

MODERNO. “Estaba de peón cuando vi un barbudo de pelo largo. ‘Debe ser un intelectual’, pensé. Y le hablé: ‘Mirá… vengo de afuera, recién estoy en Buenos Aires, ¿no hay algún lugar donde se reúnan escritores?’. Y curiosamente el tipo no se me rió y me contestó: ‘Sí, hay un lugar donde se reúnen pintores, escritores, poetas, es el Bar Moderno, que queda en la calle Maipú al 800 y pico’. Y ahí fui, empecé a conocer gente, leía mis cosas, mis manuscritos. (…) El Moderno me cambió la vida a mí. No existe más, pobrecito: qué desgracia” (Entrevista de Gabriela Cabezón Cámara, Ñ, 20/5/2011). El Moderno quedaba en realidad en el 918 de Maipú, cerca de Paraguay. Corría el 66: Laiseca tenía veinticinco años. Además de la fauna variada del Di Tella —que estaba a la vuelta—, lo frecuentaban los integrantes del grupo Opium (Sergio Mulet, Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez), “beatniks argentinos”, amigos del también habitué Néstor Sánchez. “Nos conocimos en revistas, en bares, en confusas reuniones a las tres de la mañana. Nos conocimos orinando en baños donde leímos que Perón o Tarzán nos salvarían; nos miramos a los ojos y sonreímos: ninguno quería ser salvado”, informaba el primer panfleto de Opium. Entre los compañeros de mesa del Moderno, el que retorna con más regularidad en los relatos de Lai es Marcelo Fox: hijo de una familia bien, maldito vocacional, suicida a los treintitantos —decapitado por un tren—, escribió un par de libros inhallables que, según Lai, su familia quiere conservar así. “No quieren que se sepa que el hijo era un monstruo”. Monstruosidad de época que a Lai no le fue del todo ajena: vivir rápido, morir joven y dejar un cadáver sin cabeza. Esas charlas de café tal vez sean un elemento importante en la genealogía del delirio laisequiano, que se entroncaría así, en una tangente inesperada respecto de sus referencias explícitas, con lo más moderno de la escena estética del medio siglo: el seudo-surrealismo local, las pandillas de Aldo Pellegrini (a quien Darío Canton dice haber visto en el Moderno), el conceptualismo y el arte de los medios, los inicios del rock argentino. (Herzovich, Guido. “Abecedario Laiseca”, en El Ansia, n. 1, 2013)

En fin, baste rememorar algunas notas de ese íntimo vinculo entre Alberto Laiseca y el bar Moderno. Me gusta seguir buscando otros ejes de lectura en su obra, que se corran lateralmente del "realismo delirante" y que abran la puerta a los cruces entre vida y obra, biografía y literatura.
De yapa, dos fotos de 1968 que vienen circulando hace un tiempo en Facebook (gracias a Marcelo Sztrum y a Víctor Kesselman). En estas, Laiseca comparte mesa con miembros de la obra La Orestiada (una obra a la que, más vale tarde que nunca, le dedicaré un post) pero también con mariani y con Alejandro Medina (de Manal), entre otros. Como FB, esa red social vetusta, no tiene ninguna amabilidad para el archivo, aquí van para que puedan encontrarse y disfrutarse:


FOTO 1: Laiseca en el Moderno, 1968


Desde el centro hacia la izquierda: Graciela Dellepiane Rawson, Víctor Kesselman, Alfredo Slavutzky, Horacio "Pepe" Romeu, Marcelo Sztrum, Alberto Laiseca, Rubén de León. Alejandro Medina, Jorge Centofanti. Bar Moderno, 1968. Foto tomada por ¿?


FOTO 2: Laiseca en el Moderno, 1968


Desde la izquierda: Alfredo Slavutzky, Horacio "Pepe" Romeu, Marcelo Sztrum, Alberto Laiseca, Rubén de León, reynaldo mariani, Alejandro Medina, Jorge Centofanti, Graciela Dellepiane Rawson. Bar Moderno, 1968. Foto tomada por Víctor Kesselman.

viernes, julio 17, 2020

Oficios Lectores: Emisiones 8, 9 y 10

El amigo Vespa sigue buceando en las profundidades del mundo del libro argentino con su ciclo "Oficios Lectores".

En la Emisión 8, conversa con Martín Jalí, del Club de libros Escape a Plutón, sobre cómo construir comunidades en entornos digitales. Pueden verla acá:



En la Emisión 9, la charla presenta a Andrea Schvartzman, quien forma parte de los Talleres Gráficos Elías Porter, para conversar sobre la impresión de libros. Puede verse acá:



Finalmente, la Emisión 10 consiste en una entrevista informal a Lucila Schonfeld sobre "¿Cómo cuidar los libros desde su producción?". Pueden verla acá:

lunes, julio 13, 2020

Escrituras excéntricas (2): Selección de Augusto Munaro

En esta oportunidad, el periodista, escritor y lector Augusto Munaro seleccionó a tres autores y sus escrituras excéntricas. Augusto ha construido en estos años una mirada alternativa de la literatura nacional a través de su participación en redes sociales y de la experimentación de su propia obra narrativa (Las cartas secretas de Georges de Broca, Celuloide, El busto de Chiara, Incrustaciones dubaitíes, por nombrar solo algunos...).
En fin, estas son las escrituras excéntricas recogidas por Augusto. ¡Pasen y lean!


Tres momentos/ 3 autores de ayer y de hoy


I. Ignacio Ezcurra

¿Mártir del periodismo? Cuando estudiaba periodismo, de esto hace un cuarto de siglo, un profesor nombró al periodista argentino muerto en Vietnam, Ignacio Ezcurra (1939-68). Nadie en la clase lo conocía. Unos años más tarde Elefante Blanco lo reeditó, a través de una tirada reducida, y volvió a circular, aunque modestamente. Cada año se lo recuerda como el “único periodista latinoamericano en Vietnam”, y nada más.
Si leemos su libro póstumo Hasta Vietnam, la edición de Emecé del 72 es preciosa, hay mucho más que su historia trágica. Ezcurra ante todo es un estilo. La prosa comprometida de sus crónicas, limpia de toda adjetivación gratuita, siempre resultan intensas. Nada sobra, nada está de más. Conciso, sus textos son realmente atemporales. Reflejan una época, claro. Los 60. Walsh, Lastra, el querido y malogrado Rozenmacher, Briante; un realismo crudo. Pero en el caso de Ezcurra, es más sutil y dinámico. Casi estaba por escribir “lírico”, pero no. Murió a los 28 años. Hay un recuerdo por ahí sobre él, de Oriana Fallaci, francamente conmovedor. A veces me lo imagino, como Conti, como Costantini, escribiendo una novela generacional. Sería algo parecido a Enrique Wernicke pero más sutil. ¿Se puede imaginar El agua a través de los ojos de Manucho? Imagen: Portada de Hasta Vietnam (Emecé, 1972).



II. Wally Zenner

¿Alguien recuerda a Wally Zenner (1905-1996)? Me crucé con su nombre por primera vez en el infinito Borges (Destino, 2006), de Adolfo Bioy Casares. Aquel índice onomástico incompleto, contenía unos escasos datos sobre ella. Un par de fechas que indicaban una existencia longeva (1905-96), y una escueta bibliografía, no mucho más. Con los años supe que fue además de poeta vanguardista, traductora, y docente, una de las más destacadas declamadoras de su época. Puso su voz a programas culturales, donde recitó notables poesías. Fundó y dirigió el “Teatro Experimental Espondeo” (término que remite a la métrica poética y se refiere, puntualmente, al pie de la poesía clásica griega y latina que está compuesto de dos sílabas largas), allí puso en escena sus traducciones de obras europeas. Habría que enumerar e investigar con precisión el total de obras que dirigió en ese contexto.
Zenner escribió poemarios valiosos, entre algunos, el perplejo y fúnebre Encuentro en el allá seguro (Viau y Zona, 1931), “Moradas de la pena altiva” (Colombo, 1932), “Soledades” (1934); “Vocación de alabanza” (1946); Antigua lumbre (1949). El primero y último de los libros llevan textos de Borges.
Según cuenta la leyenda, Zenner tenía una voz estupenda, al punto de ser más recordada por esos atributos que por los de su poesía. El libro de Borges Cuaderno San Martín (Proa, 1929) contiene un poema dedicado a ella (que, dicho sea de paso, luego suprimió tras considerarlo imperfecto).
Tal vez sea un buen momento para reeditar la obra lírica de Wally Zenner. Versos breves, emocionales por la “persuasión patética de su voz” (si nos dejamos guiar por las palabras precisas, sutiles de Borges). Una voz que permanece en la oscuridad hace más de 70 años. Imagen: Portada de Antigua lumbre (1949).


III. Luisa Sofovich

Lo que ocurrió con esta escritora argentina es bastante atípico. Hoy, además de que nadie la recuerde (y mucho menos la lea), se la reduce únicamente como tía del reconocido productor y director de espectáculos, Gerardo Sofovich, y como esposa del excéntrico y multifacético Ramón Gómez de la Serna. La pobre Luisa Sofovich (1905-1970) ha quedado demasiado relegada.
Sus libros fueron originales y muy dispares entre sí (por estilo y temática, no en términos de calidad literaria): Historias de cuervos (Losada, 1945), El ramo (Ediciones Huella, 1943); La sonrisa (Ediciones de “La Peña”, 1933), El baile (Losada, 1958), o su admirable Siluetas en negro (Ed. Sudamericana, 1950); incluso, escribió Biografía de la Gioconda (Espasa Calpe, 1953).
Sofovich fue una escritora plural, que encaraba diferentes registros con la misma altura inventiva. Sus libros octogenarios ya circulan en librerías de viejo, pero sin pena ni gloria. Nadie la nombra. Ni siquiera una calle. ¿Por qué debería reeditarse su obra? Acaso, y sobre todo, por La gruta artificial (Ediciones de La Sociedad Amigos del Libro Rioplatense, 1936). Se trata de un libro de relatos potente, donde el ritmo narrativo alcanza, por momentos, un grado de madurez superior al de Norah Lange o las hermanas Grondona, por nombrar a escritoras contemporáneas suyas. Mientras tanto, hace medio siglo que Luisa Sofovich descansa en el cementerio de Olivos, y en los anaqueles de las librerías de viejo. Aguardando, en silencio. Imagen: Portada de La gruta artificial (1936).


¡Gracias, Augusto Munaro, por tu participación con estas escrituras excéntricas!

viernes, julio 10, 2020

Conversación sobre Marcelo Fox en Un mundo feliz

Estuvimos conversando con Sebastián de Caro, conductor del programa de radio "Un mundo feliz", sobre Marcelo Fox, su rastro y sus libros inconseguibles. Pueden escucharlo acá:

lunes, julio 06, 2020

Capítulo 22, fragmento de Confluencia, de Inés Kreplak

Recuerdo cuando Inés Kreplak estaba escribiendo esta novela. Lo recuerdo por las conversaciones, breves pero cautivantes, que mantuvimos en las calles circulares de Parque Chas. Sobre novelas con ratas o comadrejas, sobre el Tigre como zona literaria.
Cuando finalmente leí su primera novela Confluencia (Alto Pogo, 2017), me encontré con un relato en donde esas conversaciones cuajaban, hacían sentido. El lugar de la novela es el Tigre, sus habitantes, su historia, su flora y fauna. En este sentido, Kreplak se hace cargo de ese espacio como lugar real (ahí están las descripciones, las microhistorias) y como lugar imaginario (está el rastreo de la tradición literaria, social y política).
Confluencia narra un proceso de adaptación múltiple, tiene algo de novela de aprendizaje: ¿cómo se empieza a vivir en el Tigre? Pero también: ¿cómo se sigue viviendo con una enfermedad como la esclerosis múltiple? El acierto de Kreplak es la construcción de una protagonista doble para intentar responder esas preguntas: Inés y Malena. Sus historias se entrelazan, confluyen para seguir en la metáfora del libro, y atraviesan la adaptación a través de dolores, alegrías, encuentros y desencuentros. Ambas historias desembocan en un interrogante más general: ¿cómo se alcanza un equilibrio con la naturaleza?
Les dejo el capítulo 22, de Confluencia, una de mis escenas favoritas. Hay otras con las historias de los perros Dragón y Pablo, o con la vida de Igor y su familia. Me quedo con esta por su estrella animal, salvaje y desafiante. Pasen y lean, descubran a Inés Kreplak, una narradora potente y dedicada.



Capítulo 22, de Confluencia (Inés Kreplak)

Desde la primera visita a la casa de Malena tengo registro de que no debo dejar restos de comida sin guardar, paquetes de ga­lletas abiertos o frutas y verduras fuera de la heladera. También tengo cuidado de no hacerlo en mi propia casa. Malena utilizó un eufemismo para hablarme de quienes podían aprovecharse de una mínima distracción humana, y mi inocencia citadina en su momento me había llevado a pensar en hormigas, incluso en una plaga inmensa, pero ella prefirió no hacer ninguna aclara­ción. La noche en que me quedé a dormir en su casa, ante la percepción de ciertos ruidos extraños en los techos, Malena me aclaró que a veces se trataba de pájaros, aunque casi siempre eran ratas que buscan comida. Yo tragué saliva espesa y mi garganta hizo ruido. Preferí no seguir la conversación.

La semana en la que Malena decidió instalarse de manera definitiva en su nueva casa, durmió muy mal. El entrepiso en el que estaba su cama se encontraba muy cerca del techo, y por las noches el silencio era tal que podía escuchar con precisión las pa­titas de las ratas caminando a lo largo y a lo ancho de los tirantes de madera, casi por encima de su cara. Cerraba los ojos y sentía que una cola rozaba su nariz, que el roedor se escabullía entre las sábanas. Malena se movía porque pensaba que así las ratas se iban a espantar. La primera noche estaba muy cansada como consecuencia de todas las tareas de puesta a punto del lugar y finalmente pudo dormirse, pero la segunda tuvo que prender una vela y ponerse a escribir. Decidió particularizar a la rata, sería una sola, siempre la misma, y se llamaría Niní. Le escribiría car­tas para familiarizarse con ella, para demostrarle que no le tenía miedo y para expresarle todas sus sensaciones.

Malena escribía por las noches para aplacar el miedo, para dominar la adrenalina y lograr dormir. Durante el día, las ratas no se acercaban, Malena tenía casi siempre a mano elementos para espantarlas y hacerlas escapar. Maderas, palos, sierras, martillos, serruchos. Si de lejos veía alguna, pisaba fuerte, ha­cía ruido con las sillas y alertaba a los perros, que comenzaban a ladrar; con eso bastaba, porque las ratas reculaban. Cuando no estaba en la casa tenía que dejar bajo resguardo cualquier tipo de comida, incluso el alimento balanceado de los perros. Las visitantes solían estar hambrientas y, por supuesto, tenían un olfato muy desarrollado.

Una tarde, casi un año después de haberse instalado en la casa, de regreso después de varios días de ausencia, encontró pequeños cambios que la alarmaron. Ya en el bote se sorprendió de no escuchar los ladridos de Pablo ni de Dragón, que solían ir a recibirla al muelle. Los llamó y chistó un par de veces, pero al no verlos acercarse pensó que los perros podrían estar en el fondo del terreno de Tute o durmiendo una siesta. Amarró el bote, descargó las compras y su bolso, caminó los metros que la separaban de su casa, subió la escalera, y al atravesar la cortina de juncos, que en aquel momento hacía las veces de puerta, en­contró la casa revuelta.

El mate estaba tirado en el medio de la sala. A unos metros encontró la esponja con la que lavaba los platos toda carcomida, pedazos de gomaespuma desperdigados por el piso. Le pareció muy raro, pensó en los perros, pero inmediatamente se acordó de Niní. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y recién ahí reaccionó. Antes de caminar por el interior de la casa golpeó sus botas contra el suelo. Hizo mucho ruido para espantar a la intru­sa, que creía que era Niní. Cuando levantó el mate del suelo vio que tenía alrededor de cincuenta agujeros pequeños que estaban hechos con los dientes. Le pareció raro que la rata pudiera hacer eso con una pieza de madera, y con asco lo dejó en la bacha de la cocina para después lavarlo bien. Buscó el escobillón y barrió del piso los pedazos de esponja. Mientras los juntaba con la pala, escuchó sonidos poco familiares muy cerca de ella. Algo andaba cerca. Pero no parecía ser Niní. Era de día y Malena estaba ha­ciendo todos los ruidos que habitualmente hacía para espantar­la. Con desesperación empezó a golpear más fuerte todo lo que tenía a su alrededor, barría y agitaba el cepillo contra el suelo, pisaba con ímpetu, corría los muebles, arrastraba, golpeaba, ha­cía crujir a cada instante las distintas maderas de la casa. Deci­dió poner música. Prendió el equipo y sintonizó la radio a todo volumen, estaban pasando el tema Boys don’t cry de The Cure, y aprovechó para bailar y cantar fuerte. Tiró a la basura los restos del barrido, ordenó los muebles y se olvidó de lo ocurrido.

Ya al atardecer, los perros volvieron a la casa. Malena se sor­prendió de que hubieran llegado tan tarde. Les dio de comer y guardó el alimento balanceado en una conservadora de telgopor que había elegido para aislar la comida y mantenerla al resguar­do de insectos y roedores.

Pero los sucesos extraños continuaron. Otra tarde, a los pocos días del episodio anterior, se despertó de una siesta y escuchó ruidos entre las paredes. Desde el entrepiso miró hacia abajo vio una bola de pelos grises y blancos que de lejos parecían pinchudos. Esa bola tenía una especie de remolino en el lomo y un contorno negro alrededor de los ojos. Enseguida divisó otra bola igual pero más pequeña, sin el remolino. Se dio cuenta de que no podían ser ratas por el tamaño y por el andar, más lento, sereno, menos huidizo y, por ende, más terrorífico. Cuando Malena pudo reaccionar al shock se dio cuenta de que estaba en presencia de dos comadrejas. Sin animarse a pasar por donde estaban, pensó en la manera de escapar por una ventana, pero era imposible. Con miedo, intentó utilizar los mismos trucos que usaba con Niní. Empezó a mover sus muebles, a golpear las cosas, a cantar a los gritos, pero las comadrejas no se iban. A pesar de no tenerlas en el momento a la vista, cuando hacía silencio aún las escuchaba moverse por entre las maderas de la casa. Malena te­nía que animarse a bajar, debía irse a Buenos Aires a trabajar, así que juntó coraje, hizo movimientos muy veloces, limpió todos los restos de comida que quedaban en la casa, se llevó con ella la bolsa de basura y no volvió hasta la tarde siguiente. Ya en la ciu­dad les comentó el episodio a Leandro y a varios de sus amigos. Buscó en Internet información sobre el marsupial y consultó en­tre sus amigos de la isla por trampas y formas de cazarlas, pero todas las vías incluían venenos que podían ser muy peligrosos para sus perros. La recomendación que más le cerraba era la de adoptar un gato. Tenía que hacer algo para combatirlas pronto porque las comadrejas suelen adueñarse de un lugar y también pueden llegar a tener veinticinco crías en solo dos semanas de gestación. Si no se deshacía pronto de ellas, iban a invadirla. Los perros les tenían miedo y, además, las comadrejas largaban un olor fuerte y ácido, parecido al del zorrino, como forma de de­fensa que lograba bloquear el ataque de los perros por más que estos triplicaran su tamaño.

Cuando volvió a la isla, Malena sabía que era probable volver a encontrarse con las comadrejas que días atrás había dejado en su casa. Se alegró cuando se arrimó con el bote al muelle y vio que sus perros estaban ahí para recibirla. Al bajar, Pablo le saltó encima, mientras que Dragón le puso la cabeza para que ella lo acariciara un rato. Los dos perros acompañaron a Malena a paso lento hasta la casa pero, antes de atravesar la cortina de juncos, Dragón lloriqueó. Malena lo miró preocupada y le preguntó qué le pasaba.

Dragón le rozó las piernas con el lomo y Malena entró a su casa. Otra vez notó que había habido movimientos en su au­sencia, la conservadora de telgopor estaba toda carcomida y el alimento de los perros desperdigado por el piso, un paquete de harina roto, volcado sobre la mesada de la cocina, y también res­tos de tomate embadurnados en las puertas bajas de la alacena. Cuando fue a ver su planta de tomatitos cherry ya no quedaba ninguno. Gritó, maldijo al aire una y otra vez y los perros em­pezaron a ladrar por la alteración de Malena. Acto seguido la comadreja más chica, la bebé, apareció en el medio de la sala, adentro de la casa, y la miró de frente con sus ojos negros tan oscuros que parecían brillar. Segundos después la comadreja madre se acercó a rescatar a su cría. Malena no podía entender cómo aquel animal se atrevía a desafiarla así, adelante de los dos perros. Malena gritaba y la comadreja la miraba. Con terror, in­tentó no mover las piernas, pero sutilmente giró y logró agarrar un palo para defenderse. Los perros no avanzaban, se escondí atrás de ella. Les gritó: ¡Hijas de puta! Las odio, las odio, las odio. Mis plantas de tomate, mi comida, mi casa. ¡Váyanse, hijas puta! ¡Asquerosas!

La comadreja madre la miraba desafiante y le gruñía con un sonido parecido a un ronquido; quieta también, observaba atenta en estado de catalepsia, inmóvil. Durante varios minutos, Malena y la comadreja siguieron midiéndose. En una pequeña distracción de Malena, la comadreja pudo tomar a su cría con el hocico, se la montó en el lomo y salió corriendo con un gemido más agudo, que sonó a maullido felino. Los perros se asustaron, y Malena también dio un alarido. La comadreja aprovechó el revuelo, se metió en un recoveco entre la pared y el piso y se perdió de vista.

Inmediatamente después de ese episodio, Malena entró en un estado de pánico que le duró varios días. Esa noche le pidió a Tute que la dejara dormir con ella en su casa, pero al día siguiente volvió. Se sentía invadida y estaba muy enojada. No iba a permitir que dos comadrejas se apropiaran de aquella casa que tanto esfuerzo le había costado. La siguiente noche también fue mala porque se cortó la luz en toda la zona de la isla y, a pesar de que no se encontró con las comadrejas, las oía moverse, sabía que la madriguera estaba en su casa. Miró detrás de la heladera, por donde estaba el motor, con terror de encontrarlas ahí, pero probablemente estuvieran en algún hueco entre el piso y las pa­redes, entre los agujeros que dejaba la unión de las maderas. En un momento, ante la desesperación y el miedo que tenía Malena gritó lo más fuerte que pudo y revoleó una zapatilla desde el entrepiso hasta el suelo; esta cayó con fuerza y atormentó a todos los bichos, que salieron asustados de entre las maderas.

La mañana siguiente decidió ponerle fin a esa situación. Ya no bastaba con escribir cartas a una rata imaginaria: debía re­solver el problema en serio. Decidió empezar por el principio. Primero tenía que conseguir una puerta verdadera y colocarla, así podría adoptar un gato y dejarlo adentro mientras ella no es­tuviera en su casa. A su vez, tenía que esconder bien la comida. Ya había descubierto que el plato preferido de aquellos marsu­piales era el alimento balanceado de los perros, entonces em­pezó a guardarlo también en la heladera, para mala fortuna de Dragón y de Pablo. Además puso aislantes térmicos en todas las paredes, cubrió cada espacio, dejando sin lugar para guarecerse a ratas y comadrejas. Todo el proceso le llevó dos semanas, pero mientras tanto no tuvo que vérselas cara a cara con la comadreja de remolino en el lomo ni con su cría. Y, aunque vio algunas huellas sobre la mesada, a partir de la llegada de Guerrero, su pequeño gato atigrado de ojos verdes, su atención pasó a estar en la adaptación del nuevo integrante al clan animal encabezado por Dragón y Pablo.


Kreplak, Inés (2017). Confluencia, Buenos Aires, Alto Pogo, pp. 145-151.

 

jueves, julio 02, 2020

Miyamoto, Sdrech y Báñez: el amor, la muerte y la ficción


La historia de Katsusaburo Miyamoto, el botánico japonés que embalsamó a su mujer y convivió con ella en la Rosario de los 60, es relativamente conocida. Con googlear un poco, se encuentran información y fotografías, tanto del científico como de su esposa Carmelita América Colombo.
Llegué a la historia por una crónica del periodista de investigación Enrique Sdrech, recopilada en su libro Crímenes famosos. 50 años de investigación periodística. Ahora bien, la anécdota me sonaba de otras lecturas, de otras zonas de la literatura argentina.
Efectivamente, apareció en mi mente la obra del platense Gabriel Báñez y recordé. En primer lugar, su relato exquisito y macabro, un canto al amor después de la muerte: El circo nunca muere, publicado por editorial Almagesto en 1992 (recientemente reeditado por mil botellas y por Ediciones Revólver). Si no lo hicieron, les ruego que se tomen 15 minutos y lo lean. Después me cuentan qué sabor les deja la historia de Mc Cornick, la muchacha judía y ese circo cayéndose a pedazos.


En segundo lugar, me topé revolviendo en mi memoria con un fragmento de Virgen, en el que Báñez vuelve sobre la historia del botánico japonés, Katsusaburo Miyamoto. Ahora bien, Báñez lo traslada a Ensenada y le cambia el nombre, Oshiro Tana. Y sin embargo, conserva el núcleo del caso real transmutado a la ficción religiosa, pynchoniana y política que construye en la novela publicada en 1998 y que precisa una urgente reedición.


¿De qué modo la literatura retoma historias reales? ¿Cuánto puede marcar una anécdota la imaginación de un escritor para que vuelva una y otra vez transmutada en ficción? Entre la crónica de Sdrech y el cuento y la novela de Báñez se teje una complicidad que mantiene, como en un cuidado trabajo de amor eterno, la historia de Miyamoto y su mujer embalsamada, más allá de la muerte, a través de la literatura. Transcribo primero el fragmento de Virgen, de Báñez, y luego, la crónica del maestro Sdrech.

Fragmento de Virgen (Gabriel Báñez)

Una sola vez había presenciado Bernardo Benzano una serenidad tan viviente, y fue cuando la policía lo llevó a reconocer el cuerpo embalsamado de la mujer de Oshiro Tana a fin de darle cristiana sepul­tura. Tana era un floricultor apenas conocido en Ense­nada porque vivía recluido en sus dos hectáreas de tierra sobre uno de los recodos del arroyo Doña Flora. La casa era de juncos prensados, elevada sobre pilo­tes, y cercada por cañaverales al frente que el japonés podaba según la tradición del bambú: en fila india y de menor a mayor para acompañar la mirada al cielo de los dioses. En los fondos tenía sus cultivos de flo­res, el invernadero, y en el linde con el Doña Flora los macizos de hortensias salvajes que estallaban sin ma­yor estruendo. Rara vez abandonaba la casa, pero se hizo célebre en una tarde cuando la policía descubrió que convivía con el cadáver de su legítima esposa des­de hacía por lo menos dos años. Era tanto el amor del japonés por su mujer que a la hora de su muerte la vació, la limpió con acaroína y formol y la rellenó con estopa para conservarla a su lado. El bonsai conyugal pareció funcionar mejor que el matrimonio mismo, pues durante esos dos años Oshiro Tana no sólo conti­nuó compartiendo el progreso de las flores junto a su esposa sino que además empezó a prepararle sus pla­tos favoritos y a festejarle los aniversarios. El día en que lo descubrieron ella estaba tomando el café con leche en la cama, y parecía tan verídica y lozana en su desayuno que apenas si sospecharon cuando vieron que no mojaba la medialuna. Lo que más le impresio­nó al padre Bernardo fue la dulzura tranquila de la mujer; tanto, que no supo si rezarle un responso o concederle la extremaunción. Se decidió por lo primero, aunque sabiendo que cumplía con el canon sacerdotal pero no con sus dictados más íntimos. Para él, esa pre­sencia no sólo no estaba muerta sino que había supe­rado vivamente los trances de la defunción: era carne de mañana, memoria quieta, una promesa de eterni­dad tangible como imaginaba Tana, y como habría imaginado ella, que tenía que ser el amor perfecto en­tre dos mortales. A Oshiro Tana las autoridades no pudieron probarle gran cosa como no fuera su pasión incorruptible por las formas y la colosal estética de su arte de ikebana. Con todo, se lo mantuvo recluido durante tres años bajo pretextos neuropsiquiátricos y se aprovechó de ese tiempo para rematarle la finca, que valía en efectivo lo que exigía de honorarios su abogado defensor. Cuando quedó libre, el primer acto cívico del japonés fue ahorcarse de la rama de un sau­ce llorón vecino a la que había sido su propiedad. Ber­nardo Benzano conocía en todos sus detalles la historia de amor perpetuo del matrimonio Tana: el invernade­ro de la iglesia había sido rescatado en medio de la demolición de la casa del arroyo Doña Flora.

Báñez, Gabriel (1998). Virgen, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 43-44.





Katsusaburo Miyamoto: una historia de amor (Enrique Sdrech)

"El amor puede ser la poesía del hombre que no hace versos. Tal podría afirmarse de este pequeño japonés de rostro recelo­so, que entreabre la puerta cancel de su casa para negarse a to­da entrevista. El cabello entrecano, los ojos negrísimos, la estatu­ra corta, la cortesía extremada, configuran un típico hijo del Im­perio del Sol Naciente”.

Así comenzaba una extensa nota realizada por el recordado co­lega Ignacio Covarrubias, hace más de treinta años. Se refería a la entrevista que logró concretar, en la ciudad de Rosario, con el doctor Katsusaburo Miyamoto, medico, botánico, veterinario pe­ro por sobre todo sabio japonés que llegó a la Argentina allá por 1919, contratado por el Ministerio de Agricultura para trabajaren el Instituto Bacteriológico.

Por muchos motivos este sabio saltó varias veces a la notorie­dad y lúe suceso periodístico no sólo en el país sino en el extran­jero, como cuando, por ejemplo, salvó de una muerte segura al pino de San Lorenzo, aquél bajo cuya sombra el general José de San Martín redactó el parte respecto de la victoria en la históri­ca batalla. Las raíces de aquel legendario árbol habían sido atacadas por un extraño microbio y habían resultado estériles todos los tratamientos botánicos conocidos.

Fue seguramente su mayor logro, el hecho de aislar la hormo­na anxesina y, mediante un procedimiento sólo por él conocido y que jamás reveló, consiguió embalsamar el cadáver de su espo­sa, que mantuvo en su casa durante años sin dar aviso a las auto­ridades. El profundo amor que le profesaba a Carmelita América Colombo, una mujer de familia genovesa que conoció en Rosa­rio en 1931 y con la que contrajo matrimonio un año después, hizo que infringiera expresas normas legales y municipales y de­cidiera continuar su vida de siempre, compartiendo todo su tiempo con el cadáver del gran amor de su vida.

Al referirse a esta increíble historia, nuestro colega Ignacio Covarrubias no vaciló en afirmar que “tiene un eco de Madame Butterfly con algo de Edgar Allan Poe”. Desde luego, esto es sólo un fragmento en la vida maravillosa de este sabio japonés, que du­rante años asombró a cuanto visitante fuera a su casa con un ver­dadero zoológico de animales embalsamados con técnicas por él perfeccionadas y sólo por él conocidas. Escuerzos, lagartos, es­corpiones, tortugas, gatos y perros parecían desafiar la eternidad con una impresionante apariencia de estar vivos, manteniendo su peso, su estatura y los ojos abiertos y la mirada brillante, todo entre bosques "enanos" de cipreses, pinos, eucaliptos y algunas especies exóticas.

Miyamoto había logrado aislar, en forma líquida, una hormona del crecimiento vegetativo. Después de pacientes estudios, du­rante más de un cuarto de siglo, consiguió aislar la auxesina ba­jo forma de piedra que, utilizada como abono, aceleraba diez ve­ces el crecimiento de las plantas. Muchas instituciones intenta­ron convencerlo de que industrializara su invento, lo que lo hu­biera convertido en millonario. Pero él nunca aceptó. Prefirió defender celosamente una soledad dedicada a sus dos aficiones más caras: el amor y el cariño hacia su mujer, a la que realmente idolatraba, y el estudio de la eonosomía (de “eono”, eterno; y “somía”, cuerpo).

Por todo ello, cuando en el mes de julio de 1959 se produjo el fallecimiento de Carmelita Colombo, muchos pensaron que Miyamoto no resistiría el dolor y la angustia, y que su cansado co­razón le jugaría una mala pasada. Pero no fue así.

Sobreponiéndose a duras penas a tanto infortunio, el sabio se encerró en su vieja casona de la calle Buenos Aires al 1500, y en el mayor de los silencios inició el proceso que derivaría en el mayor asombro científico: la conservación del cuerpo de Carme­lita, aun sin extraer las vísceras.

Nunca, a nadie, reveló el secreto de su sensacional descubri­miento. Sólo se sabe que inyectó ácidos y sales en el cadáver de la mujer, que mantuvo envuelto mucho tiempo en paños moja­dos, mientras pacientemente iba eternizando los cabellos me­diante un proceso que comenzaba en la cabeza.

Esta historia, donde el amor y la ciencia caminan juntos de la mano, no estaría completa si no contáramos el final.

Durante años el sabio Miyamoto logró mantener en secreto aquel logro. Sin embargo, en 1967, requerido por instituciones científicas de su país, debió marchar con destino a Tokio. En la antigua casona de Rosario quedó el cadáver embalsamado de su esposa, protegido tal vez por aquel zoológico en miniatura y por los bosques “enanos”.

Cuando, en razón de los compromisos científicos que se pre­sentaron en Japón, Miyamoto se dio cuenta de que su estada se iba a prolongar mucho más de lo debido, comenzó a reclamar, vía consular y en forma insistente, el envío del cuerpo de su amada Carmelita. Aquí, la desidia, la negligencia y la burocracia conspiraron en su contra y su angustioso pedido nunca fue aten­dido.

Enfermo, dolorido, cansado de vivir, Miyamoto murió en 1970 en su país natal, aguardando inútilmente reunirse con su amada.

Como prueba de este caso increíble, en el Museo de Anatomía de la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario se exhibe, en una de sus vitrinas, el cuerpo petrificado o momificado de Carmelita Colombo.

Llama la atención de los visitantes la tersura de la piel y el bri­llo casi vital de los ojos, todo lo cual habla con elocuencia de la perfección del método utilizado y, sobre todo, de la fuerza del amor, un amor que Miyamoto logró eternizar recorriendo los in­sondables caminos de la ciencia, más allá del dolor y de la muerte.

Sdrech, Enrique (2001). Crímenes famosos. 50 años de investigación periodística, Buenos Aires, La Grulla, pp. 175-178.

 

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