lunes, julio 06, 2020

Capítulo 22, fragmento de Confluencia, de Inés Kreplak

Recuerdo cuando Inés Kreplak estaba escribiendo esta novela. Lo recuerdo por las conversaciones, breves pero cautivantes, que mantuvimos en las calles circulares de Parque Chas. Sobre novelas con ratas o comadrejas, sobre el Tigre como zona literaria.
Cuando finalmente leí su primera novela Confluencia (Alto Pogo, 2017), me encontré con un relato en donde esas conversaciones cuajaban, hacían sentido. El lugar de la novela es el Tigre, sus habitantes, su historia, su flora y fauna. En este sentido, Kreplak se hace cargo de ese espacio como lugar real (ahí están las descripciones, las microhistorias) y como lugar imaginario (está el rastreo de la tradición literaria, social y política).
Confluencia narra un proceso de adaptación múltiple, tiene algo de novela de aprendizaje: ¿cómo se empieza a vivir en el Tigre? Pero también: ¿cómo se sigue viviendo con una enfermedad como la esclerosis múltiple? El acierto de Kreplak es la construcción de una protagonista doble para intentar responder esas preguntas: Inés y Malena. Sus historias se entrelazan, confluyen para seguir en la metáfora del libro, y atraviesan la adaptación a través de dolores, alegrías, encuentros y desencuentros. Ambas historias desembocan en un interrogante más general: ¿cómo se alcanza un equilibrio con la naturaleza?
Les dejo el capítulo 22, de Confluencia, una de mis escenas favoritas. Hay otras con las historias de los perros Dragón y Pablo, o con la vida de Igor y su familia. Me quedo con esta por su estrella animal, salvaje y desafiante. Pasen y lean, descubran a Inés Kreplak, una narradora potente y dedicada.



Capítulo 22, de Confluencia (Inés Kreplak)

Desde la primera visita a la casa de Malena tengo registro de que no debo dejar restos de comida sin guardar, paquetes de ga­lletas abiertos o frutas y verduras fuera de la heladera. También tengo cuidado de no hacerlo en mi propia casa. Malena utilizó un eufemismo para hablarme de quienes podían aprovecharse de una mínima distracción humana, y mi inocencia citadina en su momento me había llevado a pensar en hormigas, incluso en una plaga inmensa, pero ella prefirió no hacer ninguna aclara­ción. La noche en que me quedé a dormir en su casa, ante la percepción de ciertos ruidos extraños en los techos, Malena me aclaró que a veces se trataba de pájaros, aunque casi siempre eran ratas que buscan comida. Yo tragué saliva espesa y mi garganta hizo ruido. Preferí no seguir la conversación.

La semana en la que Malena decidió instalarse de manera definitiva en su nueva casa, durmió muy mal. El entrepiso en el que estaba su cama se encontraba muy cerca del techo, y por las noches el silencio era tal que podía escuchar con precisión las pa­titas de las ratas caminando a lo largo y a lo ancho de los tirantes de madera, casi por encima de su cara. Cerraba los ojos y sentía que una cola rozaba su nariz, que el roedor se escabullía entre las sábanas. Malena se movía porque pensaba que así las ratas se iban a espantar. La primera noche estaba muy cansada como consecuencia de todas las tareas de puesta a punto del lugar y finalmente pudo dormirse, pero la segunda tuvo que prender una vela y ponerse a escribir. Decidió particularizar a la rata, sería una sola, siempre la misma, y se llamaría Niní. Le escribiría car­tas para familiarizarse con ella, para demostrarle que no le tenía miedo y para expresarle todas sus sensaciones.

Malena escribía por las noches para aplacar el miedo, para dominar la adrenalina y lograr dormir. Durante el día, las ratas no se acercaban, Malena tenía casi siempre a mano elementos para espantarlas y hacerlas escapar. Maderas, palos, sierras, martillos, serruchos. Si de lejos veía alguna, pisaba fuerte, ha­cía ruido con las sillas y alertaba a los perros, que comenzaban a ladrar; con eso bastaba, porque las ratas reculaban. Cuando no estaba en la casa tenía que dejar bajo resguardo cualquier tipo de comida, incluso el alimento balanceado de los perros. Las visitantes solían estar hambrientas y, por supuesto, tenían un olfato muy desarrollado.

Una tarde, casi un año después de haberse instalado en la casa, de regreso después de varios días de ausencia, encontró pequeños cambios que la alarmaron. Ya en el bote se sorprendió de no escuchar los ladridos de Pablo ni de Dragón, que solían ir a recibirla al muelle. Los llamó y chistó un par de veces, pero al no verlos acercarse pensó que los perros podrían estar en el fondo del terreno de Tute o durmiendo una siesta. Amarró el bote, descargó las compras y su bolso, caminó los metros que la separaban de su casa, subió la escalera, y al atravesar la cortina de juncos, que en aquel momento hacía las veces de puerta, en­contró la casa revuelta.

El mate estaba tirado en el medio de la sala. A unos metros encontró la esponja con la que lavaba los platos toda carcomida, pedazos de gomaespuma desperdigados por el piso. Le pareció muy raro, pensó en los perros, pero inmediatamente se acordó de Niní. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y recién ahí reaccionó. Antes de caminar por el interior de la casa golpeó sus botas contra el suelo. Hizo mucho ruido para espantar a la intru­sa, que creía que era Niní. Cuando levantó el mate del suelo vio que tenía alrededor de cincuenta agujeros pequeños que estaban hechos con los dientes. Le pareció raro que la rata pudiera hacer eso con una pieza de madera, y con asco lo dejó en la bacha de la cocina para después lavarlo bien. Buscó el escobillón y barrió del piso los pedazos de esponja. Mientras los juntaba con la pala, escuchó sonidos poco familiares muy cerca de ella. Algo andaba cerca. Pero no parecía ser Niní. Era de día y Malena estaba ha­ciendo todos los ruidos que habitualmente hacía para espantar­la. Con desesperación empezó a golpear más fuerte todo lo que tenía a su alrededor, barría y agitaba el cepillo contra el suelo, pisaba con ímpetu, corría los muebles, arrastraba, golpeaba, ha­cía crujir a cada instante las distintas maderas de la casa. Deci­dió poner música. Prendió el equipo y sintonizó la radio a todo volumen, estaban pasando el tema Boys don’t cry de The Cure, y aprovechó para bailar y cantar fuerte. Tiró a la basura los restos del barrido, ordenó los muebles y se olvidó de lo ocurrido.

Ya al atardecer, los perros volvieron a la casa. Malena se sor­prendió de que hubieran llegado tan tarde. Les dio de comer y guardó el alimento balanceado en una conservadora de telgopor que había elegido para aislar la comida y mantenerla al resguar­do de insectos y roedores.

Pero los sucesos extraños continuaron. Otra tarde, a los pocos días del episodio anterior, se despertó de una siesta y escuchó ruidos entre las paredes. Desde el entrepiso miró hacia abajo vio una bola de pelos grises y blancos que de lejos parecían pinchudos. Esa bola tenía una especie de remolino en el lomo y un contorno negro alrededor de los ojos. Enseguida divisó otra bola igual pero más pequeña, sin el remolino. Se dio cuenta de que no podían ser ratas por el tamaño y por el andar, más lento, sereno, menos huidizo y, por ende, más terrorífico. Cuando Malena pudo reaccionar al shock se dio cuenta de que estaba en presencia de dos comadrejas. Sin animarse a pasar por donde estaban, pensó en la manera de escapar por una ventana, pero era imposible. Con miedo, intentó utilizar los mismos trucos que usaba con Niní. Empezó a mover sus muebles, a golpear las cosas, a cantar a los gritos, pero las comadrejas no se iban. A pesar de no tenerlas en el momento a la vista, cuando hacía silencio aún las escuchaba moverse por entre las maderas de la casa. Malena te­nía que animarse a bajar, debía irse a Buenos Aires a trabajar, así que juntó coraje, hizo movimientos muy veloces, limpió todos los restos de comida que quedaban en la casa, se llevó con ella la bolsa de basura y no volvió hasta la tarde siguiente. Ya en la ciu­dad les comentó el episodio a Leandro y a varios de sus amigos. Buscó en Internet información sobre el marsupial y consultó en­tre sus amigos de la isla por trampas y formas de cazarlas, pero todas las vías incluían venenos que podían ser muy peligrosos para sus perros. La recomendación que más le cerraba era la de adoptar un gato. Tenía que hacer algo para combatirlas pronto porque las comadrejas suelen adueñarse de un lugar y también pueden llegar a tener veinticinco crías en solo dos semanas de gestación. Si no se deshacía pronto de ellas, iban a invadirla. Los perros les tenían miedo y, además, las comadrejas largaban un olor fuerte y ácido, parecido al del zorrino, como forma de de­fensa que lograba bloquear el ataque de los perros por más que estos triplicaran su tamaño.

Cuando volvió a la isla, Malena sabía que era probable volver a encontrarse con las comadrejas que días atrás había dejado en su casa. Se alegró cuando se arrimó con el bote al muelle y vio que sus perros estaban ahí para recibirla. Al bajar, Pablo le saltó encima, mientras que Dragón le puso la cabeza para que ella lo acariciara un rato. Los dos perros acompañaron a Malena a paso lento hasta la casa pero, antes de atravesar la cortina de juncos, Dragón lloriqueó. Malena lo miró preocupada y le preguntó qué le pasaba.

Dragón le rozó las piernas con el lomo y Malena entró a su casa. Otra vez notó que había habido movimientos en su au­sencia, la conservadora de telgopor estaba toda carcomida y el alimento de los perros desperdigado por el piso, un paquete de harina roto, volcado sobre la mesada de la cocina, y también res­tos de tomate embadurnados en las puertas bajas de la alacena. Cuando fue a ver su planta de tomatitos cherry ya no quedaba ninguno. Gritó, maldijo al aire una y otra vez y los perros em­pezaron a ladrar por la alteración de Malena. Acto seguido la comadreja más chica, la bebé, apareció en el medio de la sala, adentro de la casa, y la miró de frente con sus ojos negros tan oscuros que parecían brillar. Segundos después la comadreja madre se acercó a rescatar a su cría. Malena no podía entender cómo aquel animal se atrevía a desafiarla así, adelante de los dos perros. Malena gritaba y la comadreja la miraba. Con terror, in­tentó no mover las piernas, pero sutilmente giró y logró agarrar un palo para defenderse. Los perros no avanzaban, se escondí atrás de ella. Les gritó: ¡Hijas de puta! Las odio, las odio, las odio. Mis plantas de tomate, mi comida, mi casa. ¡Váyanse, hijas puta! ¡Asquerosas!

La comadreja madre la miraba desafiante y le gruñía con un sonido parecido a un ronquido; quieta también, observaba atenta en estado de catalepsia, inmóvil. Durante varios minutos, Malena y la comadreja siguieron midiéndose. En una pequeña distracción de Malena, la comadreja pudo tomar a su cría con el hocico, se la montó en el lomo y salió corriendo con un gemido más agudo, que sonó a maullido felino. Los perros se asustaron, y Malena también dio un alarido. La comadreja aprovechó el revuelo, se metió en un recoveco entre la pared y el piso y se perdió de vista.

Inmediatamente después de ese episodio, Malena entró en un estado de pánico que le duró varios días. Esa noche le pidió a Tute que la dejara dormir con ella en su casa, pero al día siguiente volvió. Se sentía invadida y estaba muy enojada. No iba a permitir que dos comadrejas se apropiaran de aquella casa que tanto esfuerzo le había costado. La siguiente noche también fue mala porque se cortó la luz en toda la zona de la isla y, a pesar de que no se encontró con las comadrejas, las oía moverse, sabía que la madriguera estaba en su casa. Miró detrás de la heladera, por donde estaba el motor, con terror de encontrarlas ahí, pero probablemente estuvieran en algún hueco entre el piso y las pa­redes, entre los agujeros que dejaba la unión de las maderas. En un momento, ante la desesperación y el miedo que tenía Malena gritó lo más fuerte que pudo y revoleó una zapatilla desde el entrepiso hasta el suelo; esta cayó con fuerza y atormentó a todos los bichos, que salieron asustados de entre las maderas.

La mañana siguiente decidió ponerle fin a esa situación. Ya no bastaba con escribir cartas a una rata imaginaria: debía re­solver el problema en serio. Decidió empezar por el principio. Primero tenía que conseguir una puerta verdadera y colocarla, así podría adoptar un gato y dejarlo adentro mientras ella no es­tuviera en su casa. A su vez, tenía que esconder bien la comida. Ya había descubierto que el plato preferido de aquellos marsu­piales era el alimento balanceado de los perros, entonces em­pezó a guardarlo también en la heladera, para mala fortuna de Dragón y de Pablo. Además puso aislantes térmicos en todas las paredes, cubrió cada espacio, dejando sin lugar para guarecerse a ratas y comadrejas. Todo el proceso le llevó dos semanas, pero mientras tanto no tuvo que vérselas cara a cara con la comadreja de remolino en el lomo ni con su cría. Y, aunque vio algunas huellas sobre la mesada, a partir de la llegada de Guerrero, su pequeño gato atigrado de ojos verdes, su atención pasó a estar en la adaptación del nuevo integrante al clan animal encabezado por Dragón y Pablo.


Kreplak, Inés (2017). Confluencia, Buenos Aires, Alto Pogo, pp. 145-151.

 

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