jueves, julio 02, 2020

Miyamoto, Sdrech y Báñez: el amor, la muerte y la ficción


La historia de Katsusaburo Miyamoto, el botánico japonés que embalsamó a su mujer y convivió con ella en la Rosario de los 60, es relativamente conocida. Con googlear un poco, se encuentran información y fotografías, tanto del científico como de su esposa Carmelita América Colombo.
Llegué a la historia por una crónica del periodista de investigación Enrique Sdrech, recopilada en su libro Crímenes famosos. 50 años de investigación periodística. Ahora bien, la anécdota me sonaba de otras lecturas, de otras zonas de la literatura argentina.
Efectivamente, apareció en mi mente la obra del platense Gabriel Báñez y recordé. En primer lugar, su relato exquisito y macabro, un canto al amor después de la muerte: El circo nunca muere, publicado por editorial Almagesto en 1992 (recientemente reeditado por mil botellas y por Ediciones Revólver). Si no lo hicieron, les ruego que se tomen 15 minutos y lo lean. Después me cuentan qué sabor les deja la historia de Mc Cornick, la muchacha judía y ese circo cayéndose a pedazos.


En segundo lugar, me topé revolviendo en mi memoria con un fragmento de Virgen, en el que Báñez vuelve sobre la historia del botánico japonés, Katsusaburo Miyamoto. Ahora bien, Báñez lo traslada a Ensenada y le cambia el nombre, Oshiro Tana. Y sin embargo, conserva el núcleo del caso real transmutado a la ficción religiosa, pynchoniana y política que construye en la novela publicada en 1998 y que precisa una urgente reedición.


¿De qué modo la literatura retoma historias reales? ¿Cuánto puede marcar una anécdota la imaginación de un escritor para que vuelva una y otra vez transmutada en ficción? Entre la crónica de Sdrech y el cuento y la novela de Báñez se teje una complicidad que mantiene, como en un cuidado trabajo de amor eterno, la historia de Miyamoto y su mujer embalsamada, más allá de la muerte, a través de la literatura. Transcribo primero el fragmento de Virgen, de Báñez, y luego, la crónica del maestro Sdrech.

Fragmento de Virgen (Gabriel Báñez)

Una sola vez había presenciado Bernardo Benzano una serenidad tan viviente, y fue cuando la policía lo llevó a reconocer el cuerpo embalsamado de la mujer de Oshiro Tana a fin de darle cristiana sepul­tura. Tana era un floricultor apenas conocido en Ense­nada porque vivía recluido en sus dos hectáreas de tierra sobre uno de los recodos del arroyo Doña Flora. La casa era de juncos prensados, elevada sobre pilo­tes, y cercada por cañaverales al frente que el japonés podaba según la tradición del bambú: en fila india y de menor a mayor para acompañar la mirada al cielo de los dioses. En los fondos tenía sus cultivos de flo­res, el invernadero, y en el linde con el Doña Flora los macizos de hortensias salvajes que estallaban sin ma­yor estruendo. Rara vez abandonaba la casa, pero se hizo célebre en una tarde cuando la policía descubrió que convivía con el cadáver de su legítima esposa des­de hacía por lo menos dos años. Era tanto el amor del japonés por su mujer que a la hora de su muerte la vació, la limpió con acaroína y formol y la rellenó con estopa para conservarla a su lado. El bonsai conyugal pareció funcionar mejor que el matrimonio mismo, pues durante esos dos años Oshiro Tana no sólo conti­nuó compartiendo el progreso de las flores junto a su esposa sino que además empezó a prepararle sus pla­tos favoritos y a festejarle los aniversarios. El día en que lo descubrieron ella estaba tomando el café con leche en la cama, y parecía tan verídica y lozana en su desayuno que apenas si sospecharon cuando vieron que no mojaba la medialuna. Lo que más le impresio­nó al padre Bernardo fue la dulzura tranquila de la mujer; tanto, que no supo si rezarle un responso o concederle la extremaunción. Se decidió por lo primero, aunque sabiendo que cumplía con el canon sacerdotal pero no con sus dictados más íntimos. Para él, esa pre­sencia no sólo no estaba muerta sino que había supe­rado vivamente los trances de la defunción: era carne de mañana, memoria quieta, una promesa de eterni­dad tangible como imaginaba Tana, y como habría imaginado ella, que tenía que ser el amor perfecto en­tre dos mortales. A Oshiro Tana las autoridades no pudieron probarle gran cosa como no fuera su pasión incorruptible por las formas y la colosal estética de su arte de ikebana. Con todo, se lo mantuvo recluido durante tres años bajo pretextos neuropsiquiátricos y se aprovechó de ese tiempo para rematarle la finca, que valía en efectivo lo que exigía de honorarios su abogado defensor. Cuando quedó libre, el primer acto cívico del japonés fue ahorcarse de la rama de un sau­ce llorón vecino a la que había sido su propiedad. Ber­nardo Benzano conocía en todos sus detalles la historia de amor perpetuo del matrimonio Tana: el invernade­ro de la iglesia había sido rescatado en medio de la demolición de la casa del arroyo Doña Flora.

Báñez, Gabriel (1998). Virgen, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 43-44.





Katsusaburo Miyamoto: una historia de amor (Enrique Sdrech)

"El amor puede ser la poesía del hombre que no hace versos. Tal podría afirmarse de este pequeño japonés de rostro recelo­so, que entreabre la puerta cancel de su casa para negarse a to­da entrevista. El cabello entrecano, los ojos negrísimos, la estatu­ra corta, la cortesía extremada, configuran un típico hijo del Im­perio del Sol Naciente”.

Así comenzaba una extensa nota realizada por el recordado co­lega Ignacio Covarrubias, hace más de treinta años. Se refería a la entrevista que logró concretar, en la ciudad de Rosario, con el doctor Katsusaburo Miyamoto, medico, botánico, veterinario pe­ro por sobre todo sabio japonés que llegó a la Argentina allá por 1919, contratado por el Ministerio de Agricultura para trabajaren el Instituto Bacteriológico.

Por muchos motivos este sabio saltó varias veces a la notorie­dad y lúe suceso periodístico no sólo en el país sino en el extran­jero, como cuando, por ejemplo, salvó de una muerte segura al pino de San Lorenzo, aquél bajo cuya sombra el general José de San Martín redactó el parte respecto de la victoria en la históri­ca batalla. Las raíces de aquel legendario árbol habían sido atacadas por un extraño microbio y habían resultado estériles todos los tratamientos botánicos conocidos.

Fue seguramente su mayor logro, el hecho de aislar la hormo­na anxesina y, mediante un procedimiento sólo por él conocido y que jamás reveló, consiguió embalsamar el cadáver de su espo­sa, que mantuvo en su casa durante años sin dar aviso a las auto­ridades. El profundo amor que le profesaba a Carmelita América Colombo, una mujer de familia genovesa que conoció en Rosa­rio en 1931 y con la que contrajo matrimonio un año después, hizo que infringiera expresas normas legales y municipales y de­cidiera continuar su vida de siempre, compartiendo todo su tiempo con el cadáver del gran amor de su vida.

Al referirse a esta increíble historia, nuestro colega Ignacio Covarrubias no vaciló en afirmar que “tiene un eco de Madame Butterfly con algo de Edgar Allan Poe”. Desde luego, esto es sólo un fragmento en la vida maravillosa de este sabio japonés, que du­rante años asombró a cuanto visitante fuera a su casa con un ver­dadero zoológico de animales embalsamados con técnicas por él perfeccionadas y sólo por él conocidas. Escuerzos, lagartos, es­corpiones, tortugas, gatos y perros parecían desafiar la eternidad con una impresionante apariencia de estar vivos, manteniendo su peso, su estatura y los ojos abiertos y la mirada brillante, todo entre bosques "enanos" de cipreses, pinos, eucaliptos y algunas especies exóticas.

Miyamoto había logrado aislar, en forma líquida, una hormona del crecimiento vegetativo. Después de pacientes estudios, du­rante más de un cuarto de siglo, consiguió aislar la auxesina ba­jo forma de piedra que, utilizada como abono, aceleraba diez ve­ces el crecimiento de las plantas. Muchas instituciones intenta­ron convencerlo de que industrializara su invento, lo que lo hu­biera convertido en millonario. Pero él nunca aceptó. Prefirió defender celosamente una soledad dedicada a sus dos aficiones más caras: el amor y el cariño hacia su mujer, a la que realmente idolatraba, y el estudio de la eonosomía (de “eono”, eterno; y “somía”, cuerpo).

Por todo ello, cuando en el mes de julio de 1959 se produjo el fallecimiento de Carmelita Colombo, muchos pensaron que Miyamoto no resistiría el dolor y la angustia, y que su cansado co­razón le jugaría una mala pasada. Pero no fue así.

Sobreponiéndose a duras penas a tanto infortunio, el sabio se encerró en su vieja casona de la calle Buenos Aires al 1500, y en el mayor de los silencios inició el proceso que derivaría en el mayor asombro científico: la conservación del cuerpo de Carme­lita, aun sin extraer las vísceras.

Nunca, a nadie, reveló el secreto de su sensacional descubri­miento. Sólo se sabe que inyectó ácidos y sales en el cadáver de la mujer, que mantuvo envuelto mucho tiempo en paños moja­dos, mientras pacientemente iba eternizando los cabellos me­diante un proceso que comenzaba en la cabeza.

Esta historia, donde el amor y la ciencia caminan juntos de la mano, no estaría completa si no contáramos el final.

Durante años el sabio Miyamoto logró mantener en secreto aquel logro. Sin embargo, en 1967, requerido por instituciones científicas de su país, debió marchar con destino a Tokio. En la antigua casona de Rosario quedó el cadáver embalsamado de su esposa, protegido tal vez por aquel zoológico en miniatura y por los bosques “enanos”.

Cuando, en razón de los compromisos científicos que se pre­sentaron en Japón, Miyamoto se dio cuenta de que su estada se iba a prolongar mucho más de lo debido, comenzó a reclamar, vía consular y en forma insistente, el envío del cuerpo de su amada Carmelita. Aquí, la desidia, la negligencia y la burocracia conspiraron en su contra y su angustioso pedido nunca fue aten­dido.

Enfermo, dolorido, cansado de vivir, Miyamoto murió en 1970 en su país natal, aguardando inútilmente reunirse con su amada.

Como prueba de este caso increíble, en el Museo de Anatomía de la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario se exhibe, en una de sus vitrinas, el cuerpo petrificado o momificado de Carmelita Colombo.

Llama la atención de los visitantes la tersura de la piel y el bri­llo casi vital de los ojos, todo lo cual habla con elocuencia de la perfección del método utilizado y, sobre todo, de la fuerza del amor, un amor que Miyamoto logró eternizar recorriendo los in­sondables caminos de la ciencia, más allá del dolor y de la muerte.

Sdrech, Enrique (2001). Crímenes famosos. 50 años de investigación periodística, Buenos Aires, La Grulla, pp. 175-178.

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