Hace unos meses tuve la suerte de cruzarme con un libro de Ernesto Schoo titulado Función de gala (1976). En realidad, yo buscaba El placer desbocado (1988) porque había leído por ahí que en esa novela, Schoo ficcionalizaba su relación con el artista plástico Ernesto Schoo. Sin embargo, un poco por equivocación, terminé en Función de gala y me encantó: una propuesta queer, kitsch y decadente en tiempos de oscuridad nacional, toda una apuesta literaria. Luego de eso, sí, busqué El placer desbocado, y me entretuvo bastante esa historia de islas, proscriptos y extravagancia. Efectivamente, la novela recuperaba la figura de Greco con toda su provocación y su riesgo.
En paralelo a estas lectura de la narrativa de Schoo (que espero continuar próximamente cuando encuentre sus otros libros), mi amigo MM me prestó un libro del mismo autor con perfiles breves y recuerdos titulado Pasiones recobradas. La historia de amor de un lector voraz (1997). Entre esas páginas, Schoo arma un breve boceto de Alberto Greco que tenía ganas de dejar por acá. Me gustó, por un lado, que escribiera sobre Greco de nuevo, por fuera de la ficción. Por otro lado, me parece original que no ponga tanto el acento sobre su obra plástica sino sobre su escritura. Gracias al trabajo de Paula Pellejero, directora del documental Alberto Greco. Obra fuera de catálogo, podremos recobrar la escritura de Greco con el libro de reciente edición, La aventura de lo real. Escritos de Alberto Greco (2020). Pronto postearé más novedades sobre este libro.
Pasen y disfruten, entonces, del perfil sobre el creador del Vivo Dito, en palabras de Ernesto Schoo.
Alberto Greco (Ernesto Schoo)
¿Quién me hubiera dicho cuando lo conocí, cerca de medio siglo atrás, que la pintura de Alberto Greco sería entronizada en el Museo Nacional de Bellas Artes? Yo andaría por los 20 y él por los 15, cuando nos presentó una amiga común, Sara Reboul, poeta. Greco circulaba por la Buenos Aires de 1945 con un aro dorado en una oreja, un saco rojo y un mechón barriéndole los ojos azules, aguachentos. Pueden imaginarse las reacciones provocadas a su paso por la ciudad de la gomina, el empaque y los muchachos como los dibujaba Divito. Era una guerra que él peleaba con el desvalimiento y el ingenio. Fue un pícaro, con todas las trapisondas, las desdichas y la diversión de la picardía. Nunca conocí a otra persona en quien convivieran tan íntimamente el ángel y el demonio. Capaz de inconcebibles generosidades y de perfidias muy crueles. Como un chico eterno. Se sentó a la mesa de los ricos y comió los sandwiches del día anterior que le alcanzaban los mozos conmovidos, de la desaparecida Jockey Club, en Viamonte y Florida. Vistió como un príncipe y como un mendigo. Cultivó, es cierto, un empeñoso, deliberado desaliño que condecía con el desgarbo corporal, el hablar tartajoso, la risa convulsiva que se desataba de repente, casi siempre inoportuna, en hipos, jadeos, gruñidos y una especie de aullido animal, lejano, tristísimo, que resonaba en el fondo de insondables cavernas de su infancia de incomprendido y rechazado. Tuvo amores con todos los sexos y todas las edades, y siempre fue él quien se alejó primero. Hasta que alguien le ganó de mano. Y fue el fin. Tuvo desde chico la certeza de una muerte prematura, a los treinta y cinco años, y se suicidó al borde de esa edad. Nunca me interesó su pintura. Sí, sus poemas, sus cuentos, los trazos prodigiosos que derrochaba sobre las mesas de los bares, hechos con borra de café, con ceniza de cigarrillo, con mugre y talento. Como sus últimas invenciones plásticas, el Vivo Dito, la “firma” al pie de los transeúntes, esos dibujos efímeros lo representaban cabalmente: el último de los bohemios, patético, viajero distraído que se baja en otra estación y se queda, por ver qué hay de nuevo, de distinto, de cómico. Me cuesta imaginarlo cómo sería hoy, a los sesenta años. Para mí, llevará siempre un aro dorado en la oreja, vestirá un saco rojo y se reirá con una risa imposible. Atroz, acaso.
Schóó, Ernesto. Pasiones recobradas. La historia de amor de un lector voraz, Buenos Aires, Sudamericana, 1997, pp. 60-61.