domingo, agosto 27, 2023

Una estampa de Ana Regina

En el nuevo Golosina Caníbal presenta..., fanzine que viene circulando desde 2020 y que va por el número 12, aparecen las estampas reunidas de Ana Regina (en las redes, @unefemmerompue,  y también en medium) tituladas "Las viudas de Cristo" con ilustraciones de Marina Conde De Boeck (@condeboeck). Se trata de una hagiografía sensual y devota, una vuelta de tuerca a vidas de santos y santas del mes de enero. Como muestra, va la estampa de San Antonio y sus malsanas tentaciones. Si les interesa un ejemplar de algún Golosina Caníbal presenta, me escriben por comentario o por la redes... ¡Salú! ¡Pasen y lean!

 

17 de enero - San Antonio, abad

En el siglo IV, se fue al desierto para buscar a Dios, allí venció la tentación. Pasó el resto de su vida guiando a otros hombres por el camino divino.

 

Antonio escuchó una voz.

Sintió la urgencia: Si quieres ser perfecto, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. Así hallarás gran tesoro en los cielos.

Antonio creyó verdaderas aquellas palabras y repartió su patrimonio. Decidió marchar al desierto, buscar en el retiro absoluto el paraíso e imitar las virtudes de otros, mejores, más probos que él.

Pero el Otro acecha.

El Señor de las Tinieblas quiere oscurecer su camino. Vivo, horroroso el Mal solicita, ansía el alma de Antonio. Es necesario quebrar la paz, romper la calma.

Estruendosos relámpagos, cegadores truenos hieren el firmamento.

El terreno se abre y la oscuridad emana de las grietas.

Antonio no se inmuta.

Sus ojos cerrados lo protegen de las funestas imágenes, sus sentidos pueden traicionarlo, pero la serenidad de la fe vence. Esa noche soporta los tormentos y se queda dormido.

El Demonio incapaz de soportar tamaña derrota, herido por los gloriosos principios de Antonio, urde otro plan.

La soledad y el acoso de la carne no se llevan bien.

Amanece Antonio envuelto en sudor luego de una noche terrible, ora de rodillas cuando una presencia perturba su aislamiento. El Mal sabe, el hambre carnal es lo más difícil de sortear.

Frente a él se presenta una figura hermosa. Una joven de rostro bello y gracioso aspecto, de blanco vestido y rosada piel, cabellos rubios y joyas que realzan su hermosura. Su clara vestimenta marca la curva de las caderas y la estrechez de la cintura, deja adivinar unos pechos redondos, turgentes, se transparentan unos apetitosos pezones en punta.

Antonio azorado no puede apartar los ojos de la deliciosa figura. Se le acerca moviéndose suavemente, como una víbora hipnótica. Antonio sabe qué hay detrás de esta aparición. Teme las artimañas del maligno, pero es incapaz de dejar de observar a la joven.

Ella llega hasta él y le habla con una voz suave, sensual, una caricia que hace estremecer el cuerpo de Antonio y lo endurece. Le pregunta si le molesta que se despoje de sus vestidos, que el calor del desierto la sofoca. Sin esperar respuesta la joven se desviste. Revela el esplendor de su cuello largo, sus senos redondos, su sexo instigador.

Antonio no sabe cuánto puede aguantar la provocación, el Mal busca que abandone su empresa, desea su alma como él desea a esa mujer. Aturdido busca con todas sus fuerzas apartar la mirada, elevarla al cielo. Ruega a Dios que le muestre la verdadera figura del tentador.

Un horrible alarido quiebra la armonía del desierto.

 

jueves, agosto 10, 2023

El deseo del mendigo. Un diálogo entre H. A. Murena y David J. Vogelmann

Retomo la lectura de El secreto claro, un libro publicado por editorial Fraterna en 1978, con prólogo de Sara Gallardo, que recupera los diálogos radiofónicos entre H. A. Murena y David J. Vogelmann. Es un libro fresco y profundo. Digitalizo en particular este diálogo que me generó distintas sensaciones y reflexiones. Espero que les guste.

 


 

El deseo del mendigo (un diálogo entre H. A. Murena y David J. Vogelmann)

M.: En un ensayo de un eminentísimo pensador alemán de nuestro siglo, Walter Benjamin, sobre Kafka, se transcribe un relato jasídico, o sea de la más pura tradición..., o impura si se quiere, pero de la más acentuada tradición mística del judaísmo. Es el siguiente texto:

“En un poblado jasídico, según se cuenta, una noche, al final del Sabat, los judíos estaban sentados en una mísera casa. Eran todos del lugar, salvo uno, a quien nadie conocía. Hombre particularmente mísero, harapiento, que permanecía acuclillado en un ángulo oscuro. La conversación había tratado sobre los más diversos temas. De pronto, alguien planteó la pregunta sobre cuál sería el deseo que cada uno habría formulado si hubiese podido satisfacerlo. Uno quería dinero, el otro un yerno, el tercero un nuevo banco de carpintería, y así a lo largo del círculo. Después que todos hubieron hablado, quedaba aún el mendigo en su rincón oscuro. De mala gana y vacilando, respondió a la pregunta. ‘Quisiera —dijo— ser un rey poderoso, y reinar en un vasto país, y hallarme una noche durmiendo en mi palacio y que, desde las fronteras, irrumpiese el enemigo, y que antes del amanecer los caballeros estuviesen frente a mi castillo y que no hubiera resistencia, y que yo, despertado por el terror, sin tiempo siquiera para vestirme, hubiese tenido que emprender la fuga en camisa y que, perseguido por montes y valles, por bosques y colinas, sin dormir ni descansar, hubiera llegado sano y salvo hasta este rincón. Eso querría’. Los otros se miraron desconcertados. ‘¿Y qué hubieras ganado con ese deseo?’, preguntó uno. ‘Una camisa’, fue la respuesta”. 

Usted, Vogelmann, que como especialista en el budismo Zen sabe mucho de jasidismo, podría decirme qué le despierta esa historia en la Cábala judía, en el Islam, en...

V.: Cómo no. Es muy rica...

M.: Hay la historia del Adán Cadmon, del Adán primigenio que es el antepasado del hombre en el cual rige la ley de que todo hombre debe realizar el universo entero a través de sí, de modo que usted, como todo hombre, está en todas las cosas y cada sonido en los días diversos le despierta cosas variadas, de modo que...

V.: Le agradezco... (vamos a ver si sale en diapasón, ¿verdad?). Le agradezco que, tan paradójicamente, me atribuya que, como conocedor de unas pocas cosas de Zen, sea conocedor del jasidismo, pero no es una broma porque es la misma cosa en el fondo.

M.: Claro.

V.: …esta narración muy especialmente, porque las narraciones Zen casi siempre tienden a producir perplejidad, desconcierto, y este hombre con su última respuesta los desconcierta, evidentemente, a todos. Hay un ligero tono de burla en todo ese relato... ¿no?, desde el comienzo..

M.: Pero hay algo más también, hay un acorde solemne y patético.

V.: ¿Sí?

M.: Sí.

V.: Bueno, vamos a ver.

M.: Ese reinado...

V.: Claro, no. Creo que eso conduce a algo especial, que está en función de algo que quisiera ver. Fíjese que...

M.: Una breve observación. Usted me dice que eso conduce a algo especial.

V.: Le voy a decir ya a qué conduce.

M.: No, no. No me lo diga todavía. Usted piensa, con razón, que yo no sé a qué conduce. Yo pienso también que conduce a algo especial y pienso que usted no sabe a qué conduce. Y pienso que…

V.: …sabemos cosas distintas que son las mismas.

M.: ... que son las mismas y que este relato, a lo que conduce es a, entre comillas, “la especialidad”, o sea a lo inefable, de algún modo. Pero vamos, lo inefable es infinito. Vamos a leerlo cada uno según su cosa, que va...

V.: Sí, sí. Bien. A lo que conduce, porque es para mí un paréntesis de lo que quería decir, se lo puedo decir ya: que esa camisa que el hombre quería no era cualquier camisa, sino que haya recorrido ese camino, que haya sido una camisa salvada, en la cual él se ha salvado. Pero esto es un símbolo aparte. Creo que el fondo de la cuestión es otro. Aparte de eso de la camisa, que tiene mucha importancia. Esa narración no es estrictamente jasídica. Ahí no interviene ningún rabí, ningún discípulo. Es un ambiente jasídico, evidentemente.

M.: Tiene razón.

V.: Dice…

M.: Un poblado jasídico...

V.: Claro, claro. Bien. Entonces ocurre allí algo que todas las antiguas tradiciones proscriben en realidad. Algo que, por otra parte, se refleja en muchos cuentos profanos, en cuentos de hadas: "¿Qué harías, si pudieras desear? Tal cosa...”. ¿No es cierto? Digo, se proscribe, porque se proscriben los deseos, ¿verdad?

M.: La irrealidad del desear, no el deseo actuante que produce...

V.: Yo diría casi, la maldad del desear...

M.: Sí..., bien. Sigamos adelante.

V.: Bien. Claro. Hay bastante que decir de esa gente. Se entretiene alegremente con los deseos. Pero sabemos que los deseos conducen, según la tradición más elaborada en ese sentido, que es la del budismo, al sufrimiento, inevitablemente. Y hay que llegar a no desear. No desear es la verdadera vida. Es esa vida poética y religiosa de que hablábamos en otro de nuestros encuentros.

M.: Así es.

V.: No desear. Bien. Luego, estos personajes expresan cada uno lo suyo y se desconciertan ante ese ser miserable. Quería decir descamisado y confieso que no me salía la palabra. En verdad él es un descamisado, y no los que aparecen vistiendo camisas.

M.: Voy a leerle una nota que aparece en la traducción de este libro, que dice que respecto de este mendigo hay que recordar que, en la tradición jasídica, el profeta Elías se presenta bajo la forma de vagabundo o mendigo y continúa desempeñando el papel de mensajero de Dios. Descubrirlo bajo su apariencia y recibir sus enseñanzas es ser iniciado en los misterios de la Torá. Es ser iniciado en algunos misterios de la tradición, es ser iniciado en los misterios de poder leer la enigmática vida que a cada uno de nosotros se nos presenta. Quien puede ver a Elías bajo la apariencia de un mendigo, pero...

V.: Casi nadie lo ve. Aparece en muchos relatos jasídicos…

M.: No lo reconocen.

V.: No lo reconocen. Algunos grandes rabíes videntes lo han reconocido.

M.: Todos lo debemos haber encontrado, y no lo hemos reconocido.

V.: Incluso puede haber, en cualquier momento, entrado en cualquiera de nosotros, y sorprendido a través nuestro a nuestros amigos.

M.: Así es.

V.: Bien. Puede que sea Elías o que no sea Elías, pero les da, en realidad, una lección, porque él desea finalmente algo para ellos muy desconcertante. Desea algo que no tiene, una camisa. La camisa es bastante... simbólica.

M.: La tiene, la tiene. Esta camisa, la que tiene, la misma camisa que tiene es lo que habría recuperado.

V.: Eso no creo que esté dicho.

M.: No..., “una camisa”…, tiene razón.

V.: No tiene camisa. Es el hombre feliz, según los dichos de tantos pueblos, ¿no es así? No tiene camisa. Pero tendría una camisa con la cual se habría salvado. Es una camisa de símbolo muy especial. Es el gran refugio de la salvación, del terror de la vida mundana que él habría atravesado.

M.: Sí.

V.: Usted dijo que también veía a qué conducía este relato ... No sé qué vio.

M.: Yo vi esto: que, en realidad, hay dos movimientos. Por uno, él dice que lo que tendría es una camisa que es el equivalente de la mesa de carpintería, del dinero, del yerno, que piden los otros.

V.: Creo que es más.

M.: Pero por el otro, esa camisa es el recuerdo del reino. Es el recuerdo del paraíso. Es decir, que todo bien material es apreciable y querido y redimible en la medida en que esté respaldado por el recuerdo del reino. O sea, la camisa que él iba a traer era una camisa que implicaba la pérdida de todo el reino y había que considerarlo así.

V.: Pero...

M.: Considere usted; le estaba diciendo: ¿usted quiere un nuevo banco de carpintería? Muy bien, pero considere que eso es un resto del paraíso; usted es una criatura superior que tiene un espíritu que debe cuidar. Sí, quiera la mesa de carpintería, pero esa mesa de carpintería es el resto de un barco que se hundió, que se hundió para todos los seres humanos cuando ocurrió la caída. Entonces, la camisa aparece contra un fondo que es completamente distinto. El mundo creado aparece contra el fondo de la expulsión del hombre del paraíso y entonces es vivido de otra forma.

V.: Sí. ¿No es curioso precisamente que él haya querido ser rey, pero derrocado?

M.: Claro. Porque eso es, eso se refiere a este hecho. Se refiere a que todos somos un anuncio, un anuncio de una ausencia. Todos sentimos en algún momento de nuestras vidas que hay algo más, de lo cual nosotros somos noticia. Un pre-anuncio, y que eso no llega nunca a cumplirse y que, si recordáramos siempre eso, si recordáramos nuestra irrealidad, este reino subsidiario que son los días de nuestra vida serían vividos de otra forma, con una generosidad, con una grandeza...

V.: Entonces, él enseña a los demás lo que realmente debiera desearse, no lo que ellos desean. Ahora bien, es curioso que Benjamin encuadre esto en el mundo de Kafka. ¿Tiene un especial significado? Usted, que lo ha leído a fondo...

M.: Tiene un significado absolutamente coherente, en el sentido de que la literatura de Kafka, yo no diría la literatura de Kafka, cosa que me parece ofensiva...

V.: Claro…

M.: ...la “escritura” de Kafka me parece que es la única respuesta realmente, no digo religiosa, sino noble, a la catástrofe del habla de los seres humanos, en el sentido de que procura que la figura de sus narraciones sea polivalente, que tenga una multivocidad, que sea metafórica, metafórica tratando de abarcar el mundo y de salvarlo y no lanzando al mundo, lo que hace toda la otra corriente de literatura que se llama de vanguardia, lanzando al mundo una serie de imágenes destrozadas que no hacen más que proliferar, tacharla, en el lenguaje destrozado de los seres humanos.

V.: Es verdad. Ahora yo diría un poco más directamente, en conexión más directa con este texto, que lo que Kafka tal vez busque en muchas de sus escrituras es esa camisa de salvación.

M.: Por eso quiso quemar su obra que era el reino.

V.: Exactamente.

En El secreto claro, Buenos Aires, Fraterna, 1978, pp. 63-70.

domingo, julio 23, 2023

¡TODO ESTÁ CONECTADO! Tonchi Mendy presenta Disco Wilcock, de Manuel Ignacio Moyano Palacio

El siguiente texto fue leído por el lector preciso Gastón 'Tonchi' Mendy para la presentación de Disco Wilcock, ensayo libre sobre vida y obra de Wilcock, escrito por Manuel Ignacio Moyano Palacio y editado en 2023 por quien suscribe y Tren en movimiento ediciones. El libro se consigue acá. El texto de la presentación se puede leer a continuación.

¡TODO ESTÁ CONECTADO!, por Gastón 'Tonchi' Mendy

El domingo 14 de mayo a media mañana me llega un whatsapp de Manuel Ignacio Moyano Palacio a mi teléfono. Ese mensaje no era cualquier mensaje, o al menos no para mí. Ese audio de 1 minuto y 8 segundos en una tonada cordobesa con ritmo cuartetero y al mote de “eh, culiao”, me proponía participar de la presentación de Disco Wilcock con la edición al cuidado de Golosina Caníbal  por Tren en movimiento ediciones

El mensaje, reproducido a 1.5x de velocidad, provoca un frío en la piel y al mismo tiempo un fuego que va del estómago hasta el pecho, cerrando la garganta y generando una mezcla de sensaciones. Algo que no estoy seguro bien qué es, pero que se asemeja al cagazo. 

Mi primera reacción fue el autoboicot y la autoflagelación. Pero la arenga de la tonada cordobesa de Manuel se hizo más fuerte y potente; Golosina, acoplándose, reforzó la vesania invitación. No tuve escapatoria a semejante honor. De antemano me declaro culpable en mi objetividad, lo que convierte en totalmente parcial lo que en adelante diga. 

En esa línea, Disco Wilcock me dispara un primer interrogante desde la intervención literaria de su salida y me pregunto: ¿es un libro? O diría, ¿es sólo un libro? La respuesta rápida es que lógicamente es un libro, pero en mi percepción lo veo como un objeto-libro. Un objeto artístico que encapsula una experiencia literaria, que comprende un relato, un ensayo novelado, un viaje. Es un repaso soslayado o subterráneo de la vida de Juan Rodolfo Wilcock, donde el lector vive a través de Manuel Ignacio Moyano Palacio al Wilcock ingeniero, traductor, poeta, crítico, ensayista, novelista, cuentista, actor, argentino, italiano, exiliado, etcétera. Pero, como ya dije, me declaro culpable en mi objetividad… 

El segundo interrogante que me despierta es: ¿importa haber leído a Wilcock? Y la increíble respuesta es que en absoluto importa y hace envidiar al lector que no lo ha leído, ya que le queda todo por delante. Eso es lo que logra el autor cordobés, nos introduce en una atmósfera wilcockiana determinada por un recorrido literario en el que pueden convivir Dante, Macedonio, Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Witold Gombrowicz, Pablo Farrés, Carlos Busqued, Alberto Laiseca y otros y otras. 

Este recorrido nos desliza desde el oficio de traductor al de ingeniero, del poeta del verso preciso al narrador exquisito de prosa implacable. Determinado por la ambigüedad y la bipolaridad de odiar y amar, del cielo y del infierno, el solitario que se vuelve bestial y loco. Todos son lo mismo pero a la vez distintos. “No hay cielo sin infierno, los opuestos se conectan, y ahí los dos tipos de escritores son uno. La risa y el mal, el chiste y el matadero, la palabra y la nada…”. 

A la vez, Wilcock es el escritor que huye de las instituciones literarias, huye de las nacionalidades, su vida es un huir huyendo hasta de su propia muerte. Asume que en la literatura “las cosas pueden ser y no ser, el delito/reato. El escritor es un delincuente y el traductor, un policía corrupto” dice Moyano Palacio. Wilcock es una bomba narrativa, una granada sin pestillo, que no encuentra otra forma de vivir que no sea a través de la escritura, en un huir hacia delante, que encuentra su voz propia en el exilio y con la fuerza de la bestia, del diamante que es un monstruo. Wilcock pareciera despreciar la traducción, la ve como un modo vil y corrupto de ganarse la vida. Nuevamente esa confrontación que siempre está presente en su vida, los opuestos, del Wilcock traductor al Wilcock escritor italiano para ser traducido en su país de origen. 

Pareciera decirnos que la circulación de la obra traducida no es lo real, aquella idea libertelliana de lo intraducible, escribir para no ser traducido, no circular una meca cultural. Sigue huyendo: “La soledad como principio literario. Escribir para nadie, para ese nadie que es uno mismo. Escribir para la escritura…”. 

Por un momento, logro abstraerme de la cápsula en la que me envuelve Moyano Palacio y dejó de recorrer las calles romanas, de saborear los proseccos, los spritz, de oler las ferias de olivas, prosciuttos e formaggios entremezclados con los atardeceres naranjas que caen por las callejuelas del Trastévere, musicalizadas por una melodía de campanadas de la Chiesa di San Pietro In Montorio. Y salgo, caigo como un cuerpo pesado, inerte, al vacío que despierta la vigilia, el golpe me despabila y como un ¡eureka!, una voz entre risueña, socarrona y picaresca suena en mi cabeza diciendo: “Manuuu, hijo de puuuu… ¡claro que sí, por supuesto! ¡TODO ESTÁ CONECTADO!”. 

En sus publicaciones anteriores, Bonino, la lengua de la inocencia y La ciega, Manuel Moyano Palacio va desarrollando un proyecto, va desplegando su obsesión en la escritura, con utilización de palabras refinadas, perfectas, frases trabajadas, con la manía libertelliana del trabajo del texto. “La reescritura sería el arte de darle naturalidad a lo muy trabajado…”, dice en El árbol de Saussure, de Héctor Libertella. Disco Wilcock, este objeto-libro, comprende un artefacto que Moyano viene trabajando y pensando desde hace tiempo, comprende una arquitectura de la escritura, en una literatura profética. Disco Wilcock es parte de ese proyecto, no escapa a su catálogo. 

Este objeto-libro abarca todo: es vivir la literatura, es vida y muerte por la literatura, es una forma de escribir y vivir. Bioy Casares en sus diarios registra esa perfección por la escritura de Wilcock. “Después de tantos años de escribir poesía, no puedo escribir sino una prosa perfecta. Será un snobismo, pero si no llego a la frase perfecta, no entiendo lo que escribo” decía Wilcock. En el mismo sentido le dirige una carta a su amiga y enemiga escritora portuguesa Agustina Bessa-Luis en donde escribe: 

“Llegar al fondo de la mayoría de las cosas y descubrir que son todas palabras y que si las meten todas juntas y las comprimen se obtiene un disco igualmente imaginario que de un lado dice Vida y del otro Muerte... Yo escucho solamente este lado del disco porque ya he oído bastante el otro lado; y le aseguro que de este lado es casi imposible encontrar la palabra literatura, el verbo escribir. Una sola persona, creo, cometió la contradicción de escribir lo que se oye del lado de la Muerte: John Webster, el autor de La Duquesa de Amalfi. Imitándolo, le mando un afectuoso saludo que huele a podredumbre, cadáver, sangre pisoteada, calavera enmohecida. Su amigo de siempre, Wilcock...”. 

Y el Disco sigue sonando como en esa misiva y repite “TODO ESTÁ CONECTADO”. 

El magnetismo es más fuerte y el artefacto creado por la narrativa de Moyano, como en un estado de embriaguez, me envuelve una vez más. Extasiado leo una frase que sobresale del texto “la juventud como curiosidad permanente”. Me detengo en la lectura e inmediatamente me conecto con Witold Gombrowicz, efectivamente doy vuelta la página y Moyano logra el efecto, anestesiado y sediento de más me lleva directamente allí, lo arma, lo desarrolla y ¡pummm!. Sí, efectivamente, lo que se elucubra en mis pensamientos lo leo en palabras perfectamente articuladas. El terreno de la adolescencia es la matriz creativa, artística, donde se desarrolla lo absurdo, lo terrible, lo lúdico hasta lo siniestro, donde los asesinos podrían ser artistas y TODO ESTÁ CONECTADO… Copi en su libro La Internacional Argentina dice: “¿No se te ha ocurrido jamás que los grandes criminales son artistas fracasados? La imaginación desbordante que no logra expandirse es un trabajo creativo, se orienta instintivamente hacia la destrucción, peor aún, hacia el aniquilamiento de la especie humana…”. Así La bestia, El monstruo vive su apogeo. Entre opuestos, Wilcock ve la literatura como la capacidad de la sombra del futuro. Y entre realidad, ficción y literatura, en el medio de un hecho policial extraño, que involucra un homicidio, el hijo prodigio del ménage a trois Borges-Ocampo-Bioy Casares, con un resonar a lo lejos y que llega como en un eco, de ¡maten a Borges!, Wilcock abandona el país para dejar de estar a la sombra, en busca de un nuevo horizonte, un nuevo comenzar, hacia delante, sin ataduras, una soledad deseada. 

Queda claro que el premio de Wilcock consistió en el destierro, en el olvido, en la soledad —como lo decía José Edmundo Clemente en Historia de la soledad: “…la soledad de los que no coincidieron con una memoria afectiva de sus contemporáneos, de los que fueron sepultados de los intereses colectivos de su época, o por esa rutina de la historia: la indiferencia. Soledad de los olvidados, de los sin Patria y sin Dios”— y cumplió su presagio en Lubriano, una localidad alejada, y murió en soledad. 

Wilcock eligió un bando y lugar de la literatura, distanciado de los salones literarios y la crítica, despreciaba a la crítica, la consideraba llena de cucarachas. Su idea de la literatura es vivida desde el afuera y en el caos: “El hombre ha invadido verdaderamente la tierra, la destruirá completamente pero quizás dejará la literatura”. 

No queda mucho más que decir. En este libro, objeto artístico en sí mismo, Manu Moyano Palacio logra trasladarnos en un viaje experimental, con su narrativa nos hace sentir en primera persona la vida entre el cielo y el infierno de un Wilcock que flota acompañado de monstruos, gusanos y bestias al ritmo de un disco que gira y continúa girando y donde TODO ESTÁ CONECTADO… 

Para finalizar y al mejor estilo laisequeano voy a plagiar una cita de Ana Regina, integrante del taller de lectura sobre Pablo Farrés dictado por Agustín Conde de Boeck, que es simplemente hermosa y que ejemplifica perfectamente lo que siento con mi lectura: “Disco Wilcock es, como el amor, una experiencia necesaria, un viaje, un crimen, una conversación tumultuosa en un coro de monstruos”. Pero no me hagan caso, me declaro culpable en mi objetividad, y estas, son apenas unas líneas de un fanático que, como Wilcock, elige un bando de la literatura, este acá, con mis amigos de las letras, ¡TODO ESTÁ CONECTADO! 

 


 

domingo, julio 31, 2022

Un fragmento de Nigredo, de Agustín Conde De Boeck

¿Desde qué época escribe Agustín Conde De Boeck? ¿En qué español? ¿Cómo se lee ese estilo exagerado y excesivo? En Nigredo, su primera novela publicada por Editorial Nudista, Conde de Boeck construye una voz en primera persona que parece abrir un agujero de gusano para este siglo XXI. Probablemente, el futuro esté en el pasado y no nos hayamos dado cuenta. ¿Será el nigredo el primer paso de la ansiada transformación metafísica del protagonista o es más bien la mueca ácida de una vida signada por la humillación y la mala fortuna? Edgar Allan Poe, Elías Castelnuovo y Alberto Laiseca sonríen desde donde quiera que estén al pasar las páginas de este curioso debut narrativo de Conde De Boeck. ¡Pasen y lean un fragmento!

Fragmento de Nigredo, de Conde De Boeck

Al conventillo donde vivíamos le llamaban todos “casa de pensión”, a fin de evitar el mal augurio de esa otra palabra miserable. Pero bien que era un conventillo con todas las letras, una catacumba enorme que ocupaba la totalidad de una manzana ya de por sí irregular en el trazado de la ciudad por su gigantismo amorfo. En medio de un barrio truculento, se podía acceder a él por múltiples callejuelas, y la gente que vivía en las cuadras aledañas decía: “¡Qué vizcachera! ¡Qué antrejo de malandrines!”. Y el patio, oculto entre los laberintos de ese caserón inmenso y oscuro, era quizás, el cuadrante más avieso de todo el edificio. Allí colgaban los vecinos las ropas rotosas alrededor de un pozo cubierto con una tapa mohosa, y las familias descaradas se arrancaban los pelos para disputarse la propiedad de esos trapos innobles. Algún viejo decía que el agua del pozo estaba picada y que producía la demencia en las familias cuyas piezas miraban hacia el patio. Qué ralea de gente, capaz de pelearse y descalabrarse las jetas y decir los peores insultos de entre dos o tres idiomas por un pedazo abombado de carne de res.

Pero yo prefería una y mil veces embodegarme en ese barco de filibusteros agregados al país, antes que pisar el umbral panteonesco del colegio al que para mi mala fortuna me hicieron entrar por concurso. Diez hijos de zafios podían entrar a ese colegio por año, y yo me saqué el número. No era colegio de ricos, todo lo contrario, pero tampoco había muchos hijos de prole extranjera. Se trataba de un espantable instituto en la declinación de su fama donde asistían los retoños de familias patricias empobrecidas, ramas negras de castas segundonas cuyos apellidos fulguraban en los baluartes de la nación. La mayoría eran niños locos, criados por resentidos progenitores: madres que se habían desquiciado reclamando honras, reconstruyendo genealogías en caserones chusos del sur, semi derrumbados, que otrora recibieran en sus zaguanes coloniales las visitas de ministros, y los padres de estos chicos se habían degradado a vulgares fiacunes, a holgazanes de manual, que ventilaban el apellido en cafés y lenocinios, mendigando invitaciones, mendigando casi que les pagaran un trago, y contando qué sé yo qué épica rufianesca de algún abuelo militar que se había dedicado a desollar indios en el desierto o que había violado tropecientas guaraníes en el Paraguay. 

Ese colegio era una desgracia y funcionaba como un loquero. Los profesores eran la mitad curas depravados, que tenían los dedos marrones y los dientes filosos, la otra mitad maestruchos míseros como ratas que para aparentar elegancia se remendaban el traje todos los días y estaban a un paso de exprimirse la gomina del pelo para usarla al día siguiente. 

¿Qué decir? Los pasillos de ese colegio me sugerían los más extraños sueños. Sudoroso en mi camastro, al lado de mi hermana que dormía con la respiración imperceptible de un gato, me soñaba unos íncubos acongojados que le hubieran enfriado la piel al diablo, pero que a la luz gris de la mañana invernal ya no podía retener en la cabeza. Siempre, sin embargo, eran sueños donde yo caminaba por los pasillos irreales del colegio, y alguien me perseguía. Pasillos que se alargaban y se curvaban de manera imposible, hasta generar escaleras vertiginosas y balcones que daban al vacío, y los corredores armaban una sucesión tan atravesada que ningún mapa podría facilitarla. En algunos sueños, de los pocos que retengo mejor, me perseguía un chico deforme cuyo cuerpo era una silla de madera. El “chicosilla”, le llamaba yo. Y caminaba como un centauro, haciendo el ruido feísimo de quien corriera con cuatro patas de palo. 

Uno de mis maestros era particularmente odioso y me infundía terror. Se llamaba Talabartia. Era un mengano altísimo y ojeroso, pero, a diferencia de mi padre, era delgado como una grulla. Las piernas eran larguísimas. Amarrocaba tanto los mangos que se hacía él mismo la ropa, que parecía, siempre negra para disimular las manchas y apolillamientos, la que llevaría el enterrador del peor collado del mundo. Delgado y fuerte como un halcón, su cabello largo y anaranjado peinado hacia atrás, al transcurrir la mañana, se iba secando de la gomina, y entonces se paraba en las puntas traseras hasta parecer el penacho de un pingüino emperador. Los anteojos eran redondos y pequeños, y tapaban del todo sus ojillos malignos. 

Yo le temía por dos razones de peso. Primero, porque me pegaba con sus cuatro duras extremidades, cada vez que tenía algún pretexto. A veces me golpeaba con las cuatro extremidades a la vez. Segundo, porque era un brujo malísimo y poderoso, o esa convicción tenía yo, capaz de adivinarme el pensamiento apenas se me imprimía en la mente. Mil y un ejemplos tendría para contar, episodios en los que me leyó de seguro el pensamiento, y me lo demostraba tácitamente. 

Más pobre yo que rapavela, y hambreado como una rata, me dormía todo el tiempo, en cualquier parte. De parado, en la escuela, trabajando con mi padre… Curiosamente, mi voluntad temerosa debe haber mantenido mi cuerpo andando, porque me despertaba siempre en otra parte, con las manos ocupadas en alguna tarea. Incluso parecía que en esas circunstancias sonambulísticas caía bien a cuanto gandul me hubiera cruzado, que me elogiaba con palabras admirativas: “Bien estuviste, che”. Yo, con los ojos despavoridos, imagínense, no tenía idea a qué se refería. ¿Qué voluntad atorrante o señorial me habría guiado en esos hiatos de consciencia un poco inquietantes (al menos para mí)? Luego, en otros períodos de mi vida, conocería más que bien esa voluntad. 

Una vez, mi padre —que, si algunos andan encorvados por cavilaciones, él andaba siempre bien erguido de pura ignorancia— emergió de la lóbrega covacha para ir a buscarme a la escuela. Una iluminación le había germinado en la testa desde temprano, reforzada por el café alquitranado y astringente que se habría arrojado al gollete apenas revivido de la catrera: que yo estaba consentido por la escuela principesca a la que asistía y que, en cambio, él me arrancaría de esa prodigalidad para arrastrarme a la realidad de la fagina, al reino verdadero de los fardos, las máquinas golpeteantes y las manos sarmentosas y engrasadas. Entonces ocurrió un suceso que, como todas las grandes tragedias explosivas de la vida, pareció desplegarse y resolverse en sólo cuestión de instantes, a la vez que, mientras duró, pareció un ícono estático de duración infinita. Mi padre irrumpió en el aula como una mula, en camiseta, con el frondoso vellocino del pecho que se le fusionaba en su cerrazón con la lija mal afeitada de la carota. Me llamó sin comedimiento y en horrendo idioma. Todos mis compañeros estallaron en una sola carcajada de sorna. El maestro Talabartia estaba allí y, por el gesto de pasmo indignado, entendí que se iniciaba allí mismo una puja: ambos tenían autoridades soberanas y despóticas sobre mí. A ninguno de los dos les importaba si me moría yo desjarretado en alguna calleja, pero en ese momento, ambos se apoderaron de mí, uno de cada brazo, y reclamaron sus potestades: la solemne e institucional del magisterio, la atávica y casi mineral de la paternidad. La rencilla era inminente: yo, anémico, era sacudido como un muñeco de guignol. Talabartia y mi padre eran caracteres demasiado opuestos: la sola cercanía los precipitó en la gresca. El motivo era mezquino, sin duda, hoy lo sé, pero un extraño dolor del corazón se apoderó de mí al ver combatir a mis dos guardianes terribles. Como dos gárgolas, se trenzaron, arrojándome a un rincón, donde quedé arrebujado y zaherido en mi orgullo frente a mis compañeros, que festejaban el advenimiento de ese caos. Yo cubría mi rostro atufarado de llanto. Mientras tanto, maestro y padre se propinaban golpes poderosos, cuyos efectos destruíanlo todo. Las extremidades largas de uno, los brazos macizos del otro, se movían impiadosamente; unas como las armas de un pulpo, los otros como pistones que azotaban con fuerza tal como para instalar una viga y dejarla clavada allí para la posteridad. Vestidos de músculos, las manazas no se detenían y los estruendos eran tan fuertes que parecían chasquidos agudos. 

Se mataron mutuamente. Finados, eran irreconocibles. Todos los niños los rodearon: como cuando se mata a una araña, ambos cuerpos se veían empequeñecidos. Parecía mentira que sus iras bíblicas hubieran hecho caer hasta tal punto la mampostería interior del aula. 

Las cajas de pino donde los velaron, ese mismo día, bajo una lámpara espectral, parecían cajones de un aparador dentro del cual fueran a guardar los cuerpos. Los velaron en el mismo club, porque ambos pertenecían al mismo siniestro partido político (casualidades de la vida). Contrariamente a la primera impresión, ahora, en sus ataúdes, se veían gigantescos. Supe al verlos allí, misteriosamente juntos, como sólo hubieran podido aparecerme en un sueño, que aún después de que bajaran a la tumba, seguiría escuchando sus voces, probablemente entrelazadas en un dueto satánico. 

Un organillo sentimental sonaba en la calle, lo cual hacía de la escena algo como un sueño de alcohol, repulsivo, algo que hizo espetar a los allegados circunstanciales, de falsas lágrimas, comentarios dispares. Uno: “Barrio federal, barrio federal”, y trompeteó la nariz en el pañuelo, conmovido hasta el tuétano; otro: “Días extraños estos. Días muy extraños”, y quedó como iluminado, mirando hacia una ventana. Otro más: “¡Qué canallada!”, aunque a saber de quién era tal canallada, o quién el canalla. No estaba claro, por cierto. 

Vi los cadáveres: las caras como de cera, los ojos como canicas. Parecían más bien máscaras. Temí que todo fuera una suerte de maquinación. Que fueran muñecos y ambos mastodontes, padre y maestro, estuvieran en realidad contemplando detrás de alguno de los cortinados bordó que oscurecían la estancia. Contemplando mi reacción, juzgándola y preparando castigos acordes a mi desamor. Espaventado, con el ánimo delirante, arremetí sobre los cajones y lancé un llanto desconsolado, oteando a los costados, aunque malditas las ganas que tenía de llorar: reír me dictaminaban en cambio las entrañas, reír. Las mujeres emitieron un quejido de ternura, pero mi madre me arrancó de allí con un sutil retorcimiento de toda mi oreja. 

Mi madre… No dijo nada, pero se tiraba de los cabellos que salían del velo negro. Era tan mísera que, junto con la madre del maestro, paupérrima también, pagaron una misma tumba y pusieron un cajón encima del otro.

Referencia: Conde De Boeck, Agustín. Nigredo, Río Cuarto, Editorial Nudista, 2022.

miércoles, abril 27, 2022

cordero suelto

Entre 2014 y 2015, tuve la idea de realizar pequeñas entrevistas a editoriales independiente de aquel entonces bajo el tag Toda editorial es política. La propuesta era simple: 3 o 4 preguntas, saber criterios de catálogo y alguna curiosidad más. De aquella serie algunos proyectos aun sobreviven; otros en cambio pasaron a otra vida.

En todo caso, para reactivar un poco este espacio, se me ocurrió volver a interrogar a algunas editoriales que surgieron en los años recientes. Esta primera oportunidad responde Cordero editor, un sello que publicó algunos títulos de narrativa argentina y que intenta pensar otras lógicas de lo "independiente". 

Pasen y lean, conozcan a este proyecto editorial a través de las respuestas de Gonzalo Pérez Turdera, uno de sus integrantes. 

  

Golosina Caníbal: ¿Por qué la editorial se llama Cordero editor? ¿Cómo eligieron el ícono editorial? 

Cordero editor: Hay una tensión y una amistad entre el Lobo que anda suelto y el Cordero que edita. ¿El ícono? Se armó con las letras de la palabra Cordero. Ahí aparece algo muy de esta época: la imagen que mostramos es una transmutación de lo que somos. Cordero nace para segundear amigos y rajarle a los engranajes de la industria editorial, incluso cuando esta se presenta bajo su faceta "independiente". Queremos salir de ahí. La palabra amigos tiene acá un sentido muy preciso: son esos con quienes se comparte una incomodidad con respecto a la época, con quienes se busca armar un clima, un ánimo común para pensar y hacer. Entonces aparece la idea de Cordero. Si bien yo hago las veces de director, son muchos los amigos que pivotean en el espacio, que lo sienten propio. Me gusta eso, es una de las claves de lo que queremos. Sabemos que nadie nos prometió nada, no podemos reclamar. Pero tampoco le debemos nada a nadie, y eso nos da una gran libertad. 

  

GC: ¿Qué criterios tienen en cuenta para seleccionar los títulos? 

C: No sabemos muy bien a dónde vamos. Por lo general llegan textos por afinidades previas o imaginadas. Nos gusta que eso dispare una conversación y a partir de eso vemos si surge algo. Te diría que el sentido se va armando de a poco, a medida que la cosa avanza. 

  

GC: ¿Cómo ven la literatura argentina actual a través de los libros que han publicado? 

C: Por ahora, las tres publicaciones que llevamos en estos meses (la primera fue en mayo del 2021) son bastante diferentes entre sí. Si tuviera que pensar algo transversal a las tres te podría hablar de cierta voluntad de pensar a lo político y a lo social por fuera de algunos consensos medio caricaturales de esta época. Consensos ligados tanto al contenido como a la forma. 

GC: ¿Qué títulos esperan publicar en 2022?

C: Tenemos dos títulos en el tintero para el 2022 y otros dos para el 2023. Pero no queremos mufarla, así que por ahora mejor no anunciamos nada. 

 



viernes, abril 15, 2022

"Historia dominical", un relato temprano de Sara Gallardo

Mientras hojeaba, hace unos años, la revista Entrega en busca de algunos textos de Marcelo Fox, me crucé con este relato de una jovencísima Sara Gallardo, de 30 años. Ya me había sorprendido esta publicación con otro texto temprano pero de Germán Rozenmacher. Probablemente esta revista olvidada de los años 60 siga ocultando detalles, líneas e historias que están ahí, listas para ser reactivadas... Quién sabe...

En el caso de "Historia dominical", de Sara Gallardo, se trata de un relato realista y humorístico para tiempos pascuales, de una lucha de atención en misas dominicales, de sombreros y limosnas. Si no me equivoco no fue antes recopilado en sus "Narrativa breve" ni similar.

¡Que los disfruten! ¡Pasen y lean!


Por alguna aberración, el domingo de Pascua Carmela inició su descenso al infierno. Hasta entonces vivió feliz, desconocía las pasiones, y esa mañana, poniéndose la boina para llegar a misa de seis, no presintió el próximo naufragio de su felicidad. La misa de seis era para ella como el almuerzo para el mozo de restaurant, es decir el momento en que la actividad específica se emplea en provecho propio, y esa vez, como todas las semanas, confesó al párroco su listita de pecados dichos en orden invariable, a los que seguían unos consejos y penitencia también invariables, que alguna vez la habían hecho pensar y rechazar rápidamente el pensamiento, si no sería lo mismo intercambiar unas tarjetas impresas. Después empezaba su tarea de pasar la bolsa de la colecta. 

Si la liturgia pudiera compararse a una montaña podríamos decir que la cumbre era la misa de mediodía. Una cumbre nimbada de sol, en la que llegado su momento Carmela aparecía con una sonrisa similar a la de los acróbatas cuando se empolvan las manos y toman la sombrilla. Iniciaba su paso entre los fieles agitando discretamente la bolsa y agradeciendo con un susurro. A medida que las misas se acercaban a la de mediodía, Carmela las sentía nutrirse de emoción, no tanto por el valor creciente de los billetes que caían en la bolsa sino en cuanto ellos simbolizaban a ese público que adormilado sobre sus hermosos zapatos y tan indiferente a Carmela como a la ceremonia llenaba la iglesia de una atmósfera que a ella le parecía comparable a ciertas funciones de gala que no conocía. Su pasaje por ese bosque encantado de elegantes y en todo caso admirables árboles que una vez por semana se ligaban a ella con un ademán inconciente constituía la razón de su existencia. El resto del tiempo cuidaba a su madre vieja, cocinaba y cosía. 

Pero el domingo de Pascua estaba tomando su café con leche después de la misa de seis cuando entró el teniente cura y le preguntó si con una iglesia tan grande no sentía la necesidad de una ayudante. Nunca le había gustado ese joven llegado a la parroquia mucho más tarde que ella. Los jóvenes siempre se las arreglan para armar barullo. Contestó con un bufido y el tema murió. Sin embargo a la otra semana estaba contando el dinero cuando el teniente volvió a entrar y apoyándose en la mesa la saludó y le preguntó por su salud. 

—Vengo a presentarle a la señora que desde hoy va a hacer la colecta junto con usted. La iglesia es muy grande y sola tarda demasiado tiempo. Pase señora, por favor. 

Laura Brughetti era viuda, usaba polvos de color ladrillo, el pelo decididamente claro y en especial un sombrero con un moño muy alto. Carmela, con las manos sobre la mesa, levantó los ojos en silencio. Ese día tuvo que ver, desde el ala izquierda a que había quedado restringida, cómo el moño en forma de periscopio navegaba sus aguas, recorría su bosque, recogía sus dádivas abordando a los fieles con un estilo escandaloso. Donde Carmela ponía párpados bajos, Laura usaba miradas sin reserva, y lo que es peor, ciertas sonrisas. 

Así empezó su infierno, y su vieja madre pareció sufrir esa semana. 

Al llegar el domingo tuvo que confesar un pecado nuevo. En el corto silencio que siguió a sus palabras volvió a tener la visión de la lista impresa, pero ésta vez, como en un boliche que ha cambiado cocinero, vio la anotación manuscrita de un plato inédito: el odio. Al ir a desayunarse encontró a Laura sonriente, con los rizos de muñeca cubiertos por un sombrero verde adornado de plumas, apenas si pudo saludarla, y cuando el párroco entró en busca de un libro se precipitó a mirar por la ventana, para no enfrentar al testigo de sus nuevas pasiones. Las plumas le respondieron desde el otro lado de la iglesia durante toda la colecta. 

Pasó una semana más y el domingo, mientras se vestía en la luz del alba tratando de no despertar a su madre, Carmela se estremeció a la vista de su boina de fieltro, pero se la puso con una nueva inclinación y salió hacia la iglesia sonriendo despectivamente. Alguna vez, Laura estaría obligada a repetir un sombrero. No ésta, sin embargo, en que apareció tocada con uno marrón y flores artificiales. 

Junto a esto sucedió otra cosa. En los entreactos, las dos iban a la sacristía y vaciaban las bolsas sobre una mesa para contar el dinero. 

El último domingo, la bolsa de Laura había traído algo más que la de Carmela. Pudo ser una casualidad, pero se repitió. Durante toda la semana, ella se había preguntado si por alguna coincidencia imposible de comprobar en otros tiempos, la parte más generosa de los fieles no se instalaría en el ala derecha de la iglesia, esa ala por la que ahora sentía el efecto de que una hemiplejía la hubiera privado de la mitad de su cuerpo, exactamente la mitad derecha con sus tres altares y la señora de tapado de astrakán parada junto al púlpito. Pero esta mañana se le ocurrió que su fracaso podía no ser casual. Que tal vez fuera una cuestión, digamos, de sombrero. Una cuestión, en fin, un asunto de seducción. Ahora bien, hacía treinta años que Carmela usaba con cierta sensación de audacia una melena cortada a media oreja, y exactamente cuatro de uso dominical de la boina azul. Esta vez, cuando Laura exclamó con alegre indiferencia: “¡La volví a ganar! ¡Setenta y tres pesos más!”, Carmela se sintió palidecer hasta la médula, con la soledad del secretamente aficionado a un vicio cuando lo oye mencionar en broma, o del enamorado frente al que hablan ligeramente de su amada. 

Inició una novena. Pedía la paz del alma bajo la forma del esclarecimiento de los motivos de su ventaja sobre Laura, y de paso, sin confesárselo, imploraba que ésta no estrenara más sombreros. El esclarecimiento vino; fue una nueva ventaja de Laura que disipó sus dudas, y la visión de un modelo escarapelado de verde, con una pequeña visera nimbada por el pelo de su rival. En un momento de soledad, Carmela desprendió el viejo broche con que esa mañana había renovado su boina. El estado de su conciencia era turbulento, y ese día no quiso confesarse, y mintió al párroco diciéndole que estaba enferma. Tampoco la mentira había figurado en su lista, y esa noche suspendió el examen de conciencia que tenía por costumbre; en cambio lloró, y las lágrimas mojaron su almohada. 

Apenas despierta dejó su madre al cuidado de una vecina y tomando un tranvía se fue al centro. Vio sombreros, pero al enterarse de los precios tuvo que volverse con las manos vacías. Siempre había sido paciente con su madre, pero la noción de su condena espiritual le quitó motivos de virtud. La viejita empezó a entristecerse. 

El domingo siguiente, Laura y Carmela volcaron una vez más las bolsas sobre la mesa de la sacristía. Laura pidió disculpas y fue un momento al cuarto de baño, y Carmela se encontró frente a un espejo, con una de las bolsas de terciopelo oscuro puesta como boina sobre la cabeza. “Estoy loca” murmuró tristemente. Oyó tintinear las pulseras de Laura a través de la puerta y sintió un remolino de odio. Inclinándose con rapidez echó un manotón al dinero juntado por su rival. La llave del baño giró y entonces trémula, guardó el puñado de billetes en su cartera. 

—¿Y? —dijo Laura— ¿Ya está contado? 

—De ningún modo. Esperé su vuelta, como es lógico —contestó secamente. 

Laura se fue bajo la lluvia indiferente a su derrota y enarbolando un paragüitas a lunares y Carmela volvió a la sacristía para reponer el dinero; el párroco estaba allí y al verla se levantó sonriendo. 

—Carmela, precisamente quería hablar con... 

—Tendrá que ser mañana, padre, mi mamá... está muy enferma. 

Al salir se cruzó con el teniente pero no lo saludó pues hacía algún tiempo que lo odia-ba y apenas llegada a su cuarto contó el dinero para saber la diferencia ganada por Laura. Comprobó que la ventaja había crecido. La lluvia corría por los vidrios de su ventana y en la plaza de enfrente los puestos vacíos de la feria parecían esqueletos. Cocinó a las tres, omitiendo la sal a propósito. 

—Esta comida está fea, y es tardísimo —dijo la viejita, temblando. 

—Si no te gusta no comas. ¿Y querés decirme por qué temblás así? 

—Porque hace frío. Hace media hora que te pido un abrigo. Parece que te hubieras vuelto loca. 

—Si no estás conforme contrata una enfermera. 

Siguió un silencio y Carmela, con un estremecimiento de terror por sí misma, levantó los ojos para mirarse en el marco de espejo de una estampa colgada detrás de su madre. Esa noche pensó el modo de devolver el dinero, y apenas se le estaba ocurriendo la idea de ponerlo en la alcancía de San Antonio cuando una imagen irrumpió en su mente. Era un sombrero como un nido de tules visto en el centro. Como ya no rezaba, no pidió ser librada de la tentación. 

Su entrada del domingo casi arrancó un murmullo de los fieles. Sin darse cuenta adop-tó el estilo de Laura, y empezó a clavar los ojos en los rostros que la miraban estupefactos, pero lo malo fue que Laura, tal vez por distracción, ni comentó el sombrero. Carmela pensó que por envidia y eso motivó su reincidencia. Ya ni su orgullo le importaba, y esta vez sacó dinero de su propia bolsa. 

—¿Está segura de pasar por todos los bancos? ¿No salteará algunos? —preguntó la otra comprensivamente cuando contaron la colecta. 

—No soy tan bonita como usted, hija. Los hombres no me dan —dijo Carmela apuña-leándose con la astucia de los culpables. Laura se defendió, ruborizada, y el domingo siguiente, al ver a Carmela con una capelina adornada de moños no pudo menos que hacer un comentario. También el párroco se mostró impresionado, y Carmela observó que la miraba con detenimiento. 

La competencia no trajo resultados muy notorios a favor de la bolsa de Carmela, pero ese problema ya no la afligía porque todos sus pensamientos se concentraban en el sombrero de la próxima semana. Y como reformaba sus compras para no repetirlas y trabajaba a escondidas, apenas si limpiaba la casa, cocinaba poco y a deshoras, y su madre pasaba largas soledades. 

El domingo de Pentecostés el párroco le salió al cruce en un pasillo. 

—Carmela —dijo—. Cómo tiene de abandonado a este viejo amigo... 

Ella escondió su turbación. Las campanas empezaban a sonar y se tapó las orejas. A través del velito de su sombrero veía la cara cuadriculada y punteada de su ex consejero que ponía en ella una mirada de preocupación. 

—¿Ha cambiado de confesor? —preguntó él después de un momento, y ella parpadeó con un gesto de Laura, como indicando que las campanas la ensordecían, y lanzándole una sonrisa entró en la iglesia.

Esa mañana recibían a las Hijas de María. Era una fiesta en la cual la antigua Carmela solía llorar viendo las hileras de jóvenes vestidas de blanco con sus cintas celestes sobre el pecho. La música sonaba y las flores del altar parecían caritas blancas. 

—Carmela —murmuró una voz en su oído—. La señora de Brughetti no puede venir porque está enferma. Haga el favor de pasar la colecta por toda la iglesia. 

Era el teniente cura. Carmela escondió la cara entre las manos y sintió lo que el padre del hijo pródigo cuando lo vio venir por el camino. La mitad derecha, con sus tres altares y el púlpito, se unió a la izquierda en su corazón. Con los ojos cerrados fue la de antes, pero llegado el momento de la colecta la visión de las cosas a través del velito le devolvió el nuevo espíritu. Al contar el dinero calculó cuánto podría haber influido la ausencia de Laura en el resultado, y mientras caminaba hacia su casa iba pensando en la compra de un paraguas lila visto en una de sus largas recorridas por las tiendas. Llegó a su cuarto y una vez más tuvo el deleite de abrir el armario y encontrar la fila de sombreros que se fue poniendo con la boca fruncida, como solía imitar a la del astrakán: ya era muy tarde cuando recordó el almuerzo; hervir unos fideos le pareció lo más fácil, pero al entrar en la cocina encontró a su madre muerta. 

Esa noche vinieron bastantes vecinas, y Carmela las atendió con la mirada vaga y el pelo hirsuto; a eso de las diez hubo un revuelo y la cabeza del párroco apareció en la puerta del velorio. 

—Hija mía —dijo, pero Carmela se echó a sus pies lanzando un aullido. Por un mo-mento hubo en torno de ellos un montón de gente que se disolvió cuando Carmela se puso de pie y corrió hacia su cuarto, en donde empezaron a oírse extraños arrancones y sollozos. 

—¡Condenada! ¡Condenada! ¡Estoy condenada! ¡He matado a mi madre! Las mujeres, atropellándose todas, se lanzaron tras ella pero debieron hacer alto al verla venir tambaleante, con medio cuerpo oculto detrás de una torre multicolor. 

—He matado —gimió mientras la gente retrocedía lentamente a su paso—. ¡He matado a mi madre, he robado el dinero de Dios, he odiado a mi prójimo, he mentido! ¡Estoy condenada! 

Uno tras otro, como enormes flores, describiendo círculos o fluctuantes descensos, los sombreros empezaron a caer encima y alrededor del modesto ataúd de la madre de Carmela. Sin embargo la concurrencia, desencantada, vio que el cura conseguía arrastrar a su penitente hacia otro cuarto donde sus voces sonaron largo tiempo. Se dijo que él quiso hacerla volver a su ocupación, sola como antes, sin señoras de Brughetti, pero que ella, incapaz de afrontar cada domingo a la parroquia testigo de su caída, resolvió irse a otro barrio. Allí es donde, con la mirada pensativa de quien asciende al bien luego de recorrer los abismos de la pasión y del crimen, deja vagar sus pensamientos en tanto que sus manos se ocupan del nuevo oficio que desempeña con bastante éxito. Es sombrerera. 

 

Sara Gallardo. Treinta años. Publicó la novela Enero en 1958. Ha concluido un libro de cuentos y una nueva novela.

Fuente: Revista Entrega, n.° 4, mayo-junio de 1962, p. 7 y 11.

 

 

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