martes, enero 12, 2021

El pino de Navidad, por Valentín Fernando

La narrativa de Valentín Fernando sigue siendo un camino por redescubrir en la literatura argentina. En los últimos años, la editorial Astier Libros ha reeditado Desde esta carne (1952) y El día de octubre (1967). La primera, una novela sobre la ciudad y la violencia; la segunda, una nouvelle sobre el amor y el aborto en el 17 de octubre. Fernando trabaja desde un estilo realista con toques existencialistas y arltianos. La lectura de cualquiera de sus novelas felizmente reeditadas da ganas de seguir leyendo su obra.

Por eso, hace bastante tiempo tenía ganas de exhumar este relato que sigue titulado "El pino de Navidad" y publicado en revista Sur en 1952. Ese pino que arranca pequeño y que con el correr de las líneas se cierne sobre Ezequiel y sus padres es un acierto metafórico y trae resonancias de la casa tomada cortazariana. Pero, bueno, léanlo y me cuentan. Y volvamos a Valentín Fernando, otro autor para seguir mapeando la literatura argentina.


 

El pino de Navidad (Valentín Fernando)

Para Alberto Tallaferro. 

 

Como de costumbre comieron en silencio, mientras la madre iba y venía de la cocina al comedor, habilitado excepcionalmente en los días de Navidad, Año Nuevo y los cumpleaños, haciendo ruido en la cocina con las cacerolas, gritándole al chico porque no había comido toda la sopa, y al padre porque leía el diario en la mesa y se había sentado sin lavarse las manos. 

—Ustedes dos —dijo— parecen hermanos mellizos. 

Ezequiel miró al padre. Formaban una pareja rara. No era algo definitivo, pero tenía la sensación de que su madre era grande, doble, demasiado fuerte, mientras que el padre, con la calva brillosa, era la imagen opuesta dentro de su silencio, siempre detrás de aquellos anteojos gruesos que hablaban constantemente cuando miraba cara a cara, detrás de los círculos concéntricos que tenían en el fondo dos puntitos negros que parecían nadar y suspirar quedamente. Cuando comían la compota de orejones, que era el postre de los festejos, el padre le dijo con una sonrisa apagada, tímidamente: 

—Te traje un regalo, Ezequiel... 

—Si no es su cumpleaños... —dijo la madre levantando la cabeza sorprendida. 

—Pero hoy es Navidad... —agregó aún más bajo, sin mirarla—. ¿Y qué le trajiste? 

—Un arbolito de Navidad. 

En los pequeños ojos oscuros de Ezequiel hubo un brillo intenso pero fugaz, como si fueran dos lustrosas uvas negras. En seguida, padre e hijo se levantaron casi a un mismo tiempo y salieron al patio. Contra una pared, apoyado sobre el suelo, envuelto en una base redonda de arpillera, descansaba un pino de Navidad que casi llegaba a la cintura al chico; y mientras el padre se arrodillaba para sacar el trapo que ocultaba la raíz, a Ezequiel empezó a latirle apresuradamente el corazón. La raíz quedó al descubierto, rodeada de un barro marrón, negruzco, como aquellas botellas que había visto en la vidriera del almacén. Sin querer se acercó al arbolito y tocó sus pinches verdes, y casi tembló de alegría porque no eran de papel como el que esa noche estaría sobre la mesa, en la fiesta de Leo. 

La madre, detrás de ellos, gritó: 

—¿Te has vuelto loco? Aquí no hay macetas, y es un árbol y va a crecer. 

—Lo plantaremos en este patio —respondió el padre sin volverse, y continuó trabajando arrodillado junto al árbol. Ezequiel se asustó porque la voz del padre era seca, rabiosa, como cuando se peleaba con la madre, pero sin embargo permanecía tranquilo, no tartamudeaba y hasta parecía que no aguardaba la respuesta ni el consentimiento de ella para realizar el proyecto. 

—Sos un ... —dijo abalanzándose sobre la espalda encorvada del padre, pero éste se volvió adivinándola y le clavó los ojos miopes, duros, y la paralizó hasta hacerle caer los brazos laxos a lo largo del cuerpo. El padre agarró el pino por la base sin pinches, como si fuera un hermoso pollo gordo, y mientras lo miraba contento dijo: 

—Claro que crecerá —miró al hijo—. Será un hermoso árbol de Navidad. Y es tuyo —agregó. 

Lo dejó otra vez sobre el suelo y desapareció por un instante en el interior del comedor. La madre parecía mirar la nada, con la boca entreabierta como una tonta, pero de pronto Ezequiel temió que se desquitara con él y lo zarandeara de una oreja. En seguida, el padre regresó trayendo un martillo. 

—Vamos a romper cuatro baldosas —dijo—. ¿Dónde lo plantamos? —preguntó volviéndose hacia el chico, que vaciló un instante y luego, con el pequeño brazo extendido, señaló el centro del patio, donde los mosaicos hacían un suave declive en hondonada. 

La madre se asemejaba a una estatua de sal mientras el padre rompía violentamente las cuatro baldosas que había señalado Ezequiel. Golpeaba con rápidos sacudones que hacían temblar el patio. 

—Vecina, ¿sucede algo? —preguntó una voz de mujer desde el otro departamento. 

—No, no pasa nada ... —respondió con la mirada siempre ausente. 

La mezcla rosada grisácea quedó al descubierto debajo de las baldosas, y sin descansar el padre comenzó a deshacer la dureza del concreto. Al rato le dijo a Ezequiel: 

—Traé una pala. 

El chico obedeció alegre. Entonces el padre pudo amontonar los cascotes en un rincón del patio y Ezequiel vio aparecer la negrura de la tierra húmeda. 

—Sirve —dijo el padre—, pero tenés que cuidarlo —Ezequiel asintió contento—. No podés quejarte —se dirigió a la esposa—, te dejamos el patio tan limpio como si no hubiera pasado nada. —Después, con la pala, se puso a escarbar la tierra negra y al poco tiempo había cavado un pozo mediano. Agarró el pino y lo metió dentro del pozo recién abierto, dejándolo erguido—. Ayudame —le pidió al chico—, meté la tierra con la pala y pisotéala. 

Ezequiel se afanó como si se tratara de conjurar algún peligro inminente. Trabajó febril durante unos minutos llevando una y otra vez paladas de tierra negra que fue colocando alrededor del árbol, y por fin ambos la apisonaron con decisión. El árbol quedó inmóvil, erguido, de pie en medio de aquel patio de mosaicos; lo miraban sonrientes y la madre seguía sin movimiento, súbitamente paralizada. 

—Ya está —dijo el padre—. Ahora cuidalo —el chico asintió—, y cuando vuelva del trabajo lo terminaremos de arreglar —agregó al mismo tiempo que miraba a la mujer como si la estuviera castigando con sucesivos latigazos. 

Cuando el padre se fue, se metió silenciosa y encorvada en la pieza y después de un rato se la oyó haciendo algo en la cocina. Ezequiel quedó con los ojos imantados en aquella forma de pirámide cónica. Se acercó una y otra vez pero no mucho, y lo miraba desde lejos como si tuviera miedo. Se animó a tocar los pinches, que parecían crines verdes, de caballo. El pequeño tronco era de madera tibia. Era un arbolito de verdad y crecería, porque la tierra era negra y lo regaría todos los días sin olvidarse. En ese instante, el sol caía con la reverberación de la tarde que se alejaba del mediodía. Una franja ancha y amarilla cruzaba el patio en diagonal y abrazaba el contorno entero del pino. Tenía un color muy hermoso. Se alejó un poco para verlo mejor. Sobre el verde oscuro de los pinches caía una franja de luz y el color se atornasolaba de anaranjado, de azul, de verde más claro y de amarillo, y el viento, al mover las tiernas ramas extendidas a los costados, las convertía en lingotes de oro que quedaban suspendidos en el aire, en monedas y gotas de oro que colgaban con su luz instantánea y desaparecían rápidamente cada vez que cambiaba la dirección de la brisa. 

Ezequiel sonrió y pensó que jamás se había sentido tan feliz. 

La tarde se había aligerado del bochorno que estalló hacia el mediodía. Un viento suave y fresco corría por el patiecito. Ezequiel nunca había visto una maravilla semejante. Arrinconado en una punta del patio, sentado sobre las frescas baldosas, se quedó mirando absorto cómo las ramas y los pinches blandos se doblaban a la menor presión del viento. En el instante en que el sol lo abrazó como una llamarada, se convirtió enteramente en un árbol de oro, y aunque el tronco era marrón la luz irisada barnizó con tal intensidad el verde oscuro de los pinches que se derramó a sus costados brillando como un tálamo enjoyado; y en el centro del patio, erguido cada vez más como si el viento lo hiciera crecer prodigiosamente, se levantó una vivísima fogata que hacía un dulce daño a los ojos. No escuchó ningún ruido en el departamento. Algo había cambiado porque a la madre no la veía por ninguna parte. Tenía la costumbre de limpiar la casa y baldear después del almuerzo, pero ahora parecía haber enfermado o enmudecido de una manera extraña, y entonces un hermoso silencio caía sobre las cosas. Pero podía ser que el pino la hubiese atemorizado. Se había quedado como muerta cuando el padre había ido en busca del martillo. Ezequiel creyó que había perdido súbitamente fuerzas, y que una debilidad comenzaba a socavarle el cuerpo robusto y terminaría por arrugarla como a una seca pasa de uva; o quizás durmiese, pero no podía ser porque no descansaba durante todo el día; y la puerta del departamento estaba abierta y él podía salir cuando se le diera la real gana, y nadie le impedía que fuera a jugar al baldío con los otros chicos, que saliera a la puerta de calle cuantas veces quisiese y que dejara los deberes sin hacer. Aquella voz agria que siempre le mandaba comprar manteca o un carretel de hilván había desaparecido tan mágicamente como el pino que ahora veía delante de sí, agitado suavemente por una brisa que desparramaba sus gotas como en una siembra. Y se sentía dueño del patio y hasta del cielo, y además era suyo aquel pino verde y pequeño. 

No sabía porque le gustaba tanto mirar hacia el cielo, pero nunca había podido hacerlo porque siempre ella le interrumpía ordenándole algo con su voz agria, o sino pegándole por algún delito que Ezequiel no consideraba delito. Alzó los ojos al cielo. Cisnes blancos nadaban despaciosamente en un lago azul. Al bajar la mirada hacia el arbolito vio algo insólito. Bruscamente se levantó y quedó inmóvil. Se acercó con cautela. Aquello era increíble. ¿Acaso antes no le llegaba hasta la cintura? Pero era cierto, y no era un animal de manera que no podía morder. Era el mismo pino que antes había tocado para sentir que sus pinches no eran de papel, y seguía clavado en la tierra y el tronco era marrón, y las ramas y el cuerpo cónico se extendían a sus costados como si fuera un espantapájaros de múltiples brazos. Pero tuvo que alzarse en puntas de pie para alcanzar las ramas superiores, ya que el arbolito sobrepasaba su propia estatura. 

Fue hasta la cocina y regresó con un balde lleno de agua. ¿Tal vez sería necesario regarlo para que no creciera tan rápidamente? Se sintió culpable. ¿Y ella, cuando saliera al patio, qué cara pondría? Pero no estaba atemorizado porque la madre había perdido la facultad de castigarle, y aunque estuvieran solos no se atrevería. Al atravesar el dormitorio la había visto acostada. Parecía dormida, como cuando le dolía la cabeza o se encerraba a oscuras con esos terribles ataques de hígado, que luego descargaba sobre Ezequiel o el padre. 

Humedeció el pequeño cuadrado de tierra negra y después se alejó un poco para verlo. Era mejor que creciera rápidamente y llegase a ser fuerte como los paraísos que bordeaban la calle, porque así sería imposible que lo trasladaran de aquel patio y podría hundirse cada vez más poderosamente debajo de las baldosas y nadie tendría la fuerza necesaria para arrancarlo. Se sentó otra vez en un rincón del patio y se abrazó las piernas encogidas. Los otros chicos podían jugar cuánto quisieran con las bolitas y a la pelota que no le importaría nada. Nadie tenía un árbol como ese, un pino de verdad que crecía tan increíblemente que podía verlo conquistar cada vez más aire en busca del cielo. Los otros tenían juguetes y pelotas de goma, pero era muy dichoso en medio de aquella soledad, con el silencio cruzado sólo por la brisa que agitaba cada vez más las espinas tiernas. Dos o tres veces se levantó para humedecer la tierra negra, y cada vez lo acariciaba suavemente como si creciera la certidumbre de un lomo, de un manso animal. La última vez había comparado su altura con la del padre, y cuando la tarde declinaba con una curva tierna vio que la parte más alta sobrepasaba ya el pequeño paredón que lindaba con el corredor. ¿Qué sucedería con los vecinos?, se preguntó. Una risa alegre brotó de su garganta y el cuerpo entero se le llenó de cosquillas hasta hacerlo vibrar como un columpio. La gente se asustaría, sin duda, y tal vez se enfermaría como la madre que seguía recostada sin dar señales de vida. Volvió a reír al pensar que sólo el padre y él estaban en el secreto, únicamente ellos sabían cuál era el misterio de aquel pino. Pensó que si los otros chicos miraran al pino saldrían corriendo asustados, y las mujeres se tomarían de la cabeza, y en toda la casa de departamentos se armaría un batifondo de los mil infiernos, como cuando robaron en el que daba a la calle y vinieron el vigilante y el comisario y las mujeres se pusieron a gritar como si hubiese ocurrido un cataclismo. Y ahora que estaba solo y que en el departamento la violencia de la madre se había apagado, podía mirar libremente el cuadrado de cielo que se veía desde el patiecito. Los cisnes viajaban mansamente y a veces se transformaban en copos de nieve, en campos de algodón en flor, en pájaros enormes cubiertos de una liviana escarcha, en castillas de arena blanca que se levantaban y deshacían hasta transformarse nuevamente en cisnes blancos deslizándose sobre un agua muy azul. 

La tarde se fue haciendo en el cielo, y al desaparecer el sol el pino creció encorvándose hacia las paredes de las piezas. Debían haberlo previsto clavando una estaca para que el peso de las ramas no doblegara al pequeño tronco, pero observó que el árbol se doblaba naturalmente sin caer hacia abajo, y hasta parecía que buscara apoyo por fuera en las paredes del comedor, tomando la forma de uno de esos semi-arcos de ligustro que había a lo largo de los senderos rojos del Rosedal. Y se quedó horas sentado en el patio con las piernas encogidas, apoyando la cabeza sobre las manos. El cielo se había oscurecido sin violencia y fue pintándose hasta convertirse en un terciopelo azul marino, y cuando el padre regresó alguien había mojado un pincel en agua de plata y lo había deslizado por aquélla superficie intensamente azul: era una maravillosa noche estrellada de Navidad. 

Cuando el padre apareció en la puerta, miró el pino y le dijo a Ezequiel: 

—Es lindo, ¿verdad? —el chico asintió sonriente—. ¿Dónde está mamá? 

—Está acostada, parece que tiene dolor de cabeza. 

—¿Dolor de cabeza? —Quedó en silencio como si repitiera la pregunta para sí mismo, y de pronto gritó—: ¡Quiero comer!... 

Se escuchó el ruido de unos pasos en el interior de las piezas. La madre apareció lentamente, arrastrándose sin decir nada hacia la cocina. En seguida cenaron sin hablar, como antes, durante el almuerzo, sólo que ahora padre e hijo se miraban y sonreían cuando la brisa golpeaba afuera y las ramas del pino sollozaban como un niño. 

—¿Invitaste a los vecinos? 

—Sí —respondió la madre. 

—¿Cuándo vendrán? 

—A las diez. 

—¿Enfriaste las botellas? 

—La voz del padre era dura, seca. 

—Sí... 

Cuando el viento soplaba en el patio, el ruido de un bosque enmarañado llegaba hasta ellos. Terminaron de cenar y el padre se puso a leer el diario y la madre no refunfuñó porque podía entrar alguien y encontrarle de entrecasa. Ezequiel volvió al patio y miró absorto pero tranquilo la altura que ya tenía el pino. Observó que la extremidad parecía una cabeza redonda y sonrió porque tenía toda la apariencia de un animal, de algo vivo con ojos, nariz y boca. Oyó que alguien se acercaba por el corredor. 

—Ahí vienen los vecinos —le dijo al padre y rió gozosamente. 

El matrimonio apareció en la puerta del departamento y ambos, instintivamente, se cubrieron los rostros con los brazos, protegiéndose de algo, y después, con cautela, espiaron con el rabillo del ojo aquella sombra gigantesca que se alzaba confusa. La mujer dio un grito y cayó hacia atrás, y el marido apenas si pudo sostenerla y arrastrarla hacia el corredor, mientras mascullaba algo incomprensible. En seguida en el departamento de al lado se oyeron sollozos, gritos e insultos, y entonces Ezequiel y el padre volvieron a mirarse y a sonreír. 

—La cerveza ya debe estar helada —dijo el padre con tranquilidad—. ¡Traé las botellas y las nueces! —le gritó. 

La madre puso un inmaculado mantel sobre la mesa, trajo un plato lleno de nueces, vasos y las botellas de cerveza. En silencio se sentaron a la mesa. Sólo se escuchaba el crujido de las cáscaras al partirse y el burbujeo del líquido al ser vertido en los vasos. Pero bruscamente los tres quedaron quietos y mudos, mirándose sin hablar, paralizados en el gesto que realizaban un momento antes: la madre no pudo tragar la nuez que mascaba, el padre siguió vertiendo la cerveza sin darse cuenta de que había desbordado el vaso, y ella no gritó porque había manchado el mantel recién puesto, y Ezequiel sonrió esta vez tímidamente al escuchar un ruido a sus espaldas. La copa se introdujo como una cabeza asombrada por la luz eléctrica que inundaba la pieza. Por un momento se detuvo en el dintel, pero en seguida pareció acostumbrarse al nuevo ambiente y fue creciendo hacia el cielorraso, arrastrándose por las paredes como un ciempiés, y los pinches duros y las ramas ya fuertes produjeron, al rozar el empapelado, el ruido crepitante y silencioso de maderas y papeles que se consumían en el fuego. 

—¡Ahí está! —gimió la madre y salió corriendo hacia el dormitorio. El padre y el chico se miraron otra vez. Ezequiel vio que la calma había desaparecido del rostro de aquel y que ahora le miraba pidiendo explicaciones. Pero Ezequiel no sabía qué decir y al mismo tiempo seguía tranquilo como si aquella no tuviese mucha importancia. 

El padre alzó la cabeza y vio que las ramas habían invadido enteramente el cielorraso, cubriéndolo con el color verde oliva que tenía el pino. 

Un olor fuerte y penetrante comenzó a embalsamar el aire, y bajo su propio peso el árbol se encorvó y en vez de agujerear el techo inundó el espacio del comedor llegando a rozar con sus ramas la parte superior del trinchante y del aparador, ocultando completamente la cadena y las seis tulipas de la araña que colgaban sobre la mesa, de manera que quedaron casi a oscuras. 

—Tenemos que mudarnos —dijo el padre con un leve tartamudeo, y se levantó agitado y fue hasta el dormitorio. La madre estaba escondida detrás del ropero—. Vení —le dijo—, ayúdanos a traer los muebles. 

Entre ambos arrastraron el trinchante, el aparador, la caja de los cubiertos y el piano (donde a veces la madre tocaba valses y milongas de moda), mientras que el chico cargó una a una las sillas y las fue colocando sobre la cama de matrimonio y la camita. Pusieron patas arriba la mesa ovalada delante de la cabecera de la cama y los otros muebles a los costados de aquella. 

Desde el dormitorio sólo se podía ver una espesura verdinegruzca. Los padres no se miraban entre sí. Como durante un buen rato no se escuchó ningún ruido en la pieza vecina, Ezequiel aprovechó la mesa que estaba dada vuelta y se puso a jugar a los piratas. A la madre no se le ocurrió pegarle porque hacía bochinche, y el padre, ya cansado de permanecer de pie, se sentó a leer el diario levemente intranquilo. 

—Bueno —dijo— ya no sucederá nada más. Vamos a dormir —comenzó a desvestirse y rápidamente quedó desnudo y en seguida se puso un camisón que apenas le llegaba a las rodillas. La madre se quitó el batón, la enagua y las otras prendas y despaciosamente deslizó sobre su cuerpo otro camisón rosado que más bien se asemejaba a un anticuado traje de baile. Pero entonces descubrieron que la cama estaba ocupada por las sillas del comedor, y permanecieron indecisos sin saber dónde acostarse. Mientras, Ezequiel seguía jugando abstraído sobre el barco que se deslizaba gloriosamente hacia él horizonte de un mar muy agitado. En ese momento se producía el abordaje al enemigo y era necesario dirigir bien la tripulación para que nada fallara. 

El sonido ronco de un bosque agitado por el viento llegó hasta ellos. Los padres olvidaron de buscar una cama y permanecieron ansiosos, expectantes ante la aparición que temían, y Ezequiel dejó de jugar sobre la mesa volcada porque a través del dintel que comunicaba con el comedor reapareció la cabeza oscura del pino. 

—¡Ahí está otra vez! —gritó la madre y salió corriendo hacia la cocina. 

Con una asombrosa rapidez para sus años, el padre arrastró el trinchante, la cama grande y la pequeña, el aparador, las dos mesitas de luz, el piano, el tocador, la caja de los cubiertos, la mesa ovalada, y los fue metiendo en la cocina; pero cuando quiso mudar el ropero se encontró con que su hijo estaba sentado sobre el aparador y la madre encima de una mesita de luz. Buscó un lugar para el ropero de tres cuerpos pero eso era imposible. Entonces se le ocurrió atravesarlo entre el dormitorio y la cocina. Sonrió satisfecho y pensó que ahora estaban seguros. 

—Tengo hambre —dijo Ezequiel. 

La madre encendió la cocinita de gas, partió dos huevos sobre una sartén y los frió. Ezequiel estaba asombrado. La madre siempre le había prohibido que comiera huevos fritos porque se ensuciaba la boca y los dedos como un cochino al mojar los trozos de pan en el círculo redondo y brillante de la yema. El humo de la fritura les hacía parpadear los ojos, pero parecían tranquilos porque detrás del ropero no se escuchaba ningún ruido. Nuevamente el padre se puso a leer el diario en camisón, mientras que la madre aprovechó el tiempo para arreglar la despensa embarullada con tarros y paquetes de almacén. Ezequiel se había sentado en el suelo y devoraba en cuclillas los huevos fritos. 

Un rumor de barreno que excavaba sordamente la tierra comenzó a zumbarle en los oídos. La madre se volvió con los ojos desorbitados se santiguó e hizo caer las latas y los tarros de la despensa, y los cabellos de ángel, la sémola, la harina de maíz se desparramaron por el suelo. La cabeza verde, graciosa, apareció rompiendo la madera del ropero y al atravesar su interior enganchó una camisa del padre. Ezequiel rió porque ahora casi parecía un hombre. 

—Ay... —gimió la madre, y entre los tres comenzaron nuevamente a llevar los muebles del comedor, del dormitorio y de la cocina hacia el baño. Lo más embarazoso fue desatornillar la cocinita de gas, pero el padre se armó de una descomunal llave inglesa y con gran celeridad la arrancó de la pared. A su vez, la madre se encargó de llevar las provisiones y cargó en sus brazos los tarros, los paquetes, la bolsa del pan y el contenido de la pequeña heladera, que fue abandonada como un objeto inservible. Los muebles del comedor y del dormitorio fueron amontonados sobre la bañadera en una pila que llegaba hasta el techo, pero tuvieron que resignarse a dejar atrás el viejo ropero de nogal, que habían comprado diez años antes. 

La medianoche ya había pasado porque el barrio había enmudecido bruscamente, y el padre no recordaba cuánto tiempo había transcurrido desde que escucharon las doce últimas campanadas en la iglesia cercana. Era un poco difícil acomodarse en aquel espacio reducido. Sobre la mesa, que antes había servido de barco, colocaron el colchón de la camita y trataron de improvisar una cama. Los padres se acostaron allí e intentaron dormir. Dejaron la luz encendida porque si volvían la cabeza en cualquier dirección era muy posible pegarse un golpe cuando menos lo esperaban. Los padres parecían dormir. Era cómico verlos apretujados en el pequeño colchón. Más que padres parecían chicos de cuerpos grandes que conservaran tardíamente los rasgos de la niñez. 

Después de un rato el padre abrió los ojos y miró a su hijo, que ahora jugaba montado a horcajadas sobre una silla. Ezequiel quiso sonreírle, pero los ojos miopes tenían la triste mirada de antaño, y Ezequiel tuvo que reprimir la risa porque, aunque fuera extraño, esa tristeza no lo deprimía como otras veces y en vez de pesar sentía nacer en su corazón una extraña alegría. Y la mirada del padre no tenía un solo instante de reposo. Revoloteaba sobre la pila atestada dentro de la bañadera, sobre las sillas encimadas a los costados, sobre todos los muebles que parecían destrozados después de una desastrosa mudanza; y la amargura de su interior se reflejaba en el rictus duro de la boca, en la palidez de las mejillas, en los puntos extraordinariamente pequeños, que seguían nadando detrás de los gruesos cristales; y la madre dormía profundamente y su cuerpo subía y bajaba alternativamente como si fuera un pesado ascensor. 

Ezequiel volvió la mirada al padre. Seguía con los ojos más abiertos, más tristes, como si al mirar esos cachivaches (porque el amontonamiento de mueble sobre mueble le daba a aquello el aspecto de trastos viejos) se convenciera definitivamente de que no se trataba de un juego. ¿Tal vez el padre había tenido la remota esperanza de que el pino detuviera su crecimiento, quizás había pensado que era una broma? Y si había resultado así ¿quién tenía la culpa sino él mismo? Entonces comprendió que le habían traído un juguete más, pero ¿cómo podía ser un juguete algo que tenía un tronco tibio como la carne y las espinas blandas y suaves como las de un pino de verdad? En vez, él había pensado que aquello era lo más hermoso que jamás había poseído. Era un sentimiento que no podía expresarse con palabras, quizás algo que no existía realmente. La posesión de esa animalidad viva que era el árbol le había dado tanta felicidad que, de pronto, por primera vez, sintió que era dueño de algo que tenía vida y que crecía realmente. ¿Y quizás desde un principio, cuando el padre se lo regaló, siempre había esperado su crecimiento? ¿Quizás había aguardado por algo semejante durante mucho tiempo y era feliz porque se había convertido en realidad? 

Cuando el padre se levantó, el chico repitió: 

—Tengo hambre —pero en vez de negársele comida como sucedía en otras ocasiones, sobre la misma cocinita padre e hijo improvisaron una mesa y comieron mientras la madre continuaba durmiendo. Y así estaban, comiendo en silencio, cuando Ezequiel observó que los ojos miopes del padre empezaron a bailarle de izquierda a derecha detrás de los cristales de aumento, y que las piernas y las manos le temblaban como en un ataque convulsivo. 

—Nos desaloja —dijo con un triste hilo de voz, y Ezequiel levantó el rostro y sonrió una vez más al ver aparecer en la puerta de la cocina, la fiel, la verdosa comba del pino gigante—. Despertá a mamá —le dijo apresurado al chico—. Pero, ahora, ¿a dónde vamos a ir? —agregó tristemente. 

La madre se levantó con los ojos húmedos, enrojecidos, y al ver otra vez la amenaza no profirió grito alguno sino que se resignó con el rostro súbitamente envejecido. 

Era posible abandonar el baño pasando por debajo del pino. Ezequiel sintió un extraño regocijo al dejar todo aquello, esa vida. 

Los padres se pusieron en marcha silenciosamente, sin apresurarse ya porque llevaban las manos vacías. El padre fue el último en abandonar el baño. Miró aquello tristemente como a un barco que se hundía. Los tres, en fila india, atravesaron la cocina, el dormitorio, el comedor y salieron al patio. 

Aún no llegaba la claridad del nuevo día, pero el aire tenía la borrosa penumbra de la tinta china aguada y el olor resinoso del pino. Los padres se sentaron en el patio, contra una pared, con la cabeza gacha y los brazos sobre las rodillas. Pero Ezequiel estaba aun ansioso, mirando hacia las habitaciones como si aguardase algo más. 

En seguida se escuchó el violento ruido de una pared que se desmoronaba, de algo que por fin se erguía venciendo espesos tejidos enmarañados; y de pronto, en el preciso instante en que gotas de luz caían sobre la noche como una clara llovizna primaveral, erecto ahora con una imperiosa necesidad de altura, apareció la cónica redondez del pino que creció lentamente hacia arriba en busca del cielo, de la libertad. 

Los padres se miraron tristemente. Y Ezequiel pensó que si estuviera dentro del baño, a través del techo podría ver un pequeño trozo de aquel cielo claro y limpio que ahora los cobijaba. 

Fuente: Revista Sur, n. 211/212, 1952, pp. 52-63.

 

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