jueves, junio 12, 2025

Wilcock, el precursor (Ricardo Strafacce)

Este artículo publicado por Ricardo Strafacce en la revista Mancilla fue una de las razones por las que me asomé a la obra de J. R. Wilcock. Creo incluso haberlo dejado asentado en estas razones para leer El caos. Me debía esta exhumación. ¡Ojalá les guste tanto como a mí! 

Wilcock, el precursor (Ricardo Strafacce)


I.

Curioso destino el de Juan Rodolfo Wilcock. De cenar varias veces por semana con Borges en la casa de Bioy Casares y codearse con la corte que rondaba a las hermanas Ocampo a partir a Italia, protagonizar una película de Pasolini, tomar la decisión de escribir en italiano (la lengua de su madre), hacerse novelista y, misteriosamente, convertirse en precursor de Aira y Lamborghini.

Era de algún modo borgeana la relación de Wilcock con el castellano. Según se cuenta en el magnífico dossier que Guillermo Osvaldo Piro, D. G. Helder y Ernesto Montequin publicaron en el n.° 35 del Diario de Poesía, hijo de padre inglés y madre italiana, Wilcock nació en Argentina pero recién aprendió el castellano alrededor de los seis años, cuando la familia se trasladó a Londres. No fue esa la única extravagancia de la que cuenta este dossier: ya en Buenos Aires, integrado al grupo áulico de la revista Sur, “asiste a tertulias literarias que interrumpe simulando ataques de epilepsia, provocando pequeños incendios de mobiliario, etc”. Singularmente paranoico — anotan Piro, D. G. Helder y Montequin—, temía ser envenenado, a tal punto que en una oportunidad concurrió a una cena de la SADE llevando su propia comida. En 1957 partió a Italia para ya no regresar.

Ya estaba en Italia cuando empezaron a publicarse en distintas revistas los relatos que posteriormente se integrarían en El caos, su primer libro de relatos (hasta entonces sólo había publicado poesía), escrito originalmente en castellano. El dato es importante porque una vez establecido en Italia escribió, en italiano, una obra extraordinaria. Además de libros inclasificables como Hechos inquietantes (1960), La sinagogade los iconoclastas (1972), El estereoscopio de los solitarios (1972) y El libro de los monstruos (1978), publicó cuatro novelas que aún hoy siguen sorprendiendo: Los dos indios alegres (1973), El templo etrusco (1973), El ingeniero (1975) y, en colaboración con Francesco Fantasía y ya póstumamente, La boda de Hitler y María Antonieta en el infierno (1985).

Toda esta obra era desconocida en castellano hasta entrada la década del 90, a excepción de la traducción de La sinagoga de los iconoclastas que Joaquín Jordá hizo para la editorial Anagrama en 1982. Ya en el fin de esa década y los primeros años de la del 2000, las excelentes traducciones que Ernesto Montequin y Guillermo Piro hicieron para Sudamericana permitieron que en la Argentina se conociera a un escritor al que casi nadie, hasta entonces, le había prestado atención. Wilcock se había ido del país como un poeta neoclásico que escribía en castellano. Cuarenta años después, la traducción de sus libros y su edición y difusión, nos lo devolvían como un vanguardista revulsivo, originalísimo, absolutamente genial. Un precursor, como se adelantó, de Lamborghini y de Aira.

De un texto de Borges provienen —como casi todo— estos apuntes. 

 

II.

“Si no me equivoco —leemos en ‘Kafka y sus precursores’—, las heterogéneas piezas que he enumerado (Zenon, Han Yu, Kierkegaard, Browning, Bloy, Dunsan) se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de estos textos está la idiosincrasia de Kafka, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. [...] Cada escritor crea a su precursor. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar la del futuro”.

En 1973 se publicó en Buenos Aires Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini. El libro, en desmedro de la intensidad poética que lo recorría, llevaba incrustado un relato hiperrealista —“El niño proletario”— que había sido escrito en 1969 y oscureció al resto del volumen (claramente superior) y que después, con el paso de los años, se hizo lugar común y vulgata. De hecho, parece que hay alumnos que terminan la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires sin haber leído otro texto de Lamborghini que “El niño proletario”. Lo cual es llamativo, porque se trata del texto menos lamborghiniano que firmó Osvaldo Lamborghini. Pero no es tan grave: me dicen que en la Universidad pasan cosas peores.

Volviendo a “El niño proletario”, leamos un fragmento:

“Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.

“Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban. Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le tiró encima primero [...] Él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! Y prolongó el tajo natural [...] Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de la alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies [...] Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos sin todavía el prístino argénteo fin de muerte”.

La violencia contra un niño relatada sin escrúpulos, la violencia glacial y obscena detallada hasta la lujuria impactaron en aquel 1973 cuando Sebregondi retrocede se publicó (y, por lo que se ve, siguen impactando, al menos en la Universidad). Lo notable es que la cuestión distaba de ser nueva. Sin abundar en otros antecedentes, en junio de 1960 la revista Ficción había publicado el cuento “La fiesta de los enanos”, de Wilcock, que posteriormente se incluyó en El caos. Así como en el relato de Lamborghini tres niños burgueses torturaban y mataban a un niño proletario, en el de Wilcock dos enanos torturaban y mataban a un niño de estatura normal:

“El enano procedió a arrancarle el pijama y la camiseta, con la ayuda del cuchillo de caza; luego, para probar la temperatura, le trazó una raya sobre el pecho con el soldador, desde la garganta hasta el ombligo. Al oír el grito prolongado del muchacho, entró Alfio [...]. Apenas vio el soldador [...] trató de apoderarse del aparato eléctrico. Présule no quería dárselo; tanto insistió y tironeó sin embargo su compañero, que finalmente le concedió permiso para que también él hiciera un dibujo sobre el vientre de Raúl. Con una sonrisa angelical en los labios, Alfio trazó sobre la piel tersa y morena una carita provista de ojos, nariz, boca y orejas. Cuando terminó, el muchacho se había desmayado. [...] Présule tuvo que reanimarlo vertiéndole el frasco de cola líquida en la cara; luego le hizo beber un sorbo de la botella de aguarrás, para disolverle la cola que eventualmente le hubiera entrado en la boca. Atado de pies y manos, Raúl se sacudía espasmódicamente, mientras el otro enano, armado de un punzón, se esforzaba por extraerle el menisco de la rodilla derecha; aunque todos sus esfuerzos en ese sentido habrían sido vanos si Présule no lo hubiera ayudado con el cuchillo de caza. No sabiendo que hacer con el menisco ensangrentado, se lo metieron a Raúl en la boca, para que no gritara tanto”.

No nos interesa investigar si Lamborghini tuvo o no acceso a aquel ejemplar de la revista Ficción donde, en 1960, se publicó “La fiesta de los enanos”. Nos interesa pensar que podríamos verlo como un antecedente. O un precursor.

 

III.

Tampoco es importante indagar (aunque lo hemos hecho, con resultado negativo) si Aira había leído El templo etrusco, publicado en 1972, en italiano, cuando, en 1991, escribió La costurera y el viento (la edición en castellano de la novela de Wilcock es de 2004, de manera tal que en este caso no hay nada que indagar). Pero tal vez aporte algo recordar el camión en el que se abisma Delia en La costurera y el viento y compararlo con el aljibe que se encuentra en el patio de la zapatería de El templo etrusco.

Leemos en Aira:

“Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante [...] Se acordó de sacar los pies del asiento. Pero tuvo que volver a ponerlos en él, más aún: pararse sobre el asiento para acceder a los aposentos del camionero. Sabía [...] que la entrada estaba por encima del respaldo, y allí se asomó a mirar: Había un doble biombo horizontal que cortaba dos veces una luz dorada [...] Se metió, las piernas primero. Al descolgarse cayó más de lo que esperaba. Se deslizó por uno de esos biombos, que se inclinaba por estar pegado a la pared trasera de la cabina con bisagras. Se vio en ese dormitorio rutero del que tanto había oído hablar. Había dos camas muy cerca una de la otra, las dos sin hacer, el desorden y la suciedad eran indescriptibles: revistas de historietas, ropa, aves disecadas, cuchillos, zapatos... Una velita encendida sobre la cómoda alumbraba el tugurio. [...] Salió por una de las dos puertas, al azar, y atravesó un cuarto de trastos que no miró, rumbo a otra puerta, al otro lado de la cual había un saloncito con sillones de cuero. [...] El salón tenía cuatro puertas, una a cada lado. Todas estaban abiertas. Echó una mirada por la más oscura, que daba a un pasillo, y luego a la siguiente: una oficina, con un gran escritorio de tapa, donde se repetía el desorden y la suciedad del dormitorio. Se metió por ahí, salió por la puerta del otro lado y se encontró en un vestíbulo con sillas”.

Leemos en el precursor:

“El capataz miró a su alrededor: no había ninguna puerta o escotilla. Al salir de nuevo al patio, advirtió que en el centro había un aljibe. Apenas lo vio, Atanassim comprendió que la vía de acceso — siempre y cuando allí existiera un sótano debía de estar dentro de ese aljibe [...] La entrada debía de encontrarse en el fondo del pozo, o bien en uno de los lados. Sin pensarlo dos veces, se trepó al aljibe y comenzó a descender [...] De pronto Atanassim apoyó el pie sobre el ladrillo flojo, trastabilló y habría caído si no se hubiese aferrado a ciegas a una especie de manija oxidada que se dobló rechinando bajo el peso de su cuerpo Era la manija de una puertita de metal, escondida en la pared del pozo. Atanassim permaneció un instante suspendido en el vacío [...] Luego la puerta cedió y el capataz cayó de costado en la oscuridad total de un túnel abierto en la tosca del subsuelo. [...] Avanzó por el túnel, húmedo y sofocante, apenas iluminado por unos pocos rayos de luz tenue que se colaban a través de las hendijas de unas puertas de madera. Estas puertas, casi todas cerradas, se alineaban a intervalos regulares a la derecha del túnel y daban a otros tanto cuartitos todos iguales y todos al parecer vacíos.

“En cierto momento, sin embargo, el espeleólogo divisó en uno de esos cubículos a un viejo hundido en un sillón cubierto de telarañas. [...] Dos puertas más adelante, en otro cuartito, se toparon con una joven sentada delante de una mesita. La muchacha les hizo señas de que entraran. No era fea, o no lo habría sido si una enorme nariz ganchuda como el pico de un buitre no le hubiera alterado bastante la armonía de sus proporcionadas facciones”.

 

IV.

En el caso de Lamborghini, el antecedente común es más difuso, aunque seguramente hay muchos. En el caso de Aira parece inevitable pensar en la concepción de los espacios de Kafka, espacios siempre desplegables infinitamente, percepción que también puede rastrearse en Levrero.

Lo cual ya sería demasiado para estos meros apuntes. Baste, para terminar, repetir a Borges: Aira y Lamborghini no necesariamente se parecen (y en su frondosa correspondencia jamás mencionaron a Wilcock). Pero en algunos textos de uno y otro creo percibir la idiosincrasia del autor de “La fiesta de los enanos” y “El templo etrusco”. En cualquier caso, sobre Wilcock está escribiendo, o escribirá pronto, sin dudas con mejor erudición y concepto, Ernesto Montequin. Solo cabe esperar.

 

En Mancilla, n. 9, año 3, noviembre de 2014, Buenos Aires, pp. 74-77.




lunes, junio 09, 2025

Golosina Caníbal presenta... (tapas n.° 11 al 19)

Estas son las tapas de los números 11 al 19 de Golosina Caníbal presenta..., un fanzine analógico, impreso y finito que nació en 2020. Pueden ver las tapas de los primeros números y saber más sobre la publicación en este posteo anterior

Entre los números 11 y 19 me di el gusto de publicar: 


Un ensayo sobre Katherine Dreier y su viaje a Buenos Aires en 1919, escrito por Lucas Mertehikian (n.° 11);
 
"Las viudas de Cristo", estampas devotas y sensuales que escribió Ana Regina e ilustró Marina Conde De Boeck (n.° 12); 

una exhumación que rastrea el origen del epígrafe de Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca (n.° 13); 

una breve antología de relatos góticos de puño y letra de Héctor Lastra, autor de La boca de la ballena (n.° 14); 

un gran ensayo de Mariano Vespa sobre Fogwill como autor de los chistes Bazooka (n.° 15);

la traducción de un relato no recopilado de J. D. Salinger en manos de noescanon (n.° 16); 

un texto inolvidable de Ramón Alcalde sobre Los reportajes de Félix Chaneton, de Carlos Correas, ilustrado por Javier Fernández Paupy (n.° 17); 

la presentación de vida, obra y milagros de Rachilde, la reina francesa de los decadentes decimonónicos, realizada por Juan José Burzi (n.° 18); 

y una narración olvidada de Oscar del Barco y el consiguiente ensayo de Manuel Moyano Palacio sobre los 70 en Córdoba y el malditismo (n.° 19).
 

Si a algún internauta le interesa un ejemplar del fanzine, me pueden escribir a través de Instagram, Facebook (de X me fui por cansancio y nihilismo) o por el viejo y querido mail: golosinacanibalblog@gmail.com 

Gracias por el interés y la lectura.











domingo, junio 01, 2025

Ramón y la escritura inconclusa (León Rozitchner)

Durante años busqué este libro. Llegué al punto de sospechar que no existía, que había sido fraguado para pescar lectores incautos, que había sido una boutade de Charlie Feiling o un pillacuriosos de los últimos sobrevivientes de la generación Contorno. 

Para colmo, hace unos meses se me dio por hacer un Golosina Caníbal presenta... con el extraordinario ensayo que Ramón Alcalde publicó en la revista Sitio sobre la novela de Correas, Los reportajes de Félix Chaneton

Sin embargo, un día, como por arte de milagros, apareció Estudios críticos de poética y política. Si no me creen adjunto tapa (alguna circulaba en la web, y yo creí que era un vil anzuelo) y, todavía más importante, ¡el índice! (pueden chequearlo al final del posteo). 

Lo que exhumo es una semblanza, un recuerdo de Alcalde que con lucidez y prosa de amigo le dedica León Rozitchner en las primeras páginas del libro. ¡Que lo disfruten! ¡Y a seguir disfrutando de la erudición, la perspicacia y el don de la palabra de Alcalde!

 

Ramón y la escritura inconclusa (León Rozitchner) 

Ramón y la Palabra. Todavía lo imagino escribiendo —anhelo postergado— una gramática griega. Era un contemporáneo antiguo. Dialogaba con los hombres del pasado en latín y en griego, y en francés, alemán e inglés con los más cercanos. Traducía para sentir quizás la extraña alquimia de transmutar en lengua materna las palabras distantes. Quería, tal vez, al evocarlas, suscitar sus resonancias misteriosas: acercarse, pienso, a lo indecible para hacer aparecer su reflejo en el cristal mágico de las equivalencias sonoras, de las palabras que, ajenas, cobran vida en las propias. 

Tenía el tiempo de los artesanos morosos de otros tiempos, sostenido por una fidelidad empecinada y solitaria. Pensaba, cuando lo veía caviloso en la tarea, que trabajaba para reverdecer el lugar secreto donde el misterio de la creación del sentido —¿del mundo?— se le revelara: “lograr lo nuevo en lo repetido”. Quería alcanzar la resonancia de lo antiguo en el presente, habilitando un espacio que arrastraba los desvelos de la cultura clásica, en la cual, abandonados del mundo verdadero, también vivíamos desde esta geografía distante: para hacer habitable nuevamente un lugar de olvido. 

Pero algo más que esto: quería encontrar en esta geografía abandonada por los dioses la clave de una cultura cuyo planteo fundador perdimos. Primero había que escuchar las voces del pasado, en su lengua originaria, para alcanzar a develarla. Pero había siempre un más allá de las palabras que se entreabría desde ellas: como si hubiera que agotar su lógica secreta para descubrir el lugar donde el sentido originario se engendraba. No es extraño entonces que se interesara en comprender el “caso Schreber”, ventana abierta por entremedio de las lenguas sobre fulgurantes espacios imaginarios que sólo la ruptura loca abre, allí donde lo femenino y lo masculino se entrecruzan libremente: descubrir el misterio del engendramiento y de la mujer-madre, su lógica escondida que dijera por fin la Palabra verdadera, que fundiera las palabras habituales y gastadas e inaugurara una fidelidad nueva para lo indecible —ese indecible que sus poemas rozan. 

La palabra con-sagrada, la palabra sacra. Ramón místico. De allí nuestro respeto distante y —de algún modo— nuestro acercamiento devoto, como quien se aproxima a alguien que estuviera, artesano del misterio, tallando lo todavía incomunicable. Ramón tenía, a su manera, un camino — una verdad y una luz— pero secreto, que sabíamos era sólo para él, no para nosotros que elegimos —fuimos elegidos— para transitar otros. Ramón, el más lúcido, irradiaba ese efecto de quien está próximo a un saber más completo y más difícil, distinto del nuestro (más modesto y bárbaro, de algún modo bastardo y orillero), que él había comenzado en otra clave, inaccesibles para un judío como yo, y que se inició quizás en su sacerdocio frustrado y renegado en los claustros jesuitas de San Miguel —seguramente desde mucho antes. Ahora pienso: en clave definitivamente cristiana. 

Ramón era un santo irascible y tierno, sensual y puro, ascético y avaro consigo mismo casi siempre, colérico y arbitrario, alguien odiable y entrañablemente amado. Juro que a veces quise odiarlo como odiamos a quien nos cierra la entrada a su lugar secreto y más guardado, a su enigma inalcanzable, pero no podía. Nos entendíamos mucho a veces, en otras nada. Ramón incógnito. Sus miserias tenían un halo de justicia y de sagrado que las nuestras, ateas, no alcanzaban. Alguien, por suerte un amigo, que merece el respeto distante, y al mismo tiempo más secreto, más tierno y comprensivo. Ramón un altivo entre tanta cerviz gacha. Pero también Ramón el tierno. Ramón enseñándonos, casi adolescentes, melopeas en latín que cantábamos en grupo, para participamos en su propia lengua la emoción sagrada de los penitentes. Del penitente que había sido y que —creemos— seguía siendo. Esos cantos que trato de evocar y que se me confunden con otros que mi madre cuando niño me cantaba en otra lengua antigua. Gaudeamus igitur... entonábamos a coro, allá en las playas de Claromecó que él había descubierto, hace muchos años. 

¿Esperaba la palabra salvadora, la revelación que resolviera el enigma? ¿Querría escuchar de nuevo la resonancia de las palabras del alba, la inicial del idioma originario, desandando el camino de la Torre de Babel donde la lengua primera, la materna, se había perdido disuelta entre otras múltiples? ¿Encontrar quizá la clave de sus sueños en la clave de las lenguas? ¿La buscaba, acaso, en los meandros astutos que la retórica había trabajado para que sea dicha de la mejor manera, la más sabia? Para los que hablamos y escribimos de oído estamos aún en la inocencia, y como a inocentes nos escuchaba y nos leía Ramón con benevolencia. A su lado uno aparecía como un osado irresponsable, inconsciente y atrevido. Era un alterego: un Alter muy próximo y muy alto. Y pienso: todo lo que escribo y digo está de alguna manera signado por su mirada. Ramón persecutorio. Pero del bueno: interlocutor severo, el censor que pudiendo decir todo no se animaba a hacerlo hasta estar seguro de lo que diría sin halagamos o herimos. Por eso cuando nos confesaba, inesperadamente, el valor de algo que uno había escrito o hecho, era como si el Maestro en la Verdad nos respaldara: como si nos habilitara a seguir pensando o escribiendo. 

Entre sus manuscritos debía haber —y alguien habrá de encontrarlos— un libro repleto de poemas, una gramática griega inconclusa, una novela sobre sus ejercicios sacerdotales en San Miguel, un Nuevo (post)-Testamento, y una carta de amor nunca enviada. Una vida que hubiera requerido otra vida, como la eternidad que, cuando creyente, lo había tentado. 

Ramón es el intelectual atento y vivo, y al mismo tiempo actor y espectador sensible de su tiempo. Seminarista de los jesuitas en San Miguel, abandonó y se inscribió en la Facultad de Letras, rebelde y crítico de la Iglesia, un “culto” clásico en el ambiente de izquierda al que llega con todo su fervor casi adolescente, esa cierta candidez que traía junto a una comprensión astuta y respetuosa hacia la izquierda popular, barrial y callejera. Un greco-romano altivo en el suburbio cultural porteño. Calzaba alpargatas con una distinción que su sencillez acentuaba, con ese tinte monacal que siempre caracterizó su vida. Por eso era una fiesta verlo a veces, de saco y corbata, en traje azul de gala: verlo pasar, súbitamente, de Ramón “pobre” a Ramón “rico”. Profesor primero en la Universidad de Rosario, formábamos parte de Contorno con los Viñas. Enfrenta a Frondizi en la sede “intransigente” de la calle Riobamba, antes de que llegara a presidente, donde fuimos juntos a enrostrarle su “desvío”. Fue luego ministro de Educación en la Provincia de Santa Fe hasta que renuncia frustrado por la política radical. Fundador del Movimiento de Liberación Nacional (Malena para los amigos) entra en la militancia política de izquierda. Vive durante años, sin acceso a la universidad en los gobiernos militares, editando él solo, con su mujer, China Ludmer, reseñas bibliográficas de psicología y psicoanálisis por suscripción. Recuerdo la viñeta, viejo motivo simbólico: una antigua serpiente que se come a sí misma la cola. 

Y al final, lo más sorprendente: su cercanía callada y secreta con León Bloy, como si León Bloy fuera su propio y verdadero alterego, no ninguno de nosotros, sino ese otro que, saliendo de lo mismo en que él estaba, hubiera iniciado el camino de una reconciliación a la que Ramón apuntó siempre —y nosotros sin saber qué se preguntaba en sus silencios hechos de comprensión y de distancia enigmática y callada. Ramón absconditus, como el Dios que buscaba o del que huía, como él lo hubiera dicho de sí mismo. Ramón hablaba con nosotros hasta cierto punto —nos damos cuenta recién ahora pero dialogaba y hablaba de lo más doloroso, en secreto, con Bloy el profeta. 

¿Qué interrogaba Ramón desde su soledad, su desdicha y sus amores, gozo secreto y sufrimiento estoico, cuando escribe y se sigue preguntando desde el más desgarrado de los cristianos, desde León Bloy el converso, sobre el enigma de los judíos que se resistían a la solución cristiana? ¿Qué seguía elaborando desde su propia cifra que había quedado pendiente, él, el más encarnizado contra esa Iglesia católica que había desvirtuado una verdad que León Bloy elabora pensando en la tozudez judía, en la Palabra cuya encarnación niegan en Cristo? Quiero saberlo y lo interrogo nuevamente en ese texto, como un diálogo inconcluso que sin declinar sus premisas obscuras recién ahora creo que entiendo. Lo pienso y evoco escribiendo en los años de soledad, resistente del poder militar, él, que había vivido otras desolaciones y desengaños. Ramón tenía la entereza estoica de los empecinados que no se mueven de su sitio porque simplemente, pese a la amenaza, no les da la gana de moverse. 

Eso enigmático, quedó para mí sin respuesta, y es lo que al evocarlo cuando lo leo, o teniendo su foto frente a mí (esa que le tomé en 1983 cuando lo visité, de paso por Buenos Aires, luego que el Proceso militar y el exilio nos distanciara por ocho años). Si sus amigos y alumnos vuelven a editar sus trabajos es porque nos proponemos seguir interrogándonos sobre su permanencia indeleble en nosotros, y su enigma: quién es Ramón, el siempre vivo, cuya marca, como la de Caín —la Caína de su poema— nos sigue interrogando. Alguien, un compañero, un semejante, un amigo muerto con el cual seguimos, en silencio, dialogando.

 

En Alcalde, Ramón (1996). Estudios críticos de poética y política, Buenos Aires, Conjetural-Ediciones Sitio, pp. 11-16. 

 




 

 

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