Este artículo publicado por Ricardo Strafacce en la revista Mancilla fue una de las razones por las que me asomé a la obra de J. R. Wilcock. Creo incluso haberlo dejado asentado en estas razones para leer El caos. Me debía esta exhumación. ¡Ojalá les guste tanto como a mí!
Wilcock, el precursor (Ricardo Strafacce)
I.
Curioso destino el de Juan Rodolfo Wilcock. De cenar varias veces por semana con Borges en la casa de Bioy Casares y codearse con la corte que rondaba a las hermanas Ocampo a partir a Italia, protagonizar una película de Pasolini, tomar la decisión de escribir en italiano (la lengua de su madre), hacerse novelista y, misteriosamente, convertirse en precursor de Aira y Lamborghini.
Era de algún modo borgeana la relación de Wilcock con
el castellano. Según se cuenta en el magnífico dossier que Guillermo Osvaldo
Piro, D. G. Helder y Ernesto Montequin publicaron en el n.° 35 del Diario de
Poesía, hijo de padre inglés y madre italiana, Wilcock nació en Argentina
pero recién aprendió el castellano alrededor de los seis años, cuando la
familia se trasladó a Londres. No fue esa la única extravagancia de la que
cuenta este dossier: ya en Buenos Aires, integrado al grupo áulico de la
revista Sur, “asiste a tertulias literarias que interrumpe simulando
ataques de epilepsia, provocando pequeños incendios de mobiliario, etc”. Singularmente
paranoico — anotan Piro, D. G. Helder y Montequin—, temía ser envenenado, a tal
punto que en una oportunidad concurrió a una cena de la SADE llevando su propia
comida. En 1957 partió a Italia para ya no regresar.
Ya estaba en Italia cuando empezaron a publicarse en
distintas revistas los relatos que posteriormente se integrarían en El caos,
su primer libro de relatos (hasta entonces sólo había publicado poesía),
escrito originalmente en castellano. El dato es importante porque una vez
establecido en Italia escribió, en italiano, una obra extraordinaria. Además de
libros inclasificables como Hechos inquietantes (1960), La sinagogade los iconoclastas (1972), El estereoscopio de los solitarios
(1972) y El libro de los monstruos (1978), publicó cuatro novelas que
aún hoy siguen sorprendiendo: Los dos indios alegres (1973), El templo
etrusco (1973), El ingeniero (1975) y, en colaboración con Francesco
Fantasía y ya póstumamente, La boda de Hitler y María Antonieta en el
infierno (1985).
Toda esta obra era desconocida en castellano hasta
entrada la década del 90, a excepción de la traducción de La sinagoga de los
iconoclastas que Joaquín Jordá hizo para la editorial Anagrama en 1982. Ya
en el fin de esa década y los primeros años de la del 2000, las excelentes
traducciones que Ernesto Montequin y Guillermo Piro hicieron para Sudamericana
permitieron que en la Argentina se conociera a un escritor al que casi nadie,
hasta entonces, le había prestado atención. Wilcock se había ido del país como
un poeta neoclásico que escribía en castellano. Cuarenta años después, la
traducción de sus libros y su edición y difusión, nos lo devolvían como un
vanguardista revulsivo, originalísimo, absolutamente genial. Un precursor, como
se adelantó, de Lamborghini y de Aira.
De un texto de Borges provienen —como casi todo— estos
apuntes.
II.
“Si no me equivoco —leemos en ‘Kafka y sus precursores’—,
las heterogéneas piezas que he enumerado (Zenon, Han Yu, Kierkegaard, Browning,
Bloy, Dunsan) se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre
sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de estos textos está
la idiosincrasia de Kafka, pero si Kafka no hubiera escrito, no la
percibiríamos; vale decir, no existiría. [...] Cada escritor crea a su
precursor. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de
modificar la del futuro”.
En 1973 se publicó en Buenos Aires Sebregondi
retrocede, de Osvaldo Lamborghini. El libro, en desmedro de la intensidad
poética que lo recorría, llevaba incrustado un relato hiperrealista —“El niño
proletario”— que había sido escrito en 1969 y oscureció al resto del volumen
(claramente superior) y que después, con el paso de los años, se hizo lugar
común y vulgata. De hecho, parece que hay alumnos que terminan la carrera de
Letras en la Universidad de Buenos Aires sin haber leído otro texto de
Lamborghini que “El niño proletario”. Lo cual es llamativo, porque se trata del
texto menos lamborghiniano que firmó Osvaldo Lamborghini. Pero no es tan grave:
me dicen que en la Universidad pasan cosas peores.
Volviendo a “El niño proletario”, leamos un fragmento:
“Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
“Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban. Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le tiró encima primero [...] Él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! Y prolongó el tajo natural [...] Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de la alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies [...] Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulos falanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el cuello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos sin todavía el prístino argénteo fin de muerte”.
La violencia contra un niño relatada sin escrúpulos,
la violencia glacial y obscena detallada hasta la lujuria impactaron en aquel
1973 cuando Sebregondi retrocede se publicó (y, por lo que se ve, siguen
impactando, al menos en la Universidad). Lo notable es que la cuestión distaba
de ser nueva. Sin abundar en otros antecedentes, en junio de 1960 la revista Ficción
había publicado el cuento “La fiesta de los enanos”, de Wilcock, que
posteriormente se incluyó en El caos. Así como en el relato de
Lamborghini tres niños burgueses torturaban y mataban a un niño proletario, en
el de Wilcock dos enanos torturaban y mataban a un niño de estatura normal:
“El enano procedió a arrancarle el pijama y la camiseta, con la ayuda del cuchillo de caza; luego, para probar la temperatura, le trazó una raya sobre el pecho con el soldador, desde la garganta hasta el ombligo. Al oír el grito prolongado del muchacho, entró Alfio [...]. Apenas vio el soldador [...] trató de apoderarse del aparato eléctrico. Présule no quería dárselo; tanto insistió y tironeó sin embargo su compañero, que finalmente le concedió permiso para que también él hiciera un dibujo sobre el vientre de Raúl. Con una sonrisa angelical en los labios, Alfio trazó sobre la piel tersa y morena una carita provista de ojos, nariz, boca y orejas. Cuando terminó, el muchacho se había desmayado. [...] Présule tuvo que reanimarlo vertiéndole el frasco de cola líquida en la cara; luego le hizo beber un sorbo de la botella de aguarrás, para disolverle la cola que eventualmente le hubiera entrado en la boca. Atado de pies y manos, Raúl se sacudía espasmódicamente, mientras el otro enano, armado de un punzón, se esforzaba por extraerle el menisco de la rodilla derecha; aunque todos sus esfuerzos en ese sentido habrían sido vanos si Présule no lo hubiera ayudado con el cuchillo de caza. No sabiendo que hacer con el menisco ensangrentado, se lo metieron a Raúl en la boca, para que no gritara tanto”.
No nos interesa investigar si Lamborghini tuvo o no
acceso a aquel ejemplar de la revista Ficción donde, en 1960, se publicó
“La fiesta de los enanos”. Nos interesa pensar que podríamos verlo como un
antecedente. O un precursor.
III.
Tampoco es importante indagar (aunque lo hemos hecho,
con resultado negativo) si Aira había leído El templo etrusco, publicado
en 1972, en italiano, cuando, en 1991, escribió La costurera y el viento
(la edición en castellano de la novela de Wilcock es de 2004, de manera tal que
en este caso no hay nada que indagar). Pero tal vez aporte algo recordar el
camión en el que se abisma Delia en La costurera y el viento y
compararlo con el aljibe que se encuentra en el patio de la zapatería de El
templo etrusco.
Leemos en Aira:
“Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante [...] Se acordó de sacar los pies del asiento. Pero tuvo que volver a ponerlos en él, más aún: pararse sobre el asiento para acceder a los aposentos del camionero. Sabía [...] que la entrada estaba por encima del respaldo, y allí se asomó a mirar: Había un doble biombo horizontal que cortaba dos veces una luz dorada [...] Se metió, las piernas primero. Al descolgarse cayó más de lo que esperaba. Se deslizó por uno de esos biombos, que se inclinaba por estar pegado a la pared trasera de la cabina con bisagras. Se vio en ese dormitorio rutero del que tanto había oído hablar. Había dos camas muy cerca una de la otra, las dos sin hacer, el desorden y la suciedad eran indescriptibles: revistas de historietas, ropa, aves disecadas, cuchillos, zapatos... Una velita encendida sobre la cómoda alumbraba el tugurio. [...] Salió por una de las dos puertas, al azar, y atravesó un cuarto de trastos que no miró, rumbo a otra puerta, al otro lado de la cual había un saloncito con sillones de cuero. [...] El salón tenía cuatro puertas, una a cada lado. Todas estaban abiertas. Echó una mirada por la más oscura, que daba a un pasillo, y luego a la siguiente: una oficina, con un gran escritorio de tapa, donde se repetía el desorden y la suciedad del dormitorio. Se metió por ahí, salió por la puerta del otro lado y se encontró en un vestíbulo con sillas”.
Leemos en el precursor:
“El capataz miró a su alrededor: no había ninguna puerta o escotilla. Al salir de nuevo al patio, advirtió que en el centro había un aljibe. Apenas lo vio, Atanassim comprendió que la vía de acceso — siempre y cuando allí existiera un sótano debía de estar dentro de ese aljibe [...] La entrada debía de encontrarse en el fondo del pozo, o bien en uno de los lados. Sin pensarlo dos veces, se trepó al aljibe y comenzó a descender [...] De pronto Atanassim apoyó el pie sobre el ladrillo flojo, trastabilló y habría caído si no se hubiese aferrado a ciegas a una especie de manija oxidada que se dobló rechinando bajo el peso de su cuerpo Era la manija de una puertita de metal, escondida en la pared del pozo. Atanassim permaneció un instante suspendido en el vacío [...] Luego la puerta cedió y el capataz cayó de costado en la oscuridad total de un túnel abierto en la tosca del subsuelo. [...] Avanzó por el túnel, húmedo y sofocante, apenas iluminado por unos pocos rayos de luz tenue que se colaban a través de las hendijas de unas puertas de madera. Estas puertas, casi todas cerradas, se alineaban a intervalos regulares a la derecha del túnel y daban a otros tanto cuartitos todos iguales y todos al parecer vacíos.
“En cierto momento, sin embargo, el espeleólogo divisó en uno de esos cubículos a un viejo hundido en un sillón cubierto de telarañas. [...] Dos puertas más adelante, en otro cuartito, se toparon con una joven sentada delante de una mesita. La muchacha les hizo señas de que entraran. No era fea, o no lo habría sido si una enorme nariz ganchuda como el pico de un buitre no le hubiera alterado bastante la armonía de sus proporcionadas facciones”.
IV.
En el caso de Lamborghini, el antecedente común es más
difuso, aunque seguramente hay muchos. En el caso de Aira parece inevitable
pensar en la concepción de los espacios de Kafka, espacios siempre desplegables
infinitamente, percepción que también puede rastrearse en Levrero.
Lo cual ya sería demasiado para estos meros apuntes.
Baste, para terminar, repetir a Borges: Aira y Lamborghini no necesariamente se
parecen (y en su frondosa correspondencia jamás mencionaron a Wilcock). Pero en
algunos textos de uno y otro creo percibir la idiosincrasia del autor de “La
fiesta de los enanos” y “El templo etrusco”. En cualquier caso, sobre Wilcock
está escribiendo, o escribirá pronto, sin dudas con mejor erudición y concepto,
Ernesto Montequin. Solo cabe esperar.
En Mancilla, n. 9, año 3, noviembre de 2014, Buenos Aires, pp. 74-77.