La inmortalidad siempre fue una fantasía y un sueño humano. Es una de las características que, en las mitologías clásicas y en muchas religiones, nos separan de los dioses. Fue una de las grandes quimeras de la ciencia ficción por décadas. Somos mortales (Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Sócrates es mortal). En la década de los 70, particularmente en los Estados Unidos, se disparó a través de la criogenia una moda que haría realidad aquel cuentito sobre el congelamiento de Walt Disney, con el que muchos fantaseamos durante la infancia. Esta vez, las puertas de la eternidad no las abría la magia, la fe o la imaginación: lo hacía la ciencia.
El disparador fue un libro llamado Perspectivas de la Inmortalidad, publicado en 1964 por Robert Ettinger. Los procedimientos que diez años después llevarían al primer grupo de personas literalmente al freezer consistían en el congelamiento del cerebro para una futura, aunque no certera, reanimación, manteniendo la personalidad, la memoria, la identidad, pero no, desde ya, la conciencia, intactas. A esto se lo llamó inmortalidad.
¿Puede haber inmortalidad sin conciencia, quiero decir, sin continuidad de conciencia? ¿”Matar la muerte”, negarla, es realmente eso? Por momentos pienso que, en realidad, lo único que se hace es retrasar un proceso natural e inevitable, pienso que todo este acontecimiento lo único que deja es cuerpos olvidados en congeladores a la vera del tiempo. A veces, cuando escucho gente que al hablar del golpe del 76 opina que hay que dejar de dar vueltas en el pasado y pensar en el futuro, o utiliza argumentos similares, pienso que con la memoria alrededor de la última dictadura militar pasó algo parecido.
In crescendo los últimos años, y en particular este último marzo a raíz del 30º aniversario del 24 de marzo de 1976 parece haber habido, sin embargo, un despertar al respecto. Los medios se despabilan: hay que preparar notas, armar dossieres, grabar documentales, producir programas especiales, pensar números adecuados para la ocasión. Se va a producir un acontecimiento novedoso: recordar. Tanto circo mediático nos obliga también a nosotros a despertarnos, pero para formularnos otra pregunta: ¿a quién vamos a dejar que nos cuente la historia? Como mis hermanos y la mayoría de mis amigos y compañeros, nací y crecí en tiempos de democracia. Personalmente, conocí sobre la última dictadura un deliberado silencio y la moraleja de una valoración preciosa, casi inargumentable, de la democracia, más allá de todos sus vicios y defectos. Inargumentable, digo, pero no porque no se pudiera argumentar en su favor sino porque los argumentos reales no eran ni parecían ser expresables en palabras. Por lo menos hasta los últimos años de la secundaria y los primeros de la carrera, conocí la dictadura desde su oscuridad.
La primera narración viva que escuché al respecto fue la de una profesora de matemática que a raíz de un acto protocolar de la secundaria, eligió hablar en su discurso sobre la llamada “Noche de los Lápices”. Esa mañana, no hubo clase de matemática; terminado el acto la historia prosiguió en el aula, más detallada y con lágrimas en los ojos. Nunca antes había escuchado a alguien contar un hecho histórico con lágrimas en los ojos.
Posteriormente comprendí aquello de Stephen Crane, un autor y periodista norteamericano de finales del siglo XIX, que creía que detrás de toda historia pública existe una historia íntima y que debemos sospechar de las explicaciones que la sociedad frecuentemente se da a sí misma para seguir adelante.
Buscar la historia íntima, creo que este plan, si no es correcto, por lo menos es constructivo. Creo que el futuro no está en dejar de lado el pasado, en callarlo sino, por el contrario en dejarlo hablar, en escuchar y dialogar con esas historias vivas, íntimas, que tienen detrás. Esas historias están latentes en muchos de los que vivieron en esa época y a veces necesitan quebrar la voz y soltar las lágrimas para poder salir. Los que tuvimos la suerte de no padecer el Proceso, tenemos que descongelar esa memoria congelada, detenida en el tiempo a fuerza de desapariciones, torturas y silenciamientos. Quizá no descubramos la fórmula para la inmortalidad, pero al menos conseguiremos aprender de lo pasado. Y no cometer los mismos errores.
Emiliano, muy buena la nota. Este blog, sin dudas, ha crecido desde su llegada. Un abrazo memorioso.
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