jueves, septiembre 25, 2008

Todos somos Osvaldo Lamborghini (Entrega 1)

Ya que parece ser que el 2008 es el año de la resurrección crítico-literaria de Osvaldo Lamborghini, visto y considerando la reciente publicación de Y todo el resto es literatura (Interzona), compilación de artículos de crítica cultural y literaria sobre el autor de El fiord, y ante la inminente publicación de la monumental (en cantidad de páginas y en valor) biografía sobre OL escrita por Ricardo Strafacce (Mansalva), digo, teniendo en cuenta que todos y todas los que nos relaiconamos de alguna forma con la literatura argentina este año deberíamos ponernos la camiseta de "Todos somos Osvaldo Lamborghini", me propongo recuperar algunos artículos no muy frecuentados que creo pueden echar luz sobre la obra ilegible de este autor ¿maldito? o, al menos, desarmar un poco el halo mitificador (como una bella bendición) que varios acercamientos críticos de fines de los 80 a esta parte le han otorgado.

Este primer artículo escrito por el periodista y escritor cordobés Antonio Marimón (quien tiene ESA ¿novela? increíble y nunca reeditada: El antiguo alimento de los héroes (Puntosur, 1988)), fue publicado por la oh extinta revista Punto de Vista (nº 36, diciembre de 1989, págs. 30-32) con motivo de la publicación de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini. La reseña se propone desmenuzar el lugar mítico en el que El fiord se encontraba por esos años (yo creo que sigue allí intacto) a través de un recorrido por tres puntos esenciales desde la perspectiva de Marimón que producen cierta excitación en el campo cultural argentino porque se vinculan con características e inclinaciones propias de dicho campo (yo creo que algunas todavía persisten). Lean y después nos cuentan. Ah, y muy buena la idea de que El fiord es lo que sucede del lado de adentro en Casa tomada de Cortázar.


La seducción del gesto

Antonio Marimón

Pasados 20 años desde su primera edición, y 23 desde la fecha asentada por el autor en que empezaron a es­cribirse, las también veintitantas páginas que com­prenden El fiord[1] han de gozar de un impecable mérito: nun­ca se ha hablado tanto, en la literatura argentina, de un texto al mismo tiempo tan breve. El fenómeno creado alrededor de este verdadero objeto de culto, y del conjunto posterior de los textos de Osvaldo Lamborghini, se alimentó hasta ahora del secreto y de las pequeñas cofradías literarias; sin embargo, la aparición de Novelas y cuentos[2]; volumen que propone una reunión de materiales lamborghinianos éditos e inéditos, rea­vivó una lectura menos privada de dicho corpus. El problema que se delinea de ahí en adelante consiste en si el mito sopor­ta esta apertura, a lo cual se agrega el que sea interrogado por miradas no obligatoriamente exegéticas.

El presente articulo plantea los efectos de una relectura de El fiord en tanto piedra fundacional de esa mitología, y a par­tir de la premisa siguiente: creo que es, en clave metafórica, un relato sobre lo que ocurre en el lado de adentro —el lado silen­cioso— de Casa tomada. Es decir, si seguimos las interpreta­ciones más lineales del cuento de Cortázar, de su desarrollo se­ría indisoluble la cuestión peronista. Desde luego que el pero­nismo no es el "tema" de la narración, sino algo mucho más profundo; ahí donde están abolidos los indicios psicológicos y la narratividad realista, se lo encuentra en el corazón de la poética porque surge como uno de los principales constituyen­tes del habla que emplea la voz narrativa. Esta opera median­te indicios, acciones y sucesos de la memoria en los cuales la jerga de la actividad política no es sólo una circunstancia, ya que resulta esencial a su realización como discurso de un na­rrador, determinando sus metáforas y muchos de sus valores de enunciación: "Perdí toda mi tibieza centrista", "Patria o muerte: reaccioné con todo", "Su mirada era poesía, la revo­lución". Pero todavía resta considerar los pliegues y puntos de vista de esta voz, cuyo campo de referencias se desplaza des­de algunas pistas, como el haber pertenecido junto a Sebastián a la Guardia Restauradora o el recibir clases de marxismo de un suboficial "antes de la libertadora", a la yuxtaposición con­tradictoria de siglas; o bien desde la mención del congreso de Huerta Grande al uso de la designación "camarada", salida del campo marxista o comunista. Como sea, en los vaivenes del narrador se apunta un mundo, digamos, que tiene uno de sus bordes en un pasado en la derecha nacionalista y el otro bor­de en el peronismo de la resistencia con un sesgo insurreccio­nal: "Jamás seremos vandoristas", afirma uno de los coros, "La acción —romper— debe continuar".

Así, menos que en las unidades del relato es en el orden del discurso —del significante— que esta poética incluye como núcleo básico a la cultura del peronismo y algunos de sus de­bates en los años '60. Pero además, en el orden de las accio­nes el principal hecho dramático, o sea el levantamiento del narrador, el ideólogo Sebastián y las dos mujeres contra la au­toridad del Loco Rodríguez, bien puede ser interpretado como una prefiguración de las difíciles relaciones mantenidas por Montoneros con Perón. Vale decir, un proyecto de antropofa­gia de un liderazgo que en el caso de El fiord implica la inges­tión del sexo del jefe de esa comunidad ficcional: "Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió (Alcira Fafó) a ca­da uno un pedazo de porongo frito". Al jefe de dicho univer­so los insurrectos le trozan los miembros y comen su órgano viril, que antes penetraba con igual eficacia en mujeres como en hombres, lo dejan aniquilado, vacío de poder y, cerrando el relato con una paroxística fiesta de consignas políticas antagó­nicas, todos salen "en manifestación". Hoy se diría que es ca­si transparente el anticipo alegórico que el texto ejecuta res­pecta a la historia, claro que con un desenlace de ficción; es­to ratifica, empero, el intenso pliegue simbólico con el imagi­nario y la mitología del peronismo.

¿En qué medida ello incentiva una razón del mito que, a su vez, se articula en derredor del texto? Por lo pronto, vale re­cordar que la búsqueda vanguardista de una vinculación no es­pecular, no ingenua, entre el trabajo literario y el fuerte ascen­so de las luchas populares que vivió la sociedad en las '60 y '70, fue una marca de época. Sin duda. El fiord se correspon­de cabalmente con esta demanda de investigación en el len­guaje; y por otro lado, hay que considerar que existen más ras­gos que lo sitúan como un producto en cierta medida paradig­mático. Uno de ellos finca en la impronta experimental: la voz narrativa lamborghiniana, como dice en el ensayo-epílogo de aquella primera edición Germán García, se constituye desde "un lenguaje residual": esto es que además de la jerga políti­ca se halla elaborada por otros elementos no menos "impuros" desde el ángulo bien pensante, como son los que provienen de un uso actualizado del lunfardo, del habla popular para refe­rirse a la sexualidad y el erotismo, así como de los juegos lin­güísticos de la infancia o del consumo infantil de la historieta. Desde luego que todo eso produce un narrador paródico, no re­alista, cuyo plebeyismo embona con una materia narrativa en que a la alegoría de la destrucción del Loco se agrega un cons­tante intercambio de violencia entre los cuerpos, y un tono sur­gido de las particularidades del experimento donde la volun­tad de alterar también los usos habituales de la escritura cie­rra el círculo de manera visible.

Sin embargo, para que lo anterior posea eficacia —la efi­cacia secreta de El fiord— se debe considerar un tercer aspec­to no menos interesante: sus vínculos con el metalenguaje, o con el estado lábil que encarnaba entonces la teoría, no ya de la literatura sino en términos generales. De una parte el forma­lismo, la semiótica y los estudios basados en el modelo de la lingüística estructural habían concretado avances sustanciales en el estudio de la función poética y del análisis del discurso; a la vez, desde otras disciplinas, tales como la filosofía, la an­tropología o el psicoanálisis se habían extendido préstamos con los estudios del lenguaje, y múltiples escritores tentaron inscribir en sus organizaciones textuales la reflexión por la na­turaleza de las mismas. Esta recomposición de lo que pode­mos llamar espacio literario, produjo efectos en cuyo interior escribimos hoy; pero se traía de poner de relieve la influencia de uno de esos efectos: el de la nueva posición que encuentra el metalenguaje, en una palabra: la participación ganada por la teoría literaria y su contigüidad con otros saberes, ya no co­mo cosa a la sombra de los textos sino como factible textua­lidad también ella. La enorme energía contenida por dicha erosión de viejos límites experimentó en los '60 una vuelta de tuerca que me parece explícita en las siguientes frases de Roland Barthes: "Creo que en una sociedad de tipo capitalista co­mo la nuestra la teoría es, precisamente, el tipo de discurso progresista, que se ha vuelto posible y necesario (...) Estamos en el momento de la historia, de nuestra historia, que exige que todas nuestras fuerzas se apliquen en la negatividad. De allí la prioridad de la teoría sobre las obras. Puede imaginarse muy bien un período, por ejemplo el nuestro, en que se produzca teoría y no obras (...) esto es lo que marca nuestro decenio"[3]. Por si no bastara, conviene recordar que interrogado Sollers por la necesidad de "una teoría de la escritura para guiar la escritura". respondió: "Es absolutamente necesaria, pues sin ella se vuelve al empirismo más completo o al positivismo, va­le decir, que se recae en los residuos de la ideología dominan­te, no pensada, de la burguesía"[4].

Nace un registro que cabe denominar acaso militante, jaco­bino, donde los vasos comunicantes entre teoría y escritura li­teraria se hacen solidarios a la manera de un verdadero progra­ma de vanguardia, operación que, dentro de la práctica social comprendida por la producción de textos, ocupaba el espacio negador y desconstructor del enemigo histórico; desde lo es­pecífico, y no desde la representación especular —he ahí lo novedoso—, se proponía y se encontraba un lugar en un cam­po de batalla. Y el resto, decía Sollers, era "finalmente pre-freudiano, pre-marxista y pre-moderno". Como en Europa, creo que tal inflexión tuvo notable espacio en nuestra prácti­ca, o sea, en los márgenes vanguardistas de la Argentina du­rante la segunda mitad de los '60 y la primera de los '70, has­ta que el golpe de estado de l976 obligó a un corte. Con acen­tos múltiples que señalaban diversas estrategias, desplaza­mientos de saber y ejes de lectura, se convergía en apuntar ha­cia una investigación textual donde se solidarizaban teoría y poéticas, en que la primera era condición necesaria y explíci­ta de las segundas, tal cual lo requería con exceso Barthes, ob­jetivo potenciado como un paso homólogo a la convulsión en la sociedad. Por eso, no es casual que El fiord lleve un ensa­yo-epílogo de Germán García, no por discutible convención del editor si no porque fue elegido casi como necesidad; y tam­poco suena a casual, pese al distanciamiento posterior de su autor con Lamborghini, que ese trabajo se firmara con el seu­dónimo "Leopoldo Fernández": ocultar el nombre público, actitud enmascaradora que muchos adoptábamos en esos tiempos, difuminaba la figura teológica del autor, erosionaba la categoría de sujeto y liberaba con más vigor los "nombres de la negación", es decir, la materialidad simbólica de los sig­nos en el mundo material de las relaciones sociales. Claro que el asunto es más sutil que la yuxtaposición de un texto con otro donde se habla de él: la reunión dispuesta en El fiord indica, por un lado, que la escritura y su cobertura metalingüística eli­gieron y necesitaron marchar pegadas, pero además la volun­tad de instituir un sistema de préstamos con cieno plano de la teoría que Lamborghini dejó en evidencia en todos sus escri­tos.

Hemos visto, así, tres fuertes marcas de época: la política incorporada al significante, el gesto experimental y el comer­cio necesario con lo teórico. ¿Hacía falta más para dar origen a un fenómeno de fascinación? Ese plus lo aporto sin duda el mismo Lamborghini con su personalidad, legendaria si las hu­bo en el ambiente literario porteño de los últimos años. Aun­que por límites prácticos —no haberlo conocido— y por de­terminación del objeto, prefiero postergar esta última esfera. Luego, si no se habla desde el lugar de quienes fueron sedu­cidos, se impone una pregunta obvia: ¿despejando las citadas marcas queda algo que no sea "esta obstinada manera de Es­cribir Mal", como la designaba con mayúsculas Germán Gar­cía en su epílogo? ¿Por qué escribir mal debe leerse como otra cosa? Es evidente, de una parte, que corremos el riesgo de in­gresar a "una discusión acerca del Gusto"[5],pero también exis­te la oportunidad de que haya otras nada desestimantes refle­xiones. Barthes fue quien sostuvo a partir de la nueva crítica, que decididamente se angostaba la importancia para los jui­cios de valor sobre los textos; menos que una axiología se pro­ponen áreas de validez, menos que dictámenes, relaciones. Pero esta estupenda libertad también recibió al duende ideo­lógico: el mismo arsenal sirvió para referirse a Joyce o Borges que a Guyotat o Lamborghini. La intención de producir una escritura con acento deliberado, plegada a un campo de teorí­as —lacanismo, marxismo, estructuralismo, etc.—, observa­da varios años después ofrece aristas contradictorias: si en un sentido arrasaba con muchas herencias y revestía un deseo de cambio profundo ante las convenciones de la ley, en el plano de los textos es preciso preguntar si la comparación favorece a la vanguardia de los '60 respecto a las precedentes. Yo diría que no. Sobre todo observo una gran diferencia: que las van­guardias previas, aun en el canon transparente del "Papa" Bre­ton, no saturaron a las poéticas de mandatos teóricos; Los em­plearon con vocación de expandir la escritura, más sin progra­mar efectos metalingüísticos por imperio de necesidad; en fin, no acotaron la autonomía de su trabajo. Los efectos revolucio­narios ocurrieron, pero justamente a favor de su deseo autóno­mo, sin que se los ordenara, por esto, a mi entender, fueron re­volucionarios. Así piénsese en Borges, que al idealismo dia­léctico y a la teoría de la lectura los subsumió magistralmen­te en la "literatura fantástica"; o en Cortázar, cuyas morellia­nas potencian la fragmentación del relato y glosan el experi­mento del estilo, aunque no los aniquilan. Piénsese En la mas­médula, trabajo radical —el más radical que pueda imaginar­se— donde se violentan las unidades mínimas de la lengua, se expande la sonoridad fonética, surge un sistema de dicho mo­vimiento y, además, también hay desplegado un lirismo duro como el diamante. En el espinel opuesto, véase cómo Discé­polo recoge el lunfardo —y con él la violencia verbal de una ciudad que cambió su formación en 20 años— para combinar­lo con el habla cotidiana y con trallazos de la voz subjetiva.

"Siempre estará la necesidad necesaria de un acto por ca­da palabra", afirma el marqués de Sebregondi, enunciado que goza del favor de los lectores exegéticos de Lamborghini. Tal consigna pertenece también al espíritu de época: el acorta­miento de distancias entre acción y escritura, vida concreta y representación simbólica, nace de la vanguardia y me parece su mejor propuesta. Por ella no es ya posible la inocencia po­ética o el muelle refugio en la literatura como institución in­telectual: delante se dibuja una tensión utópica que llama des­de la acción, sea el Carnaval (el puro goce) o la historia (el cambio social). Fundir acción y escritura es el deseo, siempre diferido pero en cuyos bordes se trabajará sin pausas. Claro que sin desconocer, tampoco, la tensión utópica hablante en el texto: del balanceo entre esas tensiones, del diálogo de ambas, de su pugna y de la tarea a través de sus delgados límites se constituye la vitalidad de la literatura contemporánea. Lo que no me parece legible en El fiord es esta dialéctica: desarticu­lada efectivamente la literatura, ¿qué productividad le queda a la literatura, cuál espacio —que no se lee— a la intensidad poética, a la frotación riesgosa de violencia y belleza que ha­ce a los mejores textos límite? No; creo más bien que la jerga peronista, el habla popular, las agresiones corporales, la ale­goría con "la ortopédica sonrisa del Viejo Perón" y la clave de parodia, se acumulan a la manera de una arqueología de reta­zos con un efecto curioso. En conjunto e incluyendo como as­pecto básico su ruptura con el realismo, hacen un producto afín para combinar en un sentido amplio ciertas pasiones de nuestro campo intelectual: la fascinación por la cultura del po­pulismo, una simétrica (oximorónica, diría) fascinación por los aspectos fuertes y aun las ilusiones de los discursos teóri­cos, y un deseo de contestar al gastado modelo liberal de las décadas anteriores. Es en el interior de tal verosímil, tampo­co exento de pruebas de fuerza —de contradicciones— don­de crece el mito lamborghiniano; y curiosamente o no, sus exegetas de antes y de ahora comparten algunas costumbres: el uso de los textos de Lamborghini como prenda de solidari­dades grupales, y en ocasiones la formulación no de experien­cias sino de verdaderas órdenes de lectura, absolutas, autori­tarias, militantes.

Desde luego, todo proceso seductor es protagonizado — tanto por los que están adentro como por los que permanecen afuera— bajo una impronta en el fondo irreductible, y en las líneas que ahora finalizan lo que menos se intenta es conven­cer a nadie, sino proponer preguntas con algunas hipótesis de respuesta. Un desenlace ficcional de los argumentos sobre el mito puede imaginarse de varias maneras, pero siempre con el futuro. No obstante, previo al fin quisiera plantear una última hipótesis: si es por lo menos dudosa la productividad literaria de esta escritura, bien cabe entenderla unida a la singular personalidad de su autor, como un enorme "evento", como una oscilación desplazada hacia el gesto, contigua por lo tanto de expresiones como la bad painting o el arte efímero. Y ya se sa­be que los gestos están cargados tanto de productividad sinto­mática como de signos de época; los buenos gestos, sin duda, hacen migas con la seducción.



[1] Osvaldo Lamborghini, El fiord, Ediciones Chinatown. Buenos Aires, 1969. El ensayo-epílogo, firmado por Leopoldo Fernández, pertenece a Germán García, "Los nombres de la negación".

[2] Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos. prólogo de César Ai­ra, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1988.

[3] Roland Barthes, entrevista, Literatura, política y cambio, Edicio­nes Caldén, 1976.

[4] Philippe Sollers, entrevista, ob. cit.

[5] Sergio Chejfec,"De la inasible catadura de Osvaldo Lamborghini". Babel, nº 10, julio de 1989.

2 comentarios:

  1. Anónimo1:19 a.m.

    Ayer vi "Todo el resto es litertura" en uno de los puesitos en la entrada de la facu. Lo agarré pensando en este post y se me cayó al ver el precio. $52 en el puesto ilegal sin impuestos ni nada de la facu. No me quiero imaginar en otro lado. Digo, yo estoy trabajando otro tema, pero me había interesado mucho. Pero los precios editoriales son terribles. Altamirano sacó ese libro sobre los intelectuales en AmLat, $120. Es decir, sólo para los intelectuales que tengan suerte. Para nosotros, a esperar que donen un ejemplar a la biblio y a tirárselo al CEFyL para que lo copie. Me encataría comprar el original, porque son de autores argentinos y editados acá (si fuese importado no estaría haciendo este comentario), pero las políticas editoriales están un poco alejadas de lo que el público puede costear. Esto tal vez ayude a que no se agoten tan pronto...

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  2. No te preocupes, rsanmillan, la biografía de OL saldrá casi el triple del precio de la compilación de ensayos. Una ganga. Pero, bueno, siempre habrá algún alma caritativa que pueda hacerlos circular de alguna manera.

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