"Pensé en pedirle un caramelo a la azafata, y a punto de hacerlo me compadecí de la pequeña silueta femenina que la luz del botón de llamada hubiese recortado en el panel, sobre mi cabeza. Era tarde, los pasajeros estaban tranquilos y me disgustaba provocar el sonido asquerosamente cortés y suave de la campanilla electrónica.
-¿Sí…?
Aquella voz me hizo dar un respingo. Había una azafata en el pasillo, ligeramente inclinada hacia mí y con la mano apoyada sobre la parte superior del asiento de Leopoldo. Su sonrisa y postura eran perfectas, como de propaganda de una línea aérea, pero era demasiado rolliza –busto enorme, cintura inexistente- y frisaba la cincuentena. Aunque no hubiese podido verla acercarse, ya que venía desde la cola del avión, me extraño no haber oído sus pasos. Tartamudeé.
-Discul… ¿Disculpe?
-Sí, ¿qué necesita?
El rostro también era gordo. Se inclinó un poco más, y la luz de lectura de Leopoldo le arrancó el brillo grasiento a su nariz. Sus dientes no estaban cariados, sino lisa y llanamente podridos.
-Mire, disculpe. Pero yo no la llamé
-Claro que me llamó, compañera.
Confirmando sus palabras, todas las campanillas del avión empezaron a sonar una y otra vez. Al mirar a mi alrededor no descubrí ni rastro de los otros pasajeros: Leopoldo y yo estábamos solos, o yo estaba sola con esa mujer, porque una persona que duerme no es compañía. Mis gritos se quedaron en el intento, degeneraron en una serie de gárgaras penosas. De pronto hizo mucho frío, y cierto olor recordado y nauseabundo se me pegoteó al paladar. La azafata estaba cambiando. Su cuerpo se contraía, se hinchaba, era de gelatina; un ojo que le ocupaba toda la mejilla desapareció de pronto entre los pliegues del cuello, los huesos chirriaban y crujían, una oreja se dobló sobre sí misma hasta fundirse con el hombro. Por unos segundos imaginé que aquello duraría para siempre, que había sido transportada a una suerte de infierno laico y condenada a memorizar cada etapa de la interminable metamorfosis. Entonces los senos de la cosa se vaciaron y reabsorbieron, aspirando jirones de uniforme con un horrible ruido de succión. No me atreví a mirar más abajo, donde la vagina ejecutaba su propio concierto; tampoco tuve tiempo de hacerlo, porque tras un último y rapidísimo cambio de lugar de la azafata fue ocupado por un gigante musculoso. Su rostro estaba cubierto de gusanos, y su pene eyaculaba –rítmica y puntualmente- grandes chorros de una diarrea negruzca sobre el regazo de Leopoldo. Habló con voz de mujer mayor, con la voz que los chistes le atribuyen a una idishe mame.
-Ay, yo no sé, Inés… Para mí que este muchacho no te conviene.
El movimiento de sus labios provocó la caída de tres o cuatro gusanos, que rebotaron contra el apoyabrazos. Uno de ellos fue a dar en el charco de diarrea. Era gris y largo, de aspecto tan previsible que hubiese podido pasar por un trozo de utilería. Intenté el Padrenuestro, pero mis reflejos sólo me alcanzaron para el más elemental de los ruegos.
-Por favor. Por favor.
La mano del gigante se posó sobre la cabeza de Leopoldo, le acarició el pelo.
-¡Por favor, no!
Los dedos se hundieron en el cráneo, y en una explosión sorda llenó el aire de hueso, cerebro y sangre. Mientras pedazos de algo caliente y gomoso me corrían por la cara y el cuello, aquella voz de idishe mame volvió a la carga.
-¿Ves, eh? ¿Ves? Siempre la misma, vos."
Feiling, C. E. (2007 [1996]) El mal menor en Los cuatro elementos, Buenos Aires, Norma, p. 354-356.
-¿Sí…?
Aquella voz me hizo dar un respingo. Había una azafata en el pasillo, ligeramente inclinada hacia mí y con la mano apoyada sobre la parte superior del asiento de Leopoldo. Su sonrisa y postura eran perfectas, como de propaganda de una línea aérea, pero era demasiado rolliza –busto enorme, cintura inexistente- y frisaba la cincuentena. Aunque no hubiese podido verla acercarse, ya que venía desde la cola del avión, me extraño no haber oído sus pasos. Tartamudeé.
-Discul… ¿Disculpe?
-Sí, ¿qué necesita?
El rostro también era gordo. Se inclinó un poco más, y la luz de lectura de Leopoldo le arrancó el brillo grasiento a su nariz. Sus dientes no estaban cariados, sino lisa y llanamente podridos.
-Mire, disculpe. Pero yo no la llamé
-Claro que me llamó, compañera.
Confirmando sus palabras, todas las campanillas del avión empezaron a sonar una y otra vez. Al mirar a mi alrededor no descubrí ni rastro de los otros pasajeros: Leopoldo y yo estábamos solos, o yo estaba sola con esa mujer, porque una persona que duerme no es compañía. Mis gritos se quedaron en el intento, degeneraron en una serie de gárgaras penosas. De pronto hizo mucho frío, y cierto olor recordado y nauseabundo se me pegoteó al paladar. La azafata estaba cambiando. Su cuerpo se contraía, se hinchaba, era de gelatina; un ojo que le ocupaba toda la mejilla desapareció de pronto entre los pliegues del cuello, los huesos chirriaban y crujían, una oreja se dobló sobre sí misma hasta fundirse con el hombro. Por unos segundos imaginé que aquello duraría para siempre, que había sido transportada a una suerte de infierno laico y condenada a memorizar cada etapa de la interminable metamorfosis. Entonces los senos de la cosa se vaciaron y reabsorbieron, aspirando jirones de uniforme con un horrible ruido de succión. No me atreví a mirar más abajo, donde la vagina ejecutaba su propio concierto; tampoco tuve tiempo de hacerlo, porque tras un último y rapidísimo cambio de lugar de la azafata fue ocupado por un gigante musculoso. Su rostro estaba cubierto de gusanos, y su pene eyaculaba –rítmica y puntualmente- grandes chorros de una diarrea negruzca sobre el regazo de Leopoldo. Habló con voz de mujer mayor, con la voz que los chistes le atribuyen a una idishe mame.
-Ay, yo no sé, Inés… Para mí que este muchacho no te conviene.
El movimiento de sus labios provocó la caída de tres o cuatro gusanos, que rebotaron contra el apoyabrazos. Uno de ellos fue a dar en el charco de diarrea. Era gris y largo, de aspecto tan previsible que hubiese podido pasar por un trozo de utilería. Intenté el Padrenuestro, pero mis reflejos sólo me alcanzaron para el más elemental de los ruegos.
-Por favor. Por favor.
La mano del gigante se posó sobre la cabeza de Leopoldo, le acarició el pelo.
-¡Por favor, no!
Los dedos se hundieron en el cráneo, y en una explosión sorda llenó el aire de hueso, cerebro y sangre. Mientras pedazos de algo caliente y gomoso me corrían por la cara y el cuello, aquella voz de idishe mame volvió a la carga.
-¿Ves, eh? ¿Ves? Siempre la misma, vos."
Feiling, C. E. (2007 [1996]) El mal menor en Los cuatro elementos, Buenos Aires, Norma, p. 354-356.
Me pareció grandioso.
ResponderBorrarLa novela, "El mal menor" es aún mejor, te la recomiendo. Gracias por el comentario. Saludos!
ResponderBorrar