El año pasado, revolviendo en una mesa de saldos me encontré con un libro de cuentos de Luis Gusmán, Lo más oscuro del río (Sudamericana, 1990), que me sorprendió gratamente. Alejado de El frasquito (1973; uf, demasiada experimentación y psicoanálisis), más cercano a En el corazón de junio (1983), este libro de cuentos apuesta a una escritura de asociación (libre, intertextual) con muchos elementos simbólicos y oníricos que se mezclan con escenarios urbanos con referencias precisas dando a lugar a textos con atmósferas muy extrañas pero, a la vez, cercanas. Me acuerdo que cuando lo leí no pude evitar ponerlo en relación con las películas de David Lynch por esa dimensión de lo simbólico que se explora en ambas propuestas estéticas.
A continuación, pegó fragmentos de algunos cuentos:
“¿Por qué yo esperaba otra cosa de Smith? Tal vez porque uno espera del otro lo que espera de uno mismo. Las pesas representaban para mí un oficio sagrado, casi un arte. Y estoy diciendo un arte y no una técnica. Smith representa el tipo animal, poco inteligente. Casi una caricatura en que la fuerza debe ir acompañada por la bestialidad y la ignorancia. Smith reflejaba la servidumbre de la carne.
[…]Si es posible decirlo con esas palabras, para mí Smith era un anacronismo. Alguien que debía ir a parar a un museo del récord. A una feria de curiosidades. Acaso él podía ignorar que las pesas se oxidaban, que era un arte que a medida que transcurría el tiempo iba perdiendo cada vez más su prestigio. Que sólo el espíritu podía conservarlo. Oriente nos había dominado. Oriente había logrado una verdadera penetración cultural. Habíamos resistido con dignidad al fisicoculturismo que venía del norte, pero eso era sólo una cuestión del cuerpo. Las artes marciales querían llegar hasta el espíritu, iban hasta el fondo mismo de las cosas. Se hacían herederas de una tradición. Y nuestro universo se reducía cada día más. Nos transformaba en bestias de circo, en curiosidades de feria. Y yo me rebelaba. Smith, quizá sin saberlo, se prestaba a ese juego. Hacía giras con troupes de luchadores que llevaban nombres mitológicos. Una mascarada. Eran el reflejo de nuestra decadencia. Nuestro antiguo oficio se había reducido a un espectáculo. Cualquier oriental diminuto podía hacernos estallar en el aire, sólo con su filosofía. Mientras ellos extendían sus templos y gimnasios por las zonas más lujosas de la ciudad, nosotros éramos una raza en extinción. Yo lo alertaba a Smith acerca de nuestro destino. Debíamos unirnos. Tomar medidas. Darnos una filosofía, retornar a nuestros orígenes. El nuestro era un oficio nacido en un paisaje nórdico, y debíamos borrar incluso cualquier vestigio romano. Remontarnos más atrás, inventar una saga, nada más majestuoso que un paisaje helado.”(“Tennesee”, p. 23-26)
“Fue esa mañana cuando Aguirre me contó lo de los toros. Una historia de toros y de turcos. Empresarios riquísimos que habían construido ese monumento ostentoso, esa bestia barroca que era una amenaza para la ciudad. Porque para ver sus gradas más altas había que levantar los ojos hasta el cielo, casi profanarlo. Una ciudad a ras del río. Todo al ras. Y apareció entonces esa babel de sangre y de raso que debió ofender el humanismo chato de esa ciudad, que la única altura que soportaba era el campanario de la iglesia. Y años más tarde, el faro. Porque todo lo que no significase esa unión entre Dios y la naturaleza caía por su propio peso. Por ese motivo la maldición había alcanzado a la torre que se erguía sobre el río y a esa mole inútil que apenas vio correr un poco de sangre, donde en sutiles floreos se combinaban un manierismo decadente y un antiguo coraje que la ciudad al ras no soportó.
Y digo raso, y digo sangre. Porque hubo una corrida en que el pasto se cubrió de flores y de pétalos. Flores compradas por los turcos, hombres alquilados, putas emperifolladas que simulaban ser damas elegantes tratando de atenuar ese público de hombres. Y digo raso, porque las chaquetas de los toreros eran de sedas y colores que nunca habíamos visto. Seda de putas, decían, encajes de París. Pero ninguna herida atravesó esos rasos que se fueron como habían venido, después de estar dos años en la ciudad, después de haber llegado en barco a Montevideo procedentes de Lima, México y algunos hasta de España. Pesados en sus movimientos, casi retirados, los matadores buscaban en el sur un antiguo esplendor que habían perdido en su imperio. Por eso descendieron como dioses. Vestidos con su ropa de gala, divisa blanca y verde.” (“El Camino del Real”, p. 46-47)
A continuación, pegó fragmentos de algunos cuentos:
“¿Por qué yo esperaba otra cosa de Smith? Tal vez porque uno espera del otro lo que espera de uno mismo. Las pesas representaban para mí un oficio sagrado, casi un arte. Y estoy diciendo un arte y no una técnica. Smith representa el tipo animal, poco inteligente. Casi una caricatura en que la fuerza debe ir acompañada por la bestialidad y la ignorancia. Smith reflejaba la servidumbre de la carne.
[…]Si es posible decirlo con esas palabras, para mí Smith era un anacronismo. Alguien que debía ir a parar a un museo del récord. A una feria de curiosidades. Acaso él podía ignorar que las pesas se oxidaban, que era un arte que a medida que transcurría el tiempo iba perdiendo cada vez más su prestigio. Que sólo el espíritu podía conservarlo. Oriente nos había dominado. Oriente había logrado una verdadera penetración cultural. Habíamos resistido con dignidad al fisicoculturismo que venía del norte, pero eso era sólo una cuestión del cuerpo. Las artes marciales querían llegar hasta el espíritu, iban hasta el fondo mismo de las cosas. Se hacían herederas de una tradición. Y nuestro universo se reducía cada día más. Nos transformaba en bestias de circo, en curiosidades de feria. Y yo me rebelaba. Smith, quizá sin saberlo, se prestaba a ese juego. Hacía giras con troupes de luchadores que llevaban nombres mitológicos. Una mascarada. Eran el reflejo de nuestra decadencia. Nuestro antiguo oficio se había reducido a un espectáculo. Cualquier oriental diminuto podía hacernos estallar en el aire, sólo con su filosofía. Mientras ellos extendían sus templos y gimnasios por las zonas más lujosas de la ciudad, nosotros éramos una raza en extinción. Yo lo alertaba a Smith acerca de nuestro destino. Debíamos unirnos. Tomar medidas. Darnos una filosofía, retornar a nuestros orígenes. El nuestro era un oficio nacido en un paisaje nórdico, y debíamos borrar incluso cualquier vestigio romano. Remontarnos más atrás, inventar una saga, nada más majestuoso que un paisaje helado.”(“Tennesee”, p. 23-26)
“Fue esa mañana cuando Aguirre me contó lo de los toros. Una historia de toros y de turcos. Empresarios riquísimos que habían construido ese monumento ostentoso, esa bestia barroca que era una amenaza para la ciudad. Porque para ver sus gradas más altas había que levantar los ojos hasta el cielo, casi profanarlo. Una ciudad a ras del río. Todo al ras. Y apareció entonces esa babel de sangre y de raso que debió ofender el humanismo chato de esa ciudad, que la única altura que soportaba era el campanario de la iglesia. Y años más tarde, el faro. Porque todo lo que no significase esa unión entre Dios y la naturaleza caía por su propio peso. Por ese motivo la maldición había alcanzado a la torre que se erguía sobre el río y a esa mole inútil que apenas vio correr un poco de sangre, donde en sutiles floreos se combinaban un manierismo decadente y un antiguo coraje que la ciudad al ras no soportó.
Y digo raso, y digo sangre. Porque hubo una corrida en que el pasto se cubrió de flores y de pétalos. Flores compradas por los turcos, hombres alquilados, putas emperifolladas que simulaban ser damas elegantes tratando de atenuar ese público de hombres. Y digo raso, porque las chaquetas de los toreros eran de sedas y colores que nunca habíamos visto. Seda de putas, decían, encajes de París. Pero ninguna herida atravesó esos rasos que se fueron como habían venido, después de estar dos años en la ciudad, después de haber llegado en barco a Montevideo procedentes de Lima, México y algunos hasta de España. Pesados en sus movimientos, casi retirados, los matadores buscaban en el sur un antiguo esplendor que habían perdido en su imperio. Por eso descendieron como dioses. Vestidos con su ropa de gala, divisa blanca y verde.” (“El Camino del Real”, p. 46-47)
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