Hace un par de años tuve la suerte de descubrir, gracias al artículo de Daniel Link, "Borges, él mismo" (en Cómo se lee, Norma, 2003), el libro escrito por Borges y Bioy Casares titulado Crónicas de Bustos Domecq (1967). En dicho libro, que recopila una serie de artículos críticos ficticios escritos por Bustos Domecq en donde los dos escritores parodian movimientos, estilos y autores, se encuentra una crónica en particular: "Una tarde con Ramón Bonavena". Esta crónica en cuestión se despacha contra el realismo a través de un autor que lo lleva al paroxismo escribiendo una serie de libros con descripciones detalladas de los objetos que ocupan un ángulo de su escritorio.
Ahora bien, cuando lo leía no pude evitar pensar en la obra de Saer y, sobre todo, en un cuento como "La mayor". A continuación van fragmentos de ambos textos. Me pregunto si Borges y Bioy no anticiparon a Saer y sus obsesiones de algún modo con esta crónica...
Ahora bien, cuando lo leía no pude evitar pensar en la obra de Saer y, sobre todo, en un cuento como "La mayor". A continuación van fragmentos de ambos textos. Me pregunto si Borges y Bioy no anticiparon a Saer y sus obsesiones de algún modo con esta crónica...
"[...] El rostro, casi inexpresivo y gris hasta entonces, se iluminó. A poco llegarían las palabras precisas, en aluvión.
—Mis planes, al principio, no rebasaban el campo de la literatura, más aún, del realismo. Mi anhelo —nada extraordinario, por cierto— era dar una novela de la tierra, sencilla, con personajes humanos y la consabida protesta contra el latifundio. Pensé en Ezpeleta, mi pueblo. El esteticismo me tenía sin cuidado. Yo quería rendir un testimonio honesto, sobre un sector limitado de la sociedad local. Las primeras dificultades que me detuvieron fueron, acaso, nimias. Los nombres de los personajes, por ejemplo. Llamarlos como en realidad se llamaban era exponerme a un juicio por calumnias. El doctor Garmendia, que tiene su bufete a la vuelta, me aseguró, como quien se cura en salud, que el hombre medio de Ezpeleta es un litigioso. Quedaba el recurso de inventar nombres, pero eso hubiera sido abrir la puerta a la fantasía. Opté por letras mayúsculas con puntos suspensivos, solución que no terminó de gustarme. A medida que me internaba en el tema comprendí que la mayor dificultad no estribaba en el nombre de los personajes; era de orden psíquico. ¿Cómo meterme en la cabeza de mi vecino? ¿Cómo adivinar lo que piensan otros, sin renunciar al realismo? La respuesta era clara, pero al principio no quise verla. Encaré entonces la posibilidad de una novela de animales domésticos. Pero ¿cómo intuir los procesos cerebrales de un perro, cómo entrar en un mundo acaso menos visual que olfativo? Desorientado, me replegué en mí mismo y pensé que ya no quedaba otro recurso que la autobiografía. También ahí estaba el laberinto. ¿Quién soy yo? ¿El de hoy, vertiginoso, el de ayer, olvidado, el de mañana, imprevisible? ¿Qué cosa más impalpable que el alma? Si me vigilo para escribir, la vigilancia me modifica; si me abandono a la escritura automática, me abandono al azar. No sé si usted recuerda aquel caso, referido, creo, por Cicerón, de una mujer que va a un templo en busca de un oráculo y que sin darse cuenta pronuncia unas palabras que contienen la respuesta esperada. A mí, aquí en Ezpeleta, me sucedió algo parecido. Menos por buscar una solución que por hacer algo, revisé mis apuntes. Ahí estaba la clave que yo buscaba. Estaba en las palabras un sector limitado. Cuando las escribí no hice otra cosa que repetir una metáfora común y corriente; cuando las releí me deslumbró una especie de revelación. Un sector limitado. . . ¿Qué sector más limitado que el ángulo de la mesa de pinotea en que yo trabajaba? Decidí concretarme al ángulo, a lo que el ángulo puede proponer a la observación. Medí con este metro de carpintero —que usted puede examinar a piacere— la pata de la mesa de referencia y comprobé que se hallaba a un metro quince sobre el nivel del suelo, altura que juzgué adecuada. Ir indefinidamente más arriba hubiera sido incursionar en el cielo raso, en la azotea y muy pronto en la astronomía; ir hacia abajo, me hubiera sumido en el sótano, en la llanura subtropical, cuando no en el globo terráqueo. El ángulo elegido, por lo demás, presentaba fenómenos interesantes. El cenicero de cobre, el lápiz de dos puntas, una azul y otra colorada, etcétera.
Aquí no pude contenerme y lo interrumpí:
—Ya sé, ya sé. Habla usted de los capítulos dos y tres. Del cenicero sabemos todo: los matices del cobre, el peso específico, el diámetro, las diversas relaciones entre el diámetro, el lápiz y la mesa, el diseño del dogo, el precio de fábrica, el precio de venta y tantos otros datos no menos rigurosos que oportunos. En cuanto al lápiz —todo un Goldfaber 873— ¿qué diré? Usted lo ha comprimido, mediante el don de síntesis, en veintinueve páginas in octavo, que nada dejan que desear a la más insaciable curiosidad.
Bonavena no se ruborizó. Retomó, sin prisa y sin pausa, la conducción del diálogo.
—Veo que la semilla no cayó fuera del surco. Usted está empapado en mi obra. A título de premio, le obsequiaré un apéndice oral. Se refiere, no a la obra misma, sino a los escrúpulos del creador. Una vez agotado el trabajo de Hércules de registrar los objetos que habitualmente ocupaban el ángulo nor-noroeste del escritorio, empresa que despaché en doscientas once páginas, me pregunté si era lícito renovar el stock, id est introducir arbitrariamente otras piezas, deponerlas en el campo magnético y proceder, sin más, a describirlas. Tales objetos, inevitablemente elegidos para mi tarea descriptiva y traídos de otras localidades de la habitación y aun de la casa, no alcanzarían la naturalidad, la espontaneidad, de la primer serie. Sin embargo, una vez ubicados en el ángulo, serían parte de la realidad y reclamarían un tratamiento análogo. ¡Formidable cuerpo a cuerpo de la ética y de la estética! A este nudo gordiano lo desató la aparición del repartidor de la panadería, joven de toda confianza, aunque falto. Zanichelli, el falto en cuestión, vino a ser, como vulgarmente se dice, mi deus ex machina. Su misma opacidad lo capacitaba para mis fines. Con temerosa curiosidad, como quien comete una profanación, le ordené que pusiera algo, cualquier cosa, en el ángulo, ahora vacante. Puso la goma de borrar, una lapicera y, de nuevo, el cenicero. [...]"
—Mis planes, al principio, no rebasaban el campo de la literatura, más aún, del realismo. Mi anhelo —nada extraordinario, por cierto— era dar una novela de la tierra, sencilla, con personajes humanos y la consabida protesta contra el latifundio. Pensé en Ezpeleta, mi pueblo. El esteticismo me tenía sin cuidado. Yo quería rendir un testimonio honesto, sobre un sector limitado de la sociedad local. Las primeras dificultades que me detuvieron fueron, acaso, nimias. Los nombres de los personajes, por ejemplo. Llamarlos como en realidad se llamaban era exponerme a un juicio por calumnias. El doctor Garmendia, que tiene su bufete a la vuelta, me aseguró, como quien se cura en salud, que el hombre medio de Ezpeleta es un litigioso. Quedaba el recurso de inventar nombres, pero eso hubiera sido abrir la puerta a la fantasía. Opté por letras mayúsculas con puntos suspensivos, solución que no terminó de gustarme. A medida que me internaba en el tema comprendí que la mayor dificultad no estribaba en el nombre de los personajes; era de orden psíquico. ¿Cómo meterme en la cabeza de mi vecino? ¿Cómo adivinar lo que piensan otros, sin renunciar al realismo? La respuesta era clara, pero al principio no quise verla. Encaré entonces la posibilidad de una novela de animales domésticos. Pero ¿cómo intuir los procesos cerebrales de un perro, cómo entrar en un mundo acaso menos visual que olfativo? Desorientado, me replegué en mí mismo y pensé que ya no quedaba otro recurso que la autobiografía. También ahí estaba el laberinto. ¿Quién soy yo? ¿El de hoy, vertiginoso, el de ayer, olvidado, el de mañana, imprevisible? ¿Qué cosa más impalpable que el alma? Si me vigilo para escribir, la vigilancia me modifica; si me abandono a la escritura automática, me abandono al azar. No sé si usted recuerda aquel caso, referido, creo, por Cicerón, de una mujer que va a un templo en busca de un oráculo y que sin darse cuenta pronuncia unas palabras que contienen la respuesta esperada. A mí, aquí en Ezpeleta, me sucedió algo parecido. Menos por buscar una solución que por hacer algo, revisé mis apuntes. Ahí estaba la clave que yo buscaba. Estaba en las palabras un sector limitado. Cuando las escribí no hice otra cosa que repetir una metáfora común y corriente; cuando las releí me deslumbró una especie de revelación. Un sector limitado. . . ¿Qué sector más limitado que el ángulo de la mesa de pinotea en que yo trabajaba? Decidí concretarme al ángulo, a lo que el ángulo puede proponer a la observación. Medí con este metro de carpintero —que usted puede examinar a piacere— la pata de la mesa de referencia y comprobé que se hallaba a un metro quince sobre el nivel del suelo, altura que juzgué adecuada. Ir indefinidamente más arriba hubiera sido incursionar en el cielo raso, en la azotea y muy pronto en la astronomía; ir hacia abajo, me hubiera sumido en el sótano, en la llanura subtropical, cuando no en el globo terráqueo. El ángulo elegido, por lo demás, presentaba fenómenos interesantes. El cenicero de cobre, el lápiz de dos puntas, una azul y otra colorada, etcétera.
Aquí no pude contenerme y lo interrumpí:
—Ya sé, ya sé. Habla usted de los capítulos dos y tres. Del cenicero sabemos todo: los matices del cobre, el peso específico, el diámetro, las diversas relaciones entre el diámetro, el lápiz y la mesa, el diseño del dogo, el precio de fábrica, el precio de venta y tantos otros datos no menos rigurosos que oportunos. En cuanto al lápiz —todo un Goldfaber 873— ¿qué diré? Usted lo ha comprimido, mediante el don de síntesis, en veintinueve páginas in octavo, que nada dejan que desear a la más insaciable curiosidad.
Bonavena no se ruborizó. Retomó, sin prisa y sin pausa, la conducción del diálogo.
—Veo que la semilla no cayó fuera del surco. Usted está empapado en mi obra. A título de premio, le obsequiaré un apéndice oral. Se refiere, no a la obra misma, sino a los escrúpulos del creador. Una vez agotado el trabajo de Hércules de registrar los objetos que habitualmente ocupaban el ángulo nor-noroeste del escritorio, empresa que despaché en doscientas once páginas, me pregunté si era lícito renovar el stock, id est introducir arbitrariamente otras piezas, deponerlas en el campo magnético y proceder, sin más, a describirlas. Tales objetos, inevitablemente elegidos para mi tarea descriptiva y traídos de otras localidades de la habitación y aun de la casa, no alcanzarían la naturalidad, la espontaneidad, de la primer serie. Sin embargo, una vez ubicados en el ángulo, serían parte de la realidad y reclamarían un tratamiento análogo. ¡Formidable cuerpo a cuerpo de la ética y de la estética! A este nudo gordiano lo desató la aparición del repartidor de la panadería, joven de toda confianza, aunque falto. Zanichelli, el falto en cuestión, vino a ser, como vulgarmente se dice, mi deus ex machina. Su misma opacidad lo capacitaba para mis fines. Con temerosa curiosidad, como quien comete una profanación, le ordené que pusiera algo, cualquier cosa, en el ángulo, ahora vacante. Puso la goma de borrar, una lapicera y, de nuevo, el cenicero. [...]"
Bioy Casares, Adolfo y Borges, Jorge Luis (1992 [1967]): "Una tarde con Ramón Bonavena" en Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, págs. 24-27.
"Ahora estoy encendiendo, la llama que ha subido, después de una minúscula explosión, hacia la boca, un cigarrillo, y el humo flota, a la deriva, pasando, reapareciendo, desintegrándose, cristalizando en una ondulación continua, ardua, deslumbrante. En la cabeza negra del fósforo que sostengo, vertical, entre el pulgar y el índice, la llama, anaranjada, ondula, cambia, y sigue siendo, si se quiere, la misma, se tuerce, se retuerce, ondula, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia arriba, se enrosca, lenta, en el cabo de madera del fósforo, ennegreciéndolo, consumiéndolo, la llama que ahora baja hacia los dedos, mientras a su paso, arriba, el cabo de madera, negro, se dobla, se desintegra sin, sin embargo, desmoronarse todavía, el cabo negro que se parte, por fin, en dos, cuando la llama alcanza los dedos haciendo, rápidamente, sacudir la mano cuyo movimiento, violento, repetido, la apaga. Queda, entre los dedos, un pedacito de madera de medio centímetro, con la punta negra. Sobre el pantalón gris claro, la ceniza negra, cuya cabeza, dura, está todavía intacta. Mientras el índice y el pulgar de la mano izquierda sostienen, vertical, el cabito de madera con la punta negra, los dedos de la mano derecha recogen, delicadamente, la ceniza, la cabecita negra, del pantalón, desmenuzándola, dejándola caer entre el sillón y la biblioteca, en el suelo. Los pedacitos, las motas, apenas si se ven sobre el mosaico amarillo. Los dedos de la mano derecha han quedado, en la yema el pulgar, en el costado y en la yema el índice, ligeramente en la yema el medio, tiznados por la ceniza: manchas negras. Queda, entre los dedos de la mano izquierda, no más largo de medio centímetro, con la punta negra, mudo, el pedacito de madera: ¿hubo, alguna vez, otra cosa, entre los dedos, que un pedacito de madera, ínfimo, no más largo de medio centímetro, con la punta negra?; ¿hubo, en el aire, moviéndose, viva, anaranjada, brillante, entre los dedos, una llama? El cigarrillo humea, consumiéndose, en el cenicero. Y si hubo, alguna vez, entre los dedos, brillante, en el aire, anaranjada, una llama, fue, por decirlo así, ¿en qué mundo? ¿Estuvo estando, estuvo estando estando, está estando, está estando estando, está todavía estando, está todavía estando estando? Estuvo estando y estuvo estando estando y está estando y está estando estando y está todavía estando y está todavía estando estando. El cabo con la punta negra cae, cuando los dedos dejan de aferrarlo, sobre el mosaico amarillo. Ahora los dedos tiznados recogen del cenicero, llevándolo de un solo movimiento brusco a la boca, el cigarrillo."
Saer, Juan José (1998 [1976]): "La mayor" en La mayor, Buenos Aires, Seix-Barral, págs. 24-25.
Saer, Juan José (1998 [1976]): "La mayor" en La mayor, Buenos Aires, Seix-Barral, págs. 24-25.
Nada, pero nada que ver. Saer es puro ritmo, voluptuosidad de la escritura. Borges-Bioy: mirada sarcástica, fría, sobradora. Excelente texto, sí, mucho mejor de lo que lo valorarían sus dos autores, probablemente. Y que muchos del propio Bioy. Pero el de Saer es poesía. Es gran poesía.
ResponderBorrarNo se trata, me parece, de establecer una comparación entre textos. El de B&B (además de integrar un libro escrito casi como hobbie) tiene una clara intención paródica.
ResponderBorrarSaer siempre fue un autor "serio".
En definitiva, creo que es mas que pertinente la lectura que se propone desde el post.
Estoy de acuerdo con ambos. Obviamente, Saer es puro ritmo y Bonavena es una parodia del automatismo descriptivo en el que puede caer el realismo. Tal vez son dos extremos de una misma mirada o de una misma obsesion por dar cuenta de la realidad desde la literatura. No quise plantear una comparacion, mas bien ciertas resonancias. Saludos y gracias por los comentarios!
ResponderBorrarMe encanta como todos le creen a Casas que Saer es un escritor "serio". O que es "gran poesía". Serán las reacciones de distintas personsas ante textos de los que no pueden dar cuenta, hablar de serio o grande?
ResponderBorrarEl post está bueno, y aunque no son pocas las resonancias que hay entre B y Saer, encontrarla por el lado de la escritura en colaboración con Bioy es más interesante.