"Diario de Manhattan" de Néstor Sánchez, fragmento anterior (domingo 7 [febrero]).
jueves 4 [febrero]
Fue preciso un silencio; la mano izquierda, mientras tanto, dibujó. Todos estos días de andar casi impasible procurando perfeccionar la tarea de flanco, me impusieron como nunca (sobre todo cuando impera multitud en las grandes avenidas) la noción planeta, su primacía siempre relegada. Reviví y prolongué en parte aquella especie de certidumbre experimentada en el norte de Italia a propósito de la tendencia inexplicable del psiquismo humano a apropiarse de lo que no le corresponde (franjas de planeta, en el colmo) para establecer fronteras de intransigencia que a su vez contendrán nuevas fronteras de intransigencia apropiativa. Se sería, en todo caso, habitante muy transitorio de una tierra que gira incomprensiblemente en un espacio incomprensible, no de un país, o una ciudad, o un municipio, o un jardincito con alero.
Viejo argumento que renace intacto y desmantela como ninguno la atrofiedad del conjunto risible.
Por la noche
Seguí en el hilo: a causa de la ceguera egoísta, las dos grandes hecatombes que se imponen en forma constante a quien argumente: devastación ecológica (una capacidad rapaz de contaminar y destruir tanto la naturaleza como cada océano, cada mar, cada río, cada valle); el crecimiento demográfico en escala de demencia colectiva (toda muchacha inexperta procrea sin remedio antes de volverse responsable). Ambas tendencias del caos darían forzosamente a la tercera hecatombe signadora de la historia bochornosa en su apogeo: guerra (o guerras parciales), nueva devastación.
El crecimiento demográfico alucinante (horizontalidad; idiotismo de miras) devuelve a la nota de diciembre siete, aunque obliga a padecer la propia circunstancia en un punto todavía más bajo de la conejera sanguinaria. Se nace, diríase, a causa del efecto de la cerveza impasable en un muchacho cargado de taras.
Fuente: Sánchez, Néstor (1988): “Diario de Manhattan” en La condición efímera, Buenos Aires, Sudamericana, p. 50-51.
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