En El libro de los monstruos (1978), Juan Rodolfo Wilcock, autor argentino que escribió gran parte de sus libros en italiano (ya que desde los '50 vivió allí) y del que ya colgué algunos fragmentos acá y acá, en ese libro, decía, Wilcock construye una galería de hombres y mujeres que pierden su humanidad, transformándose en monstruos. La imaginación y el humor de Wilcock no tiene límites: en alrededor de 40 siluetas, arma una serie de sujetos que dejan de ser humanos de forma azarosa o fortuita; cada uno con características propias y distintivas que, de alguna manera, lo aíslan de cierta "normalidad" (Mino Vedi nace con cuernos; Juana Pé tiene una memebrana que le une las piernas como si fuera una sirena; Melo Merino es fosforecente; etc.).
La mayoría de las veces en El libro de los monstruos, una suerte de narrador-coleccionista que, en ciertas ocasiones, pareciera conocer a sus especímenes, realiza la descripción de estos monstruos humanos sin explicar cómo llegaron a serlo: no interesa. Lo que sí importa son las nuevas formas-de-vida que sobreviven después del fin de la humanidad, sus relaciones con un resto de humanos próximo a desaparecer, cómo llevan sus vidas cotidianes, qué juegos del lenguaje despliegan vinculados con sus nuevas formas. Estas nuevas formas-de-vida borran los límites del sujeto y así permiten la relación íntima entre lo humano y lo animal pero también entre el sujeto y el objeto, abriendo las posibilidades de un cuerpo y una vida heterogénea, disidente (estos aspectos, con distintas variaciones y siempre con un estilo formidable por su creatividad y su fina ironía, Wilcock ya los había explorado en otras de sus obras: El estereoscopio de los solitarios (1972), El ingeniero (1975) y esa obra inhallable: La sinagoga de los iconoclastas (1972)).
De esa galería de anormales que nos presente El libro de los monstruos, extraigo dos individualidades que de alguna manera me recuerdan a unos cuentos de don Isidoro Blaisten ("El porqué de las bombachas rosas" y "En el sotobosque del country") porque representan con ironía tanto la figura del escritor comprometido como la del crítico literario (noten cómo el narrador traslada la viscosidad de sus faenas (la escritura comprometida y la crítica literaria) a las características físicas de ambos personajes).
Que lo disfruten y si logran encontrar El libro de los monstruos (o cualquiera de los libros de Wilcock), no duden en comprarlo.
La mayoría de las veces en El libro de los monstruos, una suerte de narrador-coleccionista que, en ciertas ocasiones, pareciera conocer a sus especímenes, realiza la descripción de estos monstruos humanos sin explicar cómo llegaron a serlo: no interesa. Lo que sí importa son las nuevas formas-de-vida que sobreviven después del fin de la humanidad, sus relaciones con un resto de humanos próximo a desaparecer, cómo llevan sus vidas cotidianes, qué juegos del lenguaje despliegan vinculados con sus nuevas formas. Estas nuevas formas-de-vida borran los límites del sujeto y así permiten la relación íntima entre lo humano y lo animal pero también entre el sujeto y el objeto, abriendo las posibilidades de un cuerpo y una vida heterogénea, disidente (estos aspectos, con distintas variaciones y siempre con un estilo formidable por su creatividad y su fina ironía, Wilcock ya los había explorado en otras de sus obras: El estereoscopio de los solitarios (1972), El ingeniero (1975) y esa obra inhallable: La sinagoga de los iconoclastas (1972)).
De esa galería de anormales que nos presente El libro de los monstruos, extraigo dos individualidades que de alguna manera me recuerdan a unos cuentos de don Isidoro Blaisten ("El porqué de las bombachas rosas" y "En el sotobosque del country") porque representan con ironía tanto la figura del escritor comprometido como la del crítico literario (noten cómo el narrador traslada la viscosidad de sus faenas (la escritura comprometida y la crítica literaria) a las características físicas de ambos personajes).
Que lo disfruten y si logran encontrar El libro de los monstruos (o cualquiera de los libros de Wilcock), no duden en comprarlo.
Gaio Forcelio
Todos dicen que Gaio Forcelio está muy desmejorado: le crecieron los dos tentáculos habituales, denominados "del novelista comprometido", en los dos lóbulos frontales, pero son más largos y algo más flojos que los de otros novelistas comprometidos, y el resto del cuerpo se ha convertido en una especie de gran ostra sin valvas, desparramada en su sillón, con todos esos bracitos que escriben, escriben, cada uno su propia novela, historias de clases sociales que se arrojan unas contra otras con las fauces abiertas como cocodrilos hasta que al final se casan; o bien, según el humor del día, se retiran a un monasterio. Ahora está sostenido solamente por un grueso cinturón de cuero, que mandaron hacer especialmente para él en una talabartería del centro, y sólo se lo sueltan cuando se va a dormir, porque si no está apretado y firme dentro del cinturón no puede escribir, se derrite, los bracitos le cuelgan como gusanos. ¿Qué escribe? Patrañas, bagatelas: ¡pero con qué sutileza! Poquísimos vislumbran su finalidad secreta, pero esos poquísimos quedan como encandilados:
"¡Pero está en plena crisis de histeria!", protestó Scuci.
"Le pasará".
"¿Qué diablos hacía aquí?", preguntó Dabelia, desviando la conversación.
"No lo sé, pero me parece que trabaja en una oficina de copistas".
"Bueno, pero a esta hora...".
"Después del cine, vino a calentarle los buñuelos".
"¿Qué buñuelos?"
Etcétera, etcétera. Es un verdadero benefactor de la humanidad; lástima que descuide tanto su aspecto. Es poco presentable, en todo caso: alrededor de la boca, parecida a un culo de gallina, le cuelga una suerte de collar de tetillas de carne sanguinolenta; los párpados los tiene siempre dados vuelta, tanto los de arriba como los de abajo; en su doble mentón pululan arañas y garrapatas grandes como granos de uva; tiene el pelo del cuerpo estriado, etcétera. Cuando no escribe se cuelga de su "soga de la inspiración", y se balancea a fuerza de eructos. Desde hace muchos años es candidato al Premio Nobel, pero no se lo dan justamente por su aspecto bochornoso: a la gente nórdica le importan mucho las apariencias.
(p. 37-38)
Berlo Zenobi
El crítico literario Berlo Zenobi es una masa de gusanos, un amasijo de forma indefinida, aunque se supone que en su interior debe haber alguna estructura que lo sostiene: ¿cómo harían si no para mantenerse juntos todos esos gusanos? La naturaleza de éstos es, como se sabe, centrípeta, a menos que la maraña a la que están unidos sea ella misma su fuente de alimento. Desde el punto de vista zoológico estos gusanos son nematelmintos, más exactamente de la especie Ascaris lumbricoides, de quince a veinticinco centímetros de largo; tienen el cuerpo cílindrico, de color rosa ebúrneo, aguzado en los dos extremos; normalmente el macho es más pequeño que la hembra. La pregunta que con más frecuencia se les ocurre a los lectores de Zenobi, quien además es director de la página cultural de un importante matutino, es la siguiente: ¿estos gusanos son siempre los mismos, o se renuevan? Es más plausible que las ascárides en cuestión se reproduzcan y sean continuamente sustituidas por ascárides nuevas, considerando que ya van veintidós años que Zenobi tiene la misma sección de crítica en el mismo diario, y ningún gusano resiste tanto. Por otra parte, se sabe que dondequiera que vaya el crítico Zenobi deja siempre a su paso algún nematelminto muerto, sobre las sillas o los almohadones. En ocasión de la entrega de los premios literarios más importantes, la bola de gusanos parece adquirir vida nueva: no por nada su lema es: "Apremiando premio y premiando apremio". Es además asesor de las mejores editoriales y se murmura que cobra no menos de diecisiete sueldos diferentes, todos correspondientes a asesoramientos literarios, incluso televisivos: pero, por otra parte, es cierto que los gusanos parasitarios consumen enormes cantidades de alimento.
(p. 52-53)
Fuente: Wilcock, J. R. (1999 [1978]): El libro de los monstruos, Buenos Aires, Sudamericana.
PD.: En el blog Literasur, encuentro otro monstruo de Wilcock: Massenio Loppi.
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