jueves, junio 17, 2010

De la literatura considerada como una tauromaquia (Michel Leiris)

¿Por qué volver sobre "De la literatura considerada como una tauromaquia" de Michel Leiris? En principio porque la analogía que intenta sostener Leiris en 1939 entre el escritor y el torero es por demás interesante: el peligro al que se enfrentan (uno físico, el otro de otra índole) pero también la necesidad de técnica y precisión. Por otro lado, Leiris logra una reflexión en torno la confesión autobiográfica como apuesta literaria que pone en juego el cuerpo y la vida del escritor (hasta acercarse a un límite que roza con la terapuética) y en tiempos donde lo autobiográfico ha vuelto a tener cierta preponderancia en la literatura argentina, bien vale la pena detenerse en esta reflexión. Por último, siendo uno de los textos en los que la llamada "literatura comprometida" toma otras aristas distintas a las esbozadas por la teoría sartreana, creí necesario que pudiera conseguirse en el gran mundo cibernético. En fin, que lo disfruten.



De la literatura considerada como una tauromaquia (Michel Leiris)

Si nos atenemos a la frontera que la legalidad francesa traza en el tiempo de cada hombre que depende de ella —regla a la que está sometido por la fecha de su nacimiento—, es en 1922 cuando el autor de L'Age d'Homme* alcanzó ese recodo de la vida que le ha inspirado el título de su libro: en 1922, cuatro años después de la guerra, vivida, al igual que otros muchachos de su generación, como unas largas vacaciones, según la expresión de uno de ellos.
Desde 1922, el autor se hacía pocas ilusiones acerca de la realidad del vínculo que, teóricamente, debería existir entre la mayoría de edad legal y una madurez efectiva. En 1935, al terminar su libro, imaginó sin duda que su vida ya había pasado por suficientes rodeos como para poder enorgullecerse de hallarse, por fin, en la edad viril. En este 1939 —cuando los jóvenes de la postguerra ven vacilar irrevocablemente ese edificio de facilidad dentro del cual se desesperaban esforzándose por poner, al mismo tiempo que un auténtico fervor, una tan tremenda distinción—, el autor confiesa sin ambages que aún le queda por escribir su verdadera "edad del hombre", una vez padecida, bajo una u otra forma, la misma amarga prueba que habían afrontado sus mayores.

Por ligeramente fundado que el título de su libro pueda ahora parecerle, el autor ha preferido mantenerlo, estimando, al fin de cuentas, que no desmiente el propósito último: busca de una plenitud vital imposible de obtener sin una catarsis previa, una liquidación, uno de cuyos más cómodos instrumentos es la actividad literaria, particularmente la literatura llamada "de confesión".
Entre la profusión de novelas autobiográficas, diarios íntimos, recuerdos y confesiones que desde hace algunos años adquirieron un auge extraordinario (como si se descuidara lo que en la obra literaria es creación a fin de considerarla exclusivamente desde el ángulo de la expresión, y atender así, más que al objeto fabricado, al ser humano que se oculta —o se muestra— por detrás), L'Age d'Homme viene a ubicarse sin que su autor quiera enorgullecerse de otra cosa que de haber intentado hablar de sí mismo con el máximo de lucidez y sinceridad.
Pero un problema lo atormentaba, le provocaba mala conciencia y le impedía escribir: eso que acaece en el dominio de la escritura ¿no resulta, acaso, despojado de valor si se queda en lo "estético", lo anodino y falto de sanción? ¿No hay en el hecho de escribir una obra nada que sea un equivalente (y aquí interviene una de las imágenes más caras al autor) de lo que es, para el torero, el cuerno acerado del toro, lo único que confiere —por la amenaza material que encierra— una realidad humana a su arte y le impide ser otra cosa que la fútil gracia de una bailarina?
Poner al descubierto ciertas obsesiones de orden sentimental o sexual; confesar públicamente algunas de las deficiencias o cobardías que más le avergüenzan: tal ha sido, para el autor, el medio —sin duda grosero, pero que él entrega a los demás con la esperanza de verlo mejorado— de introducir aunque sólo fuera la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria.
Tal es la nota de advertencia que, en vísperas de la "extraña guerra", escribí para L'Age d'Homme. Ahora la releo en El Havre, ciudad donde, una vez más, he venido a pasar unos días de vacaciones y donde, desde hace mucho tiempo, tengo vinculaciones diversas (mis amigos Limbour, Queneau, Salacrou, que en esta ciudad nacieron; Sartre, que fue aquí profesor, con quien nos hicimos amigos en 1941, cuando la mayor parte de los escritores que permanecieron en la Francia ocupada se encontraron unidos contra la opresión nazi). Actualmente, El Havre está en gran parte destruido; lo compruebo desde mi balcón, que domina el puerto hasta muy lejos y desde muy alto, de modo que puede apreciarse de una manera justa la pavorosa tabla rasa que las bombas hicieron del centro de la ciudad, como si se hubiese tratado de renovar, en un mundo perfectamente real, sobre un terreno poblado de criaturas vivientes, la famosa operación cartesiana. En esta escala, los tormentos personales de que trata L'Age d'Homme son, evidentemente, poca cosa: cualesquiera hayan sido, en el mejor de los casos, su fuerza y su sinceridad, el dolor íntimo del poeta nada pesa junto a los horrores de la guerra; representa una suerte de dolor de muelas sobre el cual resulta inadecuado empezar a gemir. ¿Qué vendría a hacer, en el enorme alboroto torturado del mundo, ese débil gemido provocado por dificultades estrechamente limitadas e individuales?
Sucede, sin embargo, que en El Havre mismo las cosas continúan y la vida urbana persevera. Encima de las casas intactas como encima del emplazamiento de las ruinas hay, con intermitencias y a pesar del tiempo lluvioso, un sol claro y hermoso. Náuticas dársenas y tejados reverberantes, mar espumoso a lo lejos y gigantesco terreno baldío de los barrios asolados (abandonados por largo tiempo, en vista de no sé qué sorprendente rotación de cultivos) padecen —según sean los designios de la meteorología— el dominio de la humedad aérea que los rayos perforan. Zumban motores; pasan tranvías y bicicletas; la gente pasea o trabaja y el humo sube por toda la ciudad. En cuanto a mí, contemplo todo esto, espectador que sin haber participado se arroga sin vergüenza el derecho de admirar este paisaje a medias devastado, como lo haría frente a un bello cuadro, dividiendo en unidades de sombra y luz, de desnudez patética y hormigueo pintoresco, el lugar aún habitado, donde hace apenas más de un año se representó una tragedia.
Yo evocaba, pues, cuernos de toro. Apenas me resignaba a no ser más que un literato. Lo que me maravillaba, lo que quería, era ser el matador que extrae del peligro corrido la ocasión de ser más brillante que nunca y exhibe toda la calidad de su estilo cuanto más amenazado se encuentra. Por la mediación de una autobiografía que alude a un dominio para el cual, muy a menudo, la reserva es de rigor —confesión cuya publicación me resultaría peligrosa en la medida en que sería para mí comprometedora y susceptible de volver más difícil mi vida privada al hacerla más clara— intentaba desembarazarme, de una vez por todas, de algunas representaciones molestas y, al mismo tiempo, destacar con el máximo de pureza mis rasgos, tanto para mi propio uso como para disipar toda apreciación errónea que de mí pudiera concebirse. Para que hubiera catarsis y se operara una liberación definitiva, era necesario que esta autobiografía tomase una cierta forma, capaz de exaltarme a mí mismo y de ser entendida, en la medida de lo posible, por los otros. Para ello, contaba con aplicar un cuidado riguroso a la escritura y, además, con la luz trágica que iluminaría el conjunto de mi relato por obra de los símbolos en él insertados: figuras bíblicas y de la antigüedad clásica, héroes de teatro o bien el Torero —mitos psicológicos que se me imponían por el valor de revelación que para mí habían tenido y constituían, en cuanto a la faz literaria de la operación, los temas centrales y, al mismo tiempo, los intérpretes por medio de los cuales se inmiscuiría alguna grandeza aparente allá donde yo bien sabía que no había ninguna.
Hacer el retrato mejor ejecutado, el más afín al personaje que yo era (como algunos pintan de manera fulgurante paisajes ingratos o utensilios cotidianos); no dejar que un cuidado artístico interviniese más que en lo concerniente al estilo y a la composición: tal era mi propósito, como si hubiera descontado que mi talento de pintor y la lucidez ejemplar que me proponía exhibir compensarían mi mediocridad como modelo, y como si, sobre todo, un enriquecimiento de orden moral debía resultar de cuanto había de arduo en una empresa semejante, ya que —a falta de la eliminación de algunas de mis debilidades— me hubiera mostrado, al menos, capaz de esa mirada sin complacencia dirigida hacia mí mismo. Desconocía que en la base de toda introspección hay placer de contemplarse; y en el fondo de toda confesión, deseo de ser absuelto. Mirarse sin complacencia era todavía mirarme, mantener mis ojos fijos en mí en lugar de llevarlos más allá, para trascenderme, hacia algo más ampliamente humano. Manifestarme ante los otros, pero hacerlo en unas páginas que deseaba bien redactadas y arquitecturadas, ricas en apreciaciones y conmovedoras, era procurar seducir a los otros a fin de obtener su indulgencia, limitar —por todos los medios— el escándalo, dándole una forma estética. Creo, pues, que si bien hubo riesgo y cuerno de toro, no fue sin algo de duplicidad como me aventuré en ello: cediendo, por una parte, una vez más a mi tendencia narcisista; pretendiendo por la otra, encontrar en los demás no tanto un juez como un cómplice. Parejamente, el matador que parece arriesgar el todo por el todo cuida su estilo y confía en su sagacidad técnica para triunfar del peligro.
No obstante, para el torero existe amenaza real de muerte, cosa que jamás existirá para el artista sino de un modo exterior a su arte. Tal el caso, durante la ocupación alemana, de la literatura clandestina, que implicaba, por cierto, un peligro sólo en la medida en que se integraba a una lucha mucho más general y, en suma, independientemente de la escritura en sí. ¿Estoy, pues, autorizado para mantener la comparación y considerar válida mi empresa de introducir "aunque sólo fuera la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria"? ¿Puede alguna vez el hecho de escribir ocasionar al escritor un riesgo que, sin ser mortal, fuera al menos positivo?
Hacer un libro que fuera un acto es, en suma, el propósito que se me presentó como el que debía perseguir al escribir L'Age d'Homme. Acto en relación a mí mismo, puesto que pretendía, mediante su escritura, dilucidar, por obra de esta formulación, algunas cosas aún oscuras que el psicoanálisis, sin clarificarlas del todo, me llevó, en mi experiencia de paciente, a concentrar en ellas mi atención. Acto en relación a los demás, puesto que era evidente que, a pesar de mis precauciones oratorias, ya no sería visto por ellos como antes de la publicación dé esta confesión. Acto, en fin, en el plano literario, que consiste en mostrar el reverso de las cartas; en hacer visible en toda su desnudez poco excitante las realidades que configuraban la trama más o menos embozada detrás de las apariencias voluntariamente brillantes de mis otros escritos. Se trataba no tanto de lo que se ha dado en llamar "literatura comprometida", como de una literatura en la cual yo intentaba comprometerme por entero. Tanto por fuera como por dentro, esperaba que ella me modificara, ayudándome a tomar conciencia y que introdujera, asimismo, un elemento nuevo en mi relación con los demás, comenzando por los que me son más cercanos, relación que no podría ser del todo la misma una vez que revelara lo que quizá ya suponían sin duda confusamente. No había en ello ningún deseo de cínica brutalidad, sino más bien el afán de confesarlo todo para partir de nuevas bases, manteniendo con aquellos cuyo efecto o estima apreciaba especialmente una relación sin trampas.
Desde el punto de vista estrictamente estético, me proponía condensar, en estado casi bruto, un conjunto de hechos y de imágenes que me negaba a aprovechar, impidiendo que mi imaginación los elaborara; en suma: la negación de una novela. Desechar toda invención y admitir como materiales de mi libro tan sólo hechos verídicos (y no únicamente hechos verosímiles como en la novela clásica); nada más que esos hechos y todos esos hechos, era la regla que me había elegido. En este sentido, la Nadja de André Breton ya había trazado un camino, pero lo que yo deseaba era retomar por mi cuenta —en la medida de lo posible— este proyecto que un pasaje de Marginalia de Edgar Poe inspiró a Baudelaire: mostrar su corazón al desnudo, escribir ese libro sobre sí mismo en el que el afán de sinceridad aparecería extremado a tal punto que, bajo las frases del autor, "el papel se arrugaría y ardería a cada toque de la pluma de fuego". Por diversas razones —divergencias de ideas, intervención en conflictos concernientes a otras personas, que sería demasiado largo exponer aquí— había roto con el surrealismo. No obstante, he quedado impregnado por él. Receptividad ante lo que se nos aparece sin búsqueda previa, como algo dado (sea bajo la forma del dictado interior o del encuentro azaroso); valor poético inseparable de los sueños (considerados al mismo tiempo fértiles en revelaciones); amplia confianza acordada a la psicología freudiana (que pone en juego un material seductor de imágenes, y que, por otra parte, ofrece a todos un medio cómodo de elevarse hasta el plano trágico sintiéndose un nuevo Edipo); repulsa hacia todo lo que es transposición o arreglo, es decir, compromiso falaz entre los hechos reales y los productos puros de la imaginación; necesidad de manifestar brutalmente ciertas rebeldías (en particular, referentes al amor, que la hipocresía burguesa considera con excesiva comodidad como una forma de vaudeville cuando no lo relega a un sector maldito): tales son algunas de las ideas centrales que seguían preocupándome, cargadas de múltiples escorias no desprovistas de algunas contradicciones, cuando tuve la idea de este libro en el que se confrontan recuerdos de infancia, relatos de acontecimientos reales, sueños e impresiones afectivamente sentidos, en una suerte de collage surrealista o, más bien, de fotomontaje, ya que en él no se utiliza elemento alguno que no sea de una veracidad rigurosa o que no tenga valor de documento. Esta voluntad de realismo —no fingido, como en la mayor parte de las novelas, sino positivo (puesto que se trataba exclusivamente de cosas vividas y presentadas sin el menor disfraz)— no sólo me era impuesta por la naturaleza de lo que me proponía (recapitular en mí mismo y mostrarme públicamente), sino que también respondía a una exigencia estética: hablar únicamente de lo que conocía por experiencia y me tocaba más de cerca, para que a cada una de mis frases le fuera asegurada una densidad particular, una plenitud conmovedora o, dicho de otro modo: la cualidad propia de lo que suele llamarse "auténtico". Ser verdadero a fin de poder alcanzar esa resonancia tan difícil de definir y que la palabra "auténtico" (aplicable a cosas tan diversas y, en particular, a creaciones puramente poéticas) está muy lejos de haber explicado: a esto tendía yo, considerando que mi concepción del arte de escribir convergía con la idea moral que me hacía de mi compromiso con la escritura.
Volviéndome hacia el torero, observo que también para él existen tanto la regla que no puede infringir como la autenticidad, puesto que la tragedia que representa es una tragedia real, en la que derrama sangre y arriesga su propia piel. La cuestión consiste en saber si, en estas condiciones, la relación que establezco entre su autenticidad y la mía no reposa en un simple juego de palabras.
Es cosa definitivamente sabida que escribir y publicar una autobiografía no acarrea al responsable de ella (a menos de haber cometido un delito cuya confesión le hiciera exponerse a la pena capital) ningún peligro de muerte, salvo en circunstancias excepcionales. Es indudable que corre el riesgo de ver cambiadas las relaciones que mantiene con sus semejantes y de perder la estima social, si las confesiones que hace chocan con desmesura contra las ideas habitualmente aceptadas. Pero también es posible, aun cuando no sea simplemente un cínico, que esas sanciones tengan para él poco peso (y que incluso lleguen a satisfacerlo, si considera saludable la atmósfera así creada a su alrededor) y que siga su juego con riesgos enteramente ficticios. Sea como fuere, semejante riesgo moral no puede compararse con el riesgo material que afronta el torero; aun si se admite la existencia de una medida común en el plano de la cantidad (si el afecto de algunos y la opinión ajena cuentan para mí tanto o más que mi propia vida, si bien en semejante terreno es fácil dejarse ilusionar), el peligro al cual me expongo al publicar mi confesión difiere radicalmente en el plano de la calidad, de aquel que asume el matador de toros al hacer de su oficio una constante puesta en juego, De la misma manera, lo que sí podemos encontrar de agresivo en el propósito de proclamar la verdad sobre nosotros mismos (aun si deben sufrir aquellos que queremos) sigue siendo muy distinto de una matanza, cualesquiera sean los estragos que así podamos provocar. ¿Debo entonces considerar decisivamente abusiva la analogía que me había aparecido configurarse entre dos maneras espectaculares de actuar y de arriesgarse?
He hablado más arriba acerca de la regla fundamental (decir toda la verdad y nada más que la verdad) a la que debe sujetarse el hacedor de confesiones, e hice también alusión a la etiqueta precisa a la que, en su combate, debe ajustarse el torero. Para éste, resulta que la regla, lejos de ser una protección, contribuye a enfrentarlo al peligro: dirigir la estocada en las condiciones exigidas, implica, por ejemplo, que plante su cuerpo al alcance de los cuernos, durante un tiempo apreciable; ahí existe, pues, una relación inmediata entre la obediencia a la regla y el peligro corrido. Ahora bien, y guardando las debidas proporciones, el escritor que hace su confesión, ¿no se expone acaso a un peligro directamente proporcional al rigor de la regla que ha elegido para sí? Pues decir la verdad, sólo la verdad, no lo es todo: es necesario además enfrentarla francamente y decirla sin artificios tales como grandes arias destinadas a impresionar, trémolos o sollozos en la voz, así como fiorituras y dorados, que no tendrían otra consecuencia que disfrazarla, aunque más no fuera atenuando su crudeza o volviendo menos sensible lo que puede tener de alarmante. El hecho de que el peligro corrido depende de una observancia más o menos estricta de la regla, representa, pues, lo que puedo mantener sin demasiado atrevimiento, acerca de la comparación que quise establecer entre mi actividad de hacedor de confesiones y la del torero.
Si me parecía, en primera instancia, que escribir el relato de mi vida observada desde el ángulo del erotismo (ángulo privilegiado, puesto que la sexualidad se me aparecía entonces como la piedra angular del edificio de la personalidad), si me parecía que semejante confesión relativa a lo que el cristianismo llama las "obras de la carne" bastaba para hacer de mí, por el acto que ello representa, una suerte de torero, es necesario sin embargo que examine si la regla que me había impuesto —estricta regla acerca de la cual me he limitado a decir que me exponía al peligro— puede realmente asimilarse a aquella que rige los movimientos del torero, poniendo aparte la relación con el peligro.
De un modo general, puede decirse que la regla tauromáquica persigue una finalidad esencial: además de obligar al hombre a exponerse seriamente al peligro (armándolo, al mismo tiempo, de una técnica indispensable), a no deshacerse de cualquier modo de su adversario, impide que el combate sea una simple carnicería. Tan puntillosa como un ritual, presenta un aspecto táctico (poner al animal en condiciones de recibir la estocada, sin haberlo fatigado, no obstante, más de lo necesario), pero también un aspecto estético: su actitud tendrá esa arrogancia sólo en la medida en que el hombre "se perfile" como es debido en el momento de dar su estocada; y también sólo en la medida en que sus pies permanezcan inmóviles durante el transcurso de una serie de pases, exactamente ejecutados, con la capa moviéndose lentamente, formará con el animal ese compuesto prestigioso en que hombre, paño y pesada masa dotada de cuernos parecen unidos unos a otros por obra de un juego de influencias recíprocas. Todo contribuye, en suma, a imprimir carácter escultural al enfrentamiento del toro y del torero.
Concibiendo mi tentativa a la manera de un fotomontaje y eligiendo para expresarme un tono lo más objetivo posible, intentando concentrar mi vida en un solo bloque sólido (objeto que podría tocar como para asegurarme contra la muerte, al mismo tiempo que, paradójicamente, pretendía en él arriesgarlo todo) si abría de par en par mi puerta a los sueños (elemento psicológicamente justificado pero coloreado de romanticismo, así como los juegos de capa del torero, técnicamente útiles son asimismo raptos líricos) me imponía en suma, una regla tan severa como si hubiera aspirado a componer una obra clásica. Y creo que, al fin de cuentas, esa misma severidad, ese "clasicismo" —que no excluye la desmesura tal como se da en nuestras tragedias aun más codificadas y que se apoya no sólo sobre consideraciones relativas a la forma, sino también sobre la idea de alcanzar así el máximo de veracidad— es lo que ha otorgado a mi tentativa (si es que la he logrado) algo análogo a lo que representa para mí el valor ejemplar de la corrida, algo que no hubiera podido darle por sí mismo el imaginario cuerno de toro.
Utilizar materiales que no dominaba y que no tenía más remedio que tomar tal como los encontraba (puesto que mi vida era lo que era y no me estaba permitido cambiar una coma de mi pasado, dato primero , que "representa para mí una suerte tan poco recusable como para el torero el animal que sale del toril), decirlo todo y decirlo desdeñando el énfasis, sin dejar nada librado a la casualidad y como obedeciendo a una necesidad, tales eran el azar que aceptaba y la ley que me había impuesto, la etiqueta con la cual no podía transigir.
Si bien el deseo de exponerme (en todos los sentidos del término) ha constituido el móvil primero, no por ello esta condición necesaria era condición suficiente; por otra parte, era imprescindible que de ese designio original se dedujese, con la fuerza casi automática de una obligación, la forma que había de adoptarse. Aquellas imágenes que reunía, aquel tono que adoptaba, a la par que profundizaban y acentuaban el conocimiento que tenía de mí mismo, debían ser los que, salvo en caso de fracaso, me permitirían hacer compartir mi emoción. Asimismo, la disposición de la corrida (marco rígido impuesto a una acción en la que, teatralmente, el azar debe aparecer dominado) es, simultáneamente, técnica de combate y ceremonial. Era necesario, pues, que esta regla de método que me había impuesto —dictada por la voluntad de ver dentro de mí mismo con la mayor claridad posible— actuara simultáneamente y en forma eficaz, como canon de composición. Identidad, si se quiere, de la forma y el fondo, pero más exactamente, operación única que me iba revelando el fondo a medida que le daba forma, una forma susceptible de ser fascinante para los demás y, llevando las cosas al extremo, de hacerles descubrir en sí mismos algo homófono a ese fondo que se me revelaba.
Todo esto, evidentemente, lo formulo muy a posteriori, para tratar de definir mi juego lo mejor posible y sin que me corresponda, naturalmente, decidir si esta regla "tauromáquica" —al mismo tiempo guía para la acción y garantía contra posibles facilidades— se mostró capaz de la misma eficacia como medio de estilo, e incluso (en cuanto a ciertos detalles) si aquello en lo cual pretendía ver una necesidad de método no respondía, más bien, a una segunda intención relativa a la composición.
Sin embargo, dado que en literatura distingo una suerte de género que considero mayor (que comprendería las obras en las que bajo una u otra forma el cuerno está presente: riesgo directo asumido por el autor de una confesión o de un escrito de contenido subversivo; manera de considerar la condición humana, mirándola de frente o "tomándola por los cuernos"; concepción de la vida que compromete a su mantenedor frente a los otros; actitud ante manifestaciones tales como el humor o la locura; propósito de convertirse en la caja de resonancia de los grandes temas del carácter trágico de lo humano), puedo indicar en todo caso —aunque tal vez resulte demasiado evidente— que es en la medida exacta en que no puede descubrirse más regla de composición que precisamente aquella que sirvió a su autor de hilo de Ariadna a lo largo de la explicación abrupta que sostenía consigo mismo —sea por aproximaciones sucesivas o bien a quemarropa— que una obra de esta suerte puede ser considerada literariamente "auténtica". Esto por definición desde el momento que se admite que la actividad literaria, en lo que tiene de específico en cuanto a disciplina del espíritu, no puede tener otra justificación que la de destacar para sí mismo ciertas cosas y, al mismo tiempo, volverlas comunicables para los demás, y que uno de los fines más elevados que pueden ser asignados a su forma más pura, esto es: la poesía, es restituir mediante las palabras ciertos estados intensos, concretamente experimentados y susceptibles, por lo tanto, de ser transmutados en palabras.
Estoy muy lejos aquí de acontecimientos enteramente actuales y del todo desoladores, tales como la destrucción de gran parte de El Havre, tan distinto hoy de aquel que conocí, amputado de lugares a los que subjetivamente me unían ciertos recuerdos: el Hotel de l'Amirauté, por ejemplo, y las calles cálidas, con edificios ahora derruidos o desventrados como aquel sobre cuyo flanco se lee aún la inscripción "LA LUNA The Moon" acompañada de una imagen que representa un rostro regocijado en forma de disco lunar. Y está también la playa, sembrada de una extraña floración dé chatarra y cubierta por un montón de piedras laboriosamente reunidas frente al mar donde, hace poco, un carguero estalló sobre una mina, uniendo sus restos a tantos otros restos de naufragios. Estoy muy lejos, en verdad, de ese cuerno auténtico de la guerra, del cual no veo en las casas derruidas sino sus más leves efectos siniestros. ¿Acaso un mayor compromiso material, una mayor participación y, por lo mismo, una mayor amenaza, me haría encarar la cosa literaria con una ligereza mayor? Se puede presumir que me sentiría acosado menos obsesivamente
por la preocupación de transformarla en un acto, en un drama donde me importa asumir positivamente un riesgo, como si ese riesgo fuera la condición necesaria para poder realizarme por entero. Queda en pie, sin embargo, ese compromiso esencial que tenemos derecho a exigir del escritor: el que proviene de la naturaleza misma de su arte, el de no desvirtuar el lenguaje y, al contrario, procurar que su palabra, cualquiera sea el modo empleado para transcribirla sobre el papel, sea siempre verdad. Sucede, además, que situándose en el plano intelectual o pasional, el escritor debe aportar pruebas suficientes para el enjuiciamiento de nuestro actual sistema de valores, e inclinarse, con todo el peso que tan a menudo lo oprime, hacia el lado de la liberación de todos los hombres,
sin lo cual nadie podría llegar a su liberación individual.

(Traducción de Alejandra Pizarnik y Silvia Delpy)

*Estas páginas son el prólogo al ensayo de Michel Leiris L'Age d'Homme (Gallimard).

Fuente: Revista Sur, Nº 31, 1968, pp. 12-31.

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