lunes, junio 28, 2010

Literatura + enfermedad (sobre Balnearios de Etiopía de Javier Guerrero)


La primera novela del venezolano Javier Guerrero, Balnearios de Etiopía (Eterna Cadencia, 2010) se inicia con una oración que abre el discurso al exceso: “La enfermedad se desató con violencia.” (p. 9). Esa enfermedad innominada se presenta como el motor de la narración conducida por un narrador convaleciente que advierte como su cuerpo y sus órganos se descontrolan, pierden consistencia, se amoratan, se pudren, cicatrizan y vuelven a abrirse, supuran o se deshacen. En esta línea de lectura, el cuerpo sin órganos es, sin duda, uno de los temas centrales de Balnearios de Etiopía: las descripciones de los efectos del contagio y los intentos por dominarla; las imágenes de un cuerpo que se desorganiza, de órganos que cambian su aspecto, sus movimientos, sus interacciones; y la escritura de un protagonista que nota que su organización física ya no es lo que era: “Encajes de fiebre, pespuntes de oro, texturas azules vinieron de golpe. Sin darme cuenta, la enfermedad talló mi cuerpo.” (21). La desarticulación, la experimentación y el nomadismo en el cuerpo del narrador se oponen a los estratos del cuerpo sano y, también, como veremos, a los del sexo, la familia y la sociedad. En este sentido, no es posible pedirle a esta novela una progresión en la historia porque se ajusta a la lógica de su objeto, la enfermedad, y esta lógica es la del exceso, la dispersión y el expansión, la conquista de espacios y su desorganización, como quería Bataille: el triunfo de lo informe.

Pero, por otro lado, en Balnearios de Etiopía, el cuerpo comparte escena con la mente delirante, con la psiquis desquiciada y afectada también por la enfermedad sin nombre. Así, lo que al principio son sueños, luego se vuelven realidades que rozan el surrealismo y que se le presentan en el recinto donde el narrador está postrado. Estas fantasías lúcidas de imágenes que excitan los sentidos son sexuales y violentas y suelen involucrar a sus hermanas y, en especial, a su madre: “Enseguida procedió a alimentarme. Un líquido amarillo y sedoso fluía de su popona. Mi boca sentía los pliegues y la espesa selva púbica me acariciaba. La sed era insaciable pero estaba seguro de que ya sorbía la última parte. Mordisqueé una masa gelatinosa que sentí como un chicle que podía estirar hasta que se rompiera. Mi madre no se quejaba, tampoco gemía.” (33). La popona, el ano, la boca y el falo serán las imágenes privilegiadas de Balnearios, en particular en las fantasías antes mencionadas, imágenes con las que un psicoanalista se haría un festín y que remiten, al interior del texto, tanto a la institución familiar como al homoerotismo del narrador. Volviendo a los sueños reales, una de las propuestas interesantes de la escritura de Guerrero es la progresiva indistinción entre la realidad del departamento y las alucinaciones del protagonista, la elección de la primera persona le permite, justamente, apostar a una perspectiva subjetiva que se va distorsionando con el avance de la enfermedad que lo desarticula todo, incluso, la percepción: llega un punto en que lo que ve el narrador es lo que sucede, todo se torna demasiado real. Entre estas fantasías empezará a aparecer el escenario que le da nombre a esta novela: las fascinantes y exóticas playas de Etiopía y sus tribus de negros (tal vez, visiones estimuladas por la cama en la que yace el narrador, las visitas imaginarias comentadas de la enfermera Malayalam o por la invasión de abejas africanas).
Ahora bien, en el interior del departamento, no sólo habitan el narrador y su enfermedad, también se forma un ecosistema en torno al cuidado del enfermo: una enfermera que sueña con distintos lugares exóticos (Malayalam), la pareja del narrador, primera víctima ya curada (Lázaro), una perra que cambia de nombre a lo largo de la novela y la voz de la madre neurótica que, por teléfono, intenta cuidar de su hijo y dar indicaciones (más tarde, junto a las hermanas, se hará presente en el cuarto como una alucinación demasiado real). Sin embargo, en el exterior, la ciudad también existe y sufre plagas como una suerte de paralelo con el protagonista: mediante noticias que llegan por la televisión o por las salidas de los cuidadores, nos enteramos de que abejas africanas mortales, polillas hermafroditas, plantas carnívoras erotizadas o ginecomejenes asolan a los habitantes de la urbe. De este modo, como señalábamos al principio de la reseña, la enfermedad pasa del individuo a la sociedad cobrando diferentes aspectos pero siempre desarticulando el cuerpo (en el último caso, como les encantaba a los positivistas, el cuerpo social).
En definitiva, Balnearios de Etiopía de Javier Guerrero es una novela que gira alrededor del cuerpo y la enfermedad, un relato plagado de descomposición, sexo y violencia natural (porque es lo orgánico lo que se vuelve violento) con un estilo preciso y que apela a lo sensorial. Tal vez la enfermedad sea, en esta novela, una metáfora de la posibilidad de desorganizar el cuerpo, de transformarlo en un cuerpo sin órganos, para abrirlo a la imaginación exótica y erótica de la escritura.

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